
Emilio de Ipola
[Se] acaba de publicar un conjunto de ensayos de Émile Durkheim,
poco conocidos en español, entre los que sobresale el dedicado al Estado, tema
sobre el cual el fundador de la ciencia social expone una teoría inédita y de
sorprendente actualidad. El libro nos hace conocer otros trabajos de Durkheim
que abordan temas cercanos al ensayo central: el derecho, la familia, el papel
de los grandes hombres, la educación y los fenómenos religiosos. Y precedido de
una brillante introducción, a cargo del profesor Pablo Nocera, quien se revela
como un talentoso especialista de la obra durkheimniana.
En el campo de la sociología, la obra inaugural de Émile Durkheim (1858-1917) encarna ejemplarmente las apuestas básicas sobre las que se basaría la nueva ciencia, aun en gérmenes, y que definirían a la vez su objeto y sus objetivos. Se sabe que la opción inalterable del pensamiento durkheimniano, heredero fiel, en este punto, de su predecesor Auguste Comte, es la cuestión del orden social y que, en los límites de esa cuestión, van ocupando su lugar los conceptos de base, los cuales reenvían, por un lado, a la naturaleza (no al origen) del lazo social (conciencia colectiva, solidaridad, división del trabajo) y, por otro, con arreglo a una línea de reflexión menos conocida pero no menos fundamental, a las características y a la función del Estado.
En el campo de la sociología, la obra inaugural de Émile Durkheim (1858-1917) encarna ejemplarmente las apuestas básicas sobre las que se basaría la nueva ciencia, aun en gérmenes, y que definirían a la vez su objeto y sus objetivos. Se sabe que la opción inalterable del pensamiento durkheimniano, heredero fiel, en este punto, de su predecesor Auguste Comte, es la cuestión del orden social y que, en los límites de esa cuestión, van ocupando su lugar los conceptos de base, los cuales reenvían, por un lado, a la naturaleza (no al origen) del lazo social (conciencia colectiva, solidaridad, división del trabajo) y, por otro, con arreglo a una línea de reflexión menos conocida pero no menos fundamental, a las características y a la función del Estado.
La operación, cuyos alcances superan ampliamente lo teórico,
que moviliza al pensamiento durkheimniano, apunta a los requisitos para la
construcción del orden social sobre bases justas y sostenibles. Alrededor de
esa problemática, Durkheim propone un conjunto articulado de conceptos de base,
los cuales remiten, como hemos señalado, a las propiedades del orden social
(conciencia colectiva, solidaridad social, división del trabajo, regla, anomia)
y a sus transformaciones.
El desafío que cabe a Durkheim asumir consistirá en dar
razón del nuevo orden social (ya en gran medida establecido, pero amenazado por
sucesivas crisis), orden surgido de la revolución industrial y del desarrollo
exponencial de la producción capitalista. Será cuestión, ante todo, de
fundamentarlo en tanto orden, esto es, de situarlo –respetando su
especificidad– en una realidad más amplia: aquella que los avances de las
ciencias naturales van revelando de manera cada vez más espectacular. Ante el
descubrimiento de leyes naturales que concentraban en una fórmula un saber
inmenso sobre el universo, ante el hallazgo continuado de nuevas propiedades y
regularidades en las materias inorgánica y orgánica, ante la capacidad
incremental de investir en innovaciones tecnológicas al saber recientemente
acumulado, la hipótesis clásica del pacto o del contrato revelará su ingenua
inconsistencia, sólo explicable por las espejistas ilusiones del Iluminismo.
Se tratará también de fundar el orden social en un segundo
sentido, esto es, como un orden legítimo, moralmente valioso, positivo. En
suma, la doble interrogación a la que la obra de Durkheim buscará responder
será, por una parte, cómo la sociedad, aun poseyendo una realidad propia, se
inscribe en el orden natural y, por otra, de justificar cómo ese orden, en
tanto orden moral, merece el aprecio y hasta la veneración de los hombres.
