
Manuel
Fernández-Cuesta
“Escupid sobre esta tumba. Aquí yace Spinoza": Epitafio sobre su fosa común
Golpeado con saña por el neoliberalismo, el Estado de
bienestar se tambalea. Las leyes, antiguas garantes de las libertades, son
maniatadas por decretos de urgencia. La pérdida gradual de derechos laborales y
prestaciones sociales rompe la cohesión social. Un argumento justifica la
lógica política de esta guerra no declarada: la crisis económica obliga a tomar
medidas excepcionales. Los gastos (nunca se habla de inversión) del Estado de
bienestar, la parte social, no se pueden asumir, repiten cual tétrica letanía.
Las partidas presupuestarias destinadas a las clases populares -aquellas para
las que Robespierre reclamaba ayuda y asistencia- se reducen. Parece claro que
su finalidad es desmontar el estado de bienestar. Sin embargo, van más lejos.
El capitalismo pretende destruir el estado: la última frontera, al menos a
priori, del principio de igualdad. Instaurado el librecambio financiero sin
control estatal, dominando los intereses privados la esfera de lo público,
entregados los recursos colectivos a los designios del mercado y fragmentada la
vida social, el objetivo final del neoliberalismo aparece: el control
ideológico de las emociones y, por extensión, sobre la incertidumbre proyectada
en los ciudadanos. Instrumental para pulir vidrios, unos cuantos libros
pequeños, un abrigo verde turco y un pantalón; otro abrigo de color, cuatro
sábanas, siete camisas, una cama y una almohada, diecinueve cuellos, cinco
pañuelos, dos cortinas rojas, una colcha, un pequeño cobertor de cama y dos
hebillas de plata. Spinoza, el temido pensador de la subversión, falleció el 21
de febrero de 1677 y fue enterrado el día 25. Tenía 44 años. Dejó deudas, muy
pocas, y una obra política y filosófica singular que cobra actualidad. Al
barbero, Abraham Kervel, le debía un trimestre de afeitado: 1,90
florines.
Antes de la aceleración expansiva del modelo capitalista, la
tensión social -la lucha política organizada de la clases sociales y la
multitud- había conseguido que el Estado de bienestar estuviera respaldado, al
menos en parte, por la ciudadanía, haciendo de lo común, de los elementos
colectivos (sanidad, transporte, justicia, educación, igualdad de
oportunidades), parte integrante, con matices, de la vida cotidiana. Ese apoyo,
basado en el sentimiento de convivencia y pertenencia a una comunidad, era el
mecanismo de contención frente a la ambición de los grupos de interés. Este
juego de contrapoderes funcionó, al menos en Europa, desde el final de la
Segunda Guerra Mundial hasta los primeros años ochenta (por fijar fechas). La
extremada aceleración del modelo, proceso conocido como globalización o
mundialización, ha producido, impulsado por la capacidad tecnológica, la
ruptura del tejido social y la ausencia de la idea de pertenencia. En la
actualidad, individuos aislados, atemorizados por la pérdida de la felicidad y
la inestabilidad (como explica Richard Sennett), vivimos (casi) en un estado
natural, “prepolítico”, donde apenas influimos en las decisiones que afectan a
la vida diaria de la comunidad.
Baruch Spinoza (1632-1677), asistió, en la República de las
Provincias Unidas, cuyo motor era Holanda, a una situación parecida a la
actual. A mediados del siglo XVII, ese pequeño territorio, gobernado por Johan
de Witt, era lo más parecido a una sociedad civil de libertades, refugio de
pensadores y artistas, sostenida por un floreciente comercio. Eran libres,
conscientes, y negaban, unidos, pese a sus diferencias, cualquier autoridad,
monárquica o civil, que no fuera electa y consensuada. La experiencia duró
poco. Volvió la Casa de Orange, manu militari, con su represión de espadas
y valores, igual que ahora vuelve el neoliberalismo (la versión 3.0. del
individualismo), bajo el pretexto de la recesión mundial, para terminar con el
estado (social), heredero del pacto capital-trabajo. Demasiados derechos y un
“mercado laboral rígido” impiden el desarrollo económico, sostienen.
Flexibilizar, desmontar el tejido social, es la consigna: romper el estado y,
por extensión, partir por la mitad la columna vertebral, incluso, de esta
imperfecta e insuficiente "democracia de superficie".
"El hombre que se guía por la razón es más libre en el
Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde
solo se obedece a sí mismo". Así argumentaba Spinoza ( Ética, IV,
LXXIII) su defensa del Estado como engranaje político de convivencia asociado
al progreso humano frente a un "estado de naturaleza", anterior al
pacto social. Coetáneo de Hobbes, del que se diferencia, y antesala de lo que
luego será la teoría del contrato social de Rousseau (hasta llegar a Rawls y
Habermas), esta senda de progreso civil es la que hoy está recorriendo, en
sentido inverso, el neoliberalismo. Defensor de lo público, entendido como lo
común, lo colectivo, es decir, lo que une por la base a los individuos entre sí
en una sociedad, la reivindicación del pensamiento político de Spinoza, su idea
de la necesidad de una colectividad crítica (aquí su engarce con Maquiavelo) se
hace más necesaria que nunca en sociedades de hiperconsumo donde el único
vector social es la satisfacción instantánea. Spinoza piensa en un Estado firme
y seguro, soberano, apoyado en las decisiones populares, defensor de los
individuos (y sus libertades) que vele, a su vez, por el destino de la multitud
(y sus derechos). Esta doble misión, protección de las libertades individuales
y colectivas, y pervivencia del Estado como garantía de estos derechos, es lo
que hace imprescindible la revisión detenida de sus obras.
