
La idea de Europa, en la mente de los occidentales de hoy en
día, es un concepto intelectual -humanismo liberal con una base geográfica- que
surgió a través de siglos de progreso material e intelectual, además de como
reacción a los devastadores conflictos militares en anteriores épocas
históricas. El último conflicto de este tipo fue la Segunda Guerra Mundial, que
dio lugar a una decisión de fusionar elementos de la soberanía entre Estados
democráticos con el fin de poner en marcha una tendencia pacificadora.
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Por desgracia, esta gran narrativa está siendo asaltada
ahora por las fuerzas subyacentes de la historia y la geografía. Las divisiones
económicas que vemos hoy en la Unión Europea, que se manifiestan en la crisis
de la deuda del continente y las presiones sobre el euro, tienen sus raíces, al
menos parcialmente, en unas contradicciones que se extienden muy atrás en el
pasado europeo y en su lucha existencial para lidiar con la realidad de su
inmutable estructura geográfica. Este es el legado -un tanto determinista y
rara vez reconocido- que Europa todavía tiene que superar y que, por tanto,
requiere una descripción detallada.
En los años inmediatamente anteriores y posteriores a la
caída del Muro de Berlín, los intelectuales celebraron el ideal de la Europa
Central -Mitteleuropa- como un faro de relativa tolerancia multiétnica y de
liberalismo dentro del imperio de los Habsburgo al que los contiguos Balcanes
podían y debían aspirar. Pero mientras el corazón espiritual del Continente se
encuentra en Mitteleuropa, el corazón político está ahora ligeramente hacia el
noroeste, en lo que podríamos llamar la Europa de Carlomagno. La Europa de
Carlomagno se inicia con los países del Benelux
y serpentea luego hacia el sur a lo largo de la frontera franco-alemana
hasta las estribaciones de los Alpes. A saber, tenemos la Comisión Europea y la
administración pública en Bruselas, el Tribunal está en La Haya, la ciudad del
Tratado es Maastricht, el Parlamento Europeo reside en Estrasburgo, y así
sucesivamente. Todos estos lugares conforman transversalmente una línea que va
hacia el sur desde el Mar del Norte, “que formó la pieza central y la vía
principal de comunicación de la monarquía carolingia”, observa el último
estudioso de de la Europa moderna Tony Judt . El hecho de que este superestado
europeo en ciernes de nuestra era se concentre en el núcleo medieval de Europa,
con la capital de Carlomagno, Aquisgrán (Aix-la-Chapelle), aún en su mismo
centro, no es casual. En ninguna parte del continente, la interconexión europea
entre el mar y la tierra es tan rica y
profunda como a lo largo de la columna vertebral de la civilización del Viejo
Mundo. En los Países Bajos está la apertura al gran océano, incluso aunque la
entrada al Canal de la Mancha y una cadena de islas en Holanda formen una
barrera protectora, dando a estos pequeños Estados ventajas desproporcionadas a
su tamaño. Justo en la parte trasera de la costa del Mar del Norte hay una gran
cantidad de ríos y cursos de agua protegidos, toda una promesa al comercio, al
movimiento y al desarrollo político subsiguiente. El suelo de loess del
noroeste de Europa es oscuro y productivo, y los bosques proporcionan una
defensa natural. Por último, el clima frío entre el Mar del Norte y los Alpes,
mucho más que el clima más cálido al sur de los Alpes, ha sido un reto lo
bastante grande para estimular la determinación humana desde la Edad de Bronce
tardía hacia adelante, con los francos, alamanes, sajones y frisios
estableciéndose en la antigüedad tardía en la Galia, el antepaís alpino y las
tierras bajas costeras. A su vez, este sería el campo de pruebas de Francia y
el Sacro Imperio Romano en el siglo IX, así como de Borgoña, Lorena, Brabante y
Frisia, además de ciudades-Estado como Tréveris y Lieja, todo lo cual
desplazó colectivamente a Roma y fomentó las políticas que hoy impulsan
la maquinaria de la Unión Europea.
