
Para entender la concepción gramsciana de la política como
ética de lo colectivo hay que fijarse en tres aspectos. El primero y principal
es la pasión (razonada) con que Gramsci defendió siempre la veracidad en
política. El segundo aspecto es la comparación que fue estableciendo, en las
notas de los Cuadernos de la cárcel , entre filosofía de la praxis y maquiavelismo.
Y el tercero, su diálogo (tentativo) con el Kant del imperativo categórico en
el contexto de una interesante discusión sobre irrealismo y relativismo ético.
Ya de joven Gramsci había escrito, con mucho fervor moral,
que la verdad debe ser respetada siempre, independientemente de las
consecuencias que tal respeto pueda traer. La búsqueda de la verdad y la
aspiración a la veracidad en el quehacer político son congruentes con la
explicitación de las propias convicciones y éstas deben hallar en su propia
lógica la justificación de los actos que el hombre con convicciones cree
necesario llevar a cabo.
La mentira y la falsificación –declaraba este Gramsci
joven— sólo producen, en cambio, castillos en el aire que otras mentiras y
otras falsificaciones harán decaer. Más tarde Gramsci hizo suya la máxima de
Romain Rolland, según la cual la verdad es siempre revolucionaria.
“Decir la verdad y
llegar juntos a la verdad” fue para él la sustancia moral del programa comunista
en la época de L’Ordine Nuovo. En los cuadernos y en las cartas escritos desde
la cárcel reiterará que decir la verdad es consustancial a la política
auténtica, la táctica de toda política revolucionaria. La exaltación de la
veracidad, ya no sólo frente a la mentira o el engaño explícitos, sino incluso
frente a la falsa piedad y la compasión mal entendida, es el hilo rojo a través
del cual, en su epistolario, trata de fundir una relación afectiva sana y la
vida buena en la esfera pública. Se podría decir que es la veracidad de
Gramsci, esta pasión suya por buscar y decir la verdad, lo que más conmueve en
las Cartas de la cárcel, probablemente porque el lector atento capta enseguida
que ahí, en esta pasión vivida en condiciones tan penosas, está una de causas
de su tragedia. Pero, ¿cómo cuadran y se complementan la exaltación de la
veracidad, esta insistencia en la necesidad de decir la verdad en política, con
la atracción que Gramsci ha sentido por Maquiavelo? ¿No es Maquiavelo el padre
moderno de la “doble verdad” en política, el representante por antonomasia de
una concepción de la política en la que el decir la verdad no tiene cabida
porque se equipara a ingenuidad?
Gramsci ha defendido firmemente la principal lección de
Maquiavelo: la distinción de planos, de carácter analítico, entre ética y
política, con la consiguiente afirmación de la autonomía del ámbito de lo
político. Esta distinción implica que la actividad del hombre político ha de
ser juzgada por la aptitud o inaptitud de sus propuestas y proyectos en la vida
pública, esto es, con relativa independencia del juicio que expresemos acerca
de la buena o mala fe del individuo, de la persona, que es un juicio moral.
Esta distinción es básica para el filósofo político y para la forma laica del
hacer política, aunque todavía ahora choque con importantes reticencias en las
democracias realmente existentes. La afirmación metódica de la autonomía del
ámbito político implica que el hombre político no puede ser juzgado prioritariamente
por lo que éste haga o deje de hacer en su vida privada, sino teniendo en cuenta
si mantiene o no, y hasta qué punto lo hace, sus compromisos públicos. En este
ámbito el juicio —piensa Gramsci— es político y, por tanto, lo que hay que
juzgar es la coherencia, la conformidad de los medios a determinados fines. Lo
cual no quiere decir que la coherencia política se oponga por principio al ser
honesto, como pretenden los tergiversadores de Maquiavelo y los
pseudomaquiavelianos. El reconocimiento de que el juicio en este plano es político
va acompañado por la afirmación de que la honestidad de la persona es
precisamente un factor necesario de la coherencia política.
En la vida moderna esta confusión entre el plano ético y el
plano político tiene dos consecuencias. La primera, y más fundamental, es la
permanencia de una concepción muy extendida (lo que Maquiavelo llamaba la
hipocresía cristiana) tendente a desvalorizar la política como actividad en
nombre de una moral universalista y absolutizadora, de una moral declamatoria
pero que luego no se practica. La persistencia de esta tendencia se encuentra reforzada,
en el mundo contemporáneo, por el hecho de que, efectivamente, existe en la sociedad
una amplia capa de políticos profesionales (lo que hoy se llama “la clase
política”) que vive en y de la política con mala fe, sin convicciones éticas,
haciendo de las actuaciones y decisiones públicas un asunto de interés privado.
Ahí anida la corrupción. Y esto conduce a la identificación vulgar de la
política con la mentira, el engaño y la doblez, con el falso maquiavelismo.
Gramsci rechaza esta muy extendida identificación y recuerda al respecto un viejo
chiste judío: “¿A dónde vas?” —pregunta Isaac a Benjamín—. “A Cracovia”
—responde
Benjamín—. “¡Qué mentiroso eres! Dices que vas a Cracovia
para que yo crea que vas a Lemberg, cuando sé muy bien que vas a Cracovia. ¿Qué
necesidad hay de mentir?”. De donde deduce, primero, que en lo que hace a la
política como praxis se podrá hablar de reserva (de la prudencia clásica), pero
no de mentira en un sentido mezquino; y, segundo, que decir la verdad, en el
sentido de ser veraz, es precisamente una necesidad cuando se trata de política
alternativa a la politiquería, es decir, de la actividad política que tiene en
cuenta y prioriza los sentimientos y las creencias de las gentes.