A partir de este objetivo, Durkheim se esforzará por hallar
un criterio sólido con el cual validar esta doble naturaleza de la ciencia
social. Aquí entra en juego esa suerte de complicidad que liga a la naciente
sociología con las ciencias biológicas. El modo en que en la obra de Durkheim
se verificará esa complicidad será diferente de la de sus antecesores, Herbert
Spencer y el ya mencionado Comte. Estos últimos toman de dichas ciencias la idea
de evolución. Durkheim hace suya esta idea. El tema darwiniano de la “lucha por
la vida” constituye unos de los hitos principales de la demostración que
Durkheim desarrolla en La división del trabajo social (1893). Pero aquello que
sobre todo busca en las ciencias biológicas es un criterio seguro, “científico”
si se quiere, para articular de un modo coherente, por un lado la dimensión
cognoscitiva y por otro el sesgo normativo y ético, de la nueva ciencia. Como
es sabido, la oposición entre lo “normal” y lo “patológico” proporcionará la
base conceptual de ese criterio, base que perdurará más allá de las relaciones,
a veces polémicas, a veces amigables, que mantendrá con las metáforas de cuño
organicista y, en general, biológico.
El alcance de esta pareja de opuestos es en Durkheim
central. En efecto, ella cumple, por una parte, un papel de orden
“epistemológico” en el sentido en que la noción de “patológico” permite (con
sospechosa facilidad, por cierto) librarse los hechos que contradicen a las
leyes “descubiertas” por el sociólogo. Pero, además, esa oposición otorga a
Durkheim un criterio para respaldar de un modo sencillo y unívoco una moral
social positiva, que salvaguarde la coherencia con la ciencia social. Ya que,
por definición, lo patológico es malo, negativo, repudiable, en tanto que lo
normal es bueno, positivo y deseable. Y puesto que lo normal y lo patológico
pueden ser científicamente detectados y diagnósticados, sociología y ética,
como los hechos a los valores o como el ser al deber ser, están en cambio
perfectamente integradas en un esquema complementario, con arreglo al modelo de
lo que cabría llamar una clínica social.
Sin plantear aquí cuestiones de precedencia lógica o
teórica, se impone destacar que un enfoque de este tipo solo puede traducirse
en una forma de una propuesta de organización social de vocación sin duda
reformista, pero también de orientación conservadora. Esta es, sin duda, una de
las consecuencias más claras que se deriva de la metáfora biológica “normal versus patológico”.
En efecto, un organismo o una sociedad internamente desajustados, un cuerpo
biológico o social enfermo, no puede superar sus dificultades recurriendo a
cambios bruscos o a transformaciones “revolucionarias”: se trata siempre de
restablecer, de recuperar, de restaurar la salud deteriorada. Y si para ello se
requieren algunas reformas, éstas tienen siempre que preservar y consolidar,
pero no cambiar, al organismo (biológico o social). No obstante, el
conservatismo de Durkheim tenía una cara progresista: para él se trataba de
preservar, no cualquier forma de orden social, sino una donde prevalecieran los
valores del derecho, de la tolerancia religiosa, de la libertad y del
pluralismo; de un orden (visto desde las coordenadas de hoy) parcial, pero también
crecientemente democrático.
Más allá de algunas fórmulas, producto de la efervescencia
más que de la gramática teórica de su pensamiento, aquello que Durkheim se
empeña en afirmar y reafirmar de manera constante es la aparente perogrullada
–grávida sin embargo de consecuencias– según la cual toda sociedad es social o
no es sociedad. En cierto modo, no estaríamos malinterpretando a Durkheim si
dijéramos que, para él, toda sociedad es “socialista”, no en el sentido
histórico-político usual del término, sino en el que toda sociedad está
organizada con vistas a su preservación como sociedad instituida y subordina
todo con arreglo al objetivo de esa preservación, que es siempre preservación y
reproducción de esta sociedad determinada.
Aun aquella sociedad que se autoafirmara como más
acendradamente individualista no dejaría por ello se ser “socialista” en la
medida en que prestigiaría e impondría esta significación, este “valor” social
(ni natural ni trascendente) que es el individuo.
Cuando Durkheim afirma, como una consigna metodológica, que
“lo social se explica por lo social” y cuando, por otra parte, caracteriza a la
sociología como la ciencia que estudia las creencias, los juicios, las normas
de conducta instituidos por la colectividad anticipa una mirada sobre lo
social-histórico que será validada y desarrollada muchos años más tarde y que
continúan hoy mismo siendo discutidas: en particular, la concepción de lo
social como realidad sui generis y la tesis del carácter instituido
de las crencias, las reglas y las formas sociales.
