
Guillermo Saccomanno
Baruch Spinoza (1632-1677), más conocido como Benedict (o
Bento) de Spinoza, se ganó la vida en Amsterdam como pulidor de lentes.
Sefaradí, estudioso del Talmud y la Torah, planteando la unidad de cuerpo y
alma y el libre albedrío, al apartarse de la ortodoxia judía, puso en tela de
juicio a los rabinos de su tiempo: casi lo lincharon en la puerta de una
sinagoga.
Su Tratado de la reforma del entendimiento y la Ética de acuerdo al
orden geométrico se publicaron después de su muerte, a los cuarenta y cuatro
años. Spinoza también dibujaba. A John Berger lo seduce esta articulación entre
la palabra y el dibujo, soporte de 'El cuaderno de Bento', su último libro. La
identificación con Spinoza le inspira una identificación fuerte que deriva en
un texto que pivotea sobre las proposiciones de la Ética... en relatos y
pensamientos sobre la naturaleza y el dibujo.
Sobre el filósofo escribe Berger:
“Disfrutaba dibujando. Siempre llevaba con él un cuaderno de dibujo. Tras su súbita muerte –tal vez a causa de la silicosis que le habría producido su trabajo de pulidor de lentes–, sus amigos rescataron sus cartas, manuscritos y notas, pero, al parecer, no encontraron ningún cuaderno con dibujos. O, de haberlo encontrado, posteriormente se perdió. Llevo años imaginándome que aparece uno de sus cuadernos de dibujos. No sé qué espero encontrar en él. ¿Dibujos de qué? ¿Dibujados cómo? De Hooch, Vermeer, Jan Steen, Gerard Dou eran sus contemporáneos. Durante algún tiempo, en Amsterdam, vivió a pocos metros de la casa de Rembrandt, que era veintiséis años mayor que él. Hay biógrafos que sugieren que probablemente se conocieron. Como dibujante no debió pasar de aficionado. No esperaba grandes dibujos en sus cuadernos, si llegaba a aparecer alguno. Tan sólo quería volver a leer sus palabras, algunas de sus sorprendentes proposiciones filosóficas y al mismo tiempo aquellas cosas que él había observado con sus propios ojos. Un amigo polaco, que es impresor y vive en Baviera, me regaló un bloc de dibujo con tapas de ante del color de la piel. Y yo me oí a mí mismo diciendo: ‘¡Este es el cuaderno de Bento!’. Empecé a dibujar movido por algo que pedía ser dibujado. Con el paso del tiempo, sin embargo, los dos –Bento y yo– nos hemos ido diferenciando cada vez menos. En lo que se refiere al acto de mirar, al acto de cuestionar con los ojos, nos hemos hecho hasta cierto punto intercambiables. Y esto sucede, supongo, debido a una conciencia compartida con respecto a qué puede conducir la práctica del dibujo, y adónde”.
A John Berger (Londres, 1926), además de como escritor,
crítico de arte y pintor, también se lo considera un pensador. ¿Acaso un
pensador no es un lector que observa la realidad como sustancia, medita y
extrae, más que conclusiones, interrogantes? Sin arrogancia, cuando después de
contemplar paisajes, seres humanos, obras pictóricas, dramas sociales, arriba a
lo que puede ser una elaborada conclusión dogmática, Berger prefiere plantearla
como boceto. Berger, más bien, invita a observar, busca compartir aquello que
ve y lo induce al lector a una reflexión spinoziana que, como escritor
comprometido, quiere compartir. ¿Qué significa compromiso para Berger?
“Un sentido de pertenencia a lo que ha sido y a lo que ha de venir es lo que diferencia al hombre de los otros animales. No obstante, enfrentarse a la Historia significa enfrentarse a lo trágico. Por eso tantos prefieren mirar hacia otro lado. Para decidir comprometerse con la Historia, aunque la decisión sea una decisión desesperada, hace falta esperanza. Un arte de la esperanza.”
Cuando Berger dibuja, expande la tinta con saliva. Su trazo
es suelto, a mano alzada. La sutileza de sus dibujos hace pensar en Chéjov, su
escritura indicial, toda una cita en 'El cuaderno de Bento'. A propósito de
Chéjov, escribe: “Si nos imagináramos los
relatos que se están narrando de un extremo al otro del mundo esta noche y
consideráramos sus resultados y sus desenlaces, encontraríamos, creo yo, dos
categorías principales: aquellos cuya narración hace hincapié en algo esencial
que está oculto y aquellos que hacen hincapié en lo que se revela”. Berger
se inclina a pensar que la primera clase de narración se adaptará más
incisivamente a lo que ocurre hoy en el mundo “porque sus historias permanecen inacabadas. Porque entrañan la
necesidad de compartir. Porque en su forma de relatar, un cuerpo se refiere
tanto a un individuo como a un conjunto de individuos. Porque en estas
narraciones el misterio no es algo que se vaya a resolver, sino algo que se
lleva con uno. Porque, aunque puedan tratar de una violencia, de una pérdida, o
de una furia súbitas, no se quedan en lo inmediato, miran a lo lejos. Y sobre
todo porque sus protagonistas no son actores sino sobrevivientes”.
