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Foto: Daniel Bensaïd |
Josep Maria Antentas
“La indignación es un
comienzo. Una manera de levantarse y ponerse en marcha. Uno se indigna, se
subleva, y después ya ve. Uno se indigna apasionadamente, antes incluso de
encontrar las razones de esta pasión” [1]. Escritas diez años antes, estas
palabras de Daniel Bensaïd, de cuya muerte se cumplieron dos años este 12 de
enero, han sonado vivamente actuales en el recién finalizado 2011, un año en el
que hemos vivido, definitivamente, momentos muy bensaïdianos. Recuerdo que en
más de una ocasión durante los instantes más mágicos e inolvidables de la
ocupación de plaza Catalunya me descubrí en pleno diálogo imaginario con Daniel
quien, sin duda, hubiera contemplado con pasión la irrupción “intempestiva” de
las revoluciones árabes y la rebelión de l@s indignad@s.
Para Bensaïd la indignación era “el contrario exacto de la
costumbre y la resignación. Incluso cuando se ignora lo que podría ser la
justicia del justo, queda la dignidad de la indignación y el rechazo
incondicional de la injusticia” [2]. La suya fue una indignación de largo
aliento, durante un camino militante que resultó ser “mucho más largo de lo que
imaginamos en el entusiasmo juvenil de los años sesenta y no es fácil
permanecer tanto tiempo siendo ‘revolucionarios sin revolución’” [3] y en el
que, como señalaba en su autobiografía, “tuvimos muchas más noches de derrota
que mañanas triunfantes. Pero acabamos con el Juicio final de siniestra
memoria. Y, a fuerza de paciencia, ganamos el derecho precioso a recomenzar”
[4].