
I
La caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión
Soviética, acontecimientos decisivos en la historia del mundo del siglo XX, han
suscitado indudablemente algunos cambios de nota en la orientación de los
marxismos durante la última década. Sin embargo, estos cambios parecen haber
afectado más al estado de ánimo de los militantes de las organizaciones
socialistas y comunistas que a los temas que se abordan desde un punto de vista
marxista. Dicho con otras palabras: la relativa continuidad de los asuntos
preferentemente tratados por autores que han seguido declarándose marxistas
después de la desaparición del “socialismo real” guarda poca relación con el
declive, evidente, de la perspectiva revolucionaria que durante más de un siglo
inspiró a la mayoría de las organizaciones social-comunistas. El número de
personas que desde 1990 votan opciones social-comunistas de inspiración
marxista, sobre todo en Europa, ha descendido de forma tan notable como el
número de intelectuales que en los últimos quince años siguen declarándose
marxistas. A pesar de lo cual, un repaso detallado de la literatura marxista
aparecida en revistas y editoriales durante esta fase muestra que apenas hay
discontinuidad respecto de los temas que prioritariamente empezaron a abordarse
ya al final de la década de los setenta del siglo XX.
En este ensayo me propongo: 1º documentar la observación,
que puede parecer paradójica, hecha en el párrafo anterior; 2º ofrecer una
explicación argumentada de por qué, a pesar de la dimensión y la influencia
mundial de los acontecimientos mencionados, hay más continuidad que
discontinuidad entre los marxismos del cambio de siglo y los marxismos de la
década de los setenta; y 3º apuntar, al hilo de esa argumentación, algunos de
los temas, rasgos o características nuevas de los marxismos en el momento
actual.
Una vía posible para documentar la observación de la que he
arrancado es comparar los resultados electorales de los partidos comunistas y
poscomunistas entre 1990 y 2004, en los países de Europa en que dichos partidos
habían alcanzado antes una implantación importante (Italia, Francia, Grecia,
España, Alemania, Portugal, etc.), con los temas de los que, en el mismo
período, se han ocupado algunas de las revistas teórico-políticas que se suele
considerar representativas del área social-comunista: New Left Review, Marxism
Today,Monthly Review, Rethinking Marxism, Historical materialism, Democracy
and Socialism en el área anglosajona; Il Manifesto, Critica
marxista, Liberazione,Rinascita, en Italia; Actuel Marx, La
pensée, Critique communiste, Contretemps, en Francia; Das
Argument, en Alemania; mientras tanto, El viejo topo, Utopías-Nuestra
bandera, Viento Sur, en España, etc (1).
Los resultados electorales de los partidos políticos que
siguen llamándose a sí mismos comunistas o que, al menos, no han renunciado a
la inspiración marxista y socialmente transformadora son, obviamente, cada vez
peores en casi toda Europa. Con algunos matices que no hay que despreciar (en
ese periodo IU, por ejemplo, obtuvo algunos de sus mejores resultados, PCF y
otros grupos de izquierda marxistas consiguieron juntos un buen porcentaje de
votos en alguna elección, RC y PCP han tenido a veces resultados aceptables),
la tendencia al declive es evidente: lo que habitualmente se denominaba
social-comunismo, que había llegado a ser en algunos países europeos la segunda
fuerza socio-política, ya no es hoy ni siquiera la tercera, desplazada en la
mayoría de los países en los que tuvo mayor potencial por los partidos verdes,
por los nacionalismos o por fuerzas populistas conservadoras. Desde 1990, y en
mayor medida durante esta última década, el principal segmento social que
sostuvo a los partidos comunistas de Europa durante décadas, la clase obrera,
ha ido abandonando el espacio social-comunista para situarse o en el espacio
social-liberal, que es el espacio que ha venido a ocupar lo que
tradicionalmente representaba la socialdemocracia, o directamente en el espacio
neo-liberal y populista conservador (como se ve, sobre todo en Francia y en
Italia), o bien en el ámbito, más complejo y oscilante, de la abstención
política.
