 |
Ryszard Kapuscinski @ Magalú Mariana García |
La única ley universal de las revoluciones es que no se
dejan reducir a leyes. Sea cual sea su signo y orientación, ocurren de maneras
muy diversas, transcurren por caminos insospechados, brotan en el momento menos
esperado. “Su estallido, el momento en que se produce, sorprende a todos,
incluso a aquellos que la han hecho posible”. Pueden desencadenarse por un
incidente menor en la plaza de un pueblo remoto, pueden coronar el esfuerzo
constructivo y organizativo de décadas, pueden brotar de una grieta súbita que
aparece en la fachada del poder. No es posible prever qué sector social o
demográfico se pondrá a la cabeza de las movilizaciones. A veces se abren paso
a sangre y fuego, o por la fuerza pero (casi) sin sangre (como la revolución de
octubre en Rusia), o por medio de las urnas, como ocurrió en Chile en 1970, en
Venezuela en 1998 y en Ecuador en 2006. Fidel Castro, que algo sabe del asunto,
dijo hace unos años que gracias al poder de la comunicación y la transmisión
“no harán falta las revoluciones” (armadas, se entiende) y que en la
circunstancia actual “estamos ante el arma más poderosa que haya existido, que
es la comunicación”.
En un capítulo de El Sha o la desmesura del poder (Anagrama,
Barcelona, 1987) que se titula “La llama muerta”, el fallecido periodista
polaco (pero universal) Ryszard Kapuscinski afirma que para el surgimiento de
una revolución “es imprescindible la
palabra catalizadora y el pensamiento esclarecedor” que conducen a “la toma
de conciencia de la miseria y de la opresión, al convencimiento de que ni la
miseria ni la opresión forman parte del orden natural del mundo”. Para ello, se
requiere de palabras: “palabras que circulan libremente, palabras clandestinas,
rebeldes, palabras que no van vestidas de uniforme de gala, desprovistas del
sello oficial”.