Eric Hobsbawm
Traducción del inglés por Enrique Prudencio
Revisión por Christine Lewis Carrol
Revisión por Christine Lewis Carrol
En la primavera de 1847 Karl Marx y Frederick Engels
acordaron afiliarse a la llamada Liga de los Justos (Bund der Gerechten), una
rama de la anterior Liga de los Proscritos (Bund der Geächteten), sociedad
secreta revolucionaria creada en París en la década de 1830 bajo la influencia
de la Revolución Francesa por artesanos alemanes, la mayoría sastres y
carpinteros, y todavía compuesta principalmente por estos artesanos expatriados
radicales. La Liga, convencida de su “comunismo crítico”, se ofreció a publicar
un manifiesto redactado por Marx y Engels como su documento político y también
a modernizar su organización siguiendo sus líneas.
Y efectivamente se
reorganizó en el verano de 1847, cambiando su antiguo nombre por el de Liga de
los Comunistas (Bund der Kommunisten) comprometida con el propósito de
“derrocar a la burguesía, instaurar el dominio del proletariado, acabar con la
vieja sociedad basada en las contradicciones de clase (Klassengegensätzen) y
establecer una nueva sociedad sin clases ni propiedad privada”. Un segundo
congreso de la Liga celebrado también en Londres en los meses de noviembre y
diciembre de 1847 aceptó formalmente los objetivos y nuevos estatutos e invitó
a Marx y a Engels a redactar el nuevo Manifiesto exponiendo los
objetivos y políticas de la Liga.
Aunque tanto Marx como Engels prepararon borradores y el
documento representa claramente los puntos de vista de ambos, el texto final
fue escrito casi con toda certeza por Marx, tras una reprimenda a éste por
parte del Ejecutivo, puesto que a Marx, tanto entonces como después, le
resultaba difícil terminar sus textos sin el apremio de una fecha límite. La
ausencia virtual de borradores anteriores sugiere que lo escribió a toda prisa
(i). El documento resultante, de veintitrés páginas, titulado Manifiesto
del Partido Comunista (conocido desde 1872 como El Manifiesto
Comunista), se publicó en febrero de 1848 tras imprimirlo en las
oficinas de la Asociación Educativa de los Trabajadores, más conocida como la Communistischer
Arbeiterbildungsverein, que sobrevivió hasta 1914 en el 46 de Liverpool Street
de Londres.
Este pequeño panfleto es el texto político más influyente
desde la Declaración de los derechos humanos y ciudadanos de la
Revolución Francesa. Por suerte estaba ya en la calle antes de que estallaran
las revoluciones de 1848, que desde París se propagaron como un incendio
forestal por todo el continente europeo. Aunque su horizonte era firmemente
internacionalista -la primera edición anunciaba de forma optimista pero errónea
la publicación inminente en inglés, francés, italiano, flamenco y danés- su
impacto inicial fue exclusivamente en alemán. A pesar de que la Liga Comunista
era pequeña, desempeñó un papel significativo en la revolución alemana, al
menos mediante el periódicoNeue Rheinische Zeitung [La Nueva Gaceta
Renana] (1848-49), que editaba Karl Marx. La primera edición del Manifiesto se
imprimió tres veces en unos meses, por capítulos, en la Deutsche Londoner
Zeitung, corregida y maquetada de nuevo en 30 páginas en abril o mayo de 1848,
pero desapareció de la circulación con el fracaso de las revoluciones de 1848.
Cuando Marx se estableció en Inglaterra en 1849 para comenzar su exilio de por
vida, los ejemplares que quedaban del Manifiesto eran tan escasos que
pensó que valía la pena reimprimir la Sección III (Socialistische und
kommunistische Literatur) en el último número de su revista de Londres , Neue
Rheinische Zeitung, politisch-ökonomische Revue [La nueva gaceta renana, revista político
económica] (noviembre de 1850), poco leída.
Nadie podía predecir un futuro tan extraordinario del Manifiesto en
las décadas de 1850 y 1860. Un impresor alemán emigrado imprimió privadamente
una nueva edición en Londres, probablemente en 1864, y otra pequeña edición en
Berlín en 1866, la primera publicada en Alemania. Entre 1848 y 1868 parece que
no hubo traducciones, excepto una versión en sueco, publicada probablemente a
finales de 1848, y otra en inglés en 1850, significativas en la historia
bibliográfica del Manifiesto sólo porque la traductora parece haber
consultado a Marx o seguramente a Engels puesto que ella vivía en Lancashire.
Ambas versiones desaparecieron sin dejar rastro. A mediados de la década de
1860 no quedaba prácticamente nada impreso de lo que había escrito Marx.
El protagonismo de Marx en la Asociación Internacional de
Trabajadores (la denominada “Primera Internacional”, 1864-1872) y la aparición
en Alemania de dos partidos importantes de la clase obrera, ambos fundados por
antiguos miembros de la Liga Comunista que lo tenían en gran estima, llevó a un
resurgimiento del interés por el Manifiesto, al igual que por otros
escritos suyos, en especial el de su lúcida defensa de la Comuna de París de
1871 (conocido comoLa guerra civil de Francia) que le proporcionó una
considerable notoriedad en la prensa como líder peligroso de la subversión
internacional, temido por los gobiernos. Y en particular el juicio por traición
a los líderes de la Socialdemocracia alemana Wilhelm Liebknecht, August Bebel y
Adolf Hepner en marzo de 1872 le proporcionó una publicidad inesperada. La
acusación leyó el texto del Manifiesto, lo que proporcionó a los
socialdemócratas su primera oportunidad de publicarlo legalmente en una larga
tirada como documento perteneciente al procedimiento judicial. Como parecía
lógico que un documento escrito antes de la revolución de 1848 necesitara
algunas correcciones y comentarios explicativos, Marx y Engels escribieron el
primero de los prefacios de todos los que desde entonces han acompañado a las
nuevas ediciones del Manifiesto (ii). Por motivos legales el prefacio
no se pudo distribuir legalmente en su momento, pero la edición de 1872 (basada
en la de 1866), se convirtió en la base de todas las ediciones posteriores.
Mientras tanto, entre 1871 y 1873, aparecieron al menos nueve ediciones del Manifiesto en
seis lenguas.
Durante los cuarenta años siguientes el Manifiesto conquistó
el mundo, empujado por el surgimiento de los nuevos partidos laboristas
(socialistas), en los que la influencia marxista creció rápidamente en la
década de 1880. Ninguno de estos eligió la denominación de Partido Comunista
hasta que los bolcheviques rusos volvieron a la denominación original después
del triunfo de la Revolución de Octubre, pero el título de Manifiesto del
Partido Comunista permaneció inalterado. Incluso antes de la Revolución Rusa de
1917 ya se habían imprimido varios centenares de ediciones en unos treinta
idiomas, incluidas tres ediciones en japonés y una en chino. Sin embargo la
zona en la que tuvo más influencia fue el cinturón central de Europa que va
desde Francia en el oeste hasta Rusia en el este. No sorprende que el mayor
número de ediciones se realizara en ruso (70) más otras 35 en las lenguas del
imperio zarista: 11 en polaco, 7 en yidis, 6 en finlandés, 5 en ucraniano, 4 en
georgiano y 2 en armenio. Hubo 55 ediciones en alemán y para el imperio de los
Habsburgo, 9 en húngaro, 8 en checo y solo 3 en croata, una en eslovaco, otra
en esloveno y 34 en inglés, lo que incluye los EE.UU., (donde la primera
traducción apareció en 1871), 26 en francés y 11 en italiano, la primera en
1889 (iii). El impacto en el suroeste europeo fue limitado: 6 ediciones en
español (incluida América Latina) y una en portugués. También fue bajo el
impacto en el sureste de Europa, 7 ediciones en búlgaro, 4 en serbio, 4 en
rumano y una sola edición en ladino, presumiblemente editada en Salónica. El
norte de Europa estuvo moderadamente bien representado con 6 ediciones en
danés, 5 en sueco y 2 en noruego (iv).
Esta desigual distribución geográfica no solo reflejaba el
desarrollo desigual del movimiento socialista y de la propia influencia de
Marx, tan distinta de otras ideologías revolucionarias como el anarquismo. Debe
recordarnos también que no existía una estrecha correlación entre el tamaño y
la fuerza de los partidos socialdemócratas y laboristas en cuanto a la difusión
del Manifiesto. Así, hasta 1905 el Partido Socialdemócrata Alemán, con
cientos de miles de afiliados y millones de votantes, imprimió las nuevas
ediciones del Manifiesto en tiradas menores de 2.000 o 3.000 copias.
Del programa de Erfurt del partido de 1891 se tiraron 120.000 ejemplares
mientras que, al parecer, no se imprimieron más de 16.000 copias del Manifiesto en
los 11 años comprendidos entre 1895 y 1905, cuando en este último año la
circulación de su revista teórica Die Neue Zeit era de 6.400
ejemplares (v). No se esperaba del afiliado medio de un partido marxista
socialdemócrata de masas que aprobase exámenes de teoría. Al contrario, las 70
ediciones de la Rusia prerrevolucionaria se correspondían con una combinación
de organizaciones, ilegalizadas la mayor parte del tiempo, cuyo número total de
miembros no pasaría de unos pocos miles. Asimismo las 34 ediciones en inglés
fueron publicadas por y para las sectas marxistas dispersas por el mundo
anglosajón que operaban en el ala izquierda de los partidos laboristas y
socialistas de entonces. Éste era el entorno “en el que la claridad de un
camarada se medía invariablemente por las señales en su Manifiesto” (vi).
En otras palabras, los lectores del Manifiesto, aunque formaban parte de
los nuevos partidos y movimientos laboristas socialistas, casi con toda
seguridad no eran una muestra representativa de su afiliación. Eran hombres y
mujeres con un interés especial en la teoría que subyace en estos movimientos.
Y seguramente esto es verdad todavía.
Esta situación cambió después de la Revolución de Octubre,
por lo menos en los partidos comunistas. A diferencia de los partidos de masas
de la Segunda Internacional (1889-1914), los de la Tercera Internacional
(1919-43) esperaban que todos sus miembros comprendieran la teoría marxista o
al menos mostraran algún conocimiento de la misma. Desapareció la dicotomía
entre los líderes políticos de hecho, desinteresados en la escritura de libros,
y los ‘teóricos’ como Karl Kautsky, conocido y respetado como tal, pero no como
político práctico en la toma de decisiones. Siguiendo a Lenin, ahora se suponía
que todos los líderes debían ser teóricos importantes puesto que todas las
decisiones políticas estaban justificadas con base en el análisis marxista, o
más probablemente en la autoridad textual de ‘los clásicos’: Marx, Engels,
Lenin y a su debido tiempo, Stalin. La publicación y distribución a nivel
popular de los textos de Marx y Engels se convirtió en una cuestión más
importante para el movimiento de lo que había sido en los tiempos de la Segunda
Internacional. Se publicaban desde series con los textos más cortos,
probablemente siguiendo el ejemplo de la editorial alemana Elementarbücher
des Kommunismus durante la República de Weimar, hasta compendios
adecuadamente seleccionados de lecturas tales como la inestimable Selección
de correspondencia de Marx y Engels, primero en dos volúmenes y después en
tres, o las Obras Reunidas de Marx y Engels en dos o en tres
volúmenes, así como la preparación de las Obras Completas (Gesamtausgabe),
todo respaldado por los recursos ilimitados a estos efectos del Partido
Comunista de la Unión Soviética y muchas veces imprimidas en la Unión Soviética
en una gran variedad de lenguas extranjeras.
El Manifiesto Comunista se benefició de esta nueva
situación de tres maneras. Su circulación sin duda aumentó. La edición barata
publicada en 1932 por las editoriales oficiales de los partidos comunistas estadounidense
y británico “de cientos de miles” de copias se ha descrito como “probablemente
la mayor edición masiva jamás impresa en inglés” (vii). El título del Manifiesto ya
no era una supervivencia histórica, sino que se vinculaba directamente con la
política de la época. Desde el momento en que un Estado principal afirmó
representar la ideología marxista, la posición del Manifiesto como
texto de ciencia política quedó reforzada y consecuentemente entró en los
programas educativos de las universidades, destinada a expandirse rápidamente
después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el marxismo de los lectores
intelectuales iba a encontrarse con su público más entusiasta en las décadas de
los 60 y 70.
La URSS emergió de la Segunda Guerra Mundial como una de las
dos superpotencias, encabezando una vasta región de Estados comunistas y de
Estados satélite. Los partidos comunistas occidentales, con la notable
excepción del partido comunista alemán, emergieron más fuertes de lo que fueron
nunca, ni parecía probable que lo fueran a ser. Aunque había empezado la Guerra
Fría, en el año de su centenario el Manifiesto lo publicaban no
solamente los editores comunistas o marxistas, sino también editoriales no
políticas en grandes ediciones con introducciones de académicos eminentes. En
otras palabras, ya no era solo un documento marxista clásico, sino que se había
convertido en un clásico político y punto.
Sigue siendo un clásico incluso después del final del
comunismo soviético y del declive de los partidos y movimientos marxistas en
muchas partes del mundo. En los Estados sin censura, se puede encontrar en
librerías o bibliotecas. El propósito de una nueva edición no es por tanto
poner el texto de esta asombrosa obra maestra al alcance de todo el mundo y
menos aún revisitar un siglo de debates doctrinales acerca de la interpretación
“correcta” de este documento fundamental del marxismo. Se trata de recordarnos
de que el Manifiesto aún tiene mucho que decir al mundo en las
primeras décadas del siglo XXI.
II
¿Qué tiene que decir? Se trata, por supuesto, de un
documento escrito para un determinado momento histórico. Parte del mismo quedó
obsoleto casi de inmediato, como por ejemplo las tácticas recomendadas a los
comunistas en Alemania, que no se aplicaron durante la revolución de 1848 y sus
secuelas. Otra parte del mismo se fue quedando obsoleta a medida que
transcurrían los años que separaban a los lectores de la fecha en que se
escribió. Hacía mucho tiempo que Guizot y Metternich ya no lideraban gobiernos
para ser personajes de los libros de historia y el zar ya no existe (aunque el
Papa sí). En cuanto a la discusión sobre la “literatura socialista y
comunista”, los propios Marx y Engels reconocieron en 1872 que ya entonces
estaba desfasada.
Y lo que es más importante: con el paso del tiempo, el
lenguaje del Manifiesto ya no era el de sus lectores. Por ejemplo, se
ha comentado ampliamente la frase que decía que el avance de la sociedad
burguesa había rescatado “a una parte considerable de la población de la
idiotez de la vida rural”. Pero mientras no hay duda de que Marx en ese momento
compartía el desprecio e ignorancia habituales del habitante de la ciudad hacia
el entorno campesino, la frase alemana actual y analíticamente más interesante
de dem Idiotismus des Landlebens entrissen no se refiere a la
“estupidez”, sino al “horizonte estrecho” o “al aislamiento del conjunto de la
sociedad” en que vivía la gente del campo. Hacía eco del significado original
del término griego idiotes, de donde se derivan los significados actuales
de “idiota” o “idiotez”: “una persona preocupada solo de sus asuntos privados y
no de los de una comunidad más amplia”. Desde 1840 y en los movimientos cuyos
miembros, al contrario que Marx, no habían recibido una educación clásica, el
sentido original se desvaneció y se malinterpretó.
Esto resulta aún más evidente en el vocabulario político del Manifiesto.
Los términos como Stand (Estado), Demokratie (democracia) o
“nación/nacional”, o bien tienen poca aplicación a las políticas de finales del
siglo XX o han dejado de tener el significado que tenían en el discurso
político o filosófico de la década de 1840. Por poner un ejemplo obvio: el
“Partido Comunista”, de cual nuestro texto afirmó ser el Manifiesto, no
tuvo nada que ver con los partidos de la política democrática moderna, ni con
los “partidos de vanguardia” del comunismo leninista, sin mencionar los
partidos estatales de tipo soviético o chino. Ninguno de estos partidos existía
en aquel momento. La palabra “partido” todavía significaba esencialmente una
tendencia o corriente de opinión o táctica, aunque Marx y Engels reconocían que
en cuanto esto se materializaba en los movimientos de clase, se desarrollaba
algún tipo de organización (diese Organisation der Proletarier zur Klasse, und
damit zur politischen Partei). De ahí la distinción en la sección IV entre “los
partidos de clase obrera existentes… los cartistas en Inglaterra, los
reformistas agrarios en Estados Unidos” y otros, no constituidos todavía
(viii). Como deja claro el texto, en esta etapa el partido comunista de Marx y
Engels no constituía una organización ni intentaba serlo, y menos pretendía ser
una organización con un programa específico distinto al de las demás
organizaciones (ix). Por cierto, no se menciona en el Manifiesto el
sujeto real en cuyo nombre se escribió, la Liga de los Comunistas.
Por otra parte, queda claro que el Manifiesto no
solo se escribió en y para una situación histórica determinada, sino que
también representaba una fase relativamente inmadura del desarrollo del
pensamiento marxista. Y esto se hace más evidente en los aspectos económicos.
Aunque Marx había empezado en serio a estudiar la economía política en 1843, no
se propuso desarrollar el análisis económico expuesto en El Capital hasta
que llegó exiliado a Inglaterra después de la Revolución de 1848 y tuvo acceso
a los tesoros de la biblioteca del Museo Británico en el verano de 1850. De ahí
que la distinción entre la venta de su mano de obra al capitalista
por parte del obrero y la venta de sufuerza de trabajo que resulta
esencial para la teoría marxiana de la plusvalía y la explotación no se había
hecho en el Manifiesto. Tampoco opinaba el Marx maduro que el precio de la
mercancía “trabajo” era su coste de producción; es decir, el coste del mínimo
fisiológico de mantener con vida al trabajador. En resumen, Marx escribió el Manifiesto menos
como economista marxiano que como comunista ricardiano.
Y sin embargo, a pesar de que Marx y Engels recordaban a los
lectores que el Manifiesto era un documento histórico desfasado en
muchos aspectos, promovieron y ayudaron la publicación del texto de 1848 con
modificaciones y aclaraciones relativamente menores (x). Reconocieron que
seguía siendo una importante exposición del análisis que distinguía su
comunismo de todos los demás proyectos existentes para la creación de una
sociedad mejor. En esencia este análisis era histórico. Su núcleo era la
demostración del desarrollo histórico de las sociedades y específicamente de la
sociedad burguesa, que reemplazó a sus predecesoras, revolucionó el mundo y a
su vez creaba necesariamente las condiciones para su reemplazo inevitable. Al
contrario que la economía marxiana, “la concepción materialista de la Historia”
que subyace en este análisis había encontrado ya su formulación madura a
mediados de la década de 1840, y había permanecido prácticamente sin cambios en
los años posteriores (xi). En este aspecto el Manifiesto era ya un
documento definitorio del marxismo. Encarnaba una visión histórica, aunque su
esquema general requería un análisis más detallado.
III
¿Qué impresión causará el Manifiesto al lector que
accede hoy al mismo por primera vez? El nuevo lector no puede dejar de ser
arrastrado por la convicción apasionada, la brevedad concentrada, la fuerza
intelectual y estilística de este asombroso panfleto. Está escrito como en un
único estallido creativo, con frases lapidarias que se transforman de forma
casi natural en aforismos memorables que se conocen mucho más allá del mundo del
debate político: desde la apertura “Un fantasma recorre Europa, el fantasma del
comunismo”, hasta el final “Los proletarios no tienen nada que perder más que
las cadenas. Tienen un mundo que ganar” (xii). Igualmente fuera de lo común en
la escritura alemana del siglo XIX son los párrafos cortos, apodícticos,
generalmente de una a cinco líneas. Solo en cinco casos, entre más de
doscientos, hay quince líneas o más. Sea lo que sea, El Manifiesto Comunista
como retórica política tiene una fuerza casi bíblica. En resumen, es imposible
negar su irresistible poder literario (xiii).
No obstante, lo que indudablemente impactará al lector
contemporáneo del Manifiesto es el diagnóstico notable del carácter
revolucionario y el impacto de la “sociedad burguesa”. No se trata simplemente
de que Marx reconociera y proclamara los extraordinarios logros y el dinamismo
de una sociedad que detestaba, para sorpresa de más de un defensor posterior
del capitalismo ante la amenaza roja. De lo que se trata es que el mundo
transformado por el capitalismo que describió en 1848, en pasajes de elocuencia
oscura y lacónica, se reconoce en el mundo en que vivimos hoy, 150 años
después. Curiosamente, el optimismo poco realista de dos revolucionarios de
veintiocho y treinta años ha demostrado ser la fuerza más perdurable del Manifiesto.
Porque aunque el “fantasma del comunismo” obsesionó realmente a los políticos y
aunque Europa atravesaba un periodo de crisis económica y social y estaba al
borde de la mayor revolución a escala continental de su historia, estaba claro
que no se daban los fundamentos necesarios que respaldaran la convicción del Manifiesto de
que se aproximaba el momento de derrocar el capitalismo (la revolución burguesa
en Alemania iba a ser el preludio de la revolución proletaria que le
sucedería). Al contrario. Como sabemos ahora, el capitalismo se disponía a
comenzar su primer periodo de avance global triunfal.
Dos cosas contribuyeron a la fuerza del Manifiesto. La
primera es su visión, incluso en el mismo comienzo de la marcha triunfal del
capitalismo, de que este modo de producción no era permanente, estable, “el fin
de la historia”, sino una fase temporal de la historia de la humanidad,
destinada como sus predecesoras a ser sustituida por otro tipo de sociedad (a
no ser –y esta frase del Manifiesto no se ha estudiado con suficiente
atención– que se derrumbara “sobre la ruina común de las clases
contendientes”). La segunda es su reconocimiento de las necesarias tendencias
históricas a largo plazo del desarrollo capitalista. El potencial
revolucionario de la economía capitalista era ya evidente. Marx y Engels no
pretendieron ser los únicos que lo reconocieran. Desde la Revolución Francesa
algunas de las tendencias que observaron se imponían claramente. Por ejemplo el
declive de las “provincias independientes o débilmente asociadas, con
intereses, leyes, gobernantes y sistemas fiscales separados”, ante los
estados-nación “con un gobierno, un código de derecho, un interés nacional de
clase, una frontera y un arancel aduanero. Sin embargo, al final de la década
de 1840, lo que había conseguido la “burguesía” era mucho más modesto que los
milagros que se le atribuían en El Manifiesto. Después de todo, en 1850 el
mundo no producía más de 71.000 toneladas de acero (casi el 70% en Inglaterra)
y se habían construido menos de 24.000 millas de ferrocarriles (dos tercios en
Inglaterra y EE.UU.) Los historiadores no han tenido dificultad en demostrar
que incluso en Inglaterra la Revolución Industrial (un término utilizado
específicamente por Engels a partir de 1844) (xiv) apenas había creado un país
industrial, ni siquiera en su mayor parte urbano antes de 1850. Marx y Engels
no describieron el mundo ya transformado por el capitalismo en 1848;
pronosticaron que el destino lógico del mundo sería que el capitalismo lo
transformara.
Ahora, en el tercer milenio del calendario occidental,
vivimos en un mundo en el que esta transformación ha producido. En cierto
sentido prácticamente podemos ver la fuerza de las predicciones del Manifiesto incluso
más claramente que las generaciones que vivieron entre el momento de su
publicación y el actual. Porque hasta la revolución en el transporte y las
comunicaciones posterior a la Segunda Guerra Mundial había limitaciones a la
globalización de la producción, “al carácter cosmopolita de la producción y el
consumo en todos los países”. Hasta la década de 1970 la industrialización
permaneció abrumadoramente confinada en sus regiones de origen. Algunas
escuelas marxistas podrían incluso argumentar que el capitalismo, al menos en
su forma imperialista, lejos de “obligar a todas las naciones a adoptar el modo
de producción burgués, so pena de extinción” perpetraba o incluso creaba, por
su naturaleza, el “subdesarrollo” en el llamado Tercer Mundo. Mientras un
tercio del género humano vivía en sistemas económicos del modelo del comunismo
soviético, parecía que el capitalismo nunca triunfaría en su empeño de obligar
a todas las naciones a “convertirse en burguesas”. No “crearía un mundo a su
imagen”. Otra vez, antes de la década de 1960 la predicción del Manifiesto de
que el capitalismo conllevaba la destrucción de la familia aparentemente no se
había producido, ni siquiera en los países occidentales avanzados donde hoy
alrededor de la mitad de las personas nacen o crecen con madres solteras y la
mitad de los hogares de las grandes ciudades está formada por una sola persona.
En resumen, lo que en 1848 le podría haber parecido a un
lector no comprometido retórica revolucionaria -o en el mejor de los casos una
predicción plausible– se puede leer actualmente como una caracterización
concisa del capitalismo a finales del siglo XX. ¿De qué otro documento de 1840
podría decirse lo mismo?
IV
Sin embargo, si al final del milenio nos sorprende la visión
aguda del Manifiesto sobre el futuro entonces remoto de un
capitalismo masivamente globalizado, el fallo de otra de sus predicciones
resulta igual de sorprendente. Ahora resulta evidente que la burguesía no ha
producido “por encima de todo… sus propios sepultureros” dentro del
proletariado. “La caída de la burguesía y la victoria del proletariado” tampoco
han resultado “igualmente inevitables”. El contraste entre las dos mitades del
análisis del Manifiesto en la sección “Burgueses y Proletarios” exige
una explicación más amplia transcurridos 150 años de lo que era necesario en su
centenario.
El problema no reside en la visión de Marx y Engels de un
capitalismo que necesariamente transformó a la mayoría de la gente que se
ganaba la vida en este sistema económico en hombres y mujeres que para su
propio sustento necesitaban ofrecer su mano de obra por jornales o salarios.
Indudablemente lo ha hecho, aunque actualmente los ingresos de algunas personas
teóricamente empleadas a cambio de un salario, como los directivos de empresa,
difícilmente pueden considerarse proletarios. Tampoco mentían al creer que la
mayoría de esa población trabajadora sería esencialmente fuerza de trabajo
industrial. Aunque Gran Bretaña fue excepcional siendo un país en que los
trabajadores manuales asalariados constituyeron la mayoría absoluta de la
población, el desarrollo de la producción industrial requirió la entrada masiva
de trabajadores manuales durante más de un siglo después del Manifiesto.
Incuestionablemente éste ya no es el caso de la producción moderna de alta
tecnología intensiva en capital, una evolución que no tuvo en cuenta el Manifiesto,
aunque en sus estudios económicos más desarrollados el propio Marx imaginó el
posible desarrollo de una economía con menos necesidad de mano de obra, al
menos en una época post-capitalista (xv). Incluso en las viejas economías
industriales del capitalismo, el porcentaje de personas empleadas en la
industria manufacturera permaneció estable hasta la década de 1970, excepto en
EE. UU., donde el declive se produjo algo antes. En realidad, con muy pocas
excepciones –como las de Gran Bretaña, Bélgica y EE.UU.– en 1970 los
trabajadores industriales constituyeron probablemente una proporción mayor de
la población total ocupada del mundo industrializado y en vías de
industrialización que se haya dado nunca antes.
En cualquier caso, el derrocamiento del capitalismo previsto
por el Manifiesto no se basaba en la transformación previa de la
“mayoría” de la población en proletaria, sino en la suposición de que la
situación del proletariado en la economía capitalista era tal que una vez
organizado en un movimiento de clase necesariamente político, podría tomar la
iniciativa, agrupar en torno a él el descontento de otras clases y así
conquistar el poder político como “el movimiento independiente de la inmensa
mayoría en el interés de la inmensa mayoría”. Así, el proletariado “se
sublevaría para ser la clase dirigente de la nación… [y] constituirse en la
nación” (xvi).
Como no se ha derrocado el capitalismo, tendemos a descartar
esta predicción. No obstante, y aunque parecía absolutamente improbable en
1848, el levantamiento de movimientos organizados con base en la conciencia de
la clase obrera estaba llamado a cambiar la política de la mayoría de los
países capitalistas de Europa, lo que existía raramente fuera de Gran Bretaña.
Partidos laboristas y socialistas emergieron en la mayor parte del mundo
“desarrollado” en 1880, convirtiéndose en partidos de masas en Estados con la
franquicia democrática que tanto habían ayudado a establecer. Durante y después
de la Primera Guerra Mundial otra rama de los “partidos proletarios” siguió la
senda revolucionara de los bolcheviques, otra rama se convirtió en los pilares que
sustentaron el capitalismo democratizado. La rama bolchevique apenas tiene ya
importancia en Europa occidental o se ha asimilado a la socialdemocracia. La
socialdemocracia, tal como existía en los tiempos de Bebel e incluso de Clement
Attlee, lucha en la retaguardia. No obstante, los partidos socialdemócratas de
la Segunda Internacional, a veces con sus nombres originales, son aún
potencialmente los partidos de gobierno de varios Estados europeos. Aunque esos
gobiernos fueron menos frecuentes a principios del siglo XXI que a finales del
XX, estos partidos han batido el record de continuidad como grandes agentes
políticos durante más de un siglo.
En resumen, lo que está equivocado no es la predicción del Manifiesto del
papel central de los movimientos políticos con base en la clase obrera (y aún
en ocasiones éstos llevan específicamente el nombre de clase, como los partidos
laboristas británico, holandés, noruego y australiano). Lo que está equivocado
es la proposición: “De todas las clases que se enfrentan hoy a la burguesía,
solo la proletaria es realmente revolucionaria”, cuyo destino inevitable,
implícito en la naturaleza y desarrollo del capitalismo, es el derrocamiento de
la burguesía: “Su caída y la victoria del proletariado son igualmente
inevitables”.
Incluso en los notorios “años cuarenta del hambre”, el
mecanismo que debía conseguirlo –la inevitable pauperización (xvii) de los
obreros– no resultó totalmente convincente; a menos que se basara en la
suposición, improbable incluso entonces, de que el capitalismo estaba en su
crisis final a punto de ser inmediatamente derrocado. Era un mecanismo dual.