Estas propuestas teóricas armonizan con uno de los aspectos
poco conocidos del pensamiento de Durkheim: nos referimos a sus ideas sobre las
estructuras políticas y, ante todo, del Estado. En sus obras póstumas estos
temas son desarrollados in extenso . Se destaca en su análisis el
sutil proceso de “reducción fenomenológica” –recurso ya uilizado en sus
estudios más conocidos– por medio del cual Durkheim va delimitando y ciñendo
progresivamente la especificidad del Estado, para luego definir a este último
en términos positivos.
En la opinión común de casi todo el mundo, en la
terminología misma (que lleva a pensar en “gobierno”, en “poder ejecutivo”, en
“gestión pública”, etcétera) se concibe al Estado como una instancia volcada
hacia la práctica y hacia la ejecución en gran escala de medidas efectivas. Se
supone que ese rol activo está basado en análisis y en proyectos previamente
discutidos, pero ello no es óbice para mantener la idea de que el papel activo
en cuestión es el papel principal y específico del Estado. Durkheim rechaza esa
concepción y la atribuye a una confusión entre lo que podríamos llamar –en
términos algo diferentes a los de nuestro autor– el Estado y la administración.
Es a esta última a quien le compete efectuar las tareas propiamente ejecutivas.
En cuanto al Estado, entendido en sentido estricto, toda su función se reduce a
la producción de representaciones. Como dice Durkheim: “El Estado es, hablando
rigurosamente, el órgano mismo del pensamiento social”. Esto no significa, sin
embargo, que el Estado sea una instancia meramente especulativa. El Estado “no
piensa por pensar… sino para dirigir la conducta colectiva”. Se trata, pues, de
un pensamiento que tiene como mira la acción. De cualquier modo, queda siempre
que su papel específico es el de pensar.
Por otro lado, sería erróneo concluir de allí que el Estado
se limita a traducir o, menos aún, a difundir las representaciones de la
colectividad. Sus ideas y sus voliciones –más nítidas y elaboradas que las de
la conciencia colectiva–, aunque conciernen a la sociedad, no son una simple
emanación de la sociedad.
“Cuando el Estado piensa y se decide –escribe Durkheim–, no
se debe decir que es la sociedad la que piensa y se decide por él, sino que
ésta piensa y se decide por ella.” El Estado no es por lo tanto un medio para
expresar el pensamiento de otros –sea este otro la sociedad entera– sino un
factor activo, pruductor de representaciones o, en un lenguaje más moderno, de
significaciones que no son obra de la colectividad, pero que incumben y afectan
a esta última. En este plano, como una suerte de anillo o de eslabón, se
plantea la cuestión de la democracia. Hemos dicho que, según Durkheim, el
Estado piensa y produce; no solamente expresa. En esas condiciones, ¿cuándo el
Estado es democrático? Cuando la conciencia gubernamental es mayor, y cuando la
comunicación de esta conciencia con el conjunto básico es más estrecha.
Democracia significa, pues, posibilidad de comunicación entre esas dos esferas
del saber y del sentir: el especializado y el difuso. No se trata de que todo
el mundo gobierne o que se llegue a una sociedad sin Estado para hablar de
democracia. Se trata de que el poder gubernamental, en lugar de replegarse
sobre sí mismo, esté en permanente contacto con las napas profundas de la
sociedad, reciba respuesta de ellas y reelabore así sus decisiones.
Sin embargo, para que ese proceso sea coronado por el éxito,
la comunicación democrática no puede solo abarcar al Estado y a los ciudadanos
individualmente tomados. Entre ambos, deben existir grupos secundarios, formas
de socialidad donde se conjuguen el saber artesano o industrial y la vigilancia
respecto de la acción estatal. Aquí es donde halla su lugar la conocida tesis
de Durkheim sobre los grupos profesionales. Esta tesis cerrará el discurso
durkheimniano sobre la democracia como forma moderna de la relación entre
Estado y sociedad. Cierre que franqueará el camino a un desarrollo muy actual
de la teoría política: el que marca el pasaje entre el contractualismo clásico,
individualista, al neocorporativismo basado en el pacto entre Estado y
organizaciones sociales.

Emilio
de Ipola es filósofo y sociólogo, Profesor Emérito de la Facultad de Ciencias
Sociales (UBA) e investigador Superior del CONICET.