
Del libro ‘Angelus
Novus’, Walter Benjamin (Editorial Sur, Barcelona / 1971)
Toda manifestación de la vida espiritual humana puede ser
concebida como una especie de lenguaje y esta concepción plantea –como todo
método verdadero- múltiples problemas nuevos. Se puede hablar de una lengua de
la música y de la escultura, de una lengua de la jurisprudencia, que no tiene
directamente ninguna relación con aquellas en que son redactadas las sentencias
de los tribunales ingleses o alemanes, de una lengua de la técnica, que no es
la especializada de los técnicos. Lenguaje significa en este contexto el
principio encaminado a la comunicación de contenidos espirituales en los
objetos en cuestión: en la técnica, en el arte, en la justicia o en la
religión. En resumen, toda comunicación de contenidos espirituales es lenguaje.
La comunicación mediante la palabra constituye sólo un caso particular, el del
lenguaje humano y del que está en la base de éste o fundado en él
(jurisprudencia, poesía). Pero la realidad del lenguaje no se extiende sólo a todos
los campos de expresión espiritual del hombre –a quien en un sentido y otro
pertenece siempre una lengua-, sino a todo sin excepción. No hay acontecimiento
o cosa en la naturaleza animada o inanimada que no participe de alguna forma de
la lengua, pues es esencial a toda cosa comunicar su propio contenido
espiritual. Y la palabra "lengua" en esta acepción no es en modo
alguno una metáfora. Puesto que es una noción plenamente objetiva la de que no
podemos concebir nada que no comunique en la expresión su esencia espiritual,
el mayor o menor grado de conciencia con el que se logra aparentemente (o
realmente) esta comunicación no modifica en nada el hecho de que no podemos
representarnos en ninguna cosa una completa ausencia de lenguaje. Un ser que
estuviese enteramente sin relaciones con la lengua es una idea; pero esta idea
no puede resultar fecunda ni siquiera en el ámbito de las ideas que definen, en
su contorno, la de Dios.
Lo único cierto es que toda expresión contenida en esta
terminología cuenta como lenguaje, siempre y cuando se trate de una
comunicación de contenido espiritual. Empero, la expresión, de acuerdo al
sentido más íntimo y completo de su naturaleza, sólo puede entenderse como lenguaje.
Por otra parte, cada vez que queramos comprender una entidad lingüística habrá
que preguntarse, a cuál entidad espiritual sirve de expresión inmediata. Esto
significa que, por ejemplo, la lengua alemana no es de modo alguno la expresión
de todo aquello que nosotros somos presuntamente capaces de expresar por
medio de ella, sino que es la expresión inmediata de aquello que se comunica
por su intermedio. Este «se» reflexivo es una entidad espiritual. Por lo
pronto, resulta obvio que la entidad espiritual que se comunica en el lenguaje
no es el lenguaje mismo sino algo distinto de él. La posición, asumida como
hipótesis, según la cual la entidad espiritual constituye un objeto en su
lenguaje, revela al gran abismo que amenaza a las teorías del lenguaje1. Se
trata, precisamente, de lograr mantenerse suspendidos sobre él. La distinción
entre entidad espiritual y la lingüística en que se comunica, es lo más
fundamental de una investigación teórica del lenguaje. Y esta distinción parece
tan indudable que, en comparación, la identidad tan frecuentemente formulada
entre ambas entidades, constituye una paradoja profunda e inconcebible,
expresada en el doble sentido de la palabra «Logos». No obstante, esta paradoja
sigue ocupando el puesto de solución en el centro de la teoría del lenguaje,
aunque no deja de ser una paradoja y por ello tan irresoluble como al
principio.
¿Qué comunica el lenguaje? Comunica su correspondiente
entidad o naturaleza espiritual. Es fundamental entender que dicha entidad
espiritual se comunica en el lenguaje y no por medio del
lenguaje. No hay, por tanto, un portavoz del lenguaje, es decir, alguien que se
exprese por su intermedio. La entidad espiritual se comunica en un
lenguaje y no a través de él. Esto indica que no es. desde afuera, lo mismo que
la entidad lingüística. La entidad espiritual es idéntica a la lingüística sólo
en la medida de su comunicabilidad; lo comunicable de la entidad espiritual es
su entidad lingüística. Por lo tanto, el lenguaje comunica la entidad respectivamente
lingüística de las cosas, mientras que su entidad espiritual sólo trasluce
cuando está directamente resuelta en el ámbito lingüístico, cuando es comunicable.
El lenguaje transmite la entidad lingüística de las cosas, y
la más clara manifestación de ello es el lenguaje mismo. La respuesta a la
pregunta: ¿qué comunica el lenguaje?, sería: cada lenguaje se comunica a
sí mismo. Por ejemplo, el lenguaje de esta lámpara no comunica esta lámpara (la
entidad espiritual de la lámpara, en la medida en que es comunicable, no
es de modo alguno la lámpara), sino la lámpara lingüística, la lámpara de la
comunicación. la lámpara en la expresión. El comportamiento del lenguaje nos
lleva a concluir que la entidad lingüística de las cosas es su lenguaje.
