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Walter Benjamin ✆ Miriam Urbano |
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A la sobresaliente ejecutoria literaria de nuestros días le señala su lugar en el corazón de lo imposible, en el centro, a la vez que en el punto de equilibrio, de todos los peligros; caracteriza además a esa gran realización de la "obra de una vida" como última y por mucho tiempo. La imagen de Proust es la suprema expresión fisiognómica que ha podido adquirir la discrepancia irreteniblemente creciente entre vida y poesía. Esta es la moral que justifica el intento de conjurar dicha imagen. Se sabe que Proust no ha descrito en su obra la vida tal y como ha sido, sino una vida tal y como la recuerda el que la ha vivido. Y, sin embargo, está esto dicho con poca agudeza, muy, pero que muy bastamente, Porque para el autor reminiscente el papel capital no lo desempeña lo que él haya vivido, sino el tejido de su recuerdo, la labor de Penélope rememorando. ¿0 no debiéramos hablar más bien de una obra de Penélope, que es la del olvido? ¿No está más cerca el rememorar involuntario, la mémoire involontaire de Proust, del olvido que de lo que generalmente se llama recuerdo? ¿Y no es esta obra de rememoración espontánea, en la que el recuerdo es el pliegue y el olvido la urdimbre, más bien la pieza opuesta a la obra de Penélope y no su imagen y semejanza? Porque aquí es el día el que deshace lo que obró, la noche. Cada mañana, despiertos, la mayoría de las veces débiles, flojos, tenemos en las manos no más que un par de franjas del tapiz de la existencia vivida, tal y como en nosotros las ha tejido el olvido. Pero cada día, con labor ligada a su finalidad, más aún con un recuerdo prisionero de esa finalidad, deshace el tramaje, los ornamentos del olvido. Por eso Proust terminó por hacer de sus días noche, para dedicar sin estorbos, en el aposento oscurecido, con luz artificial, todas sus horas a la obra de no dejar que se le escapase ni uno solo de los arabescos entrelazados.
Los romanos llaman a un texto tejido; apenas hay otro más
tupido que el de Marcel Proust. Nada le parecía lo bastante tupido y duradero.
Su editor Gallimard ha contado cómo las costumbres de Proust al leer pruebas de
imprenta desesperaban a los linotipistas. Las galeradas les eran siempre
devueltas con los márgenes completamente escritos. Pero no subsanaba ni una
errata; todo el espacio disponible lo rellenaba con texto nuevo. La legalidad
del recuerdo repercutía así en la dimensión de la obra. Puesto que un
acontecimiento vivido es finito, al menos está incluido en la esfera de la
vivencia, y el acontecimiento recordado carece de barreras, ya que es sólo
clave para todo lo que vino antes que él y tras él. Y todavía es en otro
sentido el recuerdo el que prescribe estrictamente cómo ha de tejerse. A saber,
la unidad del texto la constituye únicamente el actus purus del recordar. No la
persona del autor, y mucho menos la acción. Diremos incluso que sus
intermitencias no son más que el reverso del continuum del recuerdo, el dibujo
retroactivo del tapiz. Así lo quiso Proust y así hay que entenderlo, cuando él
mismo dice que como más le gustaría ver su obra es impresa a dos columnas en un
solo volumen y sin ningún punto y aparte.
¿Qué es lo que buscaba tan frenéticamente? ¿Qué había a la
base de este empeño infinito? ¿Se nos permitiría decir que toda vida, obra,
acto, que cuentan, nunca fueron otra cosa que el despliegue sin yerro de las
horas más triviales, fugaces, sentimentales y débiles en la existencia de aquél
al que pertenecen? Y cuando Proust, en un pasaje célebre, ha descrito esa hora
que es la más suya, lo ha hecho de tal modo que cada uno vuelve a encontrarla
en su propia existencia. Muy poco falta para que podamos llamarla cotidiana.
