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Pankaj Mishra |
“Oh, Oriente es
Oriente y Occidente es Occidente, y nunca se encontrarán los dos”, escribió
Rudyard Kipling en 1889. Esto no era sino una ilusión, y nadie lo sabía mejor
que el poeta del mismo Raj imperial: de hecho, ese mismo año Kipling visitó
Hong Kong y lamentó el probable impacto de llevar las vías férreas y los
periódicos a China. “¿Qué pasará cuando
China realmente despierte?”
Con el imperio británico en el cénit de su poder, no era una
preocupación inmediata. Los chinos podían enorgullecerse de evitar el destino
de un “país perdido” como la India, con sus virreyes y su emperatriz
extranjeros, pero la dinastía Qing fue perdiendo el control y sólo unos pocos
años después la rebelión nacionalista Boxer sería brutalmente aplastada por una
fuerza expedicionaria occidental, lo que precipitó una crisis que China no
remontó hasta pasado medio siglo. <><> Read
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Sin embargo, muy poco a poco, el balance global estaba
empezando a inclinarse en la otra dirección. Cuando Japón aniquiló gran parte
de la flota rusa en el estrecho de Tsushima en mayo de 1905, se anunció al
mundo el surgimiento de la primera potencia no occidental en los tiempos
modernos. La primera guerra mundial precipitó un profundo examen de conciencia
en Europa y La decadencia de Occidente, la obra de Oswald Spengler tan
cargada de penumbra, captó el ambiente de pesimismo weimariano. Informando desde
las líneas del frente greco-turco en Anatolia, el historiador Arnold Toynbee
vislumbró un nuevo poder en el este, y el gradual decrecimiento de esa “sombra
sobre el resto de la humanidad [que] es arrojada por la civilización
occidental”. En tanto el intento de Grecia por el imperio fue rechazado por el
ejército turco nacionalista liderado por Mustafa Kemal (más tarde Atatürk),
Toynbee extraía implicaciones mundiales: Europa, advirtió, ya no podía pagar su
tradicional indiferencia hacia el este y ahora tendría que llegar a un acuerdo
con la existencia de otras civilizaciones.
Sus palabras no fueron atendidas inmediatamente, y algunos
dirían que Occidente tiene todavía mucho camino por recorrer para aceptar otras
tradiciones culturales e intelectuales como realmente iguales. Sin duda, la
disminución de su predominio económico y el actual despertar chino que Kipling
había previsto aceleran el proceso. Este libro inteligente y vivaz de Pankaj
Mishra, escritor indio cuyos trabajos anteriores han explorado el entramado de
pensamientos y creencias contemporáneos europeos y asiáticos, también puede
ayudar. From the Ruins of Empire ofrece una explicación de cómo, en
el apogeo de hegemonía global europea, intelectuales árabes, persas, indios,
chinos y japoneses respondieron a la intrusión de colonos, diplomáticos y
mercaderes. Soñando con la resistencia y la reafirmación, abogaron por la
solidaridad – a veces de los musulmanes, a veces de los asiáticos – y sintieron
una profunda humillación en su impotencia ante el desequilibrio de poder
global. La idea de que lo que estaba ocurriendo era una gran enfrentamiento
entre las fuerzas de la modernidad occidental y la tradición oriental siempre
ha apoyado una visión bastante benigna y con frecuencia francamente
celebratoria de “la expansión de Europa”. Mishra acepta el paradigma, pero no
hay nada que sea muy positivo en el relato visto a través de los ojos de sus
víctimas y críticos.