La visión de unos ciruelos que han madurado y el deseo de
dibujarlos, el hallazgo de un caracol, una bailarina en una postura
preparatoria, presos políticos torturados, un ex mecánico de aviones, una boda
magrebí, una princesa camboyana en un natatorio municipal, una moto: todo llama
la atención de Berger. En todas partes encuentra relatos. Pero, ¿de qué clase
de relatos se trata? Al venir acompañados por sus dibujos, al internarse uno en
la lectura, se formula otra pregunta: ¿vienen los dibujos a completar las
palabras o, más bien, las palabras buscan subrayar un aura del dibujo, la visión
de un instante? Además, en la medida en que Berger, entre relatos y dibujos
alterna las proposiciones spinozianas, produce un collage entre expresiones
que, en su juego, no para de generar asociaciones, ideas, climas. El cuaderno
de Berger puede resultar inclasificable en términos críticos. ¿En qué estante
ubicarlo? ¿Con los libros de arte? ¿Con los de filosofía? ¿O simplemente entre
los ensayos sobre distintos temas? La constelación de las obsesiones de Berger,
como lo anoté al principio, impide definirlo a través de una sola praxis: no es
sólo un escritor, no es sólo un crítico de arte, no es sólo un pintor y tampoco
es sólo un pensador. Berger es la totalidad de todos esos Berger, tal como
Spinoza planteaba que un cuerpo es muchos cuerpos. Entonces el cuerpo, la
materia, en este libro, el libro de un marxista, es un centro que despliega
sensualidad en la observación de una pintura amorosa, en el perfume de una
espalda, el sabor de un pan siciliano. Pero la sensualidad es a la vez
conciencia de lo efímero: el paso del tiempo, aquello que huye y que el arte se
empecina en fijar como trascendencia. “Quienes
dibujamos no sólo dibujamos a fin de hacer visible para los demás algo que
hemos observado, sino también para acompañar a algo invisible hacia su destino
insondable”, repite Berger a modo de ritornello.
Las manos de Berger, el autor de Puerca tierra, son de
campesino (de hecho, vive en la naturaleza, en una cabaña en la campiña
francesa, cultiva con su mujer una huerta, trabaja la tierra, suele andar en
moto). No obstante su aspereza, esas manos curtidas tienen el don de provocar
el vuelo de un pincel chino sobre una hoja. Mientras el pincel se desplaza en
una aguada, Berger reflexiona sobre la naturaleza del dibujo. A diferencia de
la escritura, piensa, el dibujo tiene más que ver con la neutralización del yo
y el desapego. En la observación constante del modelo, se trate de un rostro o
de un animal, es el modelo el que impone su esencia y desplaza el yo del
creador que, de pronto, no es más que un transmisor de la fugacidad. Al
dibujar, piensa, no se piensa en uno. El tiempo es otro. Este libro habla de
eso, de lo transitorio que es todo, pero sin embargo –-cabe repetirlo– el estar
acá nos exige un compromiso con nuestros semejantes. En efecto, Berger habla y
reflexiona sobre el gran tema spinoziano: la ética. Lo que legitima que su
escritura se alterne a lo largo del cuaderno con citas del filósofo que también
dibujaba.
Una tarde Berger entra en una biblioteca pública y pide Los
hermanos Karamazov. La biblioteca cuenta sólo con dos ejemplares. Y los dos
están en préstamo. Entonces Berger se pregunta quiénes serán esos dos lectores,
si se conocerán entre ellos, y si se cruzara con ellos cambiarían una mirada,
si se reconocerían sin darse cuenta. La idea remite entonces a un dato
comentado al comienzo, en los orígenes de este cuaderno: ¿se habrán conocido
Spinoza y Rembrandt, que vivían tan cerca? Y también: de haberse conocido,
¿Rembrandt le habría mostrado sus dibujos al maestro? “Cuando un relato nos impresiona o nos conmueve –recapacita Berger–, engendra algo que deviene, o puede
devenir, una parte esencial de nosotros, y esa parte, ya sea pequeña o muy
extensa, es por así decirlo, la descendencia del relato, su retoño.”
Galería de dibujos de John Berger
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La bicicleta ✆ John Berger |
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La mano ✆ John Berger |
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Retrato de mujer ✆ John Berger |
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La bailarina española María Muñoz ✆ John Berger |
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Tilda Swinton ✆ John Berger |
El
cuaderno de Bento / John Berger / Alfaguara, 184 páginas