Aunque no es el único factor explicativo (sin duda ya había
otros: la pérdida de peso del proletariado industrial frente a categorías
emergentes de asalariados; la fragmentación acelerada de las clases
trabajadoras en las últimas décadas; el paso de la organización fordista del
trabajo de fábrica a una organización posfordista o toyotista, etc.) la derrota
del socialismo autodenominado “real”, el hundimiento de la Unión Soviética y la
desaparición de lo que se llamó el mundo socialista son motivos que han acabado
teniendo una influencia decisiva en la inflexión antedicha. Pues,
independientemente de lo que muchos de los trabajadores pensaran antes de la
caída del muro de Berlín acerca de cómo llamar a lo que desde 1917 se estaba
construyendo en la Unión Soviética, ese otro mundo (se llamara socialismo,
protosocialismo, capitalismo de estado o socialismo burocráticamente
degenerado) era, por lo general, percibido como algo distinto del capitalismo
realmente existente y, en última instancia, como un contrapoder al imperio del
capital, de cuya mera existencia, por su simple estar-ahí, se podía esperar,
por la reacción que provocaba entre los capitalistas, un tipo de mejoras
socio-económicas que ya algunos de los ideólogos de la década de los sesenta
empezaron a llamar “estado del bienestar”.
Para aclarar mejor la situación que se ha ido creado entre
los marxistas desde 1990 hay que distinguir dos cuestiones que, estando
interrelacionadas, no conviene identificar apresuradamente. La primera de ellas
viene de muy lejos, casi de los orígenes mismos de lo que empezó a denominarse
marxismo en el último tercio del siglo XIX. Y es que ya desde entonces, pero
aún más señaladamente desde 1914-1917, ha habido varios marxismos, es
decir, varias interpretaciones consolidadas de los escritos filosóficos,
económicos y político-sociales de Karl Marx.
La idea, explícitamente formulada por Lukács, de que en
cuestiones de marxismo la ortodoxia está en el método no debe llamar a engaño.
Puesmétodo, ya en el marxismo de Marx, es una palabra que connota muchas más
cosas de lo que la palabra denota para un científico: alude no sólo a la forma
en que hay que proceder para captar y exponer datos empíricos, sino también a
un estilo de pensamiento, a un programa de investigación, a tesis varias sobre
la relación entre el ser humano y la naturaleza y a la intención de cambiar el
mundo en un sentido revolucionario. Como suele ocurrir con las grandes
cosmovisiones que en el mundo han sido, de las distintas maneras de interpretar
todas esas cosas han salido y se han ido perfilando, también en este caso,
marxismos diferentes en la forma de abordar temas básicos de la antropología
filosófica, relativos al metabolismo entre seres humanos y la naturaleza
entorno, pero también, y sobre todo, muy diferentes en la forma de abordar el
mundo socio-político. Las distinciones históricas, primero entre un marxismo
revolucionario y un marxismo académico, luego entre un marxismo reformista y un
marxismo revolucionario, más tarde entre marxismo ruso-soviético y marxismo
occidental y, por último, entre marxismo economicista y marxismo de la
subjetividad o entre marxismo humanista y marxismo estructuralista, dan cuenta
de ese equívoco acerca de la ortodoxia.
Esto permite explicar que desde el primer momento haya
habido versiones tan diferentes y tan contrapuestas de lo que significó la
revolución rusa de octubre de 1917 y de lo que se llamó construcción del
socialismo. Mientras que un marxista como Lenin podía argüir que lo iniciado en
1917 era precisamente la realización de la perspectiva metodológica y
revolucionaria de Marx, un marxista como Kautsky podía declarar, en términos
peyorativos, que eso mismo era la negación de la perspectiva que Marx había
abierto en El capital, y un marxista como Gramsci acoger positivamente
(ateniéndose a la subjetividad, a la voluntad de los actores) aquella
revolución que consideraba, sin embargo, como una revolución contra El capital
de Marx. Así pues, desde la observación de que, a lo largo del siglo XX, lo que
ha habido han sido varios marxismos, y no un sólo marxismo, se entiende mejor
que los propios marxistas de 1990 hayan vivido e interpretado de formas tan
diferentes la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética.
A lo que habría que añadir todavía otra diferencia, la espacial: el desarrollo
de los acontecimientos no se vio igual en la Europa rica que en los países
empobrecidos del mundo.