El primer pensador de ese tipo es la misteriosa figura de
Jamal al-Din al-Afghani, que nació en un pueblo en el noroeste de Persia en
1838 y falleció en Estambul en 1897. Un chií que se hizo pasar por musulmán
suní de origen afgano, cuyas andanzas -entre Persia, Afganistán y el Raj, las
tierras otomanas, Egipto y Rusi – le dieron una aguda apreciación de las
posibilidades del Islam como fuerza política antioccidental. Cuando los
funcionarios de Whitehall pasaban noches en vela pensando en la
amenaza panislámica al Raj, Egipto y Sudán, en buena parte era gracias
a Afghani y a los que él inspiraba. Más tarde, sus acólitos incluyeron
a los nacionalistas egipcios anteriores a la Primera Guerra Mundial, así
como a figuras clave en el movimiento árabe e indio de entreguerras para
restaurar el Califato, un intento fallido de forjar la unidad política entre
los musulmanes después de la caída de la dinastía otomana. Tampoco fue olvidado
por los intelectuales emigrantes iraníes de la posguerra, que pasaban sus
días en los cafés de la Rive Gauche tramando la caída del Sha.
Afghani tenía edad suficiente para haber nacido con las
viejas costumbres, pero fuerza suficiente para ver que sin una reforma de la
educación, que tuviera en cuenta la ciencia moderna, esas tradiciones
perecerían. Perteneció a la primera generación de periodistas en árabe, y
comprendió el poder de la palabra impresa: su debate con el historiador francés
Ernest Renan sobre la relación entre el Islam y la modernidad fue un encuentro
dramático en el que Renan quedó en segundo lugar. Pero al igual que algunas de
las otras figuras que Mishra revive para nosotros, Afgani murió como un hombre
desilusionado, decepcionado a su vez por los gobernantes de Afganistán, Persia
y el Imperio Otomano.
Aunque nació una generación más tarde, en 1873, el
reformador chino Liang Qichao ofrece una especie de vida paralela, y no sólo en
sus frustraciones. Al igual que Afghani, Liang comprendió el poder de la prensa
y empuñó la pluma con efecto contundente, enseñando (entre otros) al
joven Mao Zedong que la reforma política era imprescindible para apuntalar el
Estado y salvar a la nación. Y al igual que Afghani, Liang conocía el oeste
mucho mejor que el oeste lo conocía a él: viajó extensamente a través de
los EE.UU. y su experiencia de las agudas desigualdades de riqueza y del
racismo de la Edad dorada influyeron en su visión de China.
Un grupo dispar, los pensadores preferidos de Mishra son
vagabundos, cosmopolitas anti-coloniales que sueñan con nuevas alianzas de
pueblos y que advierten del materialismo occidental y de la necesidad de
preservar la espiritualidad y la fe a través de las fronteras. Cuando mira a
China, inevitablemente nos hacemos una idea de la atracción del nacionalismo
anticolonial, de la atracción del socialismo occidental y del sueño del
progreso material. Pero hay poco espacio para los muchos socialistas,
teósofos, feministas y racionalistas que florecieron, sobre todo en el Raj, y
el libro en realidad no trata de explicar el repentino giro hacia el socialismo
de los intelectuales árabes de entreguerras. De hecho, lo que ofrece es en
cierto modo una visión de los caminos no recorridos. Las invocaciones sin fin
de la espiritualidad oriental -ejemplificados en los pronunciamientos
proféticos del poeta bengalí y premio Nobel Rabindranath Tagore, quien también
ocupa un lugar preponderante en este libro- suenan ahora raras. Las actuales
élites políticas y empresariales de Asia y el Medio Oriente compiten por el
capital occidental. Boutiques y multimillonarios en Mumbai, Prada y Louis
Vuitton en Beijing, sin mencionar Dubai: todo esto era prácticamente la visión
de Tagore del infierno -el triunfo final del deseo de Occidente de cosas-, pero
ha ganado a la vida contemplativa sin mucha lucha.