El entendimiento promovido por la teoría lingüística, depende de su capacidad
de esclarecer la proposición anterior de modo que borre todo vestigio de
tautología. Esta sentencia no es tautológica pues significa que aquello que en
la entidad espiritual es comunicable esun lenguaje. Todo se basa en este
«ser» o «ser inmediato». Lo comunicable de una entidad espiritual no es lo que
más claramente se manifiesta en su lenguaje, sino que lo comunicable es,
inmediatamente, el lenguaje mismo. O bien, el lenguaje de una entidad
espiritual es inmediatamente aquello que de él puede comunicarse. Lo
comunicable deuna entidad espiritual, en el lenguaje se
comunica. Esto reafirma que cada lenguaje se comunica a sí mismo. Y para ser
más precisos: cada lenguaje se comunica a si mismo en sí mismo; es. en el
sentido más estricto, el «médium» de la comunicación. Lo medial refleja la inmediatez de
toda comunicación espiritual y constituye el problema de base de la teoría del
lenguaje. Si esta inmediatez nos parece mágica, el problema fundacional del
lenguaje seria entonces su magia. La palabra magia nos refiere, en lo que
respecta al lenguaje, a otra, a saber, la infinitud. Está condicionada por la
inmediatez. En efecto, dado que nada se comunica por medio del
lenguaje, resulta imposible limitarlo o medirlo desde afuera. Por ello cada
lenguaje alberga en su interior a su infinitud inconmensurable y única. El
borde está marcado por su entidad lingüística y no por sus contenidos verbales.
Aplicada a los seres humanos, la frase que afirma que la
entidad lingüística de las cosas es su lenguaje, se transforma en «la entidad
lingüística de los hombres es su lenguaje». Y esto significa que el ser humano
comunica su propia entidad espiritual en su lenguaje. Pero el
lenguaje de los humanos habla en palabras. Por lo tanto el hombre comunica su
propia entidad espiritual, en la medida en que es comunicable, al nombrar a
las otras cosas. Pero, ¿no conocemos acaso otros lenguajes que nombran cosas?
Sería incierto afirmar que no existen otros lenguajes fuera del humano. Pero
igualmente seguro es que no conocemos otros lenguajes nombradores como
lo es el de los hombres. Inútil sería identificar el lenguaje nombrador con el
concepto general de lenguaje; la teoría del lenguaje perdería así a sus más
profundas intuiciones. En consecuencia, la naturaleza lingüística de los
hombres radica en su nombrar de las cosas.
¿Para qué nombradas? ¿A quién se dirige lo que el hombre
comunica? —¿Es acaso esta comunicación del ser humano diferente a otras
comunicaciones, lenguajes? ¿A quién se dirigen la lámpara, la montaña o el
zorro? La respuesta reza: a los hombres. Y no se trata de antropomorfismo. La
verdad de esta respuesta se demuestra en el entendimiento y quizá también en el
arte. Además, de no comunicarse la lámpara, montaña o el zorro con el hombre,
¿cómo podría éste nombrarlos? Pero él los nombra, se comunica a sí mismo al
nombrarlos a ellos. ¿A quién dirige su comunicación?
Antes de dar respuesta a esta pregunta vale la pena volver a
comprobar cómo se comunica el hombre. Hay que establecer una profunda
distinción, una alternativa, ante la cual, la opinión esencialmente falsa
respecto al lenguaje quedará al descubierto. ¿Comunica acaso el hombre su naturaleza
espiritual por medio de los nombres que da a las cosas? ¿O lo hace en ellas?
La respuesta reside en la paradójica formulación de la pregunta. El que crea
que el hombre comunica su naturaleza espiritual por medio de los
nombres, estará impedido de asumir que es, efectivamente, su entidad espiritual
lo que comunica, ya que esto no ocurre por medio de los nombres de las cosas,
de las palabras. Por medio de las palabras señala a las cosas. A lo sumo, podrá
asumir que comunica algo a otros hombres, pues eso es lo que la palabra
facilita, la palabra con que señalo una cosa. He aquí el enfoque burgués del
lenguaje y cuyo insostenible vacío se irá aclarando a continuación. Dice: la
palabra es el medio de la comunicación, su objeto es la cosa, su destinatario,
el hombre. Contrariamente, la posición que planteáramos anteriormente no sabe
de medio, objeto o depositario de la comunicación. Enuncia que en el
nombre, la entidad espiritual de los hombres comunica a Dios a si misma.
En el dominio del lenguaje, el nombre tiene el sentido único
y la significación incomparable de constituir de por sí el ser más profundo del
lenguaje. El nombre es aquello por medio de lo cual ya nada se
comunica, mientras que en él, el lenguaje se comunica absolutamente a sí
mismo. En el nombre está la naturaleza espiritual que se comunica: el lenguaje.