Viene con la noche, con un gorjeo perdido o con un suspiro en el antepecho de
una ventana abierta. Y no prescindamos de los encuentros que nos estarían
determinados, si fuéramos menos proclives al sueño. Proust no está dispuesto a
dormir. Y sin embargo, o más bien por eso mismo, ha podido Jean Cocteau decir,
en un bello ensayo, respecto de su tono de voz, que obedecía a las leyes de la
noche y de la miel. En cuanto entraba bajo su dominio vencía en su interior el
duelo sin esperanza (lo que llamó una vez "l'imperfection
incurable dans l'essence même du présent") y construía del panal del
recuerdo una mansión para el enjambre de los pensamientos. Cocteau se ha dado
cuenta de lo que de derecho hubiese tenido que ocupar en grado sumo a todos los
lectores de este creador y de lo cual, sin embargo, ninguno ha hecho eje de su
cavilación o de su amor. En Proust vio el deseo ciego, absurdo, poseso, de la
dicha. Brillaba en sus miradas, que no eran dichosas. Aunque en ellas se
asentaba la dicha como en el juego o como en el amor. Tampoco es muy difícil
decir por qué esa voluntad de dicha, que paraliza, que hace estallar el corazón
y que atraviesa las creaciones de Proust, se les mete dentro tan raras veces a
sus lectores. El mismo Proust les ha facilitado en muchos pasajes considerar su
"oeuvre" bajo la cómoda perspectiva, probada desde antiguo, de la
renuncia, del heroísmo, de la ascesis. Nada les ilustra tanto a los discípulos
ejemplares de la vida como que logro tan grande no sea sino fruto del esfuerzo,
de la aflicción, del desengaño. Que en lo bello pudiese también la dicha tener
su parte, sería demasiado bueno. Su resentimiento jamás llegaría a consolarse.
Pero hay una doble voluntad de dicha, una dialéctica de la
dicha. Una figura hímnica de la dicha y otra elegíaca. Una: lo inaudito, lo que
jamás ha estado ahí, la cúspide de la felicidad. La otra: el eterno una vez más,
la eterna restauración de la dicha primera, original. Esta idea elegíaca de la
dicha, que también podríamos llamar eleática, es la que transforma para Proust
la existencia en un bosque encantado del recuerdo. No sólo le ha sacrificado
amigos y compañía en la vida, sino acción en su obra, unidad de la persona,
fluencia narrativa, juego de la fantasía. No ha sido el peor de sus lectores
—Max Unhold— el que, apoyándose en el "aburrimiento" así condicionado
de sus escritos, los ha comparado con "historias cualesquiera" y ha
encontrado la siguiente formulación: "Proust ha conseguido hacer
interesante una historia cualquiera. Dice: imagínese usted, señor lector, que
ayer mojé una magdalena en mi té y me acordé de repente de que siendo niño
estuve en el campo. Y así utiliza ochenta páginas, que resultan tan
irresistibles, que creemos ser no ya quienes escuchan, sino los que sueñan
despiertos." En estas historias cualesquiera —"todos los sueños
habituales se convierten, no más contarlos, en historias cualesquiera"— ha
encontrado Unhold el puente hacia el sueño. En él debe apoyarse toda
interpretación sintética de Proust. Hay suficientes puertas discretas que
conducen a él. Por ejemplo, el studium frenético de Proust, su culto apasionado
por la semejanza. La cual no deja que se conozcan los verdaderos signos de su
dominio precisamente cuando el creador la destapa por sorpresa,
inesperadamente, en las obras, en las fisionomías o en las maneras de hablar.
La semejanza de lo uno con lo otro, con la que contamos y que nos ocupa
despiertos, juega alrededor de otra más profunda, la del mundo de los sueños,
en el cual lo que ocurre nunca es idéntico, sino semejante: emerge
impenetrablemente semejante a sí mismo. Los niños conocen una señal distintiva
de ese mundo, la media, que tiene la estructura del mundo de los sueños, cuando
enrollada en el cajón de la ropa puede serlo todo a la vez. E igual que ellos
no pueden saciarse y con un toque todo lo transforman en otra cosa, así Proust
tampoco se sacia de vaciar el cajón de los secretos, el yo, poniendo dentro con
un toque su otra cosa, la imagen que aplaca su curiosidad, no, su nostalgia.