Podría decirse que para todos los marxistas lo ocurrido
entre 1986 y 1990 fue un acontecimiento inesperado y sorprendente. No conozco
ninguna prognosis o anticipación marxista anterior a la primera de esas fechas que
contemplara la posibilidad del derribo del muro, la disolución del Pacto de
Varsovia, la desintegración de la Unión Soviética y la autodisolución del
Estado y del partido. Pero, dicho esto, hay que añadir enseguida que mientras
unos marxistas valoraron los hechos como si tratara de una gran desgracia, o
sea, como el final de un mundo en el que habían puesto grandes esperanzas,
otros (entre los que sin duda se encontraba la mayoría de los marxistas de la
Europa occidental) vieron estos acontecimientos como una oportunidad histórica
positiva para volver a empezar, transitando, por fin, el camino hacia el
socialismo que al propio Marx le hubiera gustado recorrer. Se comprende que los
hechos no hayan sido vividos ni interpretados de la misma manera por marxistas
trotskistas (que desde los años treinta del siglo XX venían denunciando la
degeneración burocrática del estalinismo en la URSS), por marxistas libertarios
(que desde tiempo atrás consideraron que lo existente en la Unión Soviética no
era sino capitalismo de estado), por marxistas maoístas (que calificaban
aquella formación social de nueva potencia imperial) o por marxistas
eurocomunistas que entre 1969 y 1979 habían dejado de soportar la ideología del
“socialismo real”.
Atender a estas diferencias ideológicas previas, o sea, a la
existencia previa de diferentes marxismos, tiene importancia para explicar por
qué ha resultado ser un contrafáctico la afirmación recurrente de la ideología
dominante en el sentido de que 1989 representa no sólo el fin del comunismo
sino también el final del marxismo. Pues, de hecho, una buena parte de los
marxistas de orientación trotskista, libertaria o eurocomunista, y no sólo
ellos, sobre todo en Europa, tendieron a ver los acontecimientos de entonces no
como una nueva derrota sino más bien como la confirmación de anteriores
previsiones o deseos (por genéricas o genéricos que previsiones y deseos
hubieran sido) y, en todo caso como una nueva oportunidad histórica de volver a
fundir socialismo y democracia.
Aunque desde 1990 los grandes medios de comunicación de
masas (la televisión en primer lugar, pero también los principales medios de
difusión escritos) dejaron de ocuparse del marxismo y los marxistas, a no ser
para dedicarles algunos sarcasmos o necrológicas, y aunque desde entonces
editoriales y librerías de la mayoría de las provincias del Imperio han tendido
a tratar al marxismo como a perro muerto (2), lo cierto es que, al menos en el
plano de la producción teórica, el marxismo seguía ahí, y no precisamente
deprimido. Esto se puede comprobar, por ejemplo, siguiendo la revolución de las
revistas arriba mencionadas.
Es más: si se hace un estudio pormenorizado de los temas
abordados entre 1990 y 2000 por la mayoría de estas revistas (en particular por
las más influyentes: New Left Review, Marxism Today, Montly Review, Il
Manifesto, Actuel Marx) se verá que no sólo predomina en ellas la continuidad,
sino que, por lo general, el análisis de lo ocurrido desde la perestroika
soviética hasta la desaparición de la URSS, pasando por la caída del muro de
Berlín, ha sido hecho con relativa tranquilidad de espíritu y, desde luego, no
ha sido vivido como un trauma. La explicación de esto es sencilla y enlaza
precisamente con la decantación de los marxismos ya en las décadas anteriores:
casi todos los fundadores y colaboradores habituales de estas revistas (Perry
Anderson, Robin Blackburn, Eric J. Hobsbawm, Paul Sweezy, Rossana Rosanda,
Luigi Pintor, Lucio Magri, Jacques Texier, Jacques Bidet, Georges Labica,
Daniel Bensaïd, Michael Löwy) habían roto desde tiempo atrás con el tipo de
marxismo canonizado en la Unión Soviética y criticado, con mayor o menor
rotundidad, el mundo que entonces se vino abajo.
No se puede decir que en los ensayos y números monográficos
publicados por estas revistas (o en los libros y recopilaciones que han
propiciado en las casas editoras a ellas vinculadas) desde 1990 hasta el final
de siglo haya habido coincidencia de análisis sobre las consecuencias de los
principales acontecimientos; y, desde luego, los tonos y talantes con que han
sido abordados los problemas contemporáneos (la globalización, la crisis
ecológica., los embates contra el estado asistencial, la guerra de los
Balcanes, el nuevo papel de China en la economía mundial, la
norteamericanización del mundo, etc.) son bastante distintos (3). Pero parece
haber habido en esos años al menos un acuerdo bastante generalizado en que la
crisis del socialismo llamado “real”, al desideologizar definitivamente la
bipolaridad de la guerra fría, acabaría por suscitar también la crisis y, tal
vez, el derrumbe del neoliberalismo. Sintomático en este sentido es, por
ejemplo, el contenido del número especial que Marxism Today publicó a
finales de 1998; y lo es desde su título mismo: The dead of
Neoliberalism.