Por supuesto, antes de todo lo anterior estaba Roma -y antes
de Roma, Grecia. Ambas, según las bien escogidas palabras del estudioso de la
Universidad de Chicago William H. McNeill, constituyen la antesala de lo
“antiguamente civilizado”, que comenzaba en Egipto y Mesopotamia y se extendía
desde allí, a través de la Creta minoica y de Anatolia, a la orilla norte del
Mediterráneo. La civilización, como bien sabemos, se radicó en valles fluviales
cálidos y protegidos como el Nilo y el Tigris-Eufrates, y luego continuó su
migración hacia los climas relativamente suaves del Levante, Norte de África y
las penínsulas griega e italiana, donde la vida era hospitalaria incluso con
sólo una tecnología rudimentaria.
Pero a pesar de que la civilización europea tuvo su
florecimiento inicial a lo largo del Mediterráneo, se siguió desarrollando, en
épocas de más avanzadas tecnología y movilidad, más al norte, en climas más
fríos. Roma se expandió hacia allí en las décadas anteriores al comienzo de la
era cristiana, ofreciendo por primera vez orden político y seguridad interna
desde los Cárpatos, al sureste, hasta el Atlántico, en el noroeste -esto es, en
gran parte de Europa Central y de la región en torno al Mar del Norte y el
Canal de la Mancha. Grandes y complejos asentamientos, llamados oppida por
Julio César, surgieron a lo largo de este extenso, boscoso y bien regado suelo negro del corazón
de Europa, que sentó las bases para el surgimiento rudimentario de las ciudades
medieval y moderna.
Al igual que la expansión romana dio una cierta estabilidad
a las llamadas tribus bárbaras del norte de Europa, la ruptura de Roma daría
lugar a través de los siglos a la formación de los pueblos y las
naciones-Estado de lo que se convertiría en el Imperio de Carlomagno y la
Mitteleuropa. Sin duda, el mundo de la Edad Media reemplazó al mundo de la
antigüedad con la geografía de un Mediterráneo “reducido”, una vez que el norte
de Europa se liberó de Roma. (La unidad mediterránea, por supuesto, quedó aún
más destrozada por el empuje árabe a través del norte de África). En el siglo
XI, el mapa de Europa ya tenía un aspecto moderno, con Francia y Polonia más o
menos con sus formas actuales, el Sacro Imperio Romano con la apariencia de una
Alemania unida y Bohemia -con Praga en el centro- que presagiaba la República
Checa. Así fue como la historia avanzó hacia el norte. Y esto es absolutamente
esencial para nuestra económicamente atribulada época.
Las sociedades del Mediterráneo, a pesar de sus innovaciones
políticas -la democracia ateniense y la república romana-, estaban por lo
general definidas por su “tradicionalismo y rigidez”, en palabras del
historiador y geógrafo francés Fernand Braudel. La mala calidad de los suelos
mediterráneos favoreció las grandes explotaciones, que estaban, forzosamente,
bajo el control de los ricos. Y eso, a su vez, contribuyó a un orden social
inflexible. Mientras tanto, en los claros de los bosques del norte de Europa,
con sus suelos más ricos, creció una civilización más libre, anclada por las
relaciones de poder informales de un feudalismo que sería capaz de sacar mejor
provecho de la invención de los tipos móviles y de otras tecnologías futuras.
