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Venus sonrriente ✆ Diego Velázquez |
Los filósofos medievales estaban fascinados por los
espejos. En particular, se interrogaban acerca de la naturaleza
de las imágenes que en ellos aparecían. ¿Cuál es su ser (o,
sobre todo, su no-ser)? ¿Son cuerpos o no-cuerpos, sustancias o
accidentes? ¿Se identifican con el color, con la luz o con la sombra? ¿Están dotadas
de movimiento local? ¿Y de qué modo el espejo puede acoger las formas? Por
cierto, el ser de las imágenes debe de ser muy particular, porque si
fueran simplemente cuerpo o sustancia, ¿cómo podrían ocupar el espacio que
ya está ocupado por ese cuerpo que es el espejo? Y si su lugar fuera el
espejo, desplazando el espejo también deberían desplazarse con él las
imágenes.
Ante todo, la imagen no es una sustancia, sino un
accidente que no está en el espejo como en un lugar, sino como en
un sujeto (quod est in speculo ut in
subiecto). Ser en un sujeto es, para los filósofos medievales, el modo
de ser de lo que es insustancial, es decir, lo que no existe de por sí,
sino en alguna otra cosa (dada la proximidad entre la experiencia amorosa
y la imagen, no sorprenderá mucho que tanto Dante como Cavalcanti
definan en el mismo sentido el amor como “accidente en
sustancia”).
Foto: Giorgio Agamben |
De esta naturaleza insustancial derivan, para la
imagen, dos características. Dado que no es sustancia, ella no
tiene una realidad continua ni puede decir que se mueva a través de
un movimiento local. Ella más bien es engendrada a cada instante según el
movimiento o la presencia de quien la contempla: “como la luz es creada
siempre de nuevo según la presencia de lo alumbrante, así decimos de la
imagen en el espejo que ella se genera cada vez según la presencia de
quien mira”.
El ser de las imágenes es una continua generación (semper nova generatur). Ser de
generación y no de sustancia, ella es creada nuevamente a cada instante
como los ángeles que, según el Talmud, cantan la alabanza de Dios y
enseguida se hunden en la nada.
La segunda característica de la imagen es la de no ser
determinable según la categoría de la cantidad; no ser
propiamente una forma o una imagen, sino sobre todo una “especie de imagen o de forma (species
imaginis et formae)”, que en sí no puede ser larga ni ancha, sino que
sólo “tiene una especie de largo y de ancho”. Las dimensiones de la
imagen no son, por ende, cantidades mensurables, sino
solamente especies, modos de ser y “hábitos” (habitus vel disposiciones). Esto -la capacidad de referir
sólo a un “hábito” o a un ethos- es el
sentido más interesante de la expresión “ser en un sujeto”. Lo que es en
un sujeto tiene la forma de una especie, de un uso, de un gesto. No es
nunca cosa, sino que es siempre y solamente una “especie de cosa”.
El término species, que significa “apariencia”,
“aspecto”, ”visión” deriva de una raíz que significa “mirar, ver” y que
se encuentra en speculum, espejo, spectrum,
imagen, espectro, perspicuus, transparente, que se ve con
claridad, speciosus, bello, que se da a ver, specimen, espécimen,
ejemplo, señal, spectaculum, espectáculo. En la terminología
filosófica, species es usado para traducir el griego eidos (como genus,
género, para traducir genos), de aquí el sentido que el término
adquirirá en las ciencias de la naturaleza (especie animal o
vegeral) y en la lengua del comercio, dónde
el término significará “mercancías”, en particular en el sentido
de “drogas”, “especias” y, más tarde, dinero (especes).
La imagen es un ser cuya esencia es la de ser una
especie, una visibilidad o una apariencia. Un ser especial es aquel
cuya esencia coincide con su darse a ver, con su especie.
Ser especial es absolutamente insustancial.
No tiene lugar propio, sino que le ocurre a un sujeto, y está en
ese sentido como un habitus o un modo de ser, como la imagen
está en el espejo.
La especie de cada cosa es su visibilidad, es decir su
pura inteligibilidad. Especial es el ser que coincide con su
hacerse visible, con su propia revelación.