Esos eran también el tono y el talante de la mayoría de las
comunicaciones presentadas durante la conmemoración en París, en 1998, del 150
aniversario de la publicación de El manifiesto comunista, a la que asistieron o
se adhirieron varios centenares de intelectuales relevantes de los cinco
continentes (4). En esa oportunidad, reconociendo ya sin subterfugios la
pluralidad de corrientes surgidas de la lectura y la interpretación de Marx, o
sea, que para hablar con propiedad en estos tiempos, debe hablarse de marxismos
(en plural) y después de poner en solfa la idea de ortodoxia, los marxistas del
final del siglo XX demostraban que el viejo “método”, del que Marx dijo que iba
a ser “el horror de la burguesía”, seguía siendo operativo al menos en un
ámbito muy querido del propio Marx: el de la historia y la historiografía.
Notas
(1) La lista de revistas no pretende ser exhaustiva. En los
últimos años han aparecido otras, algunas de ellas exclusivamente electrónicas,
que publican habitualmente ensayos marxistas: Alternative (Italia), Herramienta (Argentina),Memoria y Bajo
el volcán (México), Gramsci e o Brasil (Brasil), Rebelión y La
Insignia(España).
(2) Dos excepciones: el espacio dedicado a la aparición de Espectros
de Marx, de Derrida, en 1993, y el tratamiento que Le monde diplomatique,
en sus distintas ediciones (francesa, italiana e iberoamericana), suele dar a
libros y ensayos de orientación marxista. Sobre el impacto de la obra de
Derrida puede verse: M. Spinker (ed.), En torno a Espectros de Marx, de Jacques
Derrida, Akal, Madrid, 2002.
(3) Estas diferencias de análisis tienen que ver también con
anteriores decantaciones ideológicas de los autores mencionados, muy patentes
desde finales de la década de los sesenta, y con obra apreciada ya entonces:
Anderson, Blackburn, Bensaid, Löwy proceden de diversas corrientes trotskystas;
los demás, en conflictivo diálogo con los partidos comunistas de sus
respectivos países (Inglaterra, EE.UU, Italia o Francia).
(4) Véase AA.VV. Le Manifeste communiste aujourd´hui, Les
Editions de L´Atelier, París, 1998 (con intervenciones de, entre otros: Samir
Amin, Daniel Bensaïd, Jean-Yvez Calvez, Francisco Fdez Buey, Eric J. Hobsbawm,
Liêm Hoan´Ngoc, Boris Kagarlitsky, Georges Labica, Michael Löwy, Ellen Meiksins
Wood, Jacques Texier y André Tosel).
II
Todavía hoy en día suele haber un acuerdo bastante
generalizado, incluso en los ambientes académicos, sobre la bondad teórica de
una al menos de las aproximaciones marxistas finiseculares a lo que ha sido la
historia del siglo XX, la de Eric J. Hobsbawm sobre “la edad de los extremos”
(1). Y, efectivamente, mucho de lo mejor que, en el plano teórico, han
producido los marxismos durante la última década ha estado dedicado a encontrar
explicaciones plausibles de lo ocurrido entre 1917 y 1990, es decir, a la investigación
de las causas y motivos por los que un mundo que pudo ser no fue. Esto incluye
una nueva forma de abordar y valorar el papel desempeñado por corrientes y
autores que en otros tiempos fueron tratados con la óptica simplificadora de la
ortodoxia y el revisionismo. E incluye también un número considerable de
investigaciones dedicadas al estudio y revalorización de algunas de las utopías
históricas en la línea que abrieron en su momento (y desde lo que entonces se
consideraba heterodoxia) Ernst Bloch y Walter Benjamin.