Por determinista que
pueda parecer la explicación de Braudel, funciona para explicar las corrientes
generales del pasado europeo. Obviamente, la intervención humana en la persona
de hombres como Jan Hus, Martín Lutero y Juan Calvino fue fundamental en la
Reforma protestante y en la Ilustración, que permitirían la emergencia dinámica
del norte de Europa como una de las cabezas de puente de la historia en la era
moderna. Sin embargo, todo esto no habría sido posible sin el inmenso río y el
acceso al mar y la tierra de loess, rica en depósitos de carbón y mineral de
hierro, que sirvió de base para tal dinamismo individual y la
industrialización. Imperios grandes, eclécticos y brillantes florecieron sin duda a lo largo del
Mediterráneo en la Edad Media -en particular el del normando Rogelio II en la
Sicilia del siglo XII y, no lo olvidemos, el Renacimiento floreció por primera
vez en Florencia a finales de la época medieval, con el arte de Miguel Ángel y
el realismo secular de Maquiavelo. Pero fue la atracción del más frío Atlántico
lo que abrió las rutas marítimas mundiales que finalmente se impusieron sobre
el cerrado Mediterráneo. Aunque Portugal y España fueron los primeros
beneficiarios de este comercio Atlántico -debido a su posición peninsular-, sus
sociedades preilustradas, traumatizadas por la proximidad a (y por la ocupación
de) los musulmanes del Norte de África, perdieron finalmente terreno en la
competición oceánica ante los holandeses, franceses e ingleses. Así como el Santo Imperio Romano de
Carlomagno sucedió a Roma, en los tiempos modernos el norte de Europa sucedió
al sur de Europa, con el núcleo carolingio, abundante en riquezas
minerales, imponiéndose en la forma de
la Unión Europea. Todo esto se debe, en cierta medida, a la geografía.
El Mediterráneo medieval estaba dividido a su vez entre los
francos al oeste y los bizantinos al este. Porque no son solo las divisiones
entre el norte y el sur las que tanto definen y causan estragos en la Europa de
hoy, sino también las que existen entre este y el oeste y, como veremos más
adelante, entre el noroeste y el centro. Consideremos la posibilidad de la ruta
migratoria del valle del Danubio, que continúa hacia el este más allá de la
Gran Llanura húngara, los Balcanes y el Mar Negro, siguiendo a través del Ponto
y las estepas de Kazajstán hasta Mongolia y China. Este hecho geográfico, junto
con el acceso llano y sin obstáculos a Rusia, más al norte, constituye la base
de las oleadas de invasiones de los pueblos principalmente eslavos y turcos
desde el Este, lo que, como sabemos, ha conformado en gran medida el destino
político de Europa. Así como hay una Europa carolingia y una Europa
mediterránea, hay también, a menudo como resultado de estas invasiones
procedentes de Oriente, una Europa bizantino- otomana, una Europa prusiana y
una Europa de los Habsburgo, todas las cuales son geográficamente distintas y
resuenan hoy a través de patrones de desarrollo económico un tanto
diferentes, amén de que muchos otros
factores puedan estar involucrados. Y estos variados patrones no se puede
borrar simplemente mediante la creación de una moneda única.
De hecho, en el siglo IV dC, el Imperio Romano se dividió en
dos mitades, occidental y oriental. Roma
fue la capital del Imperio de Occidente, mientras que Constantinopla se convirtió
en la capital de la parte oriental. El imperio occidental de Roma dio paso al reino de Carlomagno más al norte
y al Vaticano -Europa occidental, en otras palabras. El imperio oriental de
Bizancio estuvo poblado principalmente por cristianos ortodoxos de habla
griega y, más tarde, por musulmanes
cuando los turcos otomanos, que migraban desde el este, tomaron Constantinopla
en 1453. La frontera entre estos imperios oriental y occidental corría por el
centro de lo que después de la Primera Guerra Mundial se convirtió en el estado
multiétnico de Yugoslavia. Cuando ese Estado se rompió violentamente en 1991,
al menos al principio la separación retomó las divisiones romanas de dieciséis
siglos antes. Los eslovenos y croatas eran católicos romanos, herederos de una
tradición que se remontaba desde el Imperio Austrohúngaro a Roma en la parte occidental. Los serbios
eran ortodoxos orientales y herederos del legado otomano-bizantino de Roma en
el Este. Los montes Cárpatos, que están al noreste de la antigua Yugoslavia y
dividen a Rumania en dos partes, reforzaban parcialmente esta frontera entre
Roma y Bizancio y, más tarde, entre los emperadores Habsburgo en Viena y los
sultanes turcos en Constantinopla. Existían pasos y rutas comerciales a través
de estas formidables montañas, que llevaban el depósito cultural de
Mitteleuropa hasta los Balcanes bizantinos y otomanos. Pero incluso aunque los
Cárpatos no fueran un límite duro y firme, como los Alpes, marcaban una
gradación, un cambio en el equilibrio de una Europa a otra. El sureste de
Europa sería pobre, no sólo en comparación con el noroeste de Europa, sino
también en comparación con el noreste de Europa, con su tradición prusiana. Es
decir, los Balcanes no eran sólo pobres y subdesarrollados políticamente en comparación
con los países del Benelux, sino también en comparación con Polonia y Hungría.