Donde la entidad espiritual en su comunicación es el propio lenguaje en su
absoluta totalidad» solamente allí existe el nombre, allí sólo el nombre
existe. El nombre, como patrimonio del lenguaje humano, asegura entonces que el
lenguaje es la entidad espiritual por excelencia del hombre. Sólo por
ello la entidad espiritual de los hombres es la única íntegramente comunicable
de entre todas las formas espirituales de ser. Esto fundamenta asimismo, la
distinción entre el lenguaje humano y el de las cosas. Dado que la entidad
espiritual del hombre es el lenguaje mismo, no puede comunicarse a través de
éste sino sólo en él. El nombre es la esencia de esa intensiva
totalidad del lenguaje en tanto entidad espiritual del hombre. El hombre es el
nombrador. en eso reconocemos que desde él habla el lenguaje puro. Toda
naturaleza, en la medida en que se comunica, se comunica en el lenguaje y por
ende, en última instancia, en el hombre. Por ello es el señor de la naturaleza
y puede nombrar a las cosas. Sólo merced a la entidad lingüística de las cosas
accede desde sí mismo al conocimiento de ellas, en el nombre. La creación
divina se completa con la asignación de nombres a las cosas por parte del
hombre y de cuyos nombres sólo el lenguaje habla. El nombre puede ser
considerado el lenguaje del lenguaje, siempre y cuando el genitivo no indique
una relación de medio instrumental sino una de médium. En este sentido, el
hombre es el portavoz del lenguaje, el único, porque habla en el nombre. Muchas
lenguas comparten este reconocimiento metafísico del hombre como hablador o
vocero; en la Biblia, por ejemplo, aparece como «el que da nombres»: «tal como
el hombre nombrare a toda suerte de animales, así se llamarán».
El nombre no sólo es la proclamación última, es además la
llamada propia del lenguaje. Es así que en el nombre aparece la ley del ser del
lenguaje, según la cual resulta igual hablarse a si mismo como dirigirse con el
habla a todo lo demás. El lenguaje, y en él una entidad espiritual, sólo se
expresa puramente cuando habla en el nombre, es decir, en el nombramiento
universal. De esta manera, la totalidad intensiva del lenguaje como entidad
espiritual absolutamente comunicable, y la totalidad extensiva del lenguaje
como entidad comunicativa (nombradora), llegan a su culminación. El lenguaje en
su entidad comunicativa es imperfecto desde el punto de vista de su
universalidad, cuando la entidad espiritual que habla desde él no es
lingüística, es decir, comunicable, en la totalidad de su estructura. Sólo
el hombre posee el lenguaje perfecto en universalidad e intensidad.
En base a este entendimiento, una nueva pregunta de
superlativa importancia metafísica se hace posible sin riesgo de confusión,
pero que a estas alturas y en aras de una mayor claridad, puede ser planteada
en términos metodológicos. Se trata de si, desde la perspectiva del lenguaje,
la entidad espiritual debe o no ser considerada lingüística, y no sólo la del
ser humano para lo cual es necesario que así sea, sino también la de las cosas.
Si la entidad espiritual y la lingüística fuesen idénticas, entonces la cosa
sería médium de la comunicación según su entidad espiritual, y lo que en ella
se comunicaría, en conformidad con la relación establecida por el médium, sería
precisamente este médium, el lenguaje mismo. El lenguaje seria entonces la
entidad espiritual de las cosas. De antemano se establecería la comunicabilidad
de la entidad espiritual; más bien se ubicaría a ésta en la
comunicabilidad. La tesis resultante sería que la entidad lingüística de las
cosas es idéntica a su entidad espiritual, con tal que esta última sea
completamente comunicable. Pero dicho «con tal que», convierte al enunciado en
una tautología. El lenguaje carece de contenido: en tanto comunicación, el
lenguaje comunica una entidad espiritual, es decir, una comunicabilidad por
antonomasia. Las diferencias entre lenguajes son diferencias entre medios
distintos en densidad, y por lo tanto, distintos en graduación. Entiéndase lo antedicho
en el doble sentido de la densidad del comunicante (nombrador) y del comunicado
(nombre) en la comunicación. Ambas esferas, que sólo en el lenguaje de nombres
del hombre se distinguen claramente y aun así están unificadas, se corresponden
permanentemente.
Respecto a la metafísica del lenguaje, la identificación de
la entidad espiritual con la lingüística que sólo conoce diferencias de
graduación, trae aparejada un escalonamiento graduado de toda forma de ser
espiritual. Este escalonamiento, que tiene lugar en lo mismísima interioridad
de la entidad espiritual, no se deja ya concebir desde ninguna categoría
superior. Cosa que induce, como harto sabían ya los pensadores escolásticos, al
escalonamiento de todas las entidades espirituales y lingüísticas según grados
de existencia o de ser. Sin embargo, la equiparación de la entidad espiritual y
la lingüística tiene tanto alcance metafísico en el contexto de la teoría del
lenguaje, porque conduce al concepto que siempre vuelve a erigirse, como por
designio propio, en centro de la teoría del lenguaje, acordando su intima
relación con la filosofía de la religión. Y dicho concepto es el de revelación.
En toda forma lingüística reina el conflicto entre lo pronunciado y
pronunciable con lo no pronunciado e impronunciable. Al considerar esta
oposición adscribimos a lo impronunciable la entidad espiritual última. Pero
nos consta que, al equiparar la entidad espiritual con la lingüística, la
mencionada relación de inversa proporcionalidad entre ellas es puesta en discusión.
