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Walter Benjamin ✆ Maira Kalman |
>> Benjamin que una vez soñara escribir toda una
obra que no consistiera en nada más que en citas irrumpe para reescribir la
obra completa de Marx como un montaje de imágenes detenidas
Terry Eagleton
Las relaciones entre el mito, el modernismo y el monopolio
del capital son intrincadas y complejas. Suprimido por las variedades del
racionalismo Victoriano durante la época del capitalismo liberal, el mito
escenifica su dramático retomo a la cultura europea a finales del siglo XIX y
principios del XX, con Nietzsche como uno de sus precursores proféticos, justo
en el momento en el que surge una mutación gradual de ese capitalismo hacia
formas colectivas «superiores».
Si una economía basada en el laissez-faire se desplaza en este momento hacia modalidades más sistémicas, también ha de haber algo propio del renacimiento del mito (él mismo, tal como Lévi-Strauss nos ha enseñado, es un sistema «racional» altamente organizado) que pueda servirnos como medio imaginativo para descifrar esta nueva experiencia social.
Ese pensamiento mitológico concuerda con un desplazamiento radical respecto a la categoría general de sujeto, una revisión que concierne tanto a Ferdinand de Saussure como a Wyndham Lewis, Freud y Martin Heidegger, por no hablar de D. H. Lawrence y Virginia Woolf: puesto que, una vez que se da la transición del capitalismo de mercado al monopolista, ya no es posible fingir por más tiempo que el viejo yo, con todo su vigoroso individualismo, el sujeto que se autodetermina del pensamiento liberal clásico, pueda ser ya un modelo adecuado para la nueva experiencia que el sujeto tiene de sí mismo en el marco de estas condiciones sociales transformadas. El sujeto moderno, casi tanto como el mitológico, no es tanto la fuente claramente individualizada de sus propias acciones como la función obediente de alguna estructura de control más profunda, que ahora parece cada vez más querer desarrollar su pensamiento y actuar según él. No es accidental que la corriente teórica conocida como estructuralismo tenga sus orígenes en la época del modernismo y del capital monopolista, toda vez que este periodo es testigo de un alejamiento en todos los frentes de esa filosofía tradicional de la subjetividad propia de Kant, Hegel y el joven Marx, angustiosamente consciente de que el individuo está constituido hasta la médula por fuerzas y procesos totalmente opacos a la conciencia cotidiana. Ya se denominen dichos poderes implacables Lenguaje o Ser, Capital o Inconsciente, Tradición o élan vital, Arquetipos o Destino de Occidente, su efecto es el de abrir un abismo, cercano y prácticamente inabarcable, entre la vida de la vigilia del viejo yo amortiguado frente a los golpes y los auténticos determinantes de su identidad, siempre velados e inescrutables.
Si una economía basada en el laissez-faire se desplaza en este momento hacia modalidades más sistémicas, también ha de haber algo propio del renacimiento del mito (él mismo, tal como Lévi-Strauss nos ha enseñado, es un sistema «racional» altamente organizado) que pueda servirnos como medio imaginativo para descifrar esta nueva experiencia social.
Ese pensamiento mitológico concuerda con un desplazamiento radical respecto a la categoría general de sujeto, una revisión que concierne tanto a Ferdinand de Saussure como a Wyndham Lewis, Freud y Martin Heidegger, por no hablar de D. H. Lawrence y Virginia Woolf: puesto que, una vez que se da la transición del capitalismo de mercado al monopolista, ya no es posible fingir por más tiempo que el viejo yo, con todo su vigoroso individualismo, el sujeto que se autodetermina del pensamiento liberal clásico, pueda ser ya un modelo adecuado para la nueva experiencia que el sujeto tiene de sí mismo en el marco de estas condiciones sociales transformadas. El sujeto moderno, casi tanto como el mitológico, no es tanto la fuente claramente individualizada de sus propias acciones como la función obediente de alguna estructura de control más profunda, que ahora parece cada vez más querer desarrollar su pensamiento y actuar según él. No es accidental que la corriente teórica conocida como estructuralismo tenga sus orígenes en la época del modernismo y del capital monopolista, toda vez que este periodo es testigo de un alejamiento en todos los frentes de esa filosofía tradicional de la subjetividad propia de Kant, Hegel y el joven Marx, angustiosamente consciente de que el individuo está constituido hasta la médula por fuerzas y procesos totalmente opacos a la conciencia cotidiana. Ya se denominen dichos poderes implacables Lenguaje o Ser, Capital o Inconsciente, Tradición o élan vital, Arquetipos o Destino de Occidente, su efecto es el de abrir un abismo, cercano y prácticamente inabarcable, entre la vida de la vigilia del viejo yo amortiguado frente a los golpes y los auténticos determinantes de su identidad, siempre velados e inescrutables.
Si el sujeto se
muestra, por tanto, fracturado y desmembrado, el mundo objetivo al que se
confronta se convierte desde este momento en algo imposible de aprehender como
producto de la actividad propia del sujeto. Lo que se enfrenta a este individuo
es un sistema autorregulado que aparece, por un lado, racionalizado de cabo a
rabo, eminentemente lógico en sus más pequeñas operaciones y aun así, por otro
lado, absolutamente indiferente a los proyectos racionales de los propios
sujetos humanos. Este artefacto autónomo, autodeterminante, no tarda nada en
tomar todas las apariencias de una segunda naturaleza, y borra su propio origen
en la práctica humana hasta parecer algo tan evidentemente dado e inmóvil de
suyo como esas rocas, árboles y montañas que conforman la materia de la
mitología.
Si el mito es un
asunto de eterno retorno, entonces el retorno que más importa en la esfera del
capitalismo monopolista es el eterno regreso de la mercancía. El capitalismo,
en realidad, tiene una historia; pero la dinámica de ese desarrollo, como Marx
destacaba con ironía, es la recreación perpetua de su propia estructura
«eterna». Cada acto de intercambio de mercancía es a la vez algo diferenciado
de manera única y una monótona repetición de la misma vieja historia. El epítome
de la mercancía es así el culto a la moda, en la que lo familiar vuelve con
alguna ligera variación, y lo muy viejo y lo muy nuevo se funden en un oxímoron
lógico de «identidad en la diferencia» o «identidad-indiferente»
(identity-in-difference). No deja de ser una paradoja del modernismo el que su
estimulante sentido de las refrescantes posibilidades tecnológicas (futurismo,
constructivismo, surrealismo) se vea siempre desplazado hacia un mundo estático
y cíclico en el que todo proceso dinámico parece permanentemente detenido.
Unido a esto, surge una paradójica interacción de posibilidad y necesidad.
Desde cierto punto de vista, todo fragmento con contenido empírico parece en
este momento estar secretamente regulado por alguna estructura subyacente o subtexto
(en el caso del Ulises de James Joyce, el subtexto del mito homérico) del que
la misma experiencia es el producto manipulado. La realidad está codificada
hasta la misma médula como efímera penetración de alguna lógica más profunda,
invisible a simple vista, que, por consiguiente, no tarda en desvanecerse de
modo fortuito. Sin embargo, esas estructuras determinantes funcionan aquí de un
modo tan plenamente formal y abstracto que parecen encontrarse a una inmensa
distancia del ámbito de la inmediatez sensual, y se muestran autónomas hasta la
soberbia respecto a las contingentes combinaciones temáticas que producen; en
esa medida, el mundo permanece fragmentario y caótico en sus superficies, un
conjunto de uniones fortuitas cuya imagen arquetípica es un encuentro
instantáneo en algún ajetreado cruce urbano. Esto es seguramente lo que ocurre
en Finnegans Wake, un texto que ofrece el mínimo de mediación entre las
unidades locales de significación y los poderosos ciclos viconianos que las
generan y circunscriben. No es difícil encontrar una dislocación similar de
estructura abstracta y parte perversamente idiosincrásica en la célebre
distinción de Saussure entre langue —categorías universales del mismo lenguaje—
y la, en apariencia, naturaleza fortuita y no susceptible de formalizar de la
parole o habla cotidiana.
En una extraña
inversión o regresión del tiempo histórico, podría dar la impresión de que los
estadios «superiores» del capitalismo retornan a un mundo preindustrial ya
dejado atrás, a una esfera cerrada, cíclica y naturalizada de fatalidad
despiadada, de la cual el mito es una figuración apropiada. Por lo general, si
el pensamiento mitológico se asocia con una sociedad tradicional y
preindustrial, articulada a partir de las estaciones, la conciencia histórica
se relaciona con la cultura urbana. Ahora bien, sólo hay que comparar la obra
de Yeats y Joyce para ver de qué manera tan bella este contraste deja de ser
válido, dado que ambos son, claro está, escritores muy enraizados en la
mitología en una época en la que de algún modo se ha producido la fusión de lo
más primitivo con lo más sofisticado. De hecho, ésta es una fórmula típica del
modernismo, ya sea en la forma de ese atávico vanguardista que es el poeta
ideal de Eliot, en la importancia que tienen los materiales arcaicos en el arte
o el psicoanálisis, o en el siniestro doble proceso por el que Baudelaire, en
la esotérica lectura que Walter Benjamin hace de él, se encuentra a sí mismo
excavando la Antigüedad como un geólogo en su inquieta caza de lo nuevo. En
este «inmutable mundo siempre mutable», como lo expresa Ulises, el espacio
parece fragmentario y homogéneo; éste es precisamente el espacio apropiado para
la mercancía, el fragmento importante que nivela todos los fenómenos en una
misma identidad. El significante alegórico, señala Benjamín, regresa en la
época moderna como mercancía; cabría considerar que así es también como regresa
el significante mitológico en la obra de Joyce.
Si el mito es, pues,
síntoma de una condición social reificada, es también un instrumento adecuado
para arrojar luz sobre la misma. El constante vaciamiento del significado
inmanente a los objetos desbroza el camino para una maravillosa y nueva
totalización, de tal modo que en un mundo desguarnecido de significado y
subjetividad, el mito puede ocupar esos limitados esquemas de clasificación
necesarios para extraer unidad del caos. Así asume algo del papel tradicional
de la explicación histórica en el momento en el que las formas históricas de
pensamiento pasan cada vez más a formar parte del escombro simbólico,
paulatinamente vacío y desacreditado en las secuelas de la guerra mundial
imperialista. Ahora bien, si el mito para T. S. Eliot descubre alguna pauta
dada en la realidad, no sucede lo mismo en el caso de Lévi-Strauss, ni en el de
James Joyce, cuyos textos son cómicamente conscientes de la arbitrariedad del
significante alegórico y que es consciente de que un día en Dublín debe ser
creado para significar los vagabundeos de Odiseo y retorcido en esta dirección
mediante un acto de violencia hermenéutica, en ausencia de cualquier
correspondencia inmanente entre ambos. Como la mercancía, la escritura de Joyce
aprovechará cualquier contenido, por viejo que sea, a fin de perpetuarse.
Las primeras décadas
del siglo XX son testigo de una búsqueda de modelos aún más formalizados de
expresión social: de la lingüística estructural y el psicoanálisis al Tractatus
de Wittgenstein y el eidos husserliano; pero todos ellos mantienen cierta
tensión con una ansiosa vuelta a las «cosas en sí mismas», ya sea en la
dimensión alternativa de la fenomenología husserliana o en esa búsqueda
romántica de lo irreductiblemente «vivido» que se extiende de la
Lebensphilosophie alemana y emerge en algún lugar dentro de las doctrinas de
Scrutiny [Escrutinio]*. Es entonces quizá el mito el que puede proporcionar las
mediaciones perdidas entre lo demasiado formalizado y lo particular reducido
hasta la miopía; entre lo que amenaza eludir el lenguaje en su universalidad
abstracta y lo que se desliza a través de la red del discurso en su inefable
unicidad. El mito podría entonces figurar como un retorno del símbolo
romántico, una reinvención del «universal concreto» hegeliano en el que cada
fenómeno se inscribe secretamente por una ley universal y en el que cualquier
tiempo, lugar o identidad se llenan del peso de la totalidad cósmica. Si esto
puede conseguirse, una historia en crisis podría una vez más ser presentada
como estable y significativa, reconstituida como un conjunto de planos y
correspondencias jerárquicas.
Sin embargo, esto es
más fácil decirlo que llevarlo a la práctica. Es cierto que una novela como
Ulises, en la que cualquier detalle en apariencia azaroso se abre a modo de
microcosmos hacia algún portentoso universal, podría ser entendida en cierto
sentido como un asunto típicamente hegeliano. Sin embargo esto supondría, con
toda seguridad, obviar la enorme ironía con la que esto se logra: el modo en el
que esta totalidad paranoica señala a su propio ingenio en dirección a su
propia e impertérrita exhaustividad. El mal pagado trabajo flaubertiano
necesitaba realizar un tour de forcé de este tipo: un esfuerzo que a nuestros
ojos no cesa nunca, traiciona la naturaleza ficticia o imposible de la empresa
en su conjunto y contiene las semillas de su propia disolución. Pues si se ha
de construir un mundo de intrincadas correspondencias simbólicas, es necesario
algún tipo de mecanismo o interruptor para que cualquier elemento de la
realidad pueda ser significativo de otro; y aquí no hay una detención natural
clara para este juego de significación alegórica, esta interminable
metamorfosis en la que cualquier cosa en virtud de la alquimia puede ser
convertida en cualquier otra. El sistema simbólico, en pocas palabras, lleva en
su interior las fuerzas de su propia deconstrucción, lo cual significa decir,
en un lenguaje diferente, que opera en gran medida según la lógica de esa forma
de mercancía que es parcialmente responsable del caos que espera trascender. Es
la forma de la mercancía la que al mismo tiempo dota de forma a cierta
identidad espuria entre objetos dispares y la que genera un flujo sin fin que
amenaza con sobrepasar toda esa simetría impuesta tan escrupulosamente. Si un
día en Dublín puede cobrar sentido a través de su alianza alegórica con un
texto clásico, ¿no podría hacerse lo mismo para un día en Barnsley o en el
Bronx? Las estrategias textuales que revisten un determinado tiempo o lugar de
una inusitada posición central, liberándolo de su azar y contingencia, operan
así sólo para hacer regresar el conjunto de tal contingencia hacia él. En este
sentido, el cumplido que Joyce hace a Irlanda, al inscribirla en el mapa
internacional de modo inmemorial, tiene un carácter significativamente ambiguo.
Para privilegiar cualquier experiencia particular, ésta debe hacer referencia a
una estructura que siempre esté en otro lado; pero esta equivalencia de los dos
territorios en pugna es suficiente para hurtarles su distinción a ambos. La
alegoría es en este sentido simbolismo desmandado, impulsado con violencia
hasta el extremo de la autodestrucción; si algo puede ahora ocupar el papel de
un «universal concreto», nada es especialmente destacable.
Si cualquier lugar es
todos los lugares, se puede escribir un borrador en Trieste sin haber salido de
Dublín. El modernismo, tal como ha argumentado Raymond Williams, es, entre
otras cosas, una batalla que se desarrolla entre un nuevo modo de conciencia
desarraigada y cosmopolita y las viejas y más paletas tradiciones nacionales de
las que esta conciencia se ha desvinculado de manera desafiante. La vibrante
metrópolis modernista es el nudo cultural de un sistema capitalista que empieza
a extenderse globalmente, en un proceso de dimisión y reinterpretación
distanciado de los enclaves nacionales en los que la producción capitalista ha
florecido tradicionalmente. Irlanda o Gran Bretaña vendrán así a configurarse
como meras instancias regionales contingentes dentro de una red internacional
autónoma cuyas operaciones económicas atraviesan las culturas particulares con
la misma indiferencia con la que las «estructuras profundas» entrecruzan los
distintos lenguajes, los textos literarios o las identidades individuales. El
destino desarraigado de los modernistas emigrados y exiliados constituye la
condición material para la emergencia de un pensamiento nuevamente formalista y
universal que, tras haber espoleado las comodidades ambiguas de la madre
patria, puede ahora proyectar una fría mirada analítica desde su posición
«trascendental» aventajada en alguna metrópolis políglota sobre tales legados
históricos específicos, discerniendo la oculta lógica global a la luz de la
cual estos últimos son dominados. Los modernistas, como Sean Golden ha
sugerido, nunca se sintieron especialmente paralizados por esos intereses personales
de tipo psicológico hacia una cultura nacional específica que son tan
característicos del arte más provinciano; en lugar de ello, pudieron
aproximarse a tales tradiciones nativas desde fuera, extrañarlas y apropiarse
de ellas para sus enrevesados fines particulares, vagando a la manera de Joyce,
Pound o Eliot por todo un abanico de culturas y partícipes de una liberación
eufórica y melancólica de las limitaciones edípicas de una lengua nativa. Si
esta visión del poder extrañada de las piedades tradicionalistas constituye una
fuente del impacto radical del modernismo, no deja, por otro lado, de revelar
bastante bien su involuntaria complicidad con el mundo de la producción
internacional capitalista, tan ciego a la idea de nación como La tierra baldía
o los Cantos, e igualmente tan poco respetuoso hacia la idiosincrasia regional.
Proceder, como Joyce o Beckett, de una sociedad colonial crónicamente atrasada
posibilitó en esa medida convertir la opresión política en ventaja artística:
si en un primer momento dispones de cierta riqueza nacional como herencia, y
ésta luego te es arrebatada por los británicos, entonces te imaginas ya como
una especie de sin-lugar y sin-identidad, pudiendo encontrarte catapultado, de
modo impredecible, de los márgenes al centro, y ofreciendo en tu condición
periférica una prefiguración irónica del destino que podría acontecer incluso a
las más avanzadas formaciones nacionales capitalistas. Privados de una
tradición estable y continua, los colonizados se vieron obligados a buscar una
compensación cuando siguieron su camino; y es exactamente este efecto de la
desposesión política el que Joyce, Beckett y Flann O'Brien desarrollarán en su
uso subversivo del modernismo.
Si lo preindustrial
—Irlanda como una estancada provincia agraria— entra en una nueva constelación
dramática con lo más desarrollado, en la sensibilidad moderna «lo primitivo» y
lo sofisticado se entremezclan una vez más. Si Dublín se convierte entonces en
la capital del mundo, es porque, entre otras cosas, los ritmos de vida de un
enclave tan pueblerino, con su conjunto de rutinas, hábitos recurrentes y
sentido del encierro inerte, acaban pareciendo ejemplos típicos de la esfera
empequeñecida, autárquica y repetitiva del propio capitalismo monopolista. Los
circuitos sellados de éste reflejan, a modo de un microcosmos, los de aquél.
Modernismo y colonialismo se convierten así en extraños compañeros de cama,
entre otras razones porque las doctrinas liberales realistas con las que el
modernismo rompe no fueron nunca tan plausibles ni estuvieron nunca tan
arraigadas en las afueras coloniales como lo estuvieron en los centros
metropolitanos. Para los súbditos subyugados del imperio, el individuo no es
tanto el agente que enérgicamente da forma a su propio destino histórico como
el vacío impotente y sin nombre; poco puede haber aquí de la confianza de los
principales realistas en la beneficencia del tiempo lineal, siempre cayendo del
lado del César. Mientras languidece en el interior de una estéril realidad
social, el súbdito colonizado puede superar esa especie de retirada hacia la
fantasía y la alucinación que le conduce más evidentemente hacia el modernista
que hacia una práctica literaria realista; y si las lenguas nacionales
tradicionales se topan en este momento con sistemas semióticos globales, y los
mimados legados culturales ceden terreno ante técnicas de vanguardia fácilmente
exportables más allá de las fronteras nacionales, ¿quién está mejor situado
para hablar esta nueva no-habla que aquellos que ya han sido desheredados de su
propia lengua?
Para Joyce, por
tanto, el futuro no se encuentra tanto del lado de los frustrados intelectuales
románticos que siguen ambiguamente esclavizados a una herencia nacional, como
del de esos agentes sin rostro que anuncian una mezcla de patriotismo y pequeña
inestabilidad doméstica, ésos que pueden sentirse en casa en cualquier lugar
porque cualquier lugar es todo lugar posible. Sin embargo, si Leopold Bloom
representa, en este sentido, el lado «bueno» del capitalismo internacional, con
su impaciencia respecto a todo chovinismo y provincianismo y con su sorna
democrática hacia lo hierático y elitista, su vago credo humanitario acerca de
la hermandad universal es testigo también del impotente universalismo de la
esfera pública burguesa. Bloom está clavado en un flagrante particularismo y es
a la vez un cosmopolita demasiado abstracto; de este modo reproduce en su
propia persona la contradicción entre forma y contenido relacionada con las
mercancías que él distribuye. Ésta, al menos, podría ser la visión de un Georg
Lukács, para el que la forma de mercancía es el villano secreto de este
escenario moderno en el que lo abstracto y lo concreto han sido desgarrados.
Historia y conciencia de clase representa un mundo derrotado en el que, bajo el
influjo del valor de cambio, «la realidad se desintegra en una multitud de
hechos irracionales sobre los que se proyecta una red de leyes puramente
'formales' vaciadas de contenido». Sería una razonable descripción del Ulises,
como también de buena parte del arte modernista, del que Theodor Adorno comenta
que sus relaciones formales son tan abstractas como las relaciones reales entre
individuos dentro de la sociedad burguesa. La mercancía, en sí misma una
especie de hiato materializado entre el valor de uso y el valor de cambio,
contenido material y forma universal, es para Lukács el origen de todas esas
antinomias entorpecedoras entre lo general y lo particular. La burguesía está,
por un lado, «inmovilizada en la ciénaga de la inmediatez», pero sujeta, por otro,
al dominio de leyes férreas que tienen toda la fatalidad naturalizada del mundo
del mito. El sujeto humano es a la vez individuo empírico y trascendencia
abstracta, fenoménicamente determinado, pero espiritualmente libre. Bajo tales
condiciones históricas, sujeto y objeto, forma y contenido, sentido y espíritu
se han hecho pedazos. El imponente proyecto de la parte central de Historia y
conciencia de clase porfía por abordar esos lugares comunes de la filosofía
idealista para replantearlos de nuevo, mas esta vez bajo la luz transfiguradora
de la forma de la mercancía, impresa, para Lukács, en cada aspecto concreto del
idealismo, por mucho que éste se muestre necesariamente ciego en relación con
ella.
Existen dos posibles
soluciones para esta situación histórica. Una es el socialismo, que en la
Europa del Este tomó la forma del estalinismo, y del cual Lukács fue en algún
momento un ambiguo apologista. La otra, una solución un tanto menos gravosa, es
lo estético, que para Lukács vio la luz como una respuesta estratégica a los
dilemas que él mismo bosqueja. En el siglo XVIII, las más poderosas polaridades
de la temprana sociedad burguesa conferían a la estética y a la conciencia
artística una importancia filosófica que el arte era incapaz de reclamar en épocas
anteriores. Esto no significa que el arte en sí mismo experimentara una edad de
oro sin precedentes. Por el contrario, con muy pocas excepciones, la producción
artística del momento durante este periodo no se puede comparar ni remotamente
con la de anteriores épocas doradas. Lo que aquí es crucial es la importancia
teórica y filosófica que el principio de arte adquirió en este periodo.
Este principio, tal
como Lukács afirma, implica «la creación de una totalidad concreta surgida de
una concepción de la forma orientada hacia el contenido concreto de su sustrato
material. En esta visión la forma es, por tanto, capaz de echar por tierra la
relación 'contingente' de las partes con el todo y de resolver la oposición,
meramente aparente, entre azar y necesidad». La obra de arte, en definitiva,
acude al rescate de una existencia conformada por la mercancía, y viene
pertrechada con todo aquello de lo que la mercancía lamentablemente carece: una
forma no ya indiferente a su contenido, sino indisociable de él; una
objetivación de lo subjetivo que supone un enriquecimiento más que un
extrañamiento; una deconstrucción de la antítesis entre libertad y necesidad,
en la medida en que cada elemento del artefacto aparece a la vez milagrosamente
autónomo y aun así ingeniosamente subordinado a la ley de la totalidad.
Ante la falta de
socialismo, por tanto, habrá que arreglárselas con el arte. Del mismo modo que
la estética proporcionó a la temprana sociedad burguesa una resolución
imaginaria de sus contradicciones reales, así, a medida que las garras del
estalinismo se tornan más rígidas, Lukács se ve obligado a descubrir en el arte
esa totalidad concreta que no parece que vaya a venir de la mano de una
sociedad de campos de trabajo. Es por ello por lo que promulga su celebrada
doctrina del realismo como una especie de versión dialéctica de la ideología
romántica del símbolo. En la completa y armónica totalidad poliédrica de la
obra realista, las partes individuales quedan mediadas completamente por la
estructura de la totalidad, subordinadas a lo «típico» o a lo universal sin
detrimento de su especificidad material. En su teoría estética posterior,
Lukács citará como la categoría central de lo estético la noción de
Besonderheit o especialidad, una idea que media sin costuras entre el individuo
y la totalidad y es inherente simultáneamente a ambos. Para él, como para la
inveterada tradición del idealismo romántico, el arte significa ese lugar
privilegiado donde los fenómenos concretos son recreados de manera subrepticia
en la imagen de su verdad universal mientras se muestran como nada más que
ellos mismos. Al hablar nada más que de ella, preservando celosamente su propia
identidad, cada faceta de la obra de arte no puede evitar transmitir un mensaje
lateral sobre todas las demás. Las obras del realismo conocen la verdad, pero
fingen no hacerlo mediante un hábil acto de prestidigitación. La obra debe,
sobre todo, abstraer la esencia de lo real para, después, ocultar esta esencia
al recrear en ella toda su supuesta inmediatez. El artefacto realista es así
una especie de trompe l'oeil, una superficie que es también una profundidad,
una ley reguladora siempre absoluta aunque de ningún modo visible. Los
elementos del texto, especificados con profusión, son a la vez equivalentes y menores
que la totalidad que los constituye; y el precio que esos elementos deben pagar
por su privilegiada mediación dentro del todo es la pérdida de cualquier
capacidad real de reaccionar de manera crítica frente a éste.
La estética de
Lukács, en otras palabras, es una imagen especular del modelo dominante dentro
de la estética burguesa cuyas fortunas y desgracias hemos trazado a lo largo de
este estudio. El realismo de Lukács lleva a cabo una inflexión marxista de esa
imbricación entre ley y libertad, todo y parte, espíritu y sentido, que
desempeña una función tan vital en la construcción hegemónica de la clase
media. Espontáneamente inscritas por la ley del todo, las partes más pequeñas
del artefacto realista danzan juntas en corro en virtud de algún modesto
principio de unidad. Es como si Lukács, después de seguir la pista a las
vergüenzas de la sociedad burguesa hasta sus mismas raíces materiales, en un
estilo bastante discordante con la propia autoconcepción de la sociedad, diera
a renglón seguido un viraje y anticipara las mismas soluciones a estos
problemas. Es cierto que para él las relaciones entre parte y todo están
siempre sutilmente mediadas, nunca son un asunto de fusión intuitiva; sin
embargo, no deja de ser significativo que alguien con esta capacidad para el
análisis histórico-materialista terminara generando una estética que, grosso
modo, reproduce con fidelidad algunas de las estructuras clave del poder
político burgués.
Si esta situación
resulta llamativa, no es quizá sorprendente del todo. Uno de los rasgos que uno
encuentra en la crítica de Lukács —tanto al estalinismo como a la vanguardia de
izquierdas— es la invocación de la riqueza del legado humanista burgués, lo que
le lleva a valorar en exceso la indudable continuidad entre ese legado y un
futuro socialista; asimismo, las raíces románticas de su propia adscripción al
marxismo le llevan bastante a menudo a ignorar las dimensiones cada vez más
progresistas del capitalismo, incluyendo aquí la necesidad de una estética
capaz de aprender de la forma de mercancía en lugar de retrotraerse hacia
alguna nostalgia de totalidad preexistente. Con todo afirmar esto no supone
rechazar la fuerza admirable y la riqueza de la teoría lukácsiana del realismo,
que representa una contribución inestimable al canon de la crítica marxista y
que el marxismo modernista ha minusvalorado injustamente; el fallo de Lukács
radica, sin embargo, en haber asumido la idea de Marx de que, a pesar de todo,
la historia progresa por su lado malo, lo que constituye una seria limitación
de su pensamiento.
Walter Benjamin, en
cambio, llevará el dictum marxista hasta los extremos de la parodia. Su lectura
mesiánica de la historia le aparta de cualquier clase de fe en la redención
secular; desmantela toda esperanza teleológica y, mediante un asombroso y violento
viraje dialéctico, ubica los signos de salvación en la misma falta de
regeneración de la vida histórica, en su sufrimiento tras la caída y la
miseria. Cuanto mayor es el aspecto mortificado y devaluado de la historia,
como sucede en el perezoso mundo en decadencia del Trauerspiel alemán, más se
convierte en índice negativo de una trascendencia por completo inconcebible que
espera pacientemente entre bastidores. En tales condiciones, el tiempo se
repliega hacia el espacio, quedando reducido a una repetición tan agónicamente
vacía que sólo se podría imaginar una epifanía salvífica temblando en su borde.
El orden profano de una política corrupta es una especie de impresión negativa
propia de un tiempo mesiánico, que finalmente emergerá por sí mismo el día del
juicio, y no a partir del vientre de la historia, sino de sus ruinas. La misma
transitoriedad de una historia hecha jirones anticipa su propia desaparición
última, de modo que para Benjamín las fantasmales huellas del paraíso pueden
ser detectadas en su grosera antítesis: en esa infinita serie de catástrofes
que constituye la temporalidad secular, esa tormenta caída del cielo a la que
algunos dan el nombre de progreso. En el punto más bajo de la fortuna
histórica, en un orden social devenido enfermo y sin sentido, la imagen de una
sociedad justa se distingue con claridad a través de una hermenéutica
heterodoxa para la que el rostro de la muerte se transfigura en una expresión
angelical. Sólo una teología política negativa de este tenor puede permanecer fiel
al judaico Bilderverbot que prohíbe todos los ídolos de la reconciliación
futura, incluidas aquellas imágenes conocidas como arte. Sólo la obra de arte
fragmentaria, ésa que rechaza los señuelos de lo estético, del Schein y de la
totalidad simbólica, puede tener la esperanza de llegar a configurar verdad y
justicia en adelante, permaneciendo resueltamente silente sobre éstas y
anteponiendo en su lugar el tormento irredento del tiempo secular.
Lukács opone el
artefacto a la mercancía; Benjamín, en otra prueba de descaro dialéctico,
conjura una estética revolucionaria desde la propia forma de la mercancía. Los
objetos inertes, petrificados del Trauerspiel han sufrido una especie de
pérdida de significado, una dislocación de significante y significado, en un
mundo que, como el de la producción de mercancía, sólo conoce el tiempo vacío y
homogéneo de la repetición eterna. Las características de este paisaje
atomizado e inerte tienen entonces que sufrir una especie de reificación
secundaria en las manos del signo alegórico, en sí mismo letra muerta o pedazo
de borrador sin vida. Pero una vez que todo significado intrínseco ha salido
como una hemorragia del objeto, en un colapso de la totalidad expresiva al que
Lukács ya se adhiere, cualquier fenómeno, en manos de las astutas estratagemas
del alegorista, puede llegar a significar cualquier otra cosa, en una especie
de parodia profana de la denominación creadora de Dios. La alegoría, por tanto,
imita la nivelación, las operaciones de equivalencia de la mercancía, pero
desprende en esa medida una fresca polivalencia de significado, por cuanto el
alegorista hurga entre las ruinas de lo que en otros tiempos fueron
significados integrales para transmutarlos en asombrosos y nuevos modos. Una
vez purgado de toda inmanencia engañosa, el referente alegórico puede ser
redimido en una multiplicidad de usos, leído a contrapelo y escandalosamente
reinterpretado a la manera de la Cábala. El sentido inherente que va menguando
en el objeto bajo la mirada melancólica del alegorista le deja un significante
material arbitrario, una runa o fragmento recuperado de las garras de alguna
significación parcial y rendido incondicionalmente ante el poder del
alegorista. Tales objetos se han separado ya de sus contextos y, por tanto,
pueden ser arrancados de sus entornos y entretejidos dentro de un conjunto de
correspondencias enajenantes. Benjamin ya está familiarizado con esta técnica
en virtud de la interpretación cabalística, y más adelante encontrará
resonancias similares en la práctica de la vanguardia, en el montaje, el
surrealismo, la imaginería de los sueños y el teatro épico, así como en las
epifanías de la memoria proustiana, las afinidades simbólicas de Baudelaire y
su propia obsesión por el coleccionismo. Aquí también cabe encontrar una
semilla de inspiración para su posterior doctrina de la reproducción mecánica,
en la que la misma tecnología que alimenta la alienación, a través de un giro
dialéctico, puede despojar los productos culturales de su aura intimidatoria y
darles una nueva función en términos productivos.
Al igual que la
mercancía, el significado del objeto alegórico está siempre en algún otro
lugar, excéntrico respecto a su ser material; pero cuanto más polivalente llega
a ser, más flexible e inventiva crece su capacidad forense para descifrar lo
real. El significante alegórico participa, en un sentido, del mundo congelado
del mito, cuyas repeticiones compulsivas presagian la posterior imagen de
Benjamin de un historicismo para el que todo tiempo es homogéneo; pero también
es una fuerza que rompe este marco fetichizado, inscribiendo su propia red de
afinidades «mágicas» por toda la superficie de una historia inescrutable. En la
obra posterior de Benjamin, esto tomará la forma de la imagen dialéctica, la
chocante confrontación en la que el tiempo es detenido en una mónada compacta,
espacializada en un campo trémulo de fuerza, de tal modo que el presente
político pueda redimir un momento en peligro del pasado arrancándolo hasta
llevarlo a una correspondencia iluminadora con éste mismo. El problema del
proyecto de Benjamin, como Jürgen Habermas ha señalado, radica en la
restauración de la posibilidad de tales correlatos simbólicos en la medida en
que aniquilan ese mundo de mitología natural del que ellos forman parte. Ni la
totalización «natural» del símbolo, ni la mera consagración de la repetición
lineal son estrategias aceptables. La reproducción mecánica rechaza tanto la
diferencia única del aura como las interminables autoidentidades del mito:
nivelando los artefactos en una uniformidad subversiva en relación con la
primera, los libera para funciones distintivas incompatibles con estas últimas.
Estas imágenes
dialécticas son un ejemplo de lo que Benjamin llama una «constelación», un tema
que se desarrolla desde las primeras páginas de su libro sobre el Trauerspiel
hasta su publicación postuma Tesis sobre la filosofía de la historia. Respecto
al método crítico ideal escribe:
Las ideas no se manifiestan en sí mismas, sino sólo y
únicamente en virtud de una ordenación, en el concepto, de elementos concretos:
como la configuración de estos elementos [...] Las ideas son a los objetos lo
que las constelaciones son a las estrellas. Esto significa, en primer lugar,
que las ideas no son ni las leyes ni los conceptos de los objetos [...] La
función de los conceptos es recolectar los fenómenos; y la división que en
ellos tiene lugar gracias a la facultad discriminatoria del intelecto es tanto
más significativa en cuanto de un solo golpe consigue un doble objetivo: la
salvación de los fenómenos y la manifestación de las ideas.
La idea no es lo que
subyace al fenómeno a modo de esencia susceptible de dar forma, sino la manera
en la que el objeto se configura conceptualmente en sus elementos diversos,
extremos y contradictorios. El sueño de Benjamin es una forma de crítica tan
tenaz en su inmanencia que podría permanecer inmersa por completo en su objeto.
La verdad de ese objeto se revelaría no refiriéndolo, en virtud de un estilo
racionalista, a una idea general dominante, sino desmantelando los elementos
que lo componen utilizando el poder de conceptos detalladamente particulares,
para luego configurarlos en un modelo que liberara el significado y el valor de
la cosa sin dejarlos al margen de ella:
Los fenómenos no entran, sin embargo, totalmente dentro del
marco de las ideas en su totalidad (esto es, en su mera existencia empírica,
adulterada de apariencia), sino sólo en sus elementos básicos, salvados. Son
desposeídos de su falsa unidad para participar, así divididos, de la genuina unidad
de la verdad.
La cosa no debería
comprenderse, pues, como el mero caso de alguna esencia universal; por el
contrario, el pensamiento debe desplegar todo un conjunto de conceptos
pertinazmente específicos con capacidad de refractar el objeto, al modo
cubista, en innumerables direcciones o de penetrar en él desde diversos ángulos
difusos. En este sentido, se fuerza a la esfera fenoménica para que revele una
especie de verdad nouménica, de igual modo que la mirada microscópica extraña
la cotidianidad para que destaque.
Menos preocupada en
«poseer» el fenómeno que en liberarlo en su propio ser material y preservar sus
elementos dispares en toda su heterogeneidad irreductible, la epistemología
basada en constelaciones se confronta así con el momento de subjetividad
cartesiano o kantiano. La división kantiana de lo empírico y lo inteligible
queda así superada; ésta es la única manera de hacer justicia desde el punto de
vista metodológico a la materialidad suprimida, dañada del objeto, salvando lo
que Adorno llama «los productos de desecho y puntos ciegos que han escapado a
la dialéctica» de su inexorable supresión dentro de la idea abstracta. La
constelación rechaza engancharse a alguna esencia metafísica, y deja sus partes
vagamente articuladas a la manera del Trauerspiel o el teatro épico; pero, no
obstante, prefigura ese estado de reconciliación que podría ser blasfemo o
políticamente contraproducente si fuera representado directamente. En su unidad
de lo perceptual y lo conceptual, su transmutación de pensamientos en imágenes
porta una aspiración a esa feliz condición edénica en la que la palabra y el
objeto concordaban de modo espontáneo, así como esa correspondencia
prehistórica y mimética entre Naturaleza y humanidad que precede a nuestra
caída en la razón cognitiva.
Podría afirmarse que
la noción benjaminiana de constelación es en sí misma, por así decirlo, una
constelación genuina, rica en alusiones teóricas. Si por una parte se retrotrae
a la Cábala, a la mónada de Leibniz y al regreso de Husserl a los fenómenos,
por otra también observa con atención las nuevas configuraciones que extrañan
lo cotidiano propias del surrealismo, el sistema musical de Schónberg y todo
ese nuevo estilo microscópico de practicar la sociología en el que, como
muestra la obra de Adorno o el mismo estudio de Benjamin sobre París, se
establece una relación transformada entre la parte y el todo. En este tipo de
microanálisis, el fenómeno individual se aprehende en toda su complejidad
sobredeterminada como una especie de código críptico o jeroglífico que ha de
ser descifrado, una imagen radicalmente abreviada de procesos sociales que será
obligada a revelarse por el ojo bien entrenado. Cabría afirmar que los ecos de
la totalidad simbólica siguen perviviendo así en el marco de este modo
alternativo de pensamiento; sin embargo, no se trata tanto de una cuestión de
recibir el objeto como algo dado intuitivamente cuanto de su desarticulación y
reconstrucción a través del trabajo del concepto. Lo que este método genera
entonces es una especie de sociología poética o novelística en la que el todo
parece no consistir en nada más que en un denso mosaico de imágenes gráficas;
en esa medida representa un modelo estetizado de investigación social, un
modelo, sin embargo, que hunde sus raíces en una concepción de lo estético
diferente: no como una especie de inherencia simbolista de la parte en el todo,
ni tampoco a la manera lukácsiana como una compleja mediación entre ambas, una
posibilidad que puede ser acusada sencillamente de retrasar y complicar el
sólido dominio totalitario de lo particular. Se trata, más bien, de construir
una estricta economía del objeto que, no obstante, rechaza la seducción de la
identidad, al permitir a sus partes constituyentes arrojar luz recíprocamente
en todo su carácter contradictorio. En los estilos literarios de los mismos
Benjamin y Adorno se encuentran los mejores ejemplos de este modelo.
El concepto de
constelación, que Benjamin elaboró en estrecha colaboración con Adorno, es
quizá el más asombroso intento original de la era moderna por romper con las
versiones tradicionales de totalidad. Representa una resistencia firme a las
formas más paranoicas del pensamiento totalizador por parte de pensadores que,
sin embargo, rechazan cualquier celebración empirista del fragmento.