La caída del muro de Berlín dio un claro relieve a todas
estas divisiones. El Pacto de Varsovia había constituido un imperio oriental de
pleno derecho, gobernado desde Moscú, con la ocupación militar y la imagen fija de una pobreza provocada por la introducción de economías
dirigidas. Durante los cuarenta y cuatro años de dominio del Kremlin, gran
parte de Prusia, de los Habsburgo y de la Europa bizantino-otomana estuvieron
encerradas en una prisión soviética de naciones conocidas colectivamente como
Europa del Este. Mientras tanto, en Europa occidental, la Unión Europea estaba
tomando forma, primero como Comunidad Europea del Carbón y del Acero, después
como Mercado Común y, finalmente, como la UE, construida desde su base
carolingia de Francia, Alemania y los países del Benelux para abarcar a Italia,
Gran Bretaña y, más tarde, Grecia y los países ibéricos. Dada su ventaja
económica durante los años de la Guerra Fría, la Europa carolingia
perteneciente a la OTAN se hizo más fuerte, momentáneamente, que la Europa
prusiana del noreste y la Mitteleuropa del Danubio, que históricamente fueron
igualmente prósperas, pero que durante mucho tiempo se hallaron dentro del Pacto
de Varsovia.
El avance soviético en Europa Central en las últimas fases
de la Segunda Guerra Mundial generó este giro completo de los acontecimientos,
corroborando la tesis del politólogo Halford Mackinder de que las invasiones
asiáticas habían dado forma al destino europeo. Por supuesto, no debemos llevar
este determinismodemasiado lejos, ya que sin las acciones de un hombre, Adolf
Hitler, la Segunda Guerra Mundial bien pudo no haber ocurrido, con lo que no
habría habido invasión soviética.
Pero Hitler existió, por lo que nos quedamos con la
situación tal como existe hoy en día: la Europa de Carlomagno. Sin embargo,
debido a la reaparición de una Alemania unida, el equilibrio de poder en Europa
puede cambiar ligeramente hacia el este, hasta la confluencia de Prusia y
Mitteleuropa, con el poder económico alemán vigorizando Polonia, los países
bálticos y el Danubio superior. El litoral del Mediterráneo y los Balcanes
bizantino-otomanos en general van a la zaga. Los mundos del Mediterráneo y los
Balcanes se conectan en la península montañosa de Grecia, que a pesar de ser
rescatada del comunismo a finales de 1940 sigue siendo uno de los más miembros
económica y socialmente más problemáticos de la Unión Europea. Grecia, en el
borde noroeste de la zona oriental oikoumene (mundo habitado), fue la gran
beneficiaria de la geografía en la antigüedad -el lugar donde los desalmados
sistemas de Egipto y Persia-Mesopotamia podían ser ablandados y humanizados,
conduciendo a la invención de Occidente. Sin embargo, en la Europa actual,
dominada por su Estados del norte, Grecia se encuentra en el lado equivocado,
en el confín orientalizado, mucho más estable y próspera que lugares como
Bulgaria y Kosovo, pero sólo porque se salvó de los estragos del comunismo.
