
Se dice que, cuando “el diputado Gramsci” tomaba la palabra
y su voz, aflautada pero firme, se escuchaba en el Parlamento Italiano, Benito Mussolini aguzaba su oído para no
perder detalle alguno de su impecable invectiva oratoria. “El Duce” nunca pudo
olvidar a su antiguo copartidario del Partido Socialista Italiano y las glosas
compartidas en el diario “Avanti”.
Gramsci pagó con creces su desprecio hacia el estrafalario “condotiero” quien
esperó durante más de 10 años una súplica de perdón del egregio e indómito
marxista, indiscutible sucesor de Lenin.
Después del atentado en Bolonia, Gramsci es detenido en
noviembre de 1926 en Roma y después de un sórdido proceso judicial, es
condenado a 20 años de prisión. “Debemos
impedir que este cerebro funcione durante veinte años”, concluye el fiscal
Michele Isgrò al acusarlo de conspiración, dictar sentencia y reconocer la
amenaza que representa un librepensador para el represivo establishment fascista. En 1929, obtiene el derecho a escribir en
la cárcel, ejercicio que incansablemente lo hará durante 6 años hasta el
momento en que se deteriora inexorablemente su salud.
Muere el 27 de abril de 1937 después de 10 años de
cautiverio, enfermo de “Mal de Pott”, una mezcla de tuberculosis y
arterioesclerosis y víctima, a su vez, al igual que miles de ciudadanos
italianos, de un crimen de Estado de lesa humanidad, consistente en reprimir a
como diera lugar cualquier asomo de opinión en contra del gobierno de
Mussolini. Sus “Cartas desde la cárcel” y “El árbol del erizo”, testimonian su
amor por Giulia su esposa, Tania, su cuñada y sus hijos Delio y Giuliano que no
lo conocieron por su exilio familiar en Rusia.
Nadie se explica cómo la obra gramsciana pudo salir del
infame presidio de la isla de Ustica y la cárcel milanesa de San Vittore donde
fue confinado, sobrevivir al asedio de la enfermedad, la muerte y el olvido y
no ser convertida en un rescoldo ideológico en la hoguera de sus carcelarios
fascistas o en los custodios de la pureza del dogma marxista (los burócratas
estalinistas y sus desfigurados soviets y los partidos comunistas revisionistas
al igual que la Socialdemocracia europea, herederos de las contradictorias
ideas de la Tercera Internacional Obrera).
“Cuando estalla la
Revolución Rusa, Gramsci era un joven de 26 años hastiado del marxismo reseco,
acartonado, convertido en un inofensivo catecismo redactado por el pontífice
máximo de la Segunda Internacional (Karl Kautsky) y de su partido guía, la
Socialdemocracia alemana”, escribe el historiador inglés Perry Anderson
quien postula a Gramsci al lado de George Lukács, Karl Korsch y Walter Benjamín
como “fundador del marxismo occidental”. Hoy, 75 años después de su muerte,
Europa le rinde tributo al intelectual orgánico que, con sus “cuadernos de la
cárcel”, transformó los idearios políticos de la segunda mitad del siglo XX.
Además de proponer una alianza entre obreros y campesinos
para acceder al poder político (propuesta vigente), plantear el papel de los
grupos marginales en las transformaciones sociales, sentar las bases de una
nueva interpretación geopolítica con la cual se analiza la actual crisis
europea, servir de modelo de lucha de aquellos movimientos contra las
dictaduras de los años 60 y 70 en Latinoamérica, dejó un legado ético y político
que lo convirtió en un ícono de la lucha revolucionaria y en testimonio de
eticidad política tan escasa hoy día, tanto en las prácticas de gobierno como
en las de oposición.
“Nos hemos apropiado
del pensamiento de Gramsci: el poder se gana con las ideas”, se le escuchó
decir emocionado a Nicolás Sarkozy en la primera vuelta de las elecciones
presidenciales francesas de 2007, expresión que demuestra cómo el pensamiento
de este marxista italiano ha influido hasta en la extrema derecha europea que
ha utilizado de manera oportunista su legado ideológico.
Con su pelo ensortijado y sus gafas redondas, Gramsci se
convirtió en “una moda más” al igual que la imagen del Che Guevara con un
girasol dentro de su fusil, Gandhi y su costosa desnudez y el lema pacifista
hippie de “paz y amor” evocado con nostalgia por algunos “intelectualoides
primaverales”.
El pensamiento gramsciano no sólo ha servido para orientar
el rumbo errátil de la izquierda italiana después de los Consejos de Turín de
1920. Muchos de los partidos y facciones socialistas europeos aun siguen sin
entender la relación dicotómica entre Estado y sociedad civil y cómo fue
posible una revolución en Rusia y no en la Europa Occidental.
Desde su primera edición en 1940, “Cuadernos de la cárcel”
sirve como punto de encuentro para aquellos que han pretendido adaptar las
experiencias de la Revolución de Octubre de 1917 a otros contextos
sociopolíticos y en valorar el papel determinante de las formas de conciencia
social (superestructura) en el
desarrollo histórico de los sistemas productivos.
La formación de corrientes gramscianas en todo el mundo,
hacen de su pensamiento una de las primeras teorías críticas globalizadas y una
de las primeras concepciones holísticas sobre la vida social. Gramsci cuestionó
esa visión epistémica separatista del saber: una ciencia económica para la
economía, una ciencia política para el Estado y su devenir ideológico, una
sociología para la sociedad civil, una ciencia jurídica (Derecho) para el mundo
normativo, una ética para estudiar y comprender la moral.
Las distinciones metodológicas se transmutas en odiosas
separaciones ontológicas, sostenía Gramsci y rompen la unicidad totalizante de
la vida social. Una visión atomizante y compartimentalizada fue la que permitió
que en algún momento de nuestra historia moderna, el capital se erigiera en la
nueva religión del mundo occidental (“religare”).
Gramsci sostenía en uno de sus “Cuadernos”, que una visión
transdisciplinaria, integral y totalizante de la vida social, enemiga de
separatismos y reduccionismos positivistas, permitiría la entronización de un
pensamiento crítico y emancipatorio.
Un ejemplo claro de la importancia del aporte de las ideas
políticas gramscianas, fue la forma cómo se pudo comprender la irrupción en
América Latina de una oleada de regímenes militares “progresistas” o
“desarrollistas”: Juan Domingo Perón en Argentina, Lázaro Cárdenas en México,
Getúlio Vargas en Brasil, Gustavo Rojas Pinilla en Colombia, Juan Velasco
Alvarado en el Perú.
Estos regímenes ponen en práctica formas de “modernización
conservadora”, “revoluciones pasivas” como las llamará el pensador italiano,
muchas veces acompañadas de “cesarismos”, formas caudillistas donde un líder
carismático establece un vínculo populista y directo con sus comunidades.
Ejemplos claro de ello fueron, entre otros, Porfirio Díaz en
México, Jorge Eliécer Gaitán (“El pueblo soy yo”) en Colombia, Agustín Gamarra
en el Perú, Andrés de Santa Cruz en Bolivia y Eva Perón en Argentina.
Tres cuartos de siglo después de la muerte de Gramsci su
obra y su testimonio de vida siguen orientando desde su praxis libertaria a
todos los que piensan en el papel determinante de la cultura y la educación en
los cambios sociales y “a todos aquellos que no han renunciado a la búsqueda de
caminos que nos conduzcan a otro mundo posible” (Razmig Keucheyang, profesor de
Sociología de la Universidad de París).