Más allá, pues, de la interpretación lúcida de lo que ha
sido el siglo XX, de lo que pudo ser y no fue, los marxistas de estos últimos
años, dentro y fuera de las universidades, están escribiendo un importante
capítulo de la historia de las ideas que incluye la reconsideración
documentada, sensible y renovadora de la obra de personajes clave del siglo XX
como Antonio Gramsci, Rosa Luxemburgo, Georg Lukács, Walter Benjamin, Bertolt
Brecht, Palmiro Togliatti o Ernesto Che Guevara (2). Este es el ámbito en que
resulta más patente la continuidad entre los marxismos anteriores y posteriores
a la caída del muro de Berlin, tal vez porque, como escribió hace años Pierre
Vilar, los historiadores han sido, por lo general, los investigadores menos
afectados por la campaña mundial de ruido y furia contra el marxismo.
Las novedades, relativas, en este ámbito de la
historiografía en general y de la historia de la ideas y de las ideologías en
particular son básicamente tres; y las tres tienen que ver con la hibridación
que, mientras tanto, se ha producido entre el materialismo histórico y la
crítica de la cultura o la forma de tratar la historia de las ideas desde la
tradición hermenéutica o desde las filosofías de la alteridad.
La primera de esas novedades, ya consolidada académicamente
en la última década, son los estudios culturales, en los que la influencia del
marxismo, o, por mejor decir, de algunos autores marxistas (Antonio
Gramsci, la Escuela de Frankfurt, Raymond Williams) es innegable, sobre todo en
las corrientes que se inspiran en la obra del palestino- norteamericano,
recientemente fallecido, Edward Said (3). La segunda novedad es lo que viene
llamándose en ingléssubaltern studies, una corriente historiográfica nacida en
la India, en parte por inspiración gramsciana, en relación con los denominados
estudios poscoloniales y con la pretensión explícita de superar los restos de
eurocentrismo que había en los escritos de Marx sobre la colonización británica
en la India y que ha seguido habiendo en los marxismos tradicionales; una
novedad, de cuyo interés da cuenta la obra de Ranahit Guha (4), y cuya
orientación ha ido cuajando también durante los últimos años en América Latina,
donde la inspiración gramsciana se junta con la renovación reciente del
indigenismo y con la influencia de la obra de Mariátegui, uno de los marxistas
más originales de aquel continente.
Y la tercera novedad es lo que podríamos denominar
ampliación del análisis crítico de la cultura (tanto en el sentido amplio de la
palabra cultura como en su acepción más restringida). En este campo resulta
apreciable, una vez más, la hibridación del marxismo con otras corrientes
filosóficas o con enfoques propios de la crítica artística, como se puede
apreciar, por ejemplo, en obras de orientación tan distinta (pero igualmente
sugerentes) como lo son las publicadas en estos últimos años por el poeta,
guionista, narrador y crítico de origen británico John Berger, por el pensador
norteamericano Fredric Jameson y por el filósofo esloveno Slavoj Zizek, los
tres formados en el marxismo pero con un concepto lo suficientemente amplio y
libre del mismo como para articularlo o entrecruzar ideas centrales del mismo
con las ideas de Lacan (en el caso de Zizek), del posmodernismo y la filosofía
de la deconstrucción (en el caso de Jameson) o con clásicos de otras
tradiciones, como Leopardi (en el caso de Berger).
Se podría objetar, no obstante, que la comprensión histórica
ha sido siempre la parte menos problemática de los marxismos y que ya en otro
cambio de siglo Benedetto Croce se mostró dispuesto a admitir que, estando
todavía vivo en el campo de la historiografía, el marxismo estaba muerto en
todo lo demás. O, ampliando esa afirmación a nuestra época, añadir que después
de 1990 el marxismo aún muestra su capacidad de comprensión de la historia
pasada, incluyendo la revisión de la historia de sus propias ideas en ese
pasado; pero que, en cambio, nada o muy poco tiene que decir acerca de los dos
asuntos que más ocuparon a Marx: la interpretación del modo de producir,
consumir y vivir en el capitalismo (en un capitalismo que, obviamente, ha
cambiado muchísimo desde 1883) y la organización de los sujetos y las
voluntades dispuestas a cambiar el mundo del base, o sea, en lo que hace a la
teoría del cambio social revolucionario.
Esta objeción nos lleva a la segunda cuestión, que querría
diferenciar de la primera.
Pues podría ocurrir, efectivamente, que los marxismos aún
tengan argumentos, y argumentos plausibles, para explicar por qué la historia
se fue por el lado menos pensado y por qué el socialismo ha sido derrotado en
el siglo XX (y aún para recuperar ciertos cabos sueltos de la historia y
mostrar que lo que la ideología dominante llama utopía con desprecio no era en
su momento una idea descabellada ni lo es en el momento actual), no obstante lo
cual hubiera que reconocer, sin embargo, que tanto el análisis socio-económico
del capitalismo inaugurado por Marx como sus previsiones acerca de una sociedad
regulada y de iguales no dan más de sí.