Alrededor de las tres cuartas partes de
las empresas griegas son de propiedad familiar y se basan en el trabajo
familiar, por lo que las leyes sobre el salario mínimo no siempre se aplican, y
a menudo los que no tienen vínculos familiares no puede ser promovidos. Este fenómeno
se manifiesta en lo que para muchos es una mera crisis financiera, pero en
realidad está profundamente enraizado en las realidades culturales, lo que
significa que lo está en la historia y la geografía.
La geografía es aquí una fuerza impulsora. Cuando el Pacto
de Varsovia se disolvió, los antiguos países cautivos avanzaron económica y
políticamente casi según su posición en el mapa: Polonia, los países bálticos,
Hungría y la zona de Bohemia de Checoslovaquia obtuvieron inicialmente los
mejores resultados, de nuevo con variaciones significativas, mientras que desde
los países de los Balcanes hacia el sur se sufrió en general unas mayores
miseria y descontento. A pesar de todos los avatares del siglo XX , incluyendo
la pulverización del nazismo y el comunismo, los legados de los dominios de
Prusia, de los Habsburgo, bizantino y otomano
siguen siendo relevantes. Estos imperios eran criaturas, ante todo, de
la geografía, influidos como estaban por los patrones migratorios procedentes
del Este asiático.
Por tanto, he aquí una vez más el mapa de Europa del siglo
XI, con el Sacro Imperio Romano que se asemeja a una Alemania unida en su
centro. A su alrededor hay estados regionales: Borgoña, Bohemia, Pomerania y Estonia,
con Aragón, Castilla, Navarra y Portugal hacia el suroeste. Pensemos ahora en
los casos de éxito regionales en el siglo XXI, sobre todo en la Europa
carolingia: Baden-Würtemberg, Ródano-Alpes, Lombardía y Cataluña. Estas
poblaciones, como nos recuerda Judt, son en su mayor parte norteñas que miran hacia el supuestamente
“atrasado, perezoso, mediterráneo y subvencionado ‘sur’”, incluso ven con
cierto horror a las naciones de los Balcanes como Rumania y Bulgaria uniéndose
a la UE. Europea es el centro frente a la periferia, con los perdedores por lo
general en la periferia, aunque no exclusivamente, en las regiones más cercanas
geográficamente a Oriente Medio y África del Norte. Pero precisamente porque el
superestado europeo con sede en Bruselas ha funcionado tan bien para las
subregiones del norte como BadenWürttemberg y Cataluña, estas subregiones se
han liberado de sus propios gobiernos
nacionales, de sus fórmulas de talla única a la que están encadenadas, y de
ese modo han florecido mediante la ocupación de nichos económicos, políticos y
culturales históricamente anclados.
Más allá de su desafección con los perdedores de Europa en
la periferia, entre próspero del norte de Europa hay una inquietud sobre la
disolución de la sociedad misma. Las poblaciones nacionales y las fuerzas
laborales están demográficamente estancadas en Europa y, por consiguiente,
envejecen. Europa perderá el 24 por ciento de su mejor población en edad de
trabajar en 2050, y su población mayor de sesenta años aumentará en un 47 por
ciento en ese periodo de tiempo. Esto probablemente conducirá a un aumento de
la inmigración de jóvenes del Tercer Mundo para apoyar a estos envejecidos
Estados de bienestar europeos. Mientras los informes sobre la dominación
musulmana de Europa se han exagerado, el porcentaje de musulmanes en los
principales países europeos se tripicará, de hecho, en medio siglo, desde el
actual 3 por ciento de la población al 10 por ciento. Mientras que en 1913
Europa tenía más gente que China, en 2050 las poblaciones combinadas de Europa,
Estados Unidos y Canadá constituirán apenas el 12 por ciento del total mundial,
frente al 33 por ciento que suponían tras la Primera Guerra Mundial. Europa
está sin duda en el proceso de quedar demográficamente disminuida en favor de
Asia y África, y las poblaciones europeas se harán más de África y de Oriente
Medio.