Devorado por la nostalgia se tendía en la cama, por una añoranza por el mundo
tergiversado en el estado de la semejanza y en el cual irrumpe el verdadero
rostro surrealista de la existencia. A ese mundo pertenece lo que sucede en
Proust y el modo cuidadoso y distinguido en que todo emerge. A saber, nunca
aisladamente, patéticamente, visionariamente, sino anunciándose, apoyándose
mucho, sustentando una realidad preciosa y frágil: la imagen. Se desprende ésta
de la ensambladura de las frases de Proust (igual que el día de verano en
Balbec entre las manos de Françoise), antigua, inmemorial, como una momia entre
los visillos de tul.
II
Lo más importante que uno tiene que decir no siempre lo
proclama en alto. Y tampoco, quedamente, lo confía siempre al de mayor
confianza, al más próximo, no siempre al que más devotamente está dispuesto a
recibir su confesión. Y no sólo personas, sino que también épocas tienen esa
casta, redomada y frívola manera de comunicar a quienquiera que sea su
intimidad; no precisamente son Zola o Anatole France en el siglo diecinueve los
que lo hacen, sino que es el joven Proust, snob sin importancia, juguetón en
los salones, quien caza al vuelo las confidencias más sorprendentes sobre el
tiempo envejecido (como de otro Swann mortalmente lánguido). Proust es el
primero que ha hecho al siglo diecinueve capaz de memorias. Lo que antes de él
era un espacio de tiempo sin tensiones, se convierte en un campo de fuerzas en
el que despertaron las corrientes múltiples de autores posteriores. Tampoco es
una casualidad que las dos obras más importantes de este tipo procedan de
autores cercanos a Proust como admiradores y amigos. Se trata de las memorias
de la princesa Clermont-Tonnerre y de la obra autobiográfica de León Daudet.
Una inspiración eminentemente proustiana ha llevado a León Daudet, cuya
extravagancia política es demasiado tosca y estrecha para que pueda desgastar
su admirable talento, a hacer de su vida una ciudad. A Paris vécu —la
proyección de una biografía sobre el plan Taride— le rozan en más de un pasaje
sombras de figuras proustianas. Y en lo que concierne a la princesa
Clermont-Tonnerre, ya el título de su libro, Au Temps des Equipages, es antes
de Proust apenas concebible. Por lo demás es el eco que vuelve suavemente a la
llamada plural, amorosa y exigente del creador del Faubourg Saint-Germain.
Además esta exposición melódica está llena de relaciones directas o indirectas a
Proust tanto en su actitud como en sus figuras, entre las cuales él mismo y no
pocos de sus objetos de estudio preferidos provienen del Ritz. Con lo cual
estamos desde luego, no es cosa de negarlo, en un medio muy feudal y con
apariciones como la de Robert de Montesquiou, al que la princesa
Clermont-Tonnerre representa con maestría y de manera además muy especial. Es
decir, que estamos en Proust, en el que tampoco falta, como sabemos, la
contraposición a Montesquiou.
Pero esto no merecería ser discutido, toda vez que la
cuestión de los modelos es de segundo rango, si la crítica no gustase facilitar
las cosas. Sobre todo: no podía dejar pasar la ocasión de encanallarse con la
chusma de las librerías de compra y venta. A los habituales nada les resultaba
más fácil que del ambiente snob de la obra concluir sobre su autor,
caracterizando la obra de Proust como asunto francés interno, como un apéndice
cotilla al Gotha. Está a la mano: los problemas de los personajes proustianos
proceden de una sociedad saturada. Pero ni siquiera hay uno que se arrope con
los del autor. Estos son subversivos. Si tuviésemos que reducirlos a una
fórmula, su deseo sería construir toda la edificación interna de la sociedad
como una fisiología del chisme. En el tesoro de los prejuicios y máximas de
ésta no hay nada que no aniquile su peligrosa comicidad. Pierre-Quint es el
primero que ha dirigido su mirada sobre ella. "Cuando se habla de obras de
humor, por lo común se piensa en libros breves, divertidos, con portadas
ilustradas. Se olvida a Don Quijote, a Pantagruel y a Gil Blas, mamotretos
informes de impresión apretada." Claro que no se acierta la fuerza
explosiva de la crítica social proustiana con estas comparaciones. Su sustancia
no es el humor, sino la comicidad. No alza al mundo en risas, sino que lo
arruina en risas. Corriendo el peligro de que se haga pedazos, ante los cuales
él mismo rompa a llorar. Y se hace pedazos: la unidad de la familia y de la
personalidad, de la moral sexual y del matrimonio por conveniencia. Las pretensiones
de la burguesía tintinean en risas. El tema sociológico de la obra es su
contramarea, su reasimilación por parte de la nobleza.
Proust no se cansó nunca del entrenamiento que exigía el
trato en los círculos feudales. Perseverantemente, y sin tener que hacerse
demasiada fuerza, maleaba su naturaleza para hacerla tan impenetrable y
diestra, tan devota y difícil como debía ser por su tarea. Más tarde la
mixtificación, el formalismo son en él en tal medida naturales, que a veces sus
cartas son sistemas enteros de paréntesis —y no sólo gramaticales, cartas cuya
redacción infinitamente ingeniosa y ágil, por momentos recuerdan aquel esquema
legendario: "Distinguida, respetada señora, advierto ahora que olvidé ayer
en su casa mi bastón, y le ruego que se lo entregue al portador de esta carta.
P. S. Disculpe Ud., por favor, la molestia; acabo de encontrarlo." ¡Qué
ingenioso era en las dificultades! Muy entrada ya la noche se presenta en casa
de la princesa Clermont-Tonnerre y condiciona quedarse a que le traigan de su
casa un medicamento. Y envía al ayuda de cámara, dándole una larga descripción
de los alrededores y de la casa. Por último: "No podrá Ud. equivocarse. Es
la única ventana en el boulevard Haussmann en la que todavía hay luz
encendida." Pero lo único que no le dice es el número. Si intentamos
averiguar en una ciudad extraña la dirección de un bordel y recibimos una
información por demás prolija, todo menos la calle y el número de la casa,
entenderemos el amor de Proust por el ceremonial, su veneración por
Saint-Simon, y (no precisamente en último término) su francesismo
intransigente. ¿No es la quintaesencia de la experiencia: experimentar lo
sumamente difícil que resulta experimentar mucho de lo que en apariencia podría
decirse en pocas palabras? Sólo que esas palabras pertenecen a una jerga fija
según una casta y una clase y los que están fuera de éstas no pueden
entenderlas. No es extraño que a Proust le apasionase el lenguaje secreto de
los salones. Cuando más tarde dispone la implacable descripción del "petit
clan", de los Courvoisier, del "esprit d'Oriane", había ya
aprendido en su trato con los Bibesco un lenguaje en clave al que también
nosotros hemos sido introducidos recientemente.
