![]() |
Foto: Alain Badiou |
Alain Badiou
Mi madre era muy anciana. Iba con ella a comer a un
restaurante las noches que mi padre –cuando se es hombre, hay que saber dejar
un poco a su mujer, cualquiera sea la edad– partía de caza. Iba entonces a
verla, porque ella no se acostumbraba jamás a que mi padre la dejara para ir a
matar bichos, y mi presencia endulzaba las consecuencias de esa femenina falta
de aceptación. Me contaba en ese momento todo lo que jamás me había contado.
Era la ternura final, tan conmovedora como la que se tiene con los padres muy
viejos. Una noche, me cuenta que antes de haber conocido a mi padre, cuando era
profesora en Argelia, había tenido una pasión, una gigantesca pasión, una
pasión voraz, por un profesor de filosofía. Esta historia es absolutamente auténtica.
La escuché evidentemente en la posición que imaginan, y me dije: y bien, he
aquí, no hace nada más que cumplir el deseo de mi madre, al cual el filósofo de
Orán se había sustraído. Había partido con otra y ese terrible dolor de mi
madre –en el fondo subsistía todavía a los ochenta y un años– yo había hecho lo
que podía para consolarlo.