No hay duda ninguna de que la mayoría de la gente, al menos
en la parte del planeta en la que escribo, piensa hoy que las cosas son
realmente así: que eso a lo que hemos llamado marxismo y que ahora preferimos
llamar marxismos (en plural) aún puede tener cosas que decir sobre la historia
en general y sobre la historia de las ideas en particular, pero que se ha
convertido en un trasto inútil a la hora de tratar de entender el mundo en que
vivimos y de transformarlo. Y ¿qué mejor comprobación de que las cosas son así
que la observación, diariamente repetida, según la cual desde 1990 el poder del
capital se impone, se amplía, se generaliza y se globaliza mientras el presunto
sujeto de la transformación revolucionaria -a la que Marx y los marxistas de
las siguientes generaciones aspiraban- se aburguesa, reniega incluso de lo que
se hizo en su nombre (y no sólo de las barbaridades, que las hubo), se
convierte en accionista y, en última instancia, prefiere convivir con los
propietarios de los medios de producción y ofertantes de créditos bancarios a escuchar,
votar o unirse a los marxistas del nuevo siglo que todavía siguen diciendo
querer cambiar el mundo de base?
Aquella objeción y la pregunta impertinente con que
concluye, aunque no necesariamente formulada en los términos cortantes en que
aquí se hace, están en el trasfondo de una serie de debates y controversias en
el seno de los marxismos actuales. Estos debates y controversias versan sobre
si, hablando en general pero con propiedad, hay sujeto histórico de
transformación (es decir, si la historia de la humanidad tiene sujeto), si
puede seguir diciéndose con verdad que durante décadas y décadas de los siglos
XIX y XX ese sujeto ha sido el proletariado industrial y si, aún admitiendo que
la historia tenga algún sujeto y el proletariado lo haya sido conscientemente,
se puede hallar hoy en día algo equivalente a ese sujeto consciente en el mundo
del capital ya globalizado. Pietro Ingrao, Rossana Rossanda, Marco Revelli,
Luigi Pintor, Pietro Barcellona, Fausto Bertinotti, y en general toda una serie
de autores marxistas que suelen publicar en Il Manifesto, Liberazione, Alternative y
otras revistas de la izquierda social-comunista italiana han dedicado páginas
interesantes e intensas a esta cuestión y a otra directamente conectada con
ella: la prospección de los nuevos sujetos históricos de la transformación
social.
Es precisamente en este punto, el de la respuesta sobre el
papel actual de la clase obrera y su relación con lo que parecen ser otros
sujetos emergentes de la transformación social, donde los marxismos actuales
están más enfrentados. Lo cual es comprensible por las implicaciones políticas
inmediatas que tiene la respuesta que se dé a la objeción y a la pregunta. Una
de las paradojas del momento, que afectaba ya a los marxismos finiseculares, se
produce precisamente en este punto. Y se podría formular como sigue.
Los autores más próximos a los sindicatos
institucionalizados (al menos en Europa) tienden a reafirmar el papel de sujeto
transformador de los trabajadores industriales, aceptando en esto la vieja
tesis marxista sobre la centralidad de la oposición entre trabajo y capital;
pero puesto que la transformación que se prevé (y que defienden por lo general
los sindicatos) no va más allá de la consecución de ciertas mejoras o reformas
garantistas en el interior del sistema capitalista, y como esto es un caso que
entra en conflicto con otro postulado central de la teoría (“la clase obrera o
es revolucionaria o no es nada”, decía Marx drásticamente), la salida habitual
suele ser olvidarse del marxismo, al tratar los problemas del presente,
precisamente para evitar el conflicto entre teoría y empiria. De hecho, en los
sindicatos mayoritarios y en sus proximidades pocas veces se habla ya de
marxismo, salvo en actos conmemorativos del pasado.