De hecho, el mapa de Europa está a punto de moverse hacia el
sur, y una vez más abarcará todo el mundo mediterráneo, como ocurrió no sólo en
tiempos de Roma, sino también bajo los bizantinos y los turcos otomanos.
Durante décadas, debido a los regímenes autocráticos que ahogaban su desarrollo
económico y social -al mismo tiempo que incubaba extremismo político-, el Norte
de África quedó efectivamente aislado del borde norte del Mediterráneo. África
del Norte dio emigrantes económicos a Europa, y poco más. Pero a medida que los
Estados africanos del Norte se conviertan en democracias desordenadas, el grado
de interacciones políticas y económicas con la cercana Europa se multiplicarán
con el tiempo. El Mediterráneo se convertirá en un conector y no en el divisor
que ha sido durante la mayor parte de la era poscolonial.
Al igual que avanzaba hacia el este para incluir a los
estados satélites de la antigua Unión Soviética a raíz de las revoluciones
democráticas de 1989, Europa se expandirá hacia el sur para abarcar las revueltas
árabes. Túnez y Egipto no están a punto de ingresar en la Unión Europea, pero
están a punto de convertirse en zonas de sombra con una más profunda
implicación de la UE. Por tanto, la propia UE se convertirá en un proyecto más
ambicioso y difícil de manejar que nunca. La verdadera frontera sur de Europa
no es el Mediterráneo, sino el desierto del Sahara, que separa el África
ecuatorial de la del Norte.
Sin embargo, la Unión Europea, aunque acosada por
divisiones, ansiedades y enormes dolores de crecimiento, seguirá siendo uno de
los grandes centros posindustriales del mundo. Por tanto, el cambio de poder en
marcha que hay en su seno, hacia el
este, de Bruselas/Estrasburgo a Berlín -desde la Unión Europea a Alemania- será
fundamental para la política mundial. Por ello,
Alemania, Rusia y Grecia -con sólo once millones de personas y con o sin
su crisis de deuda- son las que más agudamente revelan el destino de Europa.
El hecho mismo de una Alemania unida tiene que suponer una
influencia relativamente menor de la Unión Europea que en los días de una
Alemania dividida, dado el predominio geográfico, demográfico y económico de
una Alemania unificada en el corazón de Europa. La población de Alemania tiene
ahora ochenta y un millones, en comparación con los casi sesenta y seis de
Francia y los sesenta y uno de Italia. El producto interno bruto de Alemania es
de 3,63 billones de dólares. Francia tiene 2,81 y el italiano es de 2.25. Más
significativo es el hecho de que, mientras la influencia económica de Francia se
limita principalmente a los países de de la Europa Occidental de la guerra
fría, la influencia económica alemana incluye Europa Occidental y los antiguos
países del Pacto de Varsovia, lo cual es un tributo a su posición geográfica
más céntrica y a sus vínculos comerciales tanto con el este como con el oeste.
Además de su posición geográfica, a horcajadas sobre la
Europa marítima y Mitteleuropa, los alemanes tienen incorporada una actitud
cultural hacia el comercio. Como me dijo hace mucho tiempo Norbert Walter,
execonomista jefe del Deutsche Bank,
“los alemanes prefieren dominar las actividades económicas reales antes
que las estrictas actividades financieras. Conservamos los clientes, nos
enteramos de lo que necesitan, desarrollando nichos y relaciones con los años”. A esta capacidad ayuda un
dinamismo particular, tal como el filósofo político Peter Koslowski explicó en
cierta ocasión: “Dado que muchos alemanes empezaron desde cero después de [la
Segunda Guerra Mundial], somos agresivamente modernistas. El modernismo y la
cultura de la clase media se han elevado aquí a la categoría de ideologías”. La
Alemania unida también está organizada espacialmente para sacar ventaja de una
época de florecimiento de las subregiones del norte de Europa. Debido a la tradición
de los pequeños Estados independientes derivada
de la Guerra de los Treinta Años del siglo XVII -que sigue guiando el
sistema federal de Alemania-, no hay la gran presión de una capital, sino más
bien una serie de otras más pequeños que logran sobrevivir incluso en una era
de renacimiento de Berlín; Hamburgo es un centro multimedia, Munich un centro
de moda, Frankfurt un centro bancario y así sucesivamente, con un sistema
ferroviario que irradia imparcialmente en todas direcciones. Dado que Alemania
llegó tarde a la unificación en la segunda mitad del siglo XIX, ha conservado
su sabor regional, lo cual es ventajoso en la Europa de hoy. Por último, la
caída del Muro de Berlín -que en términos históricos es todavía reciente, dado
que a las tendencias les lleva décadas emerger completamente- ha reconectado a
Alemania con Europa central, recreando, de maneras muy sutiles e informales, el
Primero y el Segundo Reichs de los siglos XII y XIX, algo más o menos
equivalente al Sacro Imperio Romano.
Además del colapso del Muro de Berlín, otro factor que ha
apuntalado la fuerza geopolítica alemana es la histórica reconciliación
germano-polaca que se produjo durante la década de 1990. Como escribió Zbigniew Brzezinski: “A través de Polonia, la
influencia alemana podría irradiar hacia el norte -en los países bálticos- y
hacia el este -en Ucrania y Bielorrusia”. En otras palabras, el poder alemán se
realza con una Europa más grande y también con una Europa en la que
Mitteleuropa reaparece como una entidad separada.
Un factor decisivo en esta evolución será el grado en que el
quasi pacifismo de los europeos -y particularmente alemán- se mantenga en el
futuro. Como escribe Colin S. Gray, estratega asentado en Gran Bretaña: “…
Infortunios en Somme, en Verdún y por el Götterdämmerung de 1945, los poderes
de la Europa centro-occidental han sido convincentemente debellicized“. Pero no
es sólo el legado de la guerra y la destrucción lo que hace que los europeos
sean reacios a soluciones militares
(aparte del mantenimiento de la paz y las intervenciones humanitarias). Otro
factor es que durante la Guerra Fría Europa tuvo su seguridad garantizada por
una superpotencia estadounidense, mientras en la actualidad no se enfrenta a
ninguna amenaza convencional palpable. “La amenaza para Europa no viene en
forma de uniformes, sino con el andrajoso atuendo de los refugiados”, me dijo
el académico y periodista germano-americano Josef Joffe en una conversación.
¿Pero y si el destino de Europa sigue estando subordinado a la historia asiática,
en forma de una renaciente Rusia? Entonces podría haber una amenaza. Lo que
impulsó a la Unión Soviética a forjar un imperio en Europa del Este a finales
de la Segunda Guerra Mundial sigue presente hoy en día: un legado de
depredaciones contra Rusia por parte de lituanos, polacos, suecos, franceses y
alemanes, lo que condujo a la necesidad de un cordón sanitario de regímenes
compatibles en el espacio geográficamente protegido entre la histórica Rusia y
Europa Central. Sin duda, los rusos no desplegarán fuerzas de tierra para
volver a ocupar Europa en aras de un nuevo cordón sanitario, pero lo harán a
través de una combinación de presión política y económica. En parte debido a la
necesidad que tiene Europa del gas natural de Rusia, Moscú podría ejercer una
indebida influencia sobre sus antiguos satélites en los próximos años. Rusia
suministra el 25 por ciento del gas de Europa, el 40 por ciento del de
Alemania y casi el 100 por ciento del de
Finlandia y los países bálticos. Por otra parte, todos podemos despertar de la
épica económica y la crisis monetaria de Europa para caer en un mundo con mayor
influencia de Rusia en el Continente. Las actividades inversoras de Moscú, así
como su papel fundamental como proveedor de energía, se ciernen ampliamente sobre
una debilitada y recién dividida Europa.
