
No es mi intención en este breve artículo elaborar una
interpretación amplia y exhaustiva de la obra de Antonio Gramsci. Varios
autores ya la han realizado; creo entonces que mi contribución dentro de este
contexto sería de poca utilidad. Mi punto de partida es otro, y surge a partir
de una interrogante: ¿qué es lo que, actualmente, un científico social puede
aprender de su obra? Se trata, por lo tanto, de una mirada unilateral e
interesada, que deja por fuera un análisis cuidadoso de los conceptos para
privilegiar la relación del autor con el campo de las Ciencias Sociales.
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¿Era
Gramsci un sociólogo?, ¿acaso un politólogo? Considero que este tipo de preguntas
formula una serie de falsos problemas, ya que las preocupaciones del teórico italiano,
en tanto marxista y militante, traspasaron las fronteras disciplinarias y,
además, tuvieron como referencia directa la praxis política. Con todo, la
indagación que orienta este ensayo tiene una razón de ser: siempre tuve una
fascinación por sus escritos. Al final de los años setenta estudié
sistemáticamente los Cuadernos de la cárcel, lo que me estimuló a escribir
algunos estudios publicados en mi libro ‘A
consciência fragmentada’ (1980).
Sin embargo, me llamaba mucho menos la
atención la perspectiva propiamente política (partido, revolución o reforma,
Estado, fuerza y consenso), puesto que el esfuerzo argumentativo de Gramsci
expresaba una poderosa solvencia analítica capaz de formular y aprehender una
serie de problemas sociológicos. Lo anterior me condujo a comparar sus
planteamientos sobre la problemática de la religión con los de Max Weber.
Retomo entonces una intuición ya antigua, procurando darle forma y
consistencia, justo ahora, en un momento distinto de mi vida y de la historia
de las sociedades.
Al enfrentarse con la obra gramsciana, resulta difícil que
el lector logre sustraerse de una sensación inquietante: se trata de un
pensamiento situado históricamente. Varios elementos confirman tal aserción. En
primer lugar, el debate sobre el socialismo, que estuvo marcado por el clima
sociocultural de las postrimerías del siglo XIX y los inicios del XX y en el
que una utopía de transformación radical logró sintetizar una esperanza colectiva.
Se trataba de un tiempo de efervescencia —Revolución Rusa,
consolidación de las organizaciones de masa, emergencia de partidos
comunistas—, muy distinto al de la época contemporánea —fin del régimen
soviético, caída del Muro de Berlín, declinación de los Partidos Comunistas,
extinción de la Guerra Fría. Tal debate no constituía en modo alguno una mera
controversia ideológica, precisamente por sus desdoblamientos en el plano
teórico, y, además, muchos acreditaban que el marxismo, por estar asociado con
el devenir histórico, disfrutaría de una posición privilegiada y “superior”, en
relación con todas las otras interpretaciones posibles de la sociedad (las
ideologías o las Ciencias Sociales).
Otro aspecto considerado era lo nacional-popular, visto
desde la construcción de la nación italiana, que no constituía una temática
específicamente gramsciana, pues era compartida por la gran mayoría de los
intelectuales de la época. Debido a que Italia se constituyó tardíamente como
nación, el debate giró en torno al surgimiento de una clase dirigente capaz de
organizar y gobernar al pueblo en un determinado territorio. Los análisis de
Gramsci, muy diferentes a los de sus contemporáneos, subrayaron la separación
entre los intelectuales y el pueblo (desde la cultura hasta la política), mas
presuponían también una integración de tales fuerzas distantes. La filosofía de
la praxis, en su inmanencia— un término caro al autor—coincidiría por lo tanto
con la realización del proyecto nacional —distinto del proyecto liberal o el
fascista—, pero era, aun así, nacional. En tiempos de globalización, resulta
difícil que tal discusión sea planteada en tales términos. Aún existe una
problemática de la modernidad.
No se puede olvidar que la Revolución Industrial,
conjuntamente con el proceso de unificación nacional, se encontraba todavía en
curso en la Italia de principios del siglo XX. Una metáfora bastante corriente
evidencia de manera emblemática los impasses de tal situación: questione
meridionale. Gramsci escribe en un período de modernización del país, un país
que, al mismo tiempo, se encuentra fragmentado por las fuerzas tradicionales y
conservadoras (la Iglesia Católica), y donde la industrialización constituía un
elemento dinámico en la formación de una nueva clase obrera. La oposición entre
el norte industrializado y el sur agrario es tanto un desfase económico como
una negación del ideal de integración nacional. Una situación enteramente
distinta se presenta hoy, cuando la modernidad constituye una certeza
indiscutible y el destino nacional se redefine bajo la impronta de la Comunidad
Europea. Por último, la cuestión del partido. Gramsci forma parte de una
generación que concibió la política, y más propiamente el partido, desde una función
específica, a saber, la de “encantamiento del mundo”. Con otras palabras: el
partido tenía la capacidad de comprender y organizar colectivamente las
voluntades individuales. Su organicidad se encuentra anclada en valores compartidos
por todos e, incluso, logra orientar la conducta de los individuos.
La filosofía de la praxis, en tanto teoría universal y
coherente del mundo, planteaba una inmanencia de la historia y se presentaba a
sí misma como una ideología positiva. El partido sería entonces el príncipe de
los tiempos modernos, el centro de irradiación de una “gran narrativa”, capaz
de aprehender el mundo en su totalidad, resignificándolo y confiriéndole
inteligibilidad. Tal confianza en la capacidad de la política (Gramsci dedica
numerosos pasajes para diferenciarla de la religión), ciertamente se desvanece.
En un texto seminal de Octavio Ianni, El príncipe electrónico (2001) —un
diálogo con Gramsci y Maquiavelo—, constatamos que en el mundo contemporáneo el
papel que le correspondía al partido, en tanto organizador de la vida
colectiva, se agotó en buena medida (aunque no enteramente) y, además, se
redujo; que otra dimensión social —los media y el universo del
entretenimiento—, desplazó su anterior primacía.