En los años de su vida de salón, Proust no sólo ha adquirido
en grado eminente, casi diríamos que teológico, el vicio de la adulación, sino
que también ha desarrollado el de la curiosidad. En sus labios había un
destello de aquella sonrisa que, en las bóvedas de muchas de las catedrales,
que él amaba tanto, se deslizaba como un reguero de pólvora sobre los labios de
las vírgenes necias. Es la sonrisa de la curiosidad. ¿Es la curiosidad la que
en el fondo le ha hecho un parodista tan grande? Sabríamos entonces a qué
atenernos respecto a este término de "parodista". No mucho. Puesto
que aun haciendo justicia a su malicia sin fondo, reconozcamos que pasa de
largo por lo amargo, escabroso, sañudo de los grandes reportajes, que redacta
al estilo de Balzac, de Flaubert, de Sainte-Beuve, de Henri de Régnier, de los
Goncourt, de Michelet, de Renan y finalmente de su preferido, Saint-Simon, y
que luego recoge en el volumen Pastiches et Mélanges. Es la mimética del
curioso, martingala genial de esta serie, pero que a la vez ha sido un momento
de toda su creación, en la que nunca tomaremos lo bastante en serio su pasión
por lo vegetal. Es Ortega y Gasset el primero que ha prestado atención a la
existencia vegetativa de las figuras proustianas que de manera tan persistente
están ligadas a su yacimiento social, determinadas por un estamento feudal,
movidas por el viento que sopla de Guermantes o de Méséglise, impenetrablemente
enmarañadas unas con otras en la jungla de su destino. La mimética, como
comportamiento del creador, procede de este círculo. Sus conocimientos más
exactos, más evidentes, se posan sobre sus objetos como insectos sobre sus
hojas, flores y ramas, insectos que nada delatan de su existencia hasta que un
salto, un golpe de alas, una pirueta, muestran al espectador asustado que una
vida incalculablemente propia se ha entrometido, inadvertida, en un mundo
extraño. Al verdadero lector de Proust le sacuden constantemente pequeños
sustos. En las parodias como juego con "estilos" encuentra lo que muy
de otra manera le ha concernido en cuanto lucha por la existencia de ese espíritu
en el enramaje de la sociedad. Es éste el lugar para decir algo sobre lo íntima
y fructíferamente que ambos vicios, la curiosidad y la adulación, se han
interpenetrado. Un pasaje de la princesa Clermont-Tonnerre nos parece rico en
enseñanzas: "Y para acabar, no podemos callarnos: a Proust le arrebataba
el estudio del personal de servicio. ¿Era porque se trataba de un elemento que
nunca encontraba en otra parte, estimulante de su sagacidad, o les envidiaba
que pudiesen observar mejor los detalles íntimos de las cosas que a él le
interesaban? Sea como sea, el personal de servicio, en sus figuras y tipos
diversos, era su pasión." En los sombreados extraños de un Jupien, de un
monsieur Aimé, de una Céleste Albaret, prosigue la línea de la figura de Françoise,
que parece surgir en persona de un libro de oraciones con los rasgos ásperos y
cortantes de una Santa Marta, y de esos grooms y chasseurs a quienes no se paga
trabajo, sino ocio. Y quizá nunca como en estos grados ínfimos capte la
representación el interés tenso de este conocedor de las ceremonias. ¿Quién
medirá cuánta curiosidad de quien está servido entra en la adulación de Proust,
cuánta adulación de quien está servido entra en su curiosidad? ¿Dónde tenía sus
límites en las alturas de la vida social esta copia taimada del papel de quien
está servido? La dio, ya que no podía hacer otra cosa. Porque como él mismo
delató una vez: "Voir et désirer imiter" eran para él lo mismo. Esta
es la actitud que, soberana y subalterna como era, fijó Maurice Barrès en las
palabras más perfiladas que jamás se han acuñado sobre Proust: "Un Poéte
persan dans une loge de concierge."
En la curiosidad de Proust había un soplo detectivesco. La
crema de la sociedad era para él un clan de criminales, una banda de
conspiradores con la que ninguna otra puede compararse: la carnorra de los
consumidores. Excluye de su mundo todo lo que participe en la producción, y por
lo menos exige que esa participación se esconda, graciosa y púdicamente, tras
un gesto, igual que la exhiben los profesionales consumados de la consumición.
El análisis de Proust del snobismo, que es mucho más importante que su
apoteosis del arte, representa en su crítica a la sociedad el punto culminante.
Porque no otra cosa es la actitud del snob que la consideración consecuente,
organizada, acerada de la existencia desde el punto de vista químicamente puro
del consumidor. Y puesto que en esa comedia satánica había que exilar el
recuerdo más lejano, tanto como el más primitivo, de las fuerzas productivas de
la Naturaleza, la liaison pervertida le resultaba en el amor más utilizable que
la normal. El consumidor puro es el explotador puro. Lógica, teóricamente, está
en Proust en la completa actualidad concreta de su existencia histórica.