En cambio, aquellos otros autores que vienen argumentando
que la vieja oposición entre el capital y el trabajo ha perdido en nuestros
días la centralidad que tuvo en otros tiempos, y que aducen como prueba de ello
precisamente la actitud mayoritaria en los sindicatos, por lo que, ateniéndose
a ese lado de la observación empírica, postulan que hay que pensar en nuevos
sujetos para la transformación deseable de un mundo dominado por la desigualdad
(o sea, en aquellos grupos, organizaciones, colectivos, “muchedumbres” o “multitudes”
que realmente se mueven en favor de esa transformación), estos otros autores,
digo, suelen afirmarse o reafirmarse luego como marxistas, aunque formalmente
lo hagan forzando la interpretación de Marx o a sabiendas de que entran en
conflicto con una tesis central de la teoría y que, por consiguiente, la nueva
contribución a la crítica de la economía política del Imperio está en gran
parte por hacer (5).
Es de consideraciones de este tipo (más que del análisis de
la historia del socialismo “real”) de donde suelen arrancar las más
interesantes controversias que se han producido entre marxistas en lo que
llevamos de nuevo siglo. Y tiene el valor de un síntoma, que ratifica lo dicho
en el primer punto de este papel, el hecho de que, por ejemplo, el debate sobre
la rectificación o renovación no se produjera en la New Left Review en
1990, inmediatamente después de la desaparición de la Unión Soviética y lo que
se llamó “caída del comunismo”, sino casi diez años después, al hilo de los
nuevos sucesos internacionales (sobre todo el desarrollo de la guerra en los
Balcanes), de la estimación de lo que estaba representando la extensión del norteamericanismoen
el mundo, y en polémica, precisamente, con las ilusiones de Marxism Today acerca
de la “muerte del neoliberalismo”.
Notas
(1) Eric J. Hobsbawm, Historia del siglo XX. Crítica,
Barcelona, 1995. Tres libros posteriores, de carácter autobiográfico o
dialógico, completan la visión de Hobsbawm: Años interesantes (Crítica,
Barcelona, 2003), El optimismo de la voluntad (Paidós, Barcelona, 2004) y
Entrevista sobre el siglo XXI (Crítica, Barcelona, 2004).
(2) Aportaciones de mucho interés en el ámbito de la
historia de las ideas y las ideologías han hecho en estos últimos diez años,
desde perspectivas marxistas diferentes, autores poco (o nada) traducidos en
España: Wolfgang Haug (en Alemania), Michael Löwy, Jacques Texier y André Tosel
(en Francia), Domenico Losurdo, Antonio A. Santucci, Guido Liguori, Giuseppe
Vacca, Alberto Burgio (en Italia), Marshall Berman, Joseph Buttigieg, Frank
Rosengarten (en EE.UU), Carlos Nelson Coutinho, Luiz Sérgio Henriques, Marco
Aurelio Nogueira (en Brasil).
(3) Véase B. Ashcroft y P. Ahluwalia, Edward Said: la
paradoja de la identidad. Edicions Bellaterrra, Barcelona, 2000.
(4) Ranahit Guha, Las voces de la historia y otros estudios
subalternos (Crítica, Barcelona, 2002); Selected Subaltern Studies (Oxford
University Press, 2003); La historia en el término de la historia universal
(Crítica, Barcelona, 2003).
(5) Esta es la conclusión de Toni Negri en sus escritos más
recientes, relacionados con la polémica que suscitó la publicación de Imperio
(traducción castellana: Paidós, Barcelona, 2001). Y para un replanteamiento tan
provocador como sugerente de la cuestión véase S. Zizek: “Los cibertrabajadores:
¿por qué no un Lenin ciberespacial?, Memoria, 185, julio de 2004.
III
En un interesante artículo de 1999, titulado “Renovaciones”,
Perry Anderson, uno de los fundadores de la revista, anunciaba la apertura de
una nueva serie de la NLF y, después de una somera historia de cinco décadas,
argumentaba las razones para el cambio. Pero entre esas razones sólo se alude
muy de pasada a lo ocurrido en la Europa de Este en la década de los ochenta.
La principal razón para la renovación, según Anderson, no hay que buscarla ahí,
ni siquiera en la constatación de que, a diferencia de lo que ocurría cuando la
revista se fundó, “el marxismo ya no predomina en la cultura de la izquierda”.
Pues esto último no es nuevo, a pesar de lo cual la revista había logrado salir
de la crisis sin desdoro.
El núcleo fuerte de la argumentación de Perry Anderson en
favor de la renovación no será, pues, la derrota del socialismo en la Europa
del Este sino más bien la observación crítica de dos actitudes muy
características de los últimos tiempos: