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Jacques Rancière ✆ Iñaki Massini Pontis |
Prólogo de la edición española de ‘El destino de las
imágenes’, de Jacques Rancière
Pablo Bustinduy
Pablo Bustinduy

Una vez tras otra, Rancière incide en la génesis y los itinerarios de las significaciones del arte, reconstruyendo las relaciones que se establecen entre las prácticas artísticas, sus formas de visibilidad y los tipos de pensamiento que, al tenderse entre unas y otras, las hacen inteligibles. Anudando el hacer, el ver y el pensar del arte, Rancière interroga sin cesar el estatus que se confiere a sus objetos, las cargas de sentido que se distribuye o se desplaza en su seno, la genealogía de sus significaciones y las relaciones que mantiene con otras actividades, con su público, con su crítica y pensamiento, con su historia y su tradición.
El destino de las imágenes arranca de una cavilación sobre
la realidad de la imagen en el arte contemporáneo. Ocuparse del estatuto de la
imagen, de sus vínculos con la palabra y la representación, de los trabajos de
significación que admite y propone, implica necesariamente una actitud
polémica. De hecho, la argumentación se dirige contra una pluralidad de
discursos contemporáneos que han hecho de la imagen el centro de una denuncia
global o de una aclamación mesiánica. Los situacionistas despreciaron la
alienación de la sociedad espectacular, construida sobre imágenes intransitivas
que garantizaban la pasividad idiota del espectador. La sociología crítica, que
recogió en mayor o menor medida el testigo de esa denuncia, se dedicó a
desenmascarar las realidades reprimidas y anuladas por el culto contemporáneo
de la imagen-fetiche. El discurso semiótico enseñaba a descodificar imágenes
que se leían como textos, mientras una cierta fenomenología explicaba que la
imagen había dejado de ser un objeto intencional, convertida en pseudo-realidad
sin original e imposible de vivir. Por doquier se intentaba redimir una cierta
inmediatez de la presencia, rescatándola del sepulcro representativo; bajo los
escombros de esa realidad suplantada, un nuevo discurso de inspiración
teológica celebraba la idea del icono para resucitar la trascendencia en una
sociedad idólatra y nihilista. Frente a todos ellos, Rancière no hace más que
plantear una serie de preguntas sencillas acerca de los trabajos de la imagen,
de sus modos de presencia, de sus usos y funciones en el arte y la crítica
contemporánea. Antes de poner el dogma en movimiento, se detiene y pregunta:
¿qué hace de las imágenes arte? ¿Cómo entra la imagen en un régimen de sentido
determinado? ¿Y cuál es la historia de esos sentidos? ¿Dónde se originan, cómo
evolucionaron? ¿Y de qué afluentes se nutre el pensamiento que se propone
explicarlos? En otras palabras, Rancière busca comprender las maneras de hacer
de las imágenes, el trabajo por el que pueden dar lugar a una cierta
comprensión, generar un cierto pensamiento. A partir de esta interrogación, el
libro construye un relato fascinante sobre la mecánica y la genealogía de los
sentidos del arte. Recorriendo con maestría la historia de las historias,
Rancière interroga la relación del arte con la palabra, y recorre los mundos
sensibles de los que nacen, que autorizan, que les dan y a los que dan forma y
contenido. Desplazando una voz que suele acudir al arte para cerrar y ocupar
espacios, Rancière no pretende más que sobrevolar sus lugares, y descubrir las
superficies mixtas donde el arte, la palabra y el sentido ejercen conjuntamente
su labor.
II. El destino de
las imágenes es por tanto un libro de estética. Salvo que el término «estética»
aparece aquí en una dimensión propia: la estética de Rancière no es una teoría
de lo bello, ni una crítica de las facultades sensibles, ni una simple
evaluación filosófica de la historia, las formas y las palabras del arte. La
estética de Rancière tiene que ver ante todo con los espacios visibles e
invisibles del sentido, con sus lugares de palabra y percepción. Es un trabajo
sobre las condiciones que definen lo que puede ser visto, escuchado,
comprendido, pensado, y lo que queda relegado a la cámara contigua de lo
incomprensible, del ruido, de lo que no tiene nombre. Es una topografía que el
filósofo traza sobre la existencia sensible de los seres y las cosas; un mapa
de la materialidad sin cuerpo de esa comunidad sensible que, enseña Rancière,
le da forma a nuestros mundos al esculpir la fisonomía de aquello que podemos
ver y en lo que podemos pensar. La “fábrica de lo sensible” nos hace ver y ser
vistos en un espacio común. Cada comunidad, establece regímenes compartidos de
lo sensible, planos de sentido que organizan un mundo al establecer las
condiciones, los criterios y los límites bajo los que las cosas son nombrables,
comprensibles, comunicables. Esos planos hacen inteligible la experiencia al
asociarla a nombres, categorías, conceptos, y encarnar a su vez las palabras en
el poder de sus efectos. Así se constituye el modo de ser de cada comunidad, su
existencia como lugar compartido de palabra y de experiencia: los planos de
sentido que le son propios garantizan la coherencia de sus espacios y de sus
tiempos, una cierta solidez sensible que se comparte, se ejerce y se transmite
sin cesar. Estética, para Rancière, es ante todo la realidad de este “común”
que se comparte.
El arte habita y se mueve en ese espacio. Lo propio de su
dominio particular (de aquello que se denomina, se percibe y entiende como
arte) es precisamente producir y proponer entramados de sentido, trazar
conexiones posibles entre lo que se ve, lo que se dice y lo que se entiende.
Estas intervenciones, que Rancière denomina “actos estéticos”, tienen la
capacidad de anudar un pensamiento con una poiesis, o modo del hacer, y una
aisthesis, o modo del sentir. Tienen además una potencia transformadora: los
actos estéticos son capaces de alterar las trayectorias de la palabra y de los
cuerpos, de reformar los lenguajes, los gestos y los afectos que se comparten.
Trabajando en los goznes de lo sensible, las intervenciones del arte desplazan
sus fronteras y rehacen sus paisajes, inventan propiedades y significaciones,
dan nueva forma y consistencia y generan otros modos de sentir, pensamiento
donde sólo se percibía ruido o no se percibía nada, sentido en lo que carecía
de él. El teatro, la página o el coro, nos dice Rancière, tienen la capacidad
de alterar la percepción de lo común, y de conferir visibilidad a realidades, objetos
o sujetos que permanecían ocultos en su seno. Esta es su fuerza disruptiva,
sísmica, regeneradora: la fuerza de inscribir lo nuevo en lo visible, de pensar
lo que permanecía excluido, de desincorporar lo establecido en la palabra y de
construir significaciones nuevas, posibles, alrededor de las cuales la
comunidad estética se piensa y se re-piensa, se forma y se reforma sin cesar.
Esa capacidad, en el pensamiento de Rancière, es en última instancia una
capacidad política.
III. Una política
anima la estética, pues las transformaciones del sentido tienen efectos a
través y más allá de las palabras. Pero de igual manera, la estética anima a su
vez una política. La razón es que lo común de lo sensible no sólo se comparte,
sino que es también objeto de un reparto[¹]. Afirmación de la comunidad de
experiencia y de palabra, la distribución sensible que organiza los espacios,
los tiempos y los sentidos de lo común implica a su vez una disimetría: la
división que identifica sus partes, las separa, asigna diferencias entre ellas.
La comunidad se organiza dando a cada quien un nombre y un
lugar. Con ello abre o cierra horizontes, establece posibles y capacidades,
atribuye palabras, tiempos y acciones desiguales. La razón es que nombres y
lugares, en el reparto sensible de lo humano, suelen llevar adherida la carga
de un trabajo, de una función o de una voz con la que participar en el todo. En
la República, Sócrates excluye de la actividad política a los artesanos porque
su actividad técnica ocupa todo su tiempo y porque nadie puede hacer con
efectividad dos cosas a la vez. Poco después, Aristóteles negó la capacidad de
ejercicio autónomo del logos a esclavos, niños y mujeres, y de ahí resultaba su
no-participación de lo político: sólo el ser que posee el lenguaje puede
ejercer la palabra como miembro de pleno derecho. Artesanos, esclavos, mujeres,
niños: son sólo los primeros nombres de una serie infinita y contemporánea, la
repartición con que no sólo se determina quién es quién en la comunidad sino
que se asigna siempre algo más: títulos que cualifican para participar en la
palabra común y en sus trabajos; capacidades que invitan o expulsan de la
escena pública; voces que apoderan por sí mismas o encierran sin solución entre
los bastidores del trabajo. En el reparto sensible de lo común no todos pueden
hablar, participar o sentir por igual: hay quienes nombran sin ser nombrados y
quienes se limitan, desprovistos del nombre o la cualificación necesaria, a
observar sin ser observados, a escuchar sin ser escuchados, a obedecer sin ser
prácticamente vistos.
Esta repartición importa porque su orden es objeto de
permanente disputa. Por un lado, nos dice Rancière, en toda ciudad se asienta
una fuerza policial que pretende gestionar la distribución establecida, blindar
sus espacios y eternizarse o naturalizarse como el orden normal e inmutable de
las cosas, como la organización necesaria de un todo orgánico en sus partes
vivas, en funciones, roles y trabajos diferentes. Pero frente al orden policial
se da una efervescencia disruptiva que viene a quebrar su calma “natural”: la
política de emancipación o democracia[²]. Democracia, para Rancière, es toda
intervención que pretende alterar la distribución de roles y de espacios en el
seno de la comunidad sensible, que reclama la legitimidad de una palabra
excluida o la visibilidad de un sujeto imperceptible en lo común. Antes de
mezclarse con el poder y las leyes, la política es un movimiento de irrupción
que periódicamente agita la superficie del mundo sensible compartido, el momento
en el que un colectivo abandona el lugar y el nombre que le es atribuido, lo
rechaza, exige una palabra y una presencia que se le niega. Por encima de todo
lugar y de toda identidad se yergue entonces como una fuerza, irrumpe en la
distribución sensible para deshacer los nombres y las limitaciones que se le
impone, para reclamar una igual visibilidad, una igual participación en la
palabra y sus usos, para reclamar su parte –otra parte, todas las partes- en el
ejercicio de lo común. En este movimiento de intrusión, lo invisible se
transforma en sujeto político para desmontar y sacudir las estructuras de lo
sensible, su distribución petrificada de nombres y de funciones, su discurrir
normal en tanto que organización del mundo compartido. Es la irrupción del
demos, que Rancière identifica con la parte de los que están de más, de los que
no tienen títulos de acceso o participación en la gestión de lo común, y que
irrumpen sin embargo en la palabra esgrimiendo el único postulado universal que
pueda decirse estrictamente político: el todos somos iguales, la proclamación
de una igualdad fundamental que, carente de contenido positivo o concreto, es
simplemente una presuposición, un universal vacío[³]. Al erigirse en parte por
encima de todas las partes, el irrumpir de los invisibles como iguales destroza
la apariencia pacífica de los nombres y pone en práctica su capacidad, la
capacidad de cualquiera para ocupar cualquier posición, para asumir cualquier
nombre como sujetos políticos de la comunidad sensible. Desde ese lugar que
vacía todos los lugares, podría pensarse que la democracia no dice de hecho
sino la impropiedad última de todo nombre: dice que ningún orden encontrará
descanso, ninguna palabra fijará el reparto donde lo común se diga en perfecta
quietud, donde no surja un sin-nombre para desplazar las fronteras de lo
sensible.
En el arte como en la política, el trabajo de Rancière
escucha la magnífica fuerza de lo impropio, ese después que ilumina el antes de
todo nombre. Su voz indica vez tras vez que ningún gesto crea sentido en el
vacío, sino que necesariamente se inscribe en lo heredado para desplazar,
rehacer o re-habitar sus fronteras. Sin decirlo, muestra que somos capaces de
órdenes y trayectorias infinitas, y que en la grave magnitud de sus consecuencias
y efectos, todos los nombres con que encontramos cada vez el mundo repartido
son, en última instancia, retrazables.
IV. Hacia el
final de sus años de estudio en la École Normale Supérieure de París, y en
compañía de otros tres jóvenes filósofos (Etienne Balibar, Pierre Macherey y
Roger Establet), Rancière participó en un célebre seminario organizado y
dirigido por el que era entonces profesor y secretario general de la Escuela.
Ese profesor era Louis Althusser, figura de proa del pensamiento marxista y del
Partido Comunista Francés de la época, y el nombre de su seminario resume el
objetivo que se proponía en él: “Leer el Capital”. El ejercicio de lectura de
Althusser y sus discípulos dio lugar al libro del mismo nombre, publicado en
1965 y para el que Rancière colaboró con un ensayo titulado «El concepto de
‘crítica’ y la crítica de la ‘economía política’». Ese ejercicio produjo al
mismo tiempo una profunda influencia y una progresiva animadversión en el
pensamiento de Rancière. Por un lado, Althusser proponía elaborar un modo de
lectura que fuese capaz de recuperar de entre la letra inmediata del texto el
horizonte de las configuraciones posibles que le subyacían, que fuese capaz por
tanto de leer en sus espacios y en sus silencios, de entender lo que el texto
hace y no hace, dice y no dice respecto de sus contextos y pretextos, de su
tiempo y de su intención. Pero al mismo tiempo, esa lectura tenía por objetivo
y razón de ser la producción reglada de una ciencia, de un saber ordenado de lo
oculto que el científico ha de revelar bajo las apariencias y fetiches de que
se rodea, descifrando el tejido sintomático de lo presente para reconstruir la
lógica de su voz verdadera. La ciencia del materialismo histórico aparecía
entonces como el trabajo de producción de ese saber de la historia, la práctica
teórica que aportaría un conocimiento necesario, pero difícilmente accesible,
sobre el funcionamiento real de la sociedad y sobre las posibilidades de acción
y conocimiento que se dan en su seno. Un saber científico, en definitiva, en
ausencia del cual no habría acción política realmente revolucionaria.En 1974
Rancière publica La lección de Althusser y rompe definitivamente con su mentor
y maestro. Los acontecimientos de mayo del 68 y la revolución cultural china
actúan como cristalizador paradójico de todas las limitaciones del marxismo
althusseriano. Rancière denuncia entonces los fundamentos de un pensamiento que
esclerotiza la espontaneidad de la revuelta al erigirse en aparato teórico de
la historia, una “filosofía del orden” que prescribe la identidad y el sentido
de la acción a sus actores, una maquinaria que funciona distribuyendo
explicaciones, designando y refutando agencias políticas legítimas. Esta
ruptura, a la vez filosófica y política, se enmarca en el clima de debate e
intercambio que reina en la vanguardia filosófica francesa de finales de los 60
y principios de los 70. Presente en el proyecto experimental de la Universidad
de Paris VIII (Vincennes-Saint Denis) prácticamente desde sus inicios, Rancière
trabaja en un ambiente intelectual efervescente, rodeado de figuras como Michel
Foucault, primer director del departamento de Filosofía, François Châtelet (que
le sucede cuando Foucault es nombrado catedrático del Collège de France),
Gilles Deleuze, Jean François Lyotard, Alain Badiou, Michel Serres, Etienne
Balibar, Daniel Bensaid o Judith Miller, por citar sólo algunos de los
profesores que enseñaron regularmente en el departamento[4]. Vincennes es un
micro-cosmos altamente politizado, pero también dividido por las diferentes
interpretaciones de la agitación política e intelectual que sacude la Francia
de la época, así como por las diferentes sensibilidades que rigen la relación
problemática que muchas de sus figuras mantienen con el marxismo. El propio
Rancière, que había comenzado dictando cursos sobre el
“Revisionismo-Izquierdismo” (1968-69) o sobre la “Teoría de la segunda etapa
marxista leninista: el estalinismo” (1969-70), desarrolla su ruptura filosófica
con Althusser a partir de una profunda interrogación acerca de los presupuestos
del pensamiento político marxista. Y es esa misma interrogación quien hará
emerger, paulatinamente, su concepción polémica y original de la palabra y del
fenómeno político.
Rancière se propone estudiar la génesis de la revuelta. Sin
embargo, su trabajo no busca entender las “condiciones objetivas” en que se
produce la contestación política, ni radiografiar las “técnicas” de resistencia
que se desarrollan frente al poder: su primer objetivo consiste en desenterrar las
vivencias y aspiraciones manifestadas por sus protagonistas, rescatar las voces
que fueron silenciadas por los discursos cualificados de la Filosofía y de la
Historia. Este interés le lleva a estudiar la historia del movimiento obrero en
el siglo XIX: durante los quince años siguientes, Rancière no dejará de bucear
en los archivos, en busca no ya de lo que se decía o explicaba entonces de la
emancipación obrera y de las formas de vida del proletariado, sino de los
trabajos de los obreros mismos para constituir una voz propia, para deshacerse
de las identidades que les eran impuestas y atribuidas verticalmente, de sus
luchas para conquistar una visibilidad y un derecho de palabra que les eran
sistemáticamente negados (empezando sintomáticamente por la ortodoxia marxista,
que “pensaba” y “explicaba” en su lugar, hablando en su nombre según un
principio de división del trabajo que reservaba la labor teórica para los
intelectuales y atribuía a las masas un inconsciente “hacer historia”, una
praxis impensada que sólo podría ganar plena conciencia de sí por obra del
trabajo “educador” de los teóricos y de la labor estratégica y directiva del
partido). Particularmente representativa de este proyecto de subversión de las
representaciones adquiridas de lo político es la Thèse d’Etat que Rancière
publica en 1981, bajo el título de La noche de los proletarios: precisamente la
noche en que, ganándole horas al sueño, los obreros de Rancière leían y se
reunían para constituir la voz de sus ambiciones y aspiraciones, la voz que se
decía a sí misma, la voz propia que los tiempos y espacios que se les asignaba
parecían negarles como un destino.
Fruto de este trabajo, así como de la organización junto a
jóvenes pensadores como Arlette Farge, Joan Borell o Geneviève Fraisse del
colectivo Révoltes Logiques (cuyas publicaciones fueron recopiladas en Les
scènes du peuple en 2003), Rancière traza un programa que pretende repensar las
relaciones entre el saber y la acción política, desestabilizando el vínculo
vertical y descendente entre la producción histórica o filosófica del discurso
y la práctica real de las luchas de emancipación. A través de esta reflexión
sobre las relaciones entre el pensamiento y la acción, entre la voz que
representa y las voces representadas, Rancière se propone comprender cuál es la
fisonomía de la palabra, cuáles las condiciones que determinan la posibilidad y
la legitimación de su ejercicio. Se trata de observar cómo se constituye la
posición del que habla, y cómo se garantiza o se impide el acceso a ese lugar;
cuáles son las luchas que se dan en torno a los espacios que permiten hablar
por sí mismo, darse su propio nombre, forjar una palabra y una visibilidad
propias. Su estudio del movimiento obrero adquiere entonces una dimensión
central: el análisis de la relación entre emancipación política y emancipación
intelectual, tal y como aparece en las vivencias, aspiraciones y deseos que
expresaban los obreros mismos.
En esta órbita aparecería El filósofo plebeyo, donde
Rancière recupera los escritos inéditos de Louis-Gabriel Gauny, obrero solador
y filósofo, para profundizar en el estudio de la voluntad emancipadora de los
obreros del XIX : una voluntad que busca ante todo constituir modos de vida y
pensamiento autónomos, deshacerse de los mundos identitarios impuestos en razón
de su origen y condición social, pensar y actuar fuera de esos mundos, al
margen de esos mundos, contra esos mundos. Para El maestro ignorante,
desentierra la figura enigmática de Joseph Jacotot, educador proletario
emigrado a Holanda en 1818 que intenta enseñar el francés a un grupo de alumnos
holandeses sin conocer el neerlandés y sin más recursos que una edición
bilingüe del Telémaco de Fénelon. Convirtiéndose en discípulo inactual de
Jacotot, Rancière restituye las conclusiones que el maestro ignorante sacó de
su experiencia holandesa: que existe una autonomía radical de la inteligencia
del alumno respecto de la voluntad o la explicación del maestro; que todas las
inteligencias son necesariamente iguales, la del profesor como la del alumno,
la del escritor como la del lector; que la concepción normal de la enseñanza,
en tanto que actividad por la que el maestro que sabe instruye al alumno que
ignora, sólo sanciona una desigualdad, y que en realidad el aprendizaje procede
de forma contraria, que allí donde se identifica una ignorancia siempre hay un
saber anterior, que nadie tiene un “lugar” de conocimiento asignado, que todo
aprendizaje es desarrollo libre y autónomo de una inteligencia en ejercicio, y
por tanto una emancipación sin contenido concreto: el único contenido del
aprendizaje es el que desarrolla libremente una inteligencia plenamente
emancipada.
Así quedan forjadas las bases que desarrolla la obra más
estrictamente “política” de Rancière, que irá desarrollando en Los bordes de lo
político, El desacuerdo y los más recientes La división de lo sensible y El
odio de la democracia. En el centro de sus intereses se sitúa una triple
enunciación. Primero, Rancière afirma que las formas de desigualdad y
dominación no están únicamente relacionadas con una realidad “material” de
explotación en razón de la actividad que se desempeña, sino con una
determinación de lugares y de espacios, de posiciones y de cuerpos, de derechos
y de títulos para intervenir en el mundo común de la expresión, de la acción y
del pensamiento, que se impone de forma conjunta con esa actividad. Segundo,
que las prácticas políticas de la emancipación tienen que ver tanto con la
primera dominación (emancipación de las actividades, de los espacios y de los
tiempos impuestos) como con esa exclusión que la acompaña (emancipación de la
invisibilidad y del sometimiento de las voces), y por tanto pretenden
deshacerse tanto de la una como de la otra. Tercero, que estas prácticas se
fundamentan sobre la actualización de un principio de igualdad inactual que no
es tanto una determinación por realizar o un programa por cumplir como una
hipótesis que, esgrimida, acarrea un cierto número de efectos, de consecuencias
prácticas.
Frente al uso inflacionista que las vacía y aseptiza, esta
triple asunción pretende reubicar las nociones de “igualdad” y “democracia” en
toda su fuerza renovadora y disruptiva. Entre las celebraciones del consenso
ilimitado y los pesimismos que anuncian el fin de la política en un mundo de
consumo sin palabra, Rancière busca rescatar su primera carga disensual y
conflictiva, el potencial emancipador de aquello que desborda y desplaza,
revierte y transforma lo asignado. Por debajo de los nombres y de las voces que
ubican, de todos sus efectos de orden y exclusión, Rancière apunta a la
efervescencia de esos procesos sísmicos, imprevistos, concluyentes, que vez
tras vez abren espacios cerrados y deshacen el silencio con sentido. Quizá
buscando observar esos procesos en su primera inmediatez, allá donde lo propio
engendra sin cesar su propia subversión, el filósofo ha dedicado al análisis de
las prácticas del arte los años más recientes de su vida filosófica.
V.
Paradójicamente, la primera razón de este interés es que el arte no existe en
cuanto tal. Lo que hoy entendemos por “arte”, según Rancière, es de hecho algo
relativamente joven, que no tiene según su análisis más de dos siglos de
historia. El arte no tiene una esencia que se estire y permanezca en el tiempo,
sino que sus intervenciones son nombradas y reconocidas cada vez en función de
unos “regímenes de “identificación”: campos de sentidos posibles, lugares en
los que se puede intervenir por medio de ciertas prácticas y que actúan como
bloques de referencia, como mapas primeros de la actividad artística. Son estos
regímenes de identificación quienes aportan su visibilidad al arte. Son ellos
quienes, al garantizar las conexiones entre unas formas de hacer, unas formas
de ver y unas formas de evaluar lo que se ve, hacen el arte visible, pensable,
identificable y transformable.
A lo largo de su obra “estética”, Rancière ha descrito tres
grandes regímenes de identificación. El primero es el régimen ético de
inspiración platónica, que no concibe un “arte” unitario sino una pluralidad de
prácticas cuya finalidad común es la producción de “imágenes”. El origen de las
imágenes determina su contenido de verdad, su grado de adecuación a un modelo
inteligible originario; las imágenes “verdaderas” se oponen de esta forma a los
“simulacros”, meras imitaciones de imitaciones, tristes sombras de lo sensible.
Sólo las imágenes “verdaderas” pueden servir la finalidad que les es propia:
educar a los ciudadanos y adecuarse a las necesidades de la comunidad. Pues el
valor último de las artes, el criterio por el que deben ser distinguidas y
evaluadas, consiste en su capacidad para servir el ethos de la ciudad.
A continuación, el régimen representativo se constituyó en
torno al acoplamiento aristotélico de las nociones de poiesis y mimesis. La
evaluación de la esencia de las imágenes es reemplazada entonces por un trabajo
de representación de las actividades humanas: su principio pasa a ser teatral,
e independiente de fines externos. El régimen representativo, afirma Rancière,
establece una serie de condiciones normativas que deben ser respetadas para que
algo sea reconocido como perteneciente a un arte. Las formas de expresión deben
adaptarse entonces a dos cosas diferentes: al objeto o tema que se representa,
por un lado, y al género pre-establecido al que corresponde su representación.
Surgen así unos criterios de adecuación entre el acto que representa y la cosa
representada: la verosimilitud, la propiedad, la correspondencia. En torno a la
representación se forja así el sistema de las bellas artes, en plural: un conjunto
de prácticas dedicadas a la producción de imitaciones, organizadas y regidas
por una serie de normas y criterios internos, por los que las artes pasan a
poseer una cierta autonomía respecto de los otros dominios de la vida
comunitaria.
Al proclamar la abolición de ese sistema, de todas sus
restricciones y jerarquías, el régimen estético genera al fin un concepto
nuevo: el concepto de arte, en su voz singular. Emancipado de toda regla, de
todo confinamiento a un lugar o un proceder predeterminados, el arte estético
deroga las normas que vinculaban formas y contenidos del proceso creativo.
Sucede, según Rancière, que el nuevo régimen deja de ocuparse de ese proceso.
Ya no está interesado en la mecánica del hacer arte, sino en el “modo de ser”
de sus objetos, en una cierta forma de presencia que suspende lo
“ordinario-sensible” de las cosas. Esa presencia aparece entonces como el lugar
de una indiferenciación esencial entre el logos y pathos, entre la palabra y el
hacer-sentir del arte. Lo intencional y lo no-intencional, lo activo y lo
pasivo, lo ordinario y lo extraordinario se igualan en un mismo plano de fuerza
expresiva; por doquier, lo banal pasa a mezclarse con lo sublime.
Rancière hace referencia a ese estado neutro de lo sensible
donde, en la imaginación de Schiller, se suspendería la oposición entre la
actividad del pensamiento y la pasividad de la materia. También cita la manera
en que Schelling, según la teoría kantiana del genio, define el arte como una
conjunción de procesos conscientes e inconscientes. Pero su mejor ilustración
de la revolución estética viene de una fuente inesperada: el análisis del
realismo literario. Contra lo que se entiende habitualmente, para Rancière el
realismo no supone el apogeo de la representación figurativa sino más bien una
subversión, una transformación esencial de las reglas y condiciones de la
producción de imitaciones. Para los escritores del XIX todo deviene igualmente
representable, todos los temas y objetos están en un mismo plano, todos son
portadores de una misma dignidad expresiva. En sus descripciones de lo nimio,
de lo que hasta entonces se consideraba banal, desaparece toda jerarquía de los
géneros, toda adecuación obligatoria de las formas expresivas a unos contenidos
concretos. En su lugar, se da una circulación masiva de la palabra, una palabra
que desborda las convenciones y desconoce toda institución. Es una verdadera
transformación del estatus de lo sensible: la pura presencia de las cosas, de
cualquier cosa, habla, sugiere, permite leer la sociedad y sus gentes, sus
hechos y sus sentidos.
La presencia sensible irrumpe primero en la palabra, y poco
después en la fotografía y las nuevas artes de reproducción mecánica, para
afirmar la belleza y el sentido de lo anónimo. Desde entonces, todo es susceptible
de ser objeto del arte, pues todo habla y todo expresa, todo tiene su palabra,
su propio hacer-sentir, su efectividad real. Y sin embargo, el régimen que
sanciona esa aparición no puede evitar la paradoja: el mismo movimiento que
identifica “el” arte, que proclama su autonomía y su singularidad, proclama a
la vez su identificación sin resto con las formas de la vida. El acto que
proclama la singularidad del arte destruye al mismo tiempo todo criterio
posible de singularidad.
En los cinco textos de este libro, Rancière describe ese
mundo en el que la condición del arte se convirtió en su principal problema. Es
un mundo de posibilidades infinitas, casi injustificables, en el que sin
embargo las imágenes tuvieron un destino, y el arte pudo aspirar a la
revolución. Es el mismo mundo paradójico donde seguimos viviendo, donde la
libertad absoluta del arte equivale a una cierta banalidad, su poder a la forma
más frágil y su palabra, allá donde todo la tiene, a un lugar al que lo
impropio no cesa de retornar como amenaza. Pues en toda la inmensidad de su
riqueza, el potencial del régimen estético es también su vacío. Es el vacío de
un sentido que se multiplica y se devora a sí mismo a velocidad inusitada,
donde todo está y todo queda, en lo más esencial, siempre por hacer. Es el
vacío de un arte al que ningún límite amenaza, en el que nada corresponde sin
fisuras, para el que todo es posible, pero nada necesario.