Es que aquí la tesis enuncia que cuanto más profundo, es decir, cuanto más
existente y real es el espíritu, tanto más pronunciable y pronunciado
resultará, como se deduce del sentido de la equiparación, la relación entre
espíritu y lenguaje, hasta ser unívoca. De este modo, lo más lingüísticamente
existente, la expresión más perdurable, la más cargada y definitivamente
lingüístico, en suma, lo más pronunciable constituye lo puramente espiritual.
Eso es precisamente lo que indica el concepto de revelación, cuando asume la
intangibilidad de la palabra, como condición única y suficiente de la
caracterización de la divinidad de la entidad espiritual manifiesta en aquélla.
El más elevado dominio espiritual de la religión, en el sentido de la revelación,
es por añadidura también el único que no sabe de impronunciabilidad ya que es
abordado por el nombre y se pronuncia como revelación. Pero aquí se anuncia que
sólo en el hombre y su lenguaje reside la más elevada entidad espiritual, como
la presente en la religión, mientras que todo arte, incluida la poesía, se
basa, no en el concepto fundamental y definitivo del espíritu lingüístico, sino
en el espíritu lingüístico de las cosas, aunque éste aparezca en su más
consumada belleza. «El lenguaje, madre de razón y revelación, su Alfa
y su Omega», dice Hamann.
El lenguaje mismo no llega a pronunciarse completamente en
las cosas. Y esta frase tiene un doble sentido según se trate del significado
transmitido o sensible: los lenguajes de las cosas son imperfectos y mudos
además. A las cosas les esta vedado el principio puro de la forma lingüística,
el sonido o voz fonética. Sólo pueden intercomunicarse a través de una
comunidad más o menos material. Dicha comunidad es tan inmediata e infinita
como toda otra comunicación lingüística y es mágica pues también existe la
magia de la materia. Lo incomparable del lenguaje humano radica en la
inmaterialidad y pureza espiritual de su comunidad con las cojas, y cuyo
símbolo es la voz fonética. La Biblia expresa este hecho simbólico cuando
afirma que Dios insufló el aliento en el hombre; este soplo significa vida,
espíritu y lenguaje.
Si a continuación consideramos la naturaleza del lenguaje en
base al primer capítulo de Génesis, no significa que estemos abocados a la
interpretación de la Biblia o que la tomemos por revelación objetiva de la
verdad como fundamento de nuestra reflexión. Se trata de recoger lo que el
texto bíblico de por sí revela respecto a la naturaleza del lenguaje. Por lo
pronto, la Biblia es en este sentido irremplazable, porque sus exposiciones se
ajustan en principio al lenguaje asumido como realidad inexplicable y mística,
sólo analizable en su posterior despliegue. Puesto que la Biblia se considera a
sí misma revelación, debe necesariamente desarrollar los hechos lingüísticos
fundamentales. La segunda versión de la historia de la Creación, que relata la
insuflación del aliento, también cuenta que el hombre fue hecho de barro. En
toda la historia de la Creación, ésta es la única ocasión en la cual se habla de
un material empleado por el Creador para hacer cristalizar su voluntad; en
todos los demás casos ésta es directamente creadora. En esta segunda versión de
la Creación la formación del hombre no se produce por medio de la palabra —Dios
habló y ocurrió—, sino que a este hombre no nacido de la palabra se le otorga
el don del lenguaje, y es así elevado por encima de la naturaleza.
Esta singular revolución del acto de creación referido a los
hombres, no es menos evidente en la primera versión de la historia de la
Creación. En un contexto totalmente diferente, pero con la misma precisión, se
asegura ahí la relación entre hombre y lenguaje surgida del acto de creación.
El ritmo plural del acta de creación del primer capítulo hace no obstante
entrever una especie de forma básica, de la que exclusivamente el acto de
creación del hombre se aparta significativamente. Aquí no se encuentran referencias
expresas al material de formación de hombre o naturaleza, a pesar de que las
palabras «él hizo» permiten pensar en una producción material, por lo que nos
abstendremos de juzgar. Pero la rítmica del proceso de creación de la
naturaleza según Génesis I, es: Se hizo —Él hizo (creó)— Él nombró. En algunas
entradas del acta (1,3; 1,14) sólo aparece «Se hizo». En el «Se hizo» y «Él
nombró» al comienzo y fin del acta, se hace patente la profunda y clara
referencia del acto de creación al lenguaje. Mediante la omnipotencia formadora
del lenguaje, se implanta, y al final se encama a la vez, lo hecho en el
lenguaje que lo nombra. El lenguaje es, por lo tanto, hacedor y culminador: es
palabra y nombre. En Dios el nombre es creador por ser palabra, y la Palabra de
Dios es conocedora porque es nombre. «Y vio que era bueno», lo entendió en el
nombre. Sólo en Dios se da la relación absoluta entre nombre y entendimiento;
sólo allí está el nombre, por ser íntimamente idéntico a la palabra hacedora,
médium puro del entendimiento. Significa que Dios hizo cognoscibles a las cosas
en sus nombres. Por su parte, el hombre las ha nombrado medidas del
conocimiento.
El triple compás de la creación de la naturaleza deja paso a
un orden totalmente distinto cuando se trata de la creación del hombre. Ahora
el lenguaje tiene otro acento, y aunque la trinidad del acto se conserva, esto
contribuirá aún más a marcar el distanciamiento entre ambas estructuras
paralelas. La referencia es al triple «Él creó» en el verso 1,27. Dios no croó
al hombre de la palabra ni lo nombró. No quiso hacerlo subalterno al lenguaje
sino que, por el contrario, le legó ese mismo lenguaje que le sirviera como
médium de la Creación a Él, libremente de sí mismo. Dios descansó cuando
hubo confiado al hombre su mismidad creativa. Esta actualidad creativa, una vez
resuelta la divina, se hizo conocimiento. El hombre es conocedor en el mismo
lenguaje en el que Dios es creador. Dios lo formó a su imagen*: hizo al
conocedor a la imagen del hacedor. De ahí que el lenguaje sea la entidad
espiritual del hombre. Su entidad espiritual es el lenguaje empleado en la
Creación. En la palabra se hizo la Creación y, por tanto, la palabra es la
entidad lingüística de Dios. Todo lenguaje humano es mero reflejo de la palabra
en el nombre. Y el nombre se acerca tan poco a la palabra como el conocimiento
a la Creación. La infinitud de todo lenguaje humano es incapaz de desbordar su
entidad limitada y analítica, en comparación con la absoluta libertad e
infinitud creadora de la palabra de Dios.
El nombre humano es la imagen más profunda de la palabra
divina y a la vez el punto en que el lenguaje humano accede al más íntimo
componente de infinitud divina de la mera palalna. El nombre humano es el punto
en que la palabra y el conocimiento chocan con la imposibilidad de ser
infinitos. La teoría del nombre propio es igualmente la teoría de la frontera
entre el lenguaje finito e infinito. De todos los seres, el humano es el único
que nombra a sus semejantes al ser el único que no fuera nombrado por Dios.
Puede que parezca extraño, pero no resulta imposible citar en este contexto la
segunda parte del verso 2,20: que el hombre nombró a todos los seres, «pero no
se le encontró una compañera, que estuviese con él». Y en efecto, apenas
hallada su pareja, Adán la nombra: «hembra» en el segundo capitulo y «Heva» (o
«Hava») en el tercero. Con la atribución del nombre consagran los padres al
niño a Dios. Desde un punto de vista metafísico y no etimológico, el nombre
dado carece de toda referencia cognitiva, como lo demuestra el hecho de que
también nombra al niño recién nacido. Rigurosamente hablando, el sentido
etimológico del nombre no tiene por qué corresponderse con el apelado, ya que
el nombre propio es palabra de Dios en voz humana. Con el nombre propio se le
anuncia a cada hombre su creación divina y en este sentido él mismo es creador,
tal como la sabiduría mitológica lo afirma frecuentemente al igualar el nombre
del hombre con su destino. El nombre propio es la comunidad del hombre con la
palabracreativa de Dios. (Aunque no es la única; el hombre conoce otra
comunidad lingüística con Dios). Por medio de la palabra el hombre está ligado
al lenguaje de las cosas. Consecuentemente, se hace ya imposible alegar, de
acuerdo con el enfoque burgués del lenguaje, que la palabra está sólo
coincidentalmente relacionada con la cosa: que es signo, de alguna manera
convenido, de las cosas o de su conocimiento. El lenguaje no ofrece jamás meros signos.
Mas no menos errónea es la refutación de la tesis burguesa por parte de la
teoría mística del lenguaje. Según esta última, la palabra es la entidad misma
de la cosa. Ello es incorrecto porque la cosa no contiene en sí a la palabra:
de la palabra de Dios fue creada y es conocida por su nombre de acuerdo con la
palabra humana. Pero dicho conocimiento de la cosa no es una creación
espontánea. No ocurre del lenguaje absolutamente libre e infinito sino que
resulta del nombre que el hombre da a la cosa, así como ésta se le comunica. La
palabra de Dios no conserva su creatividad en el nombre. Se hizo en parte
receptora, aunque receptora de lenguaje. Tal recepción está dirigida hacia el
lenguaje de las cosas, desde las cuales no obstante trasluce la muda magia de
la naturaleza de la palabra de Dios.
El lenguaje cuenta con su propia palabra, tanto para la
recepción como para la espontaneidad, únicamente ligadas en el ámbito
excepcional del lenguaje, y esa palabra sirve también para captar lo innombrado
en el nombre. Se trata de la traducción del lenguaje de las cosas al de los
hombres. Es preciso fundamentar el concepto de traducción en el estrato más
profundo de la teoría del lenguaje, porque es de demasiado e imponente alcance
como para ser tratado a posteriori, tal como se lo concibe habitualmente.
Alcanza su plena significación con la comprensión de que cada lenguaje
superior, con la excepción de la palabra de Dios, puede ser concebido como
traducción de los demás. La traductibilidad de los lenguajes está asegurada por
el enfoque antes mencionado según el cual los lenguajes están relacionados por
ser medios de diferenciada densidad. La traducción es la transferencia de un
lenguaje a otro a través de una continuidad de transformaciones. La traducción
entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas
o ámbitos de semejanza.
La traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres no
sólo es la traducción de lo mudo a lo vocal; es la traducción de lo innombrable
al nombre. Por lo tanto, se trata de la traducción de un lenguaje imperfecto a
uno más perfecto en que se agrega algo: el conocimiento. Sin embargo, la
objetividad de esta traducción tiene su garantía en Dios. Es que Dios hizo las
cosas, y la palabra hacedora en ellas es el embrión del nombre conocedor, al
haber nombrado Dios a cada cosa, una vez hecha. No obstante, este nombramiento
es manifiestamente sólo la expresión identificadora de la palabra hacedora y
del nombre conocedor en Dios, no la solución predestinada de esta tarea de
nombrar las cosas que Dios deja expresamente al hombre. El hombre resuelve este
cometido cuando recoge el lenguaje mudo e innombrado de las cosas y lo traduce
al nombre vocal. Mas la tarea resultaría imposible de no estar, tanto el
lenguaje de nombres del hombre y el innombrado de las cosas, emparentados en Dios,
surgidos ambos de la misma palabra hacedora; en las cosas, comunicando a la
materia en una comunidad mágica y en el hombre, constituyendo el lenguaje del
conocimiento y del nombre en el espíritu bienaventurado. Hamann dice: «Todo
aquello que el hombre en el comienzo oyera o viera con sus ojos ... o palpara
con sus manos fue ... palabra viva; porque Dios era la palabra. Con esta
palabra en la boca y en el corazón, el surgimiento del lenguaje fue tan
natural, tan cercano y ligero como un juego de niños...» En el poema «El primer
despertar de Adán y primera noche bienaventurada» del pintor Müller, Dios llama
a los hombres a la tarea de poner nombres con las siguientes palabras: «¡Hombre
de la tierra, aproxímate, perfecciónate con la mirada, perfecciónate merced a
la palabra!» Esta asociación de observación y nombramiento implica la
comunicación interior de la mudez de las cosas y animales en el lenguaje de los
hombres tal como la recoge el nombre. En el mismo pasaje de la poesía, el
conocimiento habla desde el poeta: sólo la palabra con la que fueron hechas las
cosas, permite al hombre el nombramiento de ellas, por comunicarse los variados
aunque mudos lenguajes de los animales, en la imagen: Dios les concede un signo
a los animales según orden, con el que acceden al nombramiento realizado por el
hombre. Así, de forma casi sublime, la comunidad lingüística de la creación
muda con Dios esta dada en la imagen del signo.
La pluralidad de lenguajes humanos se explica por la
inconmensurable inferioridad de la palabra nombradora en comparación con la
palabra de Dios, a pesar de estar aquélla, a su vez, infinitamente por encima
de la palabra muda del ser de las cosas. El lenguaje de las cosas sólo puede
insertarse en el lenguaje del conocimiento y del nombre gracias a la
traducción. Habrá tantas traducciones como lenguajes, por haber caído el hombre
del estado paradisíaco en el que sólo se conocía un único lenguaje. (Según la
Biblia, esta consecuencia de la expulsión del paraíso se hace sentir más
tarde.) El lenguaje paradisíaco de los hombres debió haber sido perfectamente
conocedor; si, posteriormente, todo conocimiento de la pluralidad del lenguaje
se diferencia de nuevo infinitamente, entonces, y en un plano inferior, tuvo
que diferenciarse con más razón, en tanto creación en el nombre. La figura del
Árbol del Conocimiento tampoco disimula el carácter perfectamente conocedor del
lenguaje del paraíso. Sus manzanas ofrecían el conocimiento de lo bueno y de lo
malo. Pero Dios, al séptimo día, ya había conocido en las palabras de la
creación. Y vio que era muy bueno. El conocimiento con que la serpiente tienta,
el saber qué es bueno y qué malo, carece de nombre. Es nulo en el sentido más
profundo de la palabra, y por ende, ese saber es lo único malo que conoce el
estado paradisiaco. El saber de lo bueno y lo malo abandona al nombre; es un
conocimiento desde afuera, una imitación no creativa de la palabra hacedora.
Con este conocimiento el nombre sale de sí mismo: el pecado original es la hora
de nacimiento de la palabra humana, en cuyo seno el nombre ya no habita
indemne. Del lenguaje de nombres, el conocedor, podemos decir que su propia
magia inmanente salió de él para ser, expresa y literalmente, mágica desde
afuera. Se espera que la palabra comuniquealgo (fuera de si misma). Éste
es el verdadero pecado original del espíritu lingüístico. La palabra como
comunicante exterior, esto es simultáneamente una parodia de lo expresamente
inmediato, la divina palabra creadora, bajo guisa de lo expresamente mediato y
además la decadencia del espíritu lingüístico bienaventurado, el adánico, que
se yergue entre ambos. De hecho, se mantiene entre la palabra que, como promete
la serpiente, conoce lo bueno y lo malo, y la palabra exteriormente comunicante
que, básicamente, es la identidad. El conocimiento de las cosas radica en el
nombre. Por su parte, el conocimiento de lo bueno y lo malo es una
charlatanería, en el sentido profundo en que lo usa Kierkegaard; sólo conoce
purificación y elevación y ante las cuales se hizo también comparecer al
charlatán, al pecador, es decir, comparecer ante el tribunal. Para la palabra
sentenciadora el conocimiento de lo bueno y lo malo es inmediato. Posee una
magia distinta de la del nombre pero es muy magia. Es esta palabra
sentenciadora la que expulsa a los primeros hombres del paraíso, habiéndolo
provocado ellos mismos. de acuerdo con una ley eterna según la cual la
conjuración de ella misma es la única y más profunda culpa que prevé y castiga.