Concretamente, porque es impenetrable y no se deja exponer. Proust describe una
clase obligada a camuflar su base material y que por eso se imagina un
feudalismo que, sin tener de suyo una importancia económica, es tanto más
utilizable como máscara de la alta burguesía. El desencantador implacable, sin
ilusiones, del yo, del amor, de la moral, que así es como Proust gustaba verse
a sí mismo, hace de su arte ilimitado un velo para ese misterio, el más
importante para la vida de su clase: el económico. No como si por ello
estuviese a su servicio. No es en este punto Marcel Proust quien habla, sino
que habla la dureza de la obra, habla la intransigencia del hombre que va por
delante de su clase. Lo que lleva a cabo, lo lleva a cabo como su maestro. Y
mucho de la grandeza de esta obra seguirá siendo inexplorado, quedará sin
descubrir, hasta que en la lucha final esa clase haya dado a conocer sus rasgos
más pronunciados.
III
En el siglo pasado había en Grenoble —no sé si existe
todavía— un local llamado "Au temps perdu". También en Proust somos huéspedes,
que atravesamos, bajo un letrero oscilante, un umbral tras el cual nos esperan
la eternidad y la ebriedad. Con razón ha distinguido Fernandez en Proust un
tema de la eternidad de un tema del tiempo. Desde luego que esa eternidad no es
nada platónica, nada utópica: es embriagadora. Por tanto, si "el tiempo le
descubre, a cada uno que ahonda en su decurso, una índole nueva, desconocida
hasta entonces, de eternidad", no es que cada uno se acerque por eso a
"los nobles paisajes, que un Platón o un Spinoza alcanzaran con un golpe
de alas". No; porque en Proust hay rudimentos de un idealismo perenne.
Pero hacer de ellos base de una interpretación —y el que más groseramente lo ha
hecho es Benoist-Méchin— es un desacierto. La eternidad de la que Proust abre
aspectos no es el tiempo ilimitado, sino el tiempo entrecruzado. Su verdadera
participación lo es respecto de un decurso temporal en su figura más real, que
está entrecruzada en el espacio, y que no tiene mejor sitio que dentro, en el
recuerdo, y afuera, en la edad. Seguir el contrapunto de edad y recuerdo
significa penetrar en el corazón del mundo proustiano, en el universo de lo
entrecruzado. Es el mundo en estado de semejanza y en él dominan las
"correspondencias", que en primer lugar captó el romanticismo y más
íntimamente Baudelaire, aunque ha sido Proust el único capaz de ponerlas de
manifiesto en nuestra vida vivida. Esta es la obra de la mémoire involontaire,
de la fuerza rejuvenecedora a la altura de la edad implacable. Donde lo que ha
sido se refleja en el "instante" fresco como el rocío, se acumula
también, irreteniblemente, un doloroso choque de rejuvenecimiento. Así, la
dirección de los Guermantes se entrecruza para Proust con la dirección de
Swann, ya que (en el volumen decimotercero) ronda una última vez los parajes de
Combray y descubre que los caminos se entrecruzan. Al instante como con el
viento cambia el paisaje. "Ah que le monde est grand à la clarté des
lampes, aux yeux du souvenir que le monde est petit." Proust ha conseguido
algo enorme: dejar que en un instante envejezca el mundo entero la edad de la
vida de un hombre. Pero precisamente esa concentración, en la cual se consume
como en un relámpago lo que de otro modo sólo se mustiaría y aletargaría, es lo
que llamamos rejuvenecimiento. A la Recherche du Temps Perdu es un intento
ininterrumpido de dar a toda una vida el peso de la suma presencia de espíritu.