Revolucionando las relaciones entre parte y todo, la constelación asesta un
duro golpe en el mismo corazón del paradigma tradicional estético, en el que a
la especificidad del detalle no se le permite una genuina resistencia frente al
poder organizador de la totalidad. Lo estético se vuelve así contra lo
estético: lo que supuestamente distingue el arte del pensamiento discursivo —a
saber, su alto grado de especificidad— es llevado al extremo, de modo que dicha
especificidad deja de estar, á la Lukács, preservada y suspendida. La
constelación salvaguarda la particularidad, aunque hace fisuras en la
identidad, explotando el objeto en una serie de elementos conflictivos y
liberando así su materialidad a costa de su propia identidad. El «modelo» de
Lukács, en contraste, no sufre ninguna pérdida de identidad en su inmersión en
la totalidad, sino que emerge con una identidad más profunda y enriquecida. Su
estética schilleriana apenas concibe conflicto entre las diversas facetas del
individual «completo»; por el contrario, la idiosincrasia de carácter típica en
alguna esencia histórica tiende a resolver sus diversos aspectos en la armonía.
Lukács, ciertamente, reflexiona sobre la categoría de la contradicción, pero
siempre bajo el signo de la unidad. La formación social capitalista es una
totalidad de contradicciones; lo que determina cada contradicción es, por
tanto, la unidad que forma con otras—, la verdad de la contradicción es,
consecuentemente, unidad. Sería difícil pensar en una contradicción más
flagrante.
Es esta
esencialización del conflicto la que trata de eliminar el concepto de
constelación. No cabe duda de que tanto Benjamín como Adorno tenían a Lukács
muy presente en sus desarrollos del problema. Sin embargo, no se trata de una
idea carente de serias dificultades. Por un lado, pasa por alto el problema de
las determinaciones surgido a partir de ciertas controversias más tradicionales
en torno a la totalidad: por ejemplo, la del peso causal relativo y la eficacia
de los diferentes constituyentes dentro del conjunto del sistema. Al romper con
una jerarquía rígidamente racionalista de valores, tiende, por el contrario, a
igualar todos los elementos del objeto: un método que es, en ocasiones, llevado
hasta sus últimas consecuencias en la obra de Benjamín, cuyas yuxtaposiciones
deliberadamente ocasionales entre un rasgo aislado de la superestructura y un
componente central de la base le hacen merecedor de algún reproche por parte
del intelectualmente más sobrio Adorno. Aquellos pensadores de izquierda que
desconfían de manera instintiva de la noción de jerarquía deberían preguntarse
si realmente creen que la estética es tan importante como el apartheid. Uno de
los aspectos más decisivos de la idea de totalidad ha sido el de brindarnos
alguna directriz política concreta, como la de saber, por ejemplo, que hay
instituciones más centrales que otras en el proceso de cambio social; algo que
nos sirve para escapar, en suma, de una noción puramente circular de la
formación social en la que, dado que cada «nivel» parece tener el mismo valor
que cualquier otro, el problema de dónde es posible intervenir políticamente
puede quedar decidido de modo arbitrario. La mayoría de los políticos
izquierdistas, lo reconozcan o no, están comprometidos con una noción de
determinación jerárquica, al creer, por ejemplo, que las actitudes racistas o
sexistas pueden ser transformadas de una manera más duradera mediante cambios
institucionales que a través de esfuerzos encaminados a cambiar la conciencia
como tal. El concepto de totalidad nos recuerda necesariamente las limitaciones
estructurales que se imponen sobre la acción política en el caso concreto: es
decir, respecto a lo primero que hay que hacer, a lo que debe hacerse o lo que
además queda aún por hacer en aras de alguna meta política. Sin embargo, no por
ello hay que pensar, siguiendo los dictados propios de un pensamiento de la
totalidad, que nuestras acciones políticas nos vienen simplemente «dadas» de
forma espontánea por la estructura del todo social: una fantasía que no es sino
la otra cara de la creencia de la izquierda reformista (compartida por un buen
número de conservadores de derechas) de que no hay algo así como un «todo
social» distinto del construido a través de procedimientos discursivos con
fines pragmáticos.
La doctrina que
afirma que la vida social conlleva determinaciones jerárquicas no conduce,
claro está, automáticamente a la visión marxista clásica de que en la historia
humana hasta la fecha determinados factores materiales han tenido una importancia
fundamental. Para una visión más pluralista, la preponderancia de dichos
factores es una variable de carácter coyuntural: lo que es determinante en un
contexto o perspectiva no lo es necesariamente en otro. La sociedad puede de
este modo concebirse, siguiendo las líneas básicas de un juego
wittgensteiniano, como una rica matriz de estrategias, movimientos y
contramovimientos en los que ciertas prioridades son pragmáticamente apropiadas
desde ciertos puntos de vista. Para el marxismo, la sociedad es un asunto más
monótono, más tedioso, algo no tan estéticamente cautivador y mucho más
dispuesto a la repetición compulsiva, una dimensión que cuenta con una variedad
de movimientos a su disposición de algún modo empobrecidos, no tanto un patio
de juegos como una prisión. A tenor de esta visión monótonamente determinista,
el marxismo imagina que, para escuchar a Bach, hay que trabajar antes, o
conseguir que alguien lo haga, y que los filósofos morales no pueden discutir a
no ser que las prácticas con las que han crecido desde niños hayan dispuesto
esta situación para ellos.
Es más, afirma que
esos presupuestos materiales no son sólo el sine qua non de lo que discurre
posteriormente, sino que continúan ejerciendo una fuerza decisiva sobre ello.
Al concepto de
constelación le es inherente cierta ambigüedad significativa sobre la
naturaleza subjetiva u objetiva de esta actividad constructiva. Por un lado, el
modelo se presenta como un antídoto para todo subjetivismo errante: los
conceptos deben adherirse a los contornos de la propia cosa en vez de proceder
de la voluntad arbitraria del sujeto, sometiéndose como la práctica compositiva
de Schónberg a la lógica inmanente a su tema. «Hay un delicado empirismo»,
Benjamín hace referencia aquí a Goethe, «que se involucra tan íntimamente en el
objeto que acaba siendo auténtica teoría». Por otro lado, la actividad de la
constelación parece implicar ese libre vuelo de la imaginación que recuerda el
tortuoso oportunismo del alegorista. En realidad, en el peor de los casos, la
constelación parece una terrible mezcla de positivismo (lo que Adorno llamaba,
en relación con el Passagenarbeit de Benjamín, «la presentación inocente de los
meros hechos») y fantasía; es esta combinación la que Adorno detecta en el
surrealismo, en cuyos montajes contempla un fetichismo de la inmediatez ligado
a un subjetivismo arbitrario y no dialéctico. Adorno encuentra algo de esa
combinación en el proyecto benjaminiano de los Pasajes, que critica por
entrañar un cierto positivismo oculto, así como por su fantasía psicologista,
encontrando el estilo de pensamiento de su amigo demasiado exotérico y
esotérico a la vez. Para Adorno, tanto el surrealismo como la obra de Benjamín
sobre París corren el riesgo de eliminar el papel activo y crítico del sujeto
en el proceso hermenéutico y, al mismo tiempo, dar pábulo a una subjetividad
desenfrenada; es esta combinación la que es tan característica de la noción de
alegoría de Benjamín: ese símbolo de la calavera, que revela una
«inexpresividad total —la negrura de sus cuencas—, así como la más salvaje de
las expresiones, la sonrisa sarcástica de la dentadura».
No cabe duda de que,
a pesar de todos sus problemas, la idea de constelación sigue siendo hoy
valiosa y sugestiva. Pero, como una buena parte del pensamiento de Benjamin, no
puede abstraerse totalmente de unos orígenes sumidos en plena crisis histórica.