Tagore, por su parte, era más una figura de su tiempo de lo
que concede Mishra. En términos generales, su generación hablaba con tanta
facilidad acerca de las “civilizaciones” como lo hacían sus contemporáneos
occidentales, como Spengler y Toynbee. Sus pronunciamientos a veces tendían a
verdades profundas, pero a menudo se tambaleaban al borde del vacío, y la forma
en que ambos, Tagore y Toynbee, fueron abrazados en el período de entreguerras
como eruditos-videntes unificadores de un mundo dividido ahora parece
claramente exagerada. Resulta interesante preguntarse hasta dónde los
orientales de Mishra debían su discurso de declinación civilizacional y
resurgimiento, de espíritu frente a la materia, a los orientalistas europeos,
que eran a la vez sus profesores y sus oponentes. Pero su deuda con estos
últimos podría explicar por qué a menudo surgen como críticos mucho más
eficaces de la hipocresía y los defectos occidentales de lo que lo hacen como
guías de sus propias tradiciones.
En todo caso, ¿había un “Este”? ¿Cuánto – aparte del dolor
de ser tratado con condesdendencia, gobernado y humillado de incontables
maneras por europeos y estadounidenses- compartían realmente los muy diferentes
credos, lenguas y comunidades históricas de las tierras entre el Mediterráneo y
el Pacífico? La verdad es que los cosmopolitas -sea el anticolonial o el
comunista- quedaron en general decepcionados por el siglo XX y por la rápida
propagación del nacionalismo en el mundo colonial a manos de tecnócratas,
militares y funcionarios de partido. En la década de 1930, a más tardar, el
panislamismo y el panarabismo habían muerto como proyecto político, y tampoco
Nasser ni (mucho más tarde) al-Qaeda tenían alguna posibilidad de revivirlos.
En cuanto al panasianismo, más o menos le fue asestado un golpe mortal
una vez que los japoneses lo convirtieron en una excusa para su propia versión
del imperialismo.
Mishra alaba el movimiento de países no alineados y, como
esfuerzo de los países en desarrollo opuestos a la guerra fría, fue
impresionante. Pero no fue el inicio de un tipo de movimiento anticolonial
solidario. En el momento en que el imperio se derrumbó, India y China
comenzaron su lucha por el liderazgo regional, aprovechando la derrota de
Japón. La Asia de hoy carece sorprendentemente de un impulso serio hacia la
integración política. Al final, fue la Turquía de Atatürk -al forjar una
orgullosa independencia como Estado nacional- la que resultó ser el modelo más
potente.
Sin embargo, hay una verdad más profunda en el libro de
Mishra que también sigue siendo pertinente. Vivimos en una época en que la
llamada comunidad internacional, impulsada por las preocupaciones éticas de
Occidente, ya no respeta la inviolabilidad de la soberanía del Estado o la
inviolabilidad de las fronteras, e interviene por razones humanitarias con
mayor facilidad que en cualquier otro momento del siglo pasado. Los políticos
occidentales sermonean a los turcos por el reconocimiento del genocidio, y
regañan a los chinos por sus abusos contra los derechos humanos. Tal vez este
libro les ayudará a complementar su sentido de la justicia moral con un poco de
comprensión histórica. La memoria del imperialismo europeo sigue siendo un
factor político vivo en todas partes, desde Casablanca a Yakarta, y si uno está
hablando de energía nuclear con Teherán o del futuro del renminbi con los
chinos, la diplomacia contemporánea errará si no lo toma en cuenta. Por
supuesto, como indica el ejemplo de Robert Mugabe, las élites del mundo en
desarrollo pueden tener sus propias y muy egoístas razones para insistir en los
males del imperio; sin embargo, esa retórica resuena. A nadie le gusta que le
digan qué hacer, y el imperio era sobre todo eso. Como registro de lo que
algunos de los comentaristas más perspicaces pensaban de los valores y las
pretensiones occidentales, From the Ruins of Empire conserva la
facultad de instruir e incluso de sacudirnos. Nos proporciona una visión
interesante del vasto y aún inexplorado terreno de gran parte del pensamiento
anticolonial, el que dio forma a gran parte del mundo posoccidental en el que
vivimos ahora.
Traducción
de Anaclet Pons en Clionauta