El procedimiento de Proust no es la reflexión, sino la presentización. Está
penetrado por la verdad de que ninguno de nosotros tiene tiempo para vivir los
dramas de la existencia que le están determinados. Y eso es lo que nos hace
envejecer. No otra cosa. Las arrugas y bolsas en el rostro son grandes pasiones
que se registran en él, vicios, conocimientos que nos visitaron, cuando nosotros,
los señores, no estábamos en casa.
Difícilmente ha habido en la literatura occidental, desde
los Ejercicios Espirituales de Loyola, un intento más radical de autoinmersión.
Esta tiene en su centro una soledad que arrastra al mundo en sus torbellinos
con la fuerza del Maelström. Y el parloteo más que ruidoso, huero de todo
concepto, que brama hacia nosotros desde las novelas de Proust, no es más que
el ruido con el que la sociedad se hunde en el abismo de esa soledad. Este es
el lugar de las invectivas de Proust contra la amistad. La calma en el fondo de
este vórtice —sus ojos son los más quietos y absorbentes— debe ser preservada.
Lo que en tantas anécdotas se manifiesta irritante y caprichosamente es que la
intensidad sin ejemplo de la conversación va unida a una insuperable lejanía de
aquel con quien se habla. Jamás ha habido alguien que pudiera mostrarnos las
cosas como él. El dedo con el que señala no tiene igual. Pero en la compañía
amistosa, en la conversación se da otro gesto: el contacto. Dicho gesto a nadie
le es más ajeno que a Proust. No es capaz de tocar a su lector y no lo es por
nada del mundo. Si se quisiera ordenar la creación literaria según esos dos
polos, el que señala y el que toca, el centro del primero sería la obra de
Proust y el del segundo la de Péguy. En el fondo se trata de lo que Fernández
ha captado de manera excelente: "La hondura o, mejor, la penetración está
siempre de su lado, no del lado de aquel con quien habla." En su crítica
literaria aparece esto con virtuosismo y con un ramalazo de cinismo. Su
documento más importante es un ensayo que surgió a la gran altura de su fama y
en la miseria del lecho de muerte: A propos de Baudelaire. En acuerdo jesuítico
con su propio padecimiento, sin medida en la cotorrería del que reposa,
aterrador en la indiferencia de quien está consagrado a la muerte y quiere
hablar de lo que sea. Lo que le inspiró frente a la muerte, le determina en el
trato con sus contemporáneos: una alternancia dura, a modo de golpe entre el
sarcasmo y la ternura, la ternura y el sarcasmo. Bajo ella amenaza su objeto
quebrarse por agotamiento.
Lo perturbador, lo versátil del hombre, concierne también al
lector de las obras. Ya es bastante pensar en la cadena imprevisible de los
"soit que", los que muestran una acción de manera exhaustiva,
deprimente, a la luz los innumerables motivos que hubiesen podido servirles de
base. Y, desde luego, es en esta fuga paratáctica donde aparece lo que en
Proust es a una genio y debilidad: la renuncia intelectual, el escepticismo bien
probado que oponía a las cosas. Llegó después de las suficientes interioridades
románticas y, como dice Jacques Rivière, estaba resuelto a no otorgar la fe más
mínima a las "sirènes intérieures". "Proust se acerca a la
vivencia sin el más leve interés metafísico, sin la más leve proclividad
constructivista, sin la más leve inclinación al consuelo." Nada es más
verdad. Y así es también la figura fundamental de esta obra, de la cual Proust
no se cansó nunca de afirmar nada menos que la construcción de un plan
completo. Pero la plenitud de un plan es como el curso de las líneas de
nuestras manos o como la disposición de los estambres en el cáliz. Proust, niño
viejo, se recuesta, profundamente cansado, en los senos de la Naturaleza no
para mamar de ella, sino para soñar junto a los latidos de su corazón. Así de
débil hay que verle. Jacques Rivière ha acertado al entenderle por su
debilidad, cuando dice: "Marcel Proust ha muerto de la misma inexperiencia
que le ha permitido escribir su obra. Ha muerto por ser extraño al mundo y
porque no supo modificar las condiciones de su vida que terminaron por
destruirle. Ha muerto por no saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre una
ventana." Y desde luego a causa de su asma nerviosa.
Frente a esta dolencia los médicos son impotentes. No así el
creador literario que la ha puesto planificadoramente a su servicio. Proust
era, para comenzar por lo más externo, un consumado director de escena de su
enfermedad. A lo largo de meses une con ironía destructora la imagen de un admirador,
que le había enviado flores, con el insoportable perfume de éstas. Con los
tempi de flujo y reflujo de su dolencia alarma a sus amigos, que temen y desean
el instante en que el novelista aparece de pronto, muy entrada la medianoche,
en el salón, roto de fatiga y anunciando que es sólo por unos minutos, aunque
luego se quede hasta el albor de la mañana, demasiado cansado para levantarse,
demasiado cansado para interrumpir su charla. Incluso escribiendo cartas no
pone fin a ganarle a su mal los efectos más remotos. "E1 ruido de mi
respiración se oye por encima del de mi pluma y del de una bañera que han
dejado correr en el piso de abajo." Pero no es solamente esto. Tampoco es
que la enfermedad le arrancase a la existencia mundana. Ese asma ha penetrado
en su arte, si no es su arte quien lo ha creado. Su sintaxis imita
rítmicamente, paso a paso, su miedo a la asfixia. Y su reflexión irónica,
filosófica, didáctica, es todas las veces una respiración con la que su corazón
se descarga de la pesadilla del recuerdo. Pero en mayor medida la muerte, que
tiene incansablemente presente, sobre todo cuando escribe, es la crisis que
amenaza, que ahoga, Mucho antes de que su padecimiento adoptase formas
críticas, estaba ya frente a Proust. No desde luego como extravagancia
hipocondríaca, sino en cuanto "realité nouvelle", en cuanto esa
realidad nueva, desde la cual la reflexión sobre hombres y cosas es rasgo de
envejecimiento. Un conocimiento fisiológico del estilo conduciría a lo más
íntimo de esta creación. Nadie que conozca la tenacidad especial con la que se
guardan recuerdos en el olfato (de ningún modo olores en los recuerdos)
declarará que la sensibilidad de Proust para los olores es una casualidad.
Cierto que la mayoría de los recuerdos que buscamos se nos aparecen como
imágenes de rostros. Y en buena parte las figuras que ascienden libremente de
la mémoire involontaire son imágenes de rostros aisladas, presentes sólo
enigmáticamente. Por eso, para entregarse con conciencia a la vibración más
íntima en esta obra literaria, hay que transponerse a un estrato especial y muy
hondo de su rememorar nada caprichoso: a los momentos del recuerdo, que no ya
como imágenes, sino sin imagen, sin forma, indeterminados e importantes, nos
dan noticias de un todo igual que el peso de la red se la da al pescador
respecto de su pesca. El olfato es el sentido para el peso de quien arroja sus
redes en el mar del temps perdu. Y sus frases son el juego muscular del cuerpo
inteligible; contienen el indecible esfuerzo por alzar esa pesca.
Por lo demás: la intimidad de la simbiosis de esa creación
determinada y de ese determinado padecimiento se muestra muy claramente en que
jamás en Proust irrumpe el heroico "sin embargo" con el que los
hombres creadores se alzan contra su sufrimiento. Por ello podemos decir (desde
el otro lado): sobre otra base, y no sobre una dolencia tan honda e
ininterrumpida, la complicidad de existencia y curso del mundo, tan profunda
como se dio en Proust, hubiese tenido que conducir infaliblemente a un
contentarse con lo común y perezoso. Pero su dolencia estaba determinada a
dejarse señalar, por un furor sin deseos ni remordimientos, su sitio en el
proceso de la gran obra. Por segunda vez se alzó un andamiaje como el de Miguel
Angel, en el que el artista, la cabeza sobre la nuca, pintaba la creación en el
techo de la Sixtina: el lecho de enfermo en el que Marcel Proust dedicaba a la
creación de su microcosmos las hojas incontadas que cubría como en el viento
con su escritura.