Con el pecado original, y dada la mancillación de la pureza eterna del nombre,
se elevó la mayor rigurosidad de la palabra sentenciadora: el juicio. El pecado
original tiene una triple significación respecto al entramado esencial del
lenguaje, al margen de su significación habitual. Dado que el ser humano se
extrae de la pureza del lenguaje del nombre, lo transforma en un medio; de
hecho en un conocimiento que no le es adecuado, y que, por consiguiente,
convierte parcialmente al lenguaje en mero signo. Más tarde, esto se
plasma en la mayoría de las lenguas. La segunda significación indica que del
pecado original surge, como restitución por la inmediatez mancillada del
nombre, una nueva magia del juicio que ya no reside, bienaventurada, en sí
misma. Como tercera significación puede aventurarse la suposición de que asimismo
el origen de la abstracción no sea más que una facultad del espíritu del
lenguaje, resultante del pecado original. Lo bueno y lo malo permanecen
innombrables, sin nombre fuera del lenguaje del nombre, por el abandono de éste
por parte del hombre, abandono implícito en la interrogación misma que los
origina. Desde la perspectiva del lenguaje establecido, el nombre sólo ofrece
el fundamento en el que echan raíces sus elementos concretos. Quizá esté
permitido sugerir que los elementos lingüísticos abstractos echan a su vez
raíz, en palabras sentenciadoras, en el juicio. La inmediatez (la raíz
lingüística) de la comunicabilidad de la abstracción está dada en el juicio
sentenciador. Dicha inmediatez de la comunicación de la abstracción se erige en
sentenciadora, ya que el hombre, con el pecado original, abandona la inmediatez
de la comunicación de lo concreto, a saber, el nombre, para caer en el abismo
de la mediatez de toda comunicación, la palabra como medio, la palabra vana, el
abismo de la charlatanería. Repítase que charlatanería fue preguntarse sobre lo
bueno y lo malo en el mundo surgido de la Creación. El árbol del conocimiento
no estaba en el jardín de Dios para aclarar sobre lo bueno y lo malo, ya que
eso podía habérnoslo ofrecido Dios, sino como indicación de la sentencia
aplicable al interrogador. Esta ironía colosal señala el origen mítico del
derecho.
Después del pecado original que, por la mediatización del
lenguaje fue la base de su pluralidad, se estalla a un solo paso de la
confusión lingüística. Una vez mancillada la pureza del nombre por parte del
hombre; sólo faltaba que se consumara la retirada de la mirada sobre las cosas,
en cuyo seno ingresan sus lenguajes en el del hombre, para robarle a este
último la base común de su ya sacudido lenguaje espiritual. Los signos no
tienen más remedio que confundirse cuando las cosas se embrollan. Para someter
al lenguaje librado a la charlatanería, la consecuencia prácticamente
ineludible es el sometimiento de las cosas a la bufonería. El proyecto de construcción
de la Torre de Babel y la consiguiente confusión de lenguas, derivó del
abandono de las cosas, implícito en el mencionado sometimiento.
La vida de los hombres en el espíritu puro del lenguaje era
bienaventurada. Pero la naturaleza es muda. En el segundo capítulo del Génesis
estaba claro que la mudez nombrada por los hombres se trocó ya en una
buenaventura de grado inferior. Müller, el pintor, hace decir a Adán, acerca de
los animales que lo abandonan luego de nombrarlos: «Y en toda nobleza, vi cómo
se apartaban precipitadamente de mi lado, por haberles dado un nombre el
hombre.» Después del pecado original, empero, la concepción de la naturaleza se
transforma profundamente con la palabra de Dios que maldice al campo. Comienza
así esa otra mudez que entendemos como la tristeza profunda de la naturaleza.
Es una verdad metafísica que, con la adjudicación del lenguaje, comenzaron los
lamentos de toda naturaleza. (La expresión «adjudicación de lenguaje» es aquí
más fuerte que «hacer que pueda hablar».) Esta frase tiene un doble sentido.
Significa primero que ella misma se lamentaría por el lenguaje. La carencia del
habla: ésta es la gran pena de la naturaleza (y por querer redimirla está la
vida y el lenguaje de los hombres en la naturaleza, y no sólo el del
poeta, como suele asumirse). En segundo lugar, la frase dice: se lamentaría.