Cuando el fascismo llega al poder, de algún modo toda la carrera de Benjamin se
convierte en una especie de constelación urgente; una recopilación de retazos y
fragmentos sin hilazón alguna es lo que viene a mano en medio de una Historia
de la que, como los regímenes hartos de guerra del Trauerspiel, sólo parecen
quedar ruinas. La imagen del pasado que cuenta, según se afirma en las «Tesis
sobre la filosofía de la historia», es aquella que se aparece inesperadamente
al hombre elegido por la historia en un momento de peligro; y esto es quizá,
también, lo que significa la «teoría» para Benjamin: aquello que en condiciones
de presión extrema puede ser reunido de forma apresurada y mantenerse a
disposición. Su proyecto consiste en reventar el mortífero continuum de la
historia con las escasas armas de las que dispone: el shock, la alegoría, el
extrañamiento, las «astillas» heterogéneas de tiempo mesiánico, la
miniaturización, la reproducción mecánica, la violencia hermenéutica
cabalística, el montaje surrealista, la nostalgia revolucionaria, las huellas
reactivadas de la memoria, leer con la mano izquierda y a contrapelo. La
condición de posibilidad de gran parte de esta empresa tan osada, la misma que
la de los alegoristas barrocos, era que la historia se estaba desmoronando a
las propias espaldas de uno: que se podía hurgar entre las ruinas y reunir
algunos restos para oponerlos a la inexorable marcha del «progreso» sólo porque
la catástrofe ya había tenido lugar. Es esta catástrofe la que desmiente ahora
el complaciente supuesto de que las formaciones nacionales están
definitivamente superadas por un espacio internacional. Por el contrario, lo
que reveló el fascismo fue que ese capitalismo monopolista internacional, lejos
de superar dichos linajes nacionales, era capaz de explotarlos hasta un punto
de extrema crisis política para sus propios fines, fusionando lo viejo y lo
nuevo en una inesperada constelación. Son precisamente dichas correspondencias
entre lo arcaico y lo vanguardista las que definen la ideología nazi, cuando,
por ejemplo, las particularidades materiales de la sangre y la tierra se
acoplan con el fetichismo tecnológico y la expansión global imperialista.
En el momento de
máximo peligro, Benjamin reacciona en exceso a las exigencias orgullosamente desmesuradas
de las narrativas historicistas; de hecho, no es difícil rechazar estas
teleologías si se contempla la misma historia bajo la óptica mesiánica en
términos tan negativos. Pero todos aquellos comentaristas de Benjamin que
aplauden su antiteleología quizá no sean tan vehementes a la hora de respaldar
la degradación indiscriminada de lo «profano» que necesariamente lleva consigo.
La extraordinaria fecundidad de la imaginación histórica de Benjamin queda
arruinada por su catastrofismo y su sentido apocalíptico; si para un ser humano
que vive bajo un peligro extremo la historia ha sido reducida al fogonazo
fortuito de una imagen aislada, también hay otros cuya emancipación implica una
investigación menos esteticista, más sobria y sistemática acerca del carácter
del desarrollo histórico. Benjamin aprendió algo duradero de lo que se podría
considerar el lema implícito en la obra de Brecht: usa todo lo que puedas,
recoge lo que puedas, ya que nunca sabes cuándo te puede ser útil. Pero el
corolario de esta estrategia valiosamente idiosincrásica puede ser un
eclecticismo paralizante, lo que en el caso de Brecht a veces toma la forma
degradada de un utilitarismo de izquierdas. La fascinación de Benjamin con el
detritus de la historia, con lo original, lo excéntrico y descartado, ofrece,
en efecto, un correctivo esencial a una ideología totalizadora corta de miras,
pero también se arriesga a endurecerse y petrificarse —como ciertas teorías
contemporáneas—, y convertirse en algo no muy distinto de la mera imagen
especular de esa misma ideología, que sustituye la miopía teórica por su
correspondiente astigmatismo.
La constelación reúne
lo empírico y lo conceptual; y, por tanto, aparece como una derivación del
viejo Edén, una resonancia sorda de esa condición paradisíaca en la que, en el
discurso de divinidad, signo y objeto eran íntimamente uno. Según Benjamin, la
humanidad ha caído de su estado feliz en un instrumentalismo degradado del
lenguaje; y el lenguaje ha pasado así a vaciarse de sus recursos miméticos y
expresivos, reduciéndose a la muestra reificada del signo saussureano. El
significante alegórico es un testimonio extremo de nuestra grave situación tras
la caída, en la que ya no disponemos de una posesión espontánea del objeto,
sino que nos vemos forzados a avanzar a ciegas, con dificultad, de un signo a
otro, buscando a tientas la significación entre los cascotes de una totalidad
ahora destrozada. Y sin embargo, precisamente debido a que se ha ido perdiendo
significado del significante, su materialidad, curiosamente, ha cobrado mayor
relevancia; cuanto más se libera de cosas y significados, más evidentes
resultan las operaciones materiales de las alegorías que andan a tientas para
reunirlos. El alegorista barroco, a tenor de esto, obtiene placer en esta dimensión
somática del signo, encontrando en la condición creada de su forma y sonido
algún residuo puramente material susceptible de escapar al régimen estricto del
sentido al que todo lenguaje está ahora encadenado. El discurso ha sido
encadenado por la fuerza a la logicidad; pero la preocupación del Trauerspiel
por el texto escrito como algo contrario a la voz, su ceremoniosa disposición
de jeroglífico cargado de significación como tantos emblemas embalsamados, nos
devuelve una conciencia de la naturaleza corpórea del lenguaje. El momento en
el que el significado y la materialidad se dividen de manera más dolorosa se
nos hace presente por la negación de una posible unidad entre palabra y mundo,
así como por los fundamentos somáticos del habla. Si el cuerpo es un
significante, el lenguaje entonces es una práctica material. Es una de las
misiones de la filosofía según Benjamin, devolver al lenguaje las riquezas
simbólicas obstruidas, rescatarlo de su caída en el empobrecimiento cognitivo,
de modo que la palabra pueda volver a danzar de nuevo, como esos ángeles cuyos
cuerpos son una llama ardiente de alabanza ante la presencia de Dios.
Esta nueva fusión de
concepto y cuerpo es una preocupación tradicional de lo estético. Para
Benjamin, el lenguaje hunde sus raíces en la representación de correspondencias
mágicas entre la humanidad y la Naturaleza; en sus orígenes es, por tanto, una
cuestión de imágenes materiales, y sólo posteriormente de ideas. Él encuentra
las huellas de este expresivo discurso mimético dentro de nuestra habla de
carácter más semiótico y comunicativo, como en la estética de Mallarmé o en el
lenguaje gestual de Nápoles. Para el drama barroco, el único cuerpo bueno es el
cuerpo muerto: la muerte es el desencaje definitivo de significado y materialidad,
extrayendo vida del cuerpo para dejarle un significado alegórico. «En el
Trauerspiel», escribe Benjamin, «el cadáver se convierte de una manera bastante
sencilla en la propiedad emblemática eminente». El drama barroco da vueltas
sobre un cuerpo despedazado, con sus partes desmembradas por una violencia en
la que el lamento por una organicidad perdida aún puede seguir escuchándose
débilmente. Dado que el cuerpo viviente se presenta a sí mismo como una unidad
expresiva, es únicamente en su brutal ruina, en su partición en muchos
fragmentos arrancados y reificados, en donde el drama puede buscar
significación revolviendo entre los órganos. El significado es arrancado de las
ruinas del cuerpo, de la carne desollada, no de la figura armoniosa; quizá se pueda
detectar aquí una ligera analogía con la obra de Freud para el que, de manera
parecida, en la división del cuerpo, en la desarticulación de sus zonas y
órganos, se puede descubrir la «verdad».
Es esta clase de
desmembramiento, bajo la forma más atenuada de los shocks e invasiones de la
experiencia urbana, a la que el fláneur del proyecto de los Pasajes trata de
resistir. El fláneur o solitario paseante de la ciudad, que se aparta con su
tortuga atada a una correa, se mueve majestuosamente a contracorriente de esas
masas urbanas que descompondrían su cuerpo hasta hacer de él un significado
extraño; en este sentido, su propio estilo de caminar es una política en sí
misma. Éste es el cuerpo estetizado del mundo preindustrial desocupado, del
interior doméstico y el objeto no mercantilizado; lo que la sociedad moderna
demanda es un cuerpo reconstituido, fusionado íntimamente con la tecnología,
adaptado a las repentinas vinculaciones y desconexiones de la vida urbana. El
proyecto de Benjamin, en definitiva, es la construcción de una nueva especie de
cuerpo humano; y el papel del crítico cultural en esta tarea implica intervenir
en lo que denomina la «esfera de imagen». En un enigmático pasaje de su ensayo
sobre el surrealismo escribe:
El colectivo es también cuerpo; y a pesar de toda su
realidad política y factual, la physis que está siendo organizada para tal fin
por la tecnología sólo puede producirse en esa esfera de la imagen en la que
nos inicia la iluminación profana. Sólo cuando el cuerpo y la imagen se hayan
fusionado dentro de la tecnología hasta el punto de que toda tensión
revolucionaria devenga estímulo corporal colectivo y todos los estímulos
corporales del colectivo se conviertan en descarga revolucionaria, sólo
entonces podrá la realidad trascenderse a sí misma en la medida exigida por El
manifiesto comunista.
