
Prólogo del libro “Gramsci y la educación: pedagogía de la
praxis y políticas culturales en América Latina”, cuyos co-autores son Flora
Hillert, Hernán Ouviña, Luis Rigal & Daniel Suárez
Empecé a leer a Gramsci en la década del 70, cuando hacía mi
doctorado en la Universidad de Ginebra, en Suiza. Su obra solo fue traducida al
portugués en la década del 80. En 1976, ya como profesor adjunto en aquella
Universidad, dicté un curso sobre él con el título “Gramsci, intelectual y
militante”. Desde entonces, su obra ha sido una referencia obligatoria en mis
análisis del fenómeno de la educación. Por eso, me siento feliz y honrado al
introducir esta obra, que muestra la pertinencia de Gramsci en la educación de
hoy. El pensamiento de Gramsci continúa vivo y vigente. Este libro se destina
no solamente a los profesores universitarios, sino también a los estudiantes,
tanto de graduación como de pos-graduación, a los educadores populares, a los
profesores de la educación básica y a todos aquellos que, en este momento de
reinvención política en América Latina, buscan retomar los grandes referentes
del pensamiento crítico. Las categorías y conceptos gramscianos tuvieron y
tienen enorme relevancia para la mejor comprensión del rol de la escuela, del
currículo y del educador.
Como todo pensador complejo, Gramsci puede ser leído a
partir de distintas miradas. Son variadas las interpretaciones de su
pensamiento y de su praxis: algunos distinguen a un Gramsci popular, y otros lo
interpretan a partir del iluminismo pedagógico. Yo diría que estos últimos
hacen una lectura positivista de Gramsci, no dialéctica, ahistórica, no
contextualizada. De ahí la importancia de resaltar, hoy, el vínculo entre
Gramsci y la educación popular, entre él y la tradición del pensamiento
crítico, de la pedagogía crítica, como lo hacen los autores de este libro. La
educación no es neutra. Ella está inserta en un contexto social e histórico. El
conocer se vincula al poder.
La lectura de Gramsci nos ayuda a entender el rol de la
educación como acto político y el papel transformador del educador, en cuanto
intelectual y militante. En Gramsci, encontramos muchos elementos que nos
pueden ayudar a comprender el contexto educacional de hoy. Los autores de este
libro supieron trabajar las principales categorías gramscianas y desdoblarlas
en propuestas para la educación. Ellos hacen una lectura crítica de Gramsci;
por lo tanto, una lectura propositiva, pedagógica, no sectaria ni reiterativa,
lo que fortalece la tradición transformadora y popular de la educación en la
América Latina.
Este libro nos ayuda a mantener vivo uno de nuestros
principales referentes de la educación y de la política. Hacer honor a un autor
es leerlo críticamente. No se trata, por lo tanto, de hacer una lectura
dogmática, como si Gramsci fuese un tótem a ser venerado. Se trata de releerlo
a la luz de las contradicciones de nuestro tiempo. Es en este sentido en el que
él continúa siendo actual: no para ser repetido por seguidores, sino para ser
reinventado.
Su pertinencia y vigencia, por eso, se da mucho más por las
preguntas que él se hacía, por su método, por el modo de enfrentar los desafíos
de su tiempo, que propiamente por las respuestas puntuales que daba en aquel
contexto. Su crítica a los intelectuales iluministas y al enciclopedismo
pedagógico –que se traduce como una de las más grandes amenazas a la educación
contemporánea, el instruccionismo– es muy actual. Aprender es indagar, producir
autónomamente. En el instruccionismo, el docente no piensa, reproduce lo que
está escrito en el libro didáctico, en el manual; no elige, no tiene autonomía.
Por eso, el docente necesita otra formación, no instruccionista. Es necesario
que sea formado para conquistar su autonomía intelectual y moral, para ser
autor.