Además del efecto de pauperización en el movimiento obrero, se demostró que la
burguesía no estaba “capacitada para gobernar porque es incompetente para asegurar
la existencia a sus esclavos dentro de su esclavitud, ya que no puede evitar
que se hundan hasta tal extremo que tiene que alimentarlos en vez de al
contrario”. Lejos de proporcionarle el beneficio que alimentara el motor del
capitalismo, ahora la mano de obra se lo comía. Pero dado el potencial
económico enorme del capitalismo, tan dramáticamente expuesto en el propio Manifiesto,
¿por qué fue inevitable que el capitalismo no pudiera proporcionar sustento,
aunque miserable, a la mayor parte de la clase obrera o alternativamente que no
pudiera permitirse un sistema de previsión social? ¿Ese “pauperismo” (en
sentido estricto, ver nota 17) se desarrolla con mayor rapidez que la población
y la riqueza”? (xviii). Si el capitalismo tenía una larga vida por delante como
resultó obvio muy poco después de 1848, esto no tenía por qué ocurrir, y
efectivamente no ocurrió.
La visión del desarrollo histórico de la “sociedad burguesa”
del Manifiesto, lo que incluye a la clase obrera que la misma generaba, no
condujo necesariamente a la conclusión de que el proletariado derrocaría al
capitalismo y al hacerlo abriría el camino al desarrollo del comunismo, porque
la visión y la conclusión no derivaban del mismo análisis. El objetivo del
comunismo, adoptado antes de que Marx se hiciera “marxista”, no derivaba del
análisis de la naturaleza y el desarrollo del capitalismo, sino de un argumento
filosófico –incluso escatológico– sobre la naturaleza humana y su destino. La
idea fundamental de Marx a partir de entonces de que el proletariado era la
clase que no podía liberarse a sí misma sin liberar al mismo tiempo a la
sociedad en su conjunto, aparece primero como una “deducción filosófica, en
lugar de ser producto de la observación” (xix). En palabras de George
Lichtheim: “el proletariado apareció por primera vez en los escritos de Marx
como la fuerza social necesaria para llevar a cabo los objetivos de la
filosofía alemana”, como lo expuso Marx en 1843 y 1844 (xx).
La “posibilidad positiva de la emancipación de Alemania”,
escribió Marx en la Introducción a la Crítica a la Filosofía del Derecho de
Hegel, reside:
En la formación de una clase con cadenas radicales… una clase que sea la disolución de todas las clases, esfera de una sociedad que posea un carácter universal porque sus sufrimientos sean universales y sus reivindicaciones no seanderechos individuales porque el agravio cometido contra él no es un mal particular sino un mal en sí mismo… Esta disolución de la sociedad como una clase particular es el proletariado… La emancipación de los alemanes es la emancipación del ser humano. La filosofía es la cabeza de esta emancipación y el proletariado es el corazón. La filosofía no se puede reconocer a sí misma sin la abolición del proletariado y el proletariado no puede ser abolido sin que la filosofía devenga en una realidad (xxi).
Por entonces el conocimiento que Marx tenía del proletariado
no iba más allá del hecho de que “estaba naciendo en Alemania sólo como
consecuencia del creciente desarrollo industrial” y que éste era precisamente
su potencial como fuerza liberadora, puesto que al contrario que las masas de
pobres de la sociedad tradicional, era hijo de una “drástica disolución de la
sociedad” y por tanto su existencia proclamaba la “disolución del orden mundial
existente hasta entonces”. Tenía aún menos conocimiento sobre los movimientos
obreros, aunque sabía mucho de la historia de la Revolución Francesa.
En Engels encontró un socio que aportó a la sociedad el
concepto de la “Revolución Industrial” y los conocimientos de la dinámica de la
economía capitalista como realmente era en Gran Bretaña, más los rudimentos de
un análisis económico (xxii), todo lo cual le indujo a predecir una futura
revolución social, que sería fomentada por una clase obrera real a la que él
conocía muy bien por el hecho de vivir y trabajar en Gran Bretaña al comienzo
de la década de 1840. Los enfoques de Marx y Engels sobre “el proletariado” y
el comunismo se complementaban mutuamente. Lo mismo ocurría con sus
concepciones respectivas de la lucha de clases como motor de la historia (en el
caso de Marx derivado principalmente de su estudio del periodo de la Revolución
Francesa; en el caso de Engels por la experiencia de los movimientos sociales
en la Gran Bretaña pos-napoleónica). No sorprende que “ambos estuvieran de
acuerdo en todos los campos teóricos”, en palabras de Engels (xxiii). Engels le
aportó a Marx los elementos de un modelo que demostraba la naturaleza
fluctuante y “autodesestabilizadora” del funcionamiento de la economía
capitalista, en particular el esbozo de una teoría de las crisis económicas
(xxiv) y el material empírico acerca del auge del movimiento obrero y del rol
revolucionario que podría desempeñar en Gran Bretaña.
En la década de 1840 la conclusión de que la sociedad estaba
al borde de la revolución resultaba plausible. Como lo era la predicción de que
la clase obrera, aún siendo inmadura, la lideraría. Después de todo, a las
pocas semanas de la publicación del Manifiesto, un movimiento de los
trabajadores parisinos derrocó a la monarquía francesa y dio la señal
revolucionaria a la mitad de Europa. No obstante, la tendencia del desarrollo
capitalista a generar un proletariado esencialmente revolucionario no
podía deducirse del análisis de la naturaleza del desarrollo capitalista. Era
una posible consecuencia de este desarrollo, pero no podría señalarse como la
única posible. Y aún menos podía demostrarse que el éxito de un derrocamiento
del capitalismo por parte del proletariado abriera necesariamente la puerta al
desarrollo del comunismo. (El Manifiesto sólo afirma que en ese
momento se iniciaría un proceso de cambio muy gradual) (xxv). La visión de Marx
de un proletariado cuya misma esencia lo destinara a emancipar a toda la
humanidad y a poner fin a la sociedad de clases mediante el derrocamiento del capitalismo
representa una esperanza deducida de su análisis del capitalismo, pero no una
conclusión necesariamente impuesta por ese análisis.