El espejo es el lugar en el que descubrimos
que tenemos una imagen y, al mismo tiempo, que ella puede
ser separada de nosotros, que nuestra “especie” o imago no
nos pertenece. Entre la percepción de la imagen y el reconocerse en ella hay un
intervalo que los poetas medievales llamaron amor. El espejo de
Narciso es, en este sentido, el manantial de amor, la
experiencia inaudita y feroz, de que la imagen es y no es nuestra imagen.
Si se elimina el intervalo, si nos reconocemos sin
habernos desconocido y amado -aunque sea por un instante en la
imagen, eso significa ya no poder amar, creernos dueños de la propia
especie y coincidir con ella. Si se dilata indefinidamente el
intervalo entre la percepción y el reconocimiento, la imagen es interiorizada como
fantasma y el amor cae en la psicología.
Los medievales llamaron a la especie intentio, intención. El
término nombra la tensión interior (intus tensio) de cada ser, que lo
empuja a hacerse imagen, a comunicarse. La especie, en este sentido, no es
otra cosa que la tensión, el amor con el cual cada ser se desea a sí
mismo, desea perseverar en el propio ser, comunicarse a sí mismo. En la
imagen, ser y desear, existencia y conato coinciden perfectamente. Amar a
otro ser significa desear su especie; es decir, el deseo con que él desea
perseverar en su ser. El ser especial es, en este sentido, el ser
común o genérico y éste es algo así como la imagen o el rostro de la
humanidad.
La especie no subdivide el género, lo expone. En ella,
deseando y siendo deseado, el ser se hace especie, se hace visible. y
ser especial no significa el individuo, identificado por ésta o
aquella cualidad que le pertenecen de modo exclusivo. Significa, por el
contrario, un ser cualquiera(1), es decir un ser tal que es indiferentemente
y genéricamente cada una de sus cualidades, que adhiere a ellas sin dejar
que nadie lo identifique.
“El ser cualquiera es deseable” es una tautología.
“Especioso” significa bello y, más tarde, no verdadero,
aparente. Especie significa lo que hace visible y, más tarde, el principio de
una clasificación y de una equivalencia. Hacer especie significa
“asombrar, sorprender” (en sentido negativo); pero que los individuos
constituyan una especie es tranquilizador.
Nada es más instructivo que este doble significado del
término ”especie”. Ella es lo que se ofrece y se comunica a
la mirada, lo que hace visible y, a la vez, lo que puede -y debe
a toda costa- ser fijado en una sustancia y en una
diferencia específica para poder constituir una identidad.
Persona significa originariamente máscara, es decir,
algo eminentemente “especial”. Nada muestra mejor el sentido de los
procesos teológicos, psicológicos y sociales que invisten a la persona que el
hecho de que los teólogos cristianos se hayan servido de este término para
traducir el griegohypóstasis, es decir, para ligar la máscara a una
sustancia (tres personas en una sola sustancia). La persona es la captura
de la especie y su anclaje a una sustancia para hacer posible la
identificación. Los documentos de identidad contienen una fotografía
(u otro dispositivo para capturar la especie).
Lo especial tiene que ser reducido siempre a lo personal
y éste, a lo sustancial. La transformación de la especie en un
principio de identidad y de clasificación es el pecado original
de nuestra cultura, su dispositivo más implacable. Se
personaliza algo -se lo refiere a una identidad- sólo
para sacrificar su especialidad. Especial es, de hecho, un ser
-una cara, un gesto, un acontecimiento- que, sin parecerse a alguno,
se parece a todos los otros. El ser especial es delicioso porque se
ofrece por excelencia al uso común, pero no puede ser objeto
de propiedad personal. De lo personal, en cambio, no son posibles el
uso ni el gozo, sino que es sólo propiedad y celos.
El celoso confunde lo especial con lo personal; el bruto,
lo personal con lo especial. La jeune filie es celosa de sí
misma. La buena mujer se brutaliza a sí misma.

(1) [N. de T] Para una mejor comprensión del uso que da
Giorgio Agamben a la noción de “qualunque”, ver su libro La comunita
che viene, Turín, Einaudi, 1990. (Hay traducción al español: La
comunidad que viene, Valencia, Pre-textos, 1996).
Este
texto fue obtenido íntegramente de:
Agamben, Giorgio. Profanaciones. Editado por Fabián Lebenglik. Traducido por Flavia Costa y Edgardo Castro. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005.
Agamben, Giorgio. Profanaciones. Editado por Fabián Lebenglik. Traducido por Flavia Costa y Edgardo Castro. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005.