Cuando estaba en prisión, Antonio Gramsci no podía escribir
la palabra “marxismo” bajo pena de ver sus textos impedidos de llegar a su
editor. Para engañar a sus censores, él escribía “filosofía de la praxis” en
lugar de marxismo, brindándonos, así, una bella traducción del concepto de
marxismo. Con eso, Gramsci nos ofreció también un referencial teórico para la construcción
de una pedagogía de la praxis como pedagogía emancipadora.
Gramsci evidenció la naturaleza política de la educación y
la naturaleza pedagógica de la política. Educar es siempre tomar partido,
mostrar una dirección, asumir valores, comprometerse, pero sin adoctrinar o
manipular. Educar es concientizar, desfetichizar, desmitificar, tornar visible
lo que fue ocultado para oprimir.
Gramsci combatió el espontaneísmo como combatió, también, la
manipulación, el determinismo y el fatalismo, reforzando la necesidad de la
formación crítica de las masas, argumentando que la revolución no se confunde
con la superación mecánica de las condiciones objetivas de la sociedad; ella es
el resultado de la lucha, de la voluntad de los sujetos, por lo tanto, de la praxis
social. Cambiar al mundo y cambiar a las personas son procesos
interdependientes. Para la constitución de una nueva hegemonía, es primordial
el papel de los sujetos en la historia, el rol de la sociedad civil, de la
educación y de la cultura. Hoy, ese constructo gramsciano es particularmente
vigente y apropiado para explicar un momento histórico de dominio del sentido
común fatalista del neoliberalismo, que se presenta, arrogantemente, como única
alternativa.
En ese contexto, Gramsci valorizaba los espacios educativos
de los movimientos sociales, tan importantes hoy en la construcción de un “otro
mundo posible”, como sostiene el Foro Social Mundial. Gramsci resaltaba el
papel formativo de las agremiaciones estudiantiles y de los sindicatos. Esa es,
también, otra importante lección que él nos deja, al evidenciar cuánto la lucha
es pedagógica, y cuánto aprendemos en la reflexión crítica sobre nuestras
prácticas.
¿Por qué debemos continuar leyendo a Gramsci?
[…] De mi parte, me gustaría decir que un pensamiento como
el de Gramsci nos ayuda a ser mejores educadores. ¿Por qué? Porque él se basa
en una profunda creencia en la capacidad humana de cambiar al mundo, por lo
tanto, en la negación del determinismo histórico. Es un pensamiento que no le
suelta la mano a un proyecto de sociedad, que afirma la politicidad como
carácter inherente a todo lo que es humano, que reconoce la legitimidad del
saber popular, de la cultura popular, del buen sentido popular.
Nosotros los educadores, en cuanto intelectuales, lidiamos
constantemente con el conocimiento científico y con el saber elaborado. Al
valorizar el saber popular y defender la socialización del conocimiento,
Gramsci reafirma el papel del intelectual en la sociedad, pero, al mismo
tiempo, nos advierte que “todos somos intelectuales”, porque ninguna actividad
humana puede prescindir de alguna intervención intelectual. Y como todos
sabemos alguna cosa, como decía Paulo Freire, un gran lector de Gramsci, todos
podemos enseñar alguna cosa.
Como educador, necesito fundamentar mi praxis en un
pensamiento político-pedagógico que contribuya a ofrecerme instrumentos para
que yo pueda orientar mejor mis acciones en la perspectiva transformadora. Y encontré
eso en la lectura de Gramsci. Los intelectuales orgánicos no están obsoletos.
Están delante de nuevas tareas, entre ellas la de aprender a tratar con la
diversidad sin caer en el relativismo, respetar las individualidades y
construir la unidad sin transformarla en uniformidad, en conformidad.
Sin duda, la lectura de Gramsci nos abre grandes
posibilidades, no solo para la reflexión en el campo de las teorías de la
educación, de las teorías del currículo, sino también para la praxis pedagógica
contra hegemónica. Por eso, precisamos continuar leyendo a Gramsci.