A lo que el análisis del capitalismo del Manifiesto indudablemente
puede llevar –especialmente cuando se adentra en el análisis de Marx sobre la
concentración económica, que apenas se insinuaba en 1848– es a una conclusión
más general y menos específica acerca de las fuerzas autodestructivas innatas
en el desarrollo capitalista. Debe alcanzar un punto –y en 2012 no solo los
marxistas están de acuerdo en esto– en que:
La sociedad burguesa moderna con sus relaciones de
producción, intercambio y propiedad, una sociedad que ha suscitado medios de
producción e intercambio tan gigantescos, es como el aprendiz de brujo que ya no
puede controlar los poderes del mundo inferior… Las dimensiones del arco de la
sociedad burguesa son demasiado estrechas para abarcar la riqueza que ha
creado.
No sería irracional sacar la conclusión de que las
“contradicciones” inherentes al sistema de mercado, sin más nexo de unión entre
los seres humanos que el descarnado interés propio, el cruel “pago al contado”,
un sistema de explotación y de “acumulación interminable” que nunca se pueden
superar; que a partir de cierto punto, mediante una serie de transformaciones y
reestructuraciones el desarrollo de este sistema esencialmente
“autodesestabilizador”, conduzca a una situación que ya no se pueda describir
como capitalismo. O citando al propio Marx, en que “la centralización de los
medios de producción y la socialización del trabajo lleguen al final a un punto
en que se hagan incompatibles con su integumento capitalista”, y ese
“integumento reviente en pedazos” (xxvi). El nombre por el que conozcamos la
subsiguiente situación es indiferente. Sin embargo, como demuestran los efectos
de la explosión económica del mundo en el medio ambiente mundial, tendrá que
marcar necesariamente un giro brusco que lo aleje de la apropiación privada
para pasar al control social a escala global.
Resultaría improbable que tal “sociedad post-capitalista” se
pareciera a los modelos tradicionales del socialismo y aún menos al “socialismo
real” de la era soviética. La forma que haya de tomar y hasta dónde encarnaría
los valores humanistas del comunismo de Marx y Engels, dependería de la acción
política a través la cual se produciría el cambio, ya que esto, como sostiene
el Manifiesto, resulta fundamental para la conformación del cambio
histórico.
V
En la visión marxiana, no importa cómo describimos ese
momento histórico en que “el integumento reviente en pedazos”, la política
constituirá un elemento esencial. El Manifiesto se lee principalmente
como un documento de inevitabilidad histórica y en efecto su fuerza se deriva
en gran medida de la confianza que proporcionó a sus lectores saber que el
capitalismo estaba inevitablemente destinado a ser enterrado por sus
sepultureros y que ahora -y no en cualquier otro periodo histórico- han nacido
las condiciones para la emancipación. Sin embargo, en contra de las más
divulgadas hipótesis, si el Manifiesto alega que tal cambio histórico
lo consigue el hombre haciendo su propia historia, no es un documento
determinista. Las fosas han de ser cavadas por la acción humana o a través de
ella.
Efectivamente es posible hacer una lectura determinista del
argumento. Se ha sugerido que Engels tendía a hacerla más que Marx, con
importantes consecuencias para el desarrollo de la teoría marxista y el
desarrollo del movimiento obrero marxista tras la muerte de Marx. Sin embargo,
y pese a que se citase como evidencia (xxvii) en los propios borradores de
Engels, no se intuye esta lectura determinista en el Manifiesto. Cuando el Manifiesto sale
del campo del análisis histórico y entra en el de la actualidad, se convierte
en un documento de opciones y posibilidades políticas -no de probabilidades
políticas- y en absoluto de certezas. Entre el “ahora” y el momento
impredecible en el que “en el transcurso de la evolución”, se produzca “una
asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sea la condición del
desarrollo libre de todos”, está el campo de la acción política.
El cambio histórico a través de la praxis social y la acción
colectiva constituye su núcleo. El Manifiesto contempla el desarrollo
del proletariado como “la organización de los proletarios en una clase, y
consecuentemente en un partido político”. La “conquista del poder político por
el proletariado” (la conquista de la democracia) es “el primer paso de la
revolución obrera” y el futuro de la sociedad bascula sobre las acciones
políticas posteriores del nuevo régimen (es decir, cómo utilizará el
proletariado su supremacía política). El compromiso con la política es
lo que históricamente distinguió al socialismo marxiano de los anarquistas y
los sucesores de aquellos socialistas cuyo rechazo de toda acción política
condena específicamente el Manifiesto. Incluso antes de Lenin, la teoría
marxiana no trataba sólo de “la historia nos demuestra lo que pasa”, sino
también acerca de lo “que tenemos que hacer”. Ciertamente la experiencia
soviética del siglo XX nos ha enseñado que podría ser mejor no hacer “lo que se
debe hacer” bajo condiciones históricas que imposibilitan virtualmente el
éxito. Pero esta lección se podría haber aprendido también considerando las
implicaciones del Manifiesto Comunista.
Pero entonces el Manifiesto -y ésta no es la menor
de sus notables cualidades - es un documento que prevé el fallo. Esperaba que
el resultado del desarrollo capitalista fuera “una reconstitución
revolucionaria de la sociedad” pero, como ya hemos comprobado, no excluía la
alternativa de “la ruina común”. Muchos años después, otra investigación
marxiana reformuló esto como la elección entre socialismo y barbarie. Cual de
ambos prevalezca es una pregunta que el siglo XXI debe contestar.
Notas
(i) Solo se han descubierto dos fragmentos de esos
materiales –un plan para la sección III y el borrador de una página, Karl Marx
Frederick Engels, Obras Completas, Vol. 6 (Londres 1976, páginas 576 y
577).
(ii) En vida de los fundadores eran: (1) Prefacio a la
(segunda) edición alemana, 1872; (2) Prefacio a la (segunda) edición rusa,
1882, la primera traducción rusa de Bakunin apareció en 1869, comprensiblemente
sin la bendición de Marx y Engels, (3) Prefacio a la (tercera) edición alemana,
1883; (4) Prefacio a la edición inglesa, 1888; (5) Prefacio a la (cuarta)
edición alemana, 1890; (6) Prefacio a la edición polaca, 1892; y (7) Prefacio
“A los lectores italianos”, 1893.