Un nuevo cuerpo
colectivo se está organizando para el sujeto individual a través del cambio
político y tecnológico; y la función del crítico es dar forma a esas imágenes
por las que la humanidad puede asumir estas formas poco familiares de práctica
material. La destrucción del cuerpo en el Trauerspiel es difícilmente un asunto
placentero, pero esto puede aún suministrar otro ejemplo de que la historia
progresa por su peor lado, ya que el desmantelamiento de toda falsa unidad
organicista es el preludio necesario para la emergencia de un cuerpo móvil,
funcional, apto para múltiples fines, el cuerpo propio de la humanidad
tecnológica socialista. Así como lo estético en el siglo XVIII suponía ese
novedoso programa completo de disciplinas corpóreas que llamamos «modos y
costumbres», modelando la carne con gracia y decoro, también para Benjamin el
cuerpo debe ser reprogramado y marcado por el poder de la imagen material. Lo
estético, de nuevo, se convierte en una política del cuerpo, esta vez en virtud
de una completa inflexión materialista.
Toda esta faceta del
pensamiento de Benjamin suena a tecnologismo ultramodernista, a esa clase de
ansiedad por demostrar su virilidad materialista ante los ojos escépticos de un
Bertolt Brecht que tan incómodamente se sienta al lado del traductor de Proust
y el amante de Leskov. Hay un cierto funcionalismo de izquierdas y triunfalismo
en este aspecto de la escritura de Benjamin en el que el cuerpo se concibe como
instrumento, material en bruto susceptible de organización, incluso como
máquina. No se podría imaginar un contraste mayor con esto que el cuerpo móvil,
pluralizado, desarticulado del carnaval bajtiniano, que niega toda
instrumentalidad en nombre de una plenitud sensorial. Si el proyecto estético
comienza en la Ilustración con una reinserción juiciosa del cuerpo en un
discurso peligrosamente abstracto, con Mijail Bajtin llegamos a la consumación
revolucionaria de esa lógica, donde la práctica libidinal del cuerpo hace
explotar los lenguajes de la razón, unidad e identidad en demasiados pedazos
superficiales. Bajtin conduce el modesto impulso inicial de lo estético hasta
sus fantásticas últimas consecuencias: lo que comenzó con el conde de
Shaftesbury y sus compañeros como el sensual bienestar inducido por un
exquisito vaso de vino de Oporto se trueca ahora en chascarrillo de carcajada
obscena, donde un vulgar y desvergonzado materialismo corporal (vientre, ano,
genitales) cabalga herrado pisoteando la buena educación de la clase dominante.
Por un breve momento, políticamente en suspenso, la carne se vuelve insurrecta
y rechaza la inscripción de la razón, enfrentando la sensación al concepto, la
libido contra la ley, reuniendo lo licencioso, semiótico y dialógico frente a
esa autoridad monológica cuyo nombre impronunciable es estalinismo. Del mismo
modo que la constelación, el carnaval implica tanto una vuelta a lo particular
como una constante omisión de la identidad, transgrediendo las fronteras del
cuerpo en un juego de solidaridad erótica con los otros. Al igual que la
constelación, alumbra cosas no idénticas a sí mismas como presagio de una edad
dorada de amistad y reconciliación, pero rechaza todos los ídolos de tal fin.
La esfera dialéctica de la imagen del carnaval (nacimiento/muerte, alto/bajo,
destrucción/renovación) reconstituye el cuerpo como colectividad y organiza una
physis para él, justo de la manera que propone Benjamin.
Sin embargo, a pesar
de toda su austeridad y melancolía, esta visión bajtiniana no es del todo ajena
a Benjamin, quien escribe al hilo de los efectos de alienación del teatro épico
que «no hay mejor punto de partida para la reflexión que la risa; hablando con
mayor precisión, los espasmos del diafragma normalmente ofrecen mejores
oportunidades para la reflexión que los espasmos del alma. El teatro épico sólo
es generoso en lo que concierne a las ocasiones en que busca suscitar la risa».
El efecto de alienación distancia la acción dramática, desbarata cualquier
posible intensa inversión psíquica en ella por parte del público, y así permite
una placentera economía afectiva que se despacha como risa. La risa es, tanto
para Bajtin como para Benjamin, el mismo tipo de expresión somática, una
enunciación que surge directamente de las profundidades libidinales del cuerpo,
y que para Benjamin porta el eco de una dimensión simbólica o mimética del
lenguaje en peligro. En su ensayo sobre el surrealismo, por ejemplo, mientras
discute la cuestión de la reconstrucción del cuerpo que pone en funcionamiento
la imagen, más aún, el espacio físico, Benjamin escribe que para algunos
artistas la interrupción de sus carreras podría ser una excelente ocasión para
contar «mejores bromas». La broma es un fragmento condensado de expresión
ligado íntimamente al cuerpo, y algo muy típico de lo que para Benjamin
significa una imagen poderosa.
La humanidad, escribe
Benjamin en su ensayo sobre la reproductibilidad técnica, ha alcanzado tal
grado de autoalienación «que puede ahora experimentar su propia destrucción
como un placer estético de primer orden. Ésta es la situación de una política
en la que el fascismo se estetiza. El comunismo responde a esta situación
politizando el arte». Esta famosa frase final, por lo demás, no recomienda un
desplazamiento del arte en dirección a la política, como cierta corriente
teórica de extrema izquierda ha interpretado. Por el contrario, la postura
revolucionaria del propio Benjamin es, en todas sus manifestaciones, estética:
en la concreta particularidad de la constelación, en la mémoire involontairé
«aurática» que ofrece un modelo para la tradición revolucionaria, en el paso
del discurso a la imagen material, en la restauración del lenguaje del cuerpo,
y en la celebración de la mimesis como una relación no dominadora entre la
humanidad y su mundo... Benjamin se lanza a la búsqueda de una historia y
política surrealistas capaces de aferrarse tenazmente al fragmento, a la
miniatura, a la cita extraviada, pero que, sin embargo, hagan chocar esos
fragmentos entre sí para lograr un efecto políticamente explosivo, como ese
Mesías que trasfigurará el mundo por completo llevando a cabo pequeños ajustes
en él.
El Benjamin que una vez soñara escribir toda una obra que no consistiera
en nada más que en citas irrumpe para reescribir la obra completa de Marx como
un montaje de imágenes detenidas, en el que cada proposición se conservará tal
cual es aunque haya sido transformada hasta resultar irreconocible. Sin
embargo, si sus posiciones son en este sentido estéticas, es sólo porque ha subvertido
casi todas las categorías centrales de la estética tradicional (belleza,
armonía, totalidad, apariencia), partiendo, en cambio, de lo que Brecht llamaba
lo «malo nuevo» y descubriendo en la estructura de la mercancía, en la muerte
de la narración oral, en el vacío del tiempo histórico y en la misma estructura
del capitalismo todos esos impulsos mesiánicos que continúan vibrando allí
débilmente. Al igual que Baudelaire, Benjamin conduce lo nuevo a una chocante
fusión con lo más viejo, con los recuerdos atávicos de una sociedad todavía no
marcada por la división de clases, igual que el Angelus novus de Paul Klee
puede ser empujado desde atrás hacia el futuro con sus ojos lúgubremente fijos
en el pasado.
El
presente trabajo ha sido extraído del libro “La Estética como Ideología”
Autor: Terry Eagleton
Traducción: Germán Cano y Jorge Cano
Autor: Terry Eagleton
Traducción: Germán Cano y Jorge Cano