En este reino estético de lo impropio, Rancière narra las
múltiples vidas y muertes del sentido. Su interés se dirige siempre hacia los
puntos de fractura, hacia las fallas donde se reagencia sin descanso las
relaciones entre lo visible y lo decible, entre la palabra y los cuerpos a que
se refiere. Como en los terremotos democráticos de lo político, Rancière lee en
las prácticas artísticas la pulsión vital que anima los paisajes sensibles en
que vivimos. Son paisajes que deben ser reflotados: el contexto en el que se
escribe, las líneas que se desplaza, los cuerpos que se manipula, y sobre todo,
el hacia dónde y el para qué del movimiento. Si el arte importa, parece
decirnos Rancière, es porque podemos ver que sus espacios cambian, y con ellos
los tipos de percepción y pensamiento que pugnan por su propiedad –para nunca
terminar de ganarla. Este es por tanto el fin último de su topografía:
reconstruir, en la complejidad de sus relieves y orientaciones, los mapas de
sentido con los que se hace y se ve nuestros mundos sensibles. En sintonía, el
Destino pretende recorrer los espacios en que las palabras y las imágenes, el
decir y el ver, el hacer y el comprender tienden sus puentes y se anudan entre
sí. Para ello, Rancière se detiene en los lugares y las obras del arte de ayer,
pero también sobre las palabras y las gestos de quienes lo realizaron, lo vieron,
lo entendieron, y sobre las nuestras; nos demuestra que el sentido del arte,
como el de todo hacer o decir, nunca se fosiliza entero en un lugar, sino que
depende de relaciones flexibles, móviles, complejas, cambiantes. Trazar los
itinerarios de esos sentidos, reparar en sus trayectorias, despejar sus
intercambios y sus lugares de reposo: este es el propósito del trabajo
topográfico que Jacques Rancière traza sobre la ciudad sensible. En su
estructura indiciaria, El destino de las imágenes es una magnífica introducción
a los sentidos y las formas de ese trabajo.
Notas
1. La noción francesa es partage, que refiere a la división
de un todo en partes. Rancière ha llamado a esa repartición le partage du
sensible
2. Jugando con la oposición del género en francés, Rancière
distingue entre le politique, lo político en cuanto irrumpir anárquico y
espontáneo de la democracia, y la politique, que designa en general el mundo de
la ley, del derecho y de la razón gubernamental. Así mismo, el término que he
traducido por “fuerza” u “orden policial” es police.
3. La igualdad de Rancière no es un presupuesto ontológico o
un programa por realizar, sino un enunciado concreto, una declaración que toma
cuerpo en la denuncia del daño, del origen de lo desigual. La igualdad no es
por tanto nada más allá de una cierta hipótesis de trabajo social, un decir que
inmediatamente acarrea efectos y consecuencias. La declaración de igualdad
des-identifica sin referir a nada: no hay ningún fondo, ningún contenido
sustancial que pudiera desgranarse, aplicarse o traducirse de otra manera. La
igualdad, en los términos de este análisis, no es otra cosa que el movimiento
de lo impropio.
4. El « Centro Universitario Experimental de Vincennes » fue
creado por el Gobierno De Gaulle en enero de 1969 para dar una vía de escape a
la crisis política, social y cultural cristalizada en el seno de la Universidad
francesa. En absoluta autonomía, Vincennes nació como un proyecto plural,
pedagógico y revolucionario que buscaba abrir la Universidad a nuevos públicos
y transformar la enseñanza disciplinaria en un espacio abierto de vanguardia,
intercambio y emancipación. Erigido desde sus orígenes en símbolo y estandarte
del proyecto entero, el departamento de filosofía vivió con especial intensidad
todos los logros y los fracasos de la experiencia. Tras superar varios pulsos
con el Estado y lidiar con una progresiva marginalización cultural, Vincennes
hubo de negociar un lugar de equilibrio dentro del sistema universitario
francés. Con múltiples problemas de renovación, el proyecto mantiene la
herencia de algunas reivindicaciones esenciales: la desmantelación de los
cánones disciplinarios, la movilidad entre lenguajes y saberes diferentes, la
presencia masiva de trabajadores, extranjeros y no-diplomados entre sus
estudiantes, y en general la voluntad de abrir espacios de palabra, intercambio
e intervención social al margen de las estructuras pedagógicas habituales y de
la burocracia universitaria.