(iii) Paolo Favil li, Storia del marxismo italiano . Dalle
origini alla grande guerra (Milán 1996, páginas 252 a 254).
(iv) Me he basado en los datos del inestimable Bert Andréas, Le
Manifeste Communiste de Marx et Engels. Histoire et Bibliographie 1848-1918 (Milán
1963)
(v) Datos de los informes anuales del Parteitage del SPD.
Sin embargo no proporcionan datos cuantitativos acerca de las publicaciones
previstas para 1899 y 1900.
(vi) Robert
R. LaMonte, “ The New Intellectuals”, New Review II , 1914; citada
por Paul Buhle en Marxism in the USA: From 1870 to the Present Day (Londres
1987), pág. 56.
(vii) Hal Draper, The Annotated Communist Manifesto (Centro
para la Historia del Socialismo, Berkeley, California 1984), pág. 64.
(viii) El original alemán comienza esta sección con la
discusión de das Verhältniss der Kommunisten zu den bereits konstituerten
Arbeiterparteien… also den Chartiesten, etc. La traducción oficial en inglés de
1887, revisada por Engels, atenúa el contraste. Una interpretación más fiel
sería comparar los “partidos obreros ya constituidos”, como los cartistas,
etc., con los que todavía no se habían constituido.
(ix) “Los comunistas no constituyen un partido separado
opuesto a otros partidos de la clase obrera… No establecen principios sectarios
propios para formar y moldear el movimiento proletario” (Sección II).
(x) La más conocida de éstas, subrayada por Lenin, fue la
observación del prefacio de 1872 de que la Comuna de París había mostrado “que
la clase obrera no puede simplemente tomar el control de la maquinaria del
estado ya existente y utilizarla para sus propios fines”. Después de la muerte
de Marx, Engels añadió la nota al pie de página modificando la primera frase de
la Sección I para excluir las sociedades prehistóricas del alcance universal de
la lucha de clases. Sin embargo, ni Marx ni Engels se molestaron en comentar o modificar
los pasajes económicos del documento. Si Marx y Engels consideraron realmente
un Umarbeitung oder Ergänzun más desarrollado del Manifiesto (Prefacio
a la edición alemana de 1883) resulta dudoso, pero no hay duda de que la muerte
de Marx hizo que esa revisión fuese imposible.
(xi) Compárese el pasaje de la Sección II del Manifiesto (“¿Requiere
una intuición profunda comprender que las ideas, puntos de vista y concepciones
del hombre, en otras palabras, que la conciencia del hombre cambie con cada
cambio de las condiciones de su existencia material, de sus relaciones sociales
y de su vida social?”) con el pasaje correspondiente en el Preface to the
Critique of Political Economy (“No es la consciencia de los hombres lo que
determina su existencia sino, al contrario, es su existencia social la que
determina su conciencia”).
(xii) Aunque ésta es la versión inglesa aprobada por Engels,
no es una traducción estrictamente correcta del texto original: Mögen die
herrschenden Klassen vor einer kom-munistischen Revolution zittern. Die
Proletarier haben nichts in ihr, (es decir “en la revolución”) zu verlieren als
ihre Ketten”.
(xiii) Para un análisis estilístico, vea S.S. Prawer, Karl
Marx and World Literature (Verso, Nueva York 2011), páginas 148 y 9. Las
traducciones del Manifiesto que conozco no tienen la fuerza literaria
del texto original en alemán.
(xiv) En “Die Lage Englands. Das 18.Jahrhundert” (Obras de
Marx y Engels I, páginas 566 a 568)
(xv) Ver, por ejemplo, la discusión sobre Fixed capital
and the development of the productive resources of society en los
manuscritos de 1857 y 1858. Obras completas, vol. 29 (1987), páginas 80 a 99.
(xvi) La frase alemana “sich zur nationalen Klasse erheben”
tenía connotaciones hegelianas que la traducción inglesa autorizada por Engels
modificó, probablemente porque pensó que los lectores no lo comprenderían en la
década de 1880.
(xvii) Pauperismo no debería leerse como sinónimo de
“pobreza”. Las palabras alemanas, tomadas del inglés, son pauper (persona
indigente… que vive de la beneficencia o de alguna provisión pública”:
Diccionario del siglo XX de Chambers) y pauperismus (calidad de
indigente).
(xviii) Paradójicamente, algo parecido al argumento marxiano
de 1848 es el término utilizado ampliamente por los capitalistas y los
gobiernos del libre mercado para demostrar que las economías de los estados
cuyo PIB se doblan cada pocas décadas estarán en bancarrota si no se suprimen
los sistemas de redistribución de las ganancias (estado del bienestar, etc.),
implantados en tiempos de menor abundancia, y en los que aquellos que obtienen
ingresos mantienen a los que no los tienen.
(xix)
Leszek Kolakowski , Main Curretns of Marxism, vol. 1, The Founders (Oxford
1978), página 130.
(xx) George Lichtheim, Marxism (Londres 1964),
página 45.
(xxi). Obras Completas, Vol. 3 (1975), páginas 186 a 187. En
este pasaje he preferido en general la traducción de Lichtheim, Marxism.
El vocablo alemán que traduce como “clase” es “Stand”, que hoy resulta
engañosa.
(xxii) Publicado como Outlines of a Critique of
Political Economy en 1844 (Obras completas, vol. 3, páginas 418 a
443)
(xxiii) “ On the History of the Communist League” (Obras
Completas, vol. 26, 1990), página 318.

(xxv) Esto es incluso más evidente en las formulaciones de
Engels que constituyen de hecho dos borradores del Manifiesto Draft
of a Communist Confession of Faith” (Obras Completas, vol. 6, página 102)
y Principles of Communism(Ibíd., página 350)
(xxvi) From Historical Tendency of Capitalist
Accumulation en Capital, vol. 1 (Obras Completas, vol. 35, 1996),
página 750.
(xxvii) Lichtheim, Marxism, páginas 58 a 60