La pérdida paulatina de la soberanía nacional, traspasada a
entes supranacionales, no todos electos, ha causado estragos tanto en la
capacidad gubernamental para dirigir el futuro de la nación (toma de
decisiones), como en la posible respuesta colectiva (presión popular). Maniatados
los Gobiernos, la impotencia de la contestación se hace palpable. Nuestra
experiencia (y nuestra capacidad, por tanto, para combatir la injusticia)
mutará en mercancía intercambiable ya que -sostiene J. Rifkin- en el
capitalismo sin producción la mano de obra -tal cual la conocemos- será
residual en unas décadas (La era el acceso, Paidós, 2000).
Las naciones soberanas (aunque formen, en el mundo global,
entidades supranacionales) son aquellas cuya soberanía popular está viva y
reconstruye, con el control sobre las instituciones, su identidad política.
Solo una multitud creativa y espontánea, libre, puede formular, dotándose de
instituciones fuertes pero flexibles, una verdadera teoría democrática del
poder que incluya, necesariamente, una teoría de la subversión. Spinoza marcó
los límites con dramática precisión en su Tratado Político, Cap.4, 6:
"No cabe duda que los contratos o leyes, por los que la multitud
transfiere su derecho a un Consejo o a un hombre, deben ser violados, cuando el
bien común así lo exige".
Cuando el Gobierno da la espalada a la ciudadanía, a las
clases más desfavorecidas, es lícito romper los acuerdos de cesión del poder.
Las elecciones (generales o autonómicas, en nuestro caso) son el instante de
expresión de la soberanía, argumentarán los partidarios del sistema de partidos
y de la democracia de mercado. Sabido es que el hastío que siente el cuerpo
social hacia las formas políticas tradicionales hace de este "momento
democrático" una rutina más dentro del sistema político. Baste citar, en
el caso español, la injusticia de ley electoral en vigor para demostrar cómo la
soberanía se expresa en un marco de "libertad vigilada", o la
importante abstención en las elecciones de EE UU (42,63% en las últimas
presidenciales, 2008, pese al efecto Obama).
Resulta paradójico contemplar, en la actualidad, la
frustración emocional que conlleva en la ciudadanía, esencialmente en los
países de Europa del Sur, después de veinte años de frenético consumo, la
imposibilidad material de acceso a los bienes y cómo el descrédito de la
política (como actividad pública) y de los partidos políticos y sindicatos
(vehículos de esa actividad) puede estar asociada con esa frustración. La
pérdida de derechos adquiridos, la precariedad laboral y la reducción drástica
de elementos claros de armonización pública parecen, en sociedades anestesiadas
por los medios de comunicación, elementos menos graves que la imposibilidad
material de consumir. Nadie fija la mirada en los dirigentes en tiempos de
(falsa y aparente) bonanza. Crisis e inestabilidad política han sido, a lo
largo de la historia, basta repasar el siglo XX, claros antecedentes de
soluciones caudillistas o dictatoriales. "Por lo demás, aquella sociedad,
cuya paz depende de la inercia de unos súbditos que se comportan como ganado,
porque sólo saben actuar como esclavos, merece más bien el nombre de soledad
que de sociedad", recuerda Spinoza, mediados del siglo XVII, enfurecido
ante las diferentes formas de apatía social y política, en su Tratado
Político, cap. V, 4.
Una vuelta a una especie de "estado de
naturaleza", al que el neoliberalismo quiere arrastrar a las sociedades
modernas, es el nuevo campo de batalla, el sorprendente espacio de acción donde
los cantos de sirena de la plural subjetividad desaparecen y la identidad, la
pertenencia a un sujeto histórico determinado (hoy múltiple), debe adquirir, renovada,
la dimensión de discurso político. Sólo en la Historia, entendida como
narración de la experiencia y acción, puede la ciudadanía recuperar su ser, su
potencia soberana. Y es en esta reconstrucción de las relaciones afectivas
entre mujeres y hombres libres e iguales, entendidas como relaciones políticas,
al decir de Spinoza, donde se encuentra el tejido social-emocional -armaón de
la soberanía popular- desaparecido bajo la jerarquía de valores (y trampas) del
capitalismo. "De una sociedad cuyos súbditos no empuñan las armas, porque
son presa del terror, no cabe decir que goce de paz, sino más bien que no está
en guerra" (Tratado Político, cap.V, 4). Spinoza, pese a sus
sucesivas derrotas (sufrió un intento de asesinato, fue expulsado de la
Sinagoga por ateo, sus libros fueron prohibidos), insistía en la cohesión como
único antídoto contra la molicie. "No son las armas las que vencen los
ánimos, sino el amor y la generosidad".
Este holandés de lejano origen ibérico, cuyas ideas parecen
escritas para esta crisis, destaca por materialista frente a propuestas
religiosas o místicas; por radical, frente a la tibieza del cálculo del
consenso y por revolucionario, puesto que plantea una formulación de la
multitud, la comunidad consciente, como soberanía vigilante. De ahí su
importancia, teórica y práctica, para devolver, en tiempos de secuestro, la
democracia a la ciudadanía.