Pero el lamento es la expresión más indiferenciada e impotente del lenguaje:
casi no contiene más que un hálito sensible. Allí donde susurren las plantas
sonará un lamento. La naturaleza se entristece por su mudez. No obstante, la
inversión de la frase nos conduce a mayores profundidades de la entidad de la
naturaleza: la tristeza de la naturaleza la hace enmudecer. En todo duelo o
tristeza, la máxima inclinación es a enmudecer, y esto es mucho más que una
mera incapacidad o falta de motivación para comunicar. Es que lo afligido se
siente tan íntimamente conocido por lo no conocible. El ser nombrado conserva
quizá la huella de la aflicción, aun cuando el nombrador es un bienaventurado,
a Dios semejante. Tanto más cierto cuando se es nombrado, no por un lenguaje
paradisíaco y bienaventurado del nombre, sino por los centenares de lenguajes
humanos, en los cuales el nombre se ha marchitado y que, aun así, conoce las
cosas según la palabra de Dios. De no ser en Dios, las cosas carecen de nombre
propio. Con su palabra creadora Dios las llamó por su nombre propio. Pero en el
lenguaje humano están innombradas. En la relación de los lenguajes humanos con
las cosas se interpone algo: esa super-denominación que se aproxima al «apodo»:
apodo como fundamento lingüístico más profundo, desde el punto de vista de la
cosa, de toda aflicción y enmudecimiento. Y el apodo como entidad lingüística
del afligido sugiere aún otra relación notable del lenguaje: la
super-determinación que rige trágicamente la relación entre los lenguajes del
ser hablante.
Existe un lenguaje de la plástica, de la pintura, de la
poesía. Así como el lenguaje de la poesía se funde, aunque no sólo ella, en el
lenguaje de nombres del hombre, es también muy concebible que el lenguaje de la
plástica o de la pintura se funde con ciertas formas del lenguaje de las cosas;
que en ellas se traduzca un lenguaje de las cosas en una esfera infinitamente
más elevada, o bien quizá la misma esfera. Aquí se trata de lenguajes sin
nombre y sin acústica: lenguajes del material, por lo que lo referido es la
comunicación de la comunidad material de las cosas.
La comunicación de las cosas es además de una comunidad tal
que concibe al mundo como totalidad individida.
Para acceder al conocimiento de las formas artísticas, basta
intentar concebirlas como lenguajes y buscar su relación con los lenguajes de
la naturaleza. Un ejemplo que nos es cercano por pertenecer a la esfera de lo
acústico, es el parentesco entre el canto y el lenguaje de los pájaros. Por
otra parte, no es menos cierto que el lenguaje del arte es sólo comprensible,
en sus alusiones más profundas, por la enseñanza de los signos. Sin ella, toda
filosofía del lenguaje es fragmentaría porque la relación entre lenguaje y
signo es primaria y fundamental, la del lenguaje humano y la escritura siendo
sólo un caso muy particular.
Ésta es la ocasión de señalar otro contraste que impera en
la totalidad del ámbito del lenguaje, y que mantiene estrechas aunque complejas
conexiones con lo dicho anteriormente sobre lenguaje y signo en el sentido más
estricto. Lenguaje no sólo significa comunicación de lo comunicable, sino que
constituye a la vez el símbolo de lo incomunicable. El aspecto simbólico del
lenguaje tiene que ver con su relación con el signo aunque se extiende también,
de cierta manera, sobre nombre y juicio. Muy probablemente, éstos tienen
asimismo una función simbólica íntimamente ligada a ellos y que aquí no fue
señalada, por lo menos expresamente.
Así pues, tras estas observaciones nos queda un concepto
depurado, aunque todavía incompleto, del lenguaje. El lenguaje de una entidad
es el médium en que se comunica su entidad espiritual. La corriente continua de
tal comunicación huye por toda la naturaleza, desde la más baja forma de
existencia hasta el ser humano. y del ser humano hasta Dios. Por el nombre que
adjudica a la naturaleza y a sus semejantes (en el nombre propio), el ser
humano comunica a Dios a sí mismo. A la naturaleza la nombra de acuerdo a la
comunicación que de ella capta: es que toda la naturaleza está atravesada por
un lenguaje mudo, también residuo de la palabra creadora divina conservada en
vilo, asi como en el hombre es nombre conocedor, y sobre el hombre es juicio.
El lenguaje de la naturaleza puede compararse a una solución
secreta que cada puesto transmite en su propio lenguaje al puesto próximo; el
contenido de la solución siendo el propio lenguaje del puesto. Cada lenguaje
relativamente más elevado es una traducción del inferior, hasta que la palabra
de Dios se despliega en la última claridad, la unidad de este movimiento
lingüístico.
Notas
Über Sprache überhaupt
und über die Sprache des Menschen, el manuscrito original es de 1916. Este
ensayo se publicó póstumamente. La traducción es de Eduardo Subirats y
publicada en Iluminaciones IV de editorial Taurus.
1 ¿No será acaso, la tentación de fijar la hipótesis
desde un comienzo, la responsable del abismo que se cierne sobre todo
filosofar?
* “Zelem”, sombra, silueta. Descripción espiritual y no
visual. Frente a “Dmut”, imagen representativa. De ahí que la imagen humana
está prohibida en el Judaísmo, no por ser sagrada sino por ser falsa, reductora
de la semejanza espiritual. [N. del T.]