¿Ocurrirá lo mismo con una debellicized Alemania,
sucumbiendo en parte a la influencia rusa, lo que llevará a una suerte de
Europa del Este finlandizada y a una
OTAN aún más hueca? ¿O Alemania se enfrentará sutilmente a Rusia con distintos medios políticos y
económicos, con una sociedad que permanece inmersa en el pacifismo casi
posheróico? Este último escenario representaría un destino europeo ricamente
complejo, en el que Europa Central reaparecería completamente y florecería por
primera vez desde antes de la Primera Guerra Mundial, y un conjunto de Estados entre Alemania y Rusia también
prosperarían, dejando a Europa en paz, incluso aunque su aversión a los
despliegues militares sea geopolíticamente inconveniente para los Estados
Unidos. En este escenario, Rusia se acomodaría a que países tan al este como
Ucrania y Georgia se unieran a Europa. Así, la idea de Europa como expresión
geográfica del liberalismo histórico finalmente se haría realidad. El continente
pasó por siglos de reordenamientos
políticos en la Edad Media, tras la caída de Roma. Y en busca de esa idea,
Europa seguirá reorganizándose, siguiendo la larga guerra europea de 1914-1989.

En todos estos reordenamientos, Grecia, nada menos, será una
prueba de fuego de la salud del proyecto europeo -y por razones que van más
allá de la crisis financiera actual. Grecia es la única parte de los Balcanes que
es accesible desde varios litorales del Mediterráneo y, por tanto, es el
unificador de los dos mundos europeos. Grecia está geográficamente equidistante
entre Bruselas y Moscú, y está tan cerca de Rusia culturalmente como lo está de
Europa en virtud de su cristianismo ortodoxo oriental, una herencia de
Bizancio. A lo largo de la historia moderna, Grecia ha tenido el peso del
subdesarrollo político. Mientras las revoluciones europeas de mediados del
siglo XIX tuvieron a menudo su origen en la clase media, con las libertades
políticas como objetivo, el movimiento de independencia griega fue
principalmente un movimiento étnico de base religiosa. El pueblo griego estuvo
abrumadoramente del lado de Rusia, a favor de los serbios y contra Europa
durante la guerra de Kosovo en 1999, aunque la posición de sus gobiernos fue
más provechosa. Grecia es el país europeo económicamente más problemático de
entre los que no fueron parte de la zona comunista durante la Guerra Fría. Es
también, remontándonos a la antigüedad, donde Europa -y por inferencia
Occidente- empieza y termina. La guerra
que Herodoto relató entre Grecia
y Persia estableció una “dicotomía” de Occidente contra Oriente que ha persistido
durante milenios. Atenas apenas permaneció en el campo occidental a comienzos
de la Guerra Fría, debido a su propia guerra civil entre comunistas y
derechistas y a las fatales negociaciones entre Churchill y Stalin que
finalmente hicieron que Grecia entrata en la OTAN. Es interesante contemplar lo
que hubiera sucedido durante la Guerra Fría si las negociaciones entre
Churchill y Stalin hubieran ido por otro camino: imaginemos cuánto más fuerte
habría sido la posición estratégica del Kremlin si Grecia hubiera estado
dentro del bloque comunista, poniendo en
peligro a Italia a través del mar Adriático, por no hablar de todo el
Mediterráneo oriental y el Oriente Medio. La crisis financiera griega,
emblemática del subdesarrollo político y económico de Grecia, ha sacudido el
sistema monetario de la Unión Europea desde 2010. Dadas las tensiones que ha
causado entre los países del norte y el sur de Europa -y entre
países como Francia y Alemania-, se ha convertido nada menos en el
acontecimiento más importante de Europa desde la guerra de secesión de
Yugoslavia. Como demuestra hábilmente Grecia, Europa sigue siendo un trabajo en
progreso verdaderamente ambicioso -que, como en el pasado, verá su destino
afectado por las tendencias y las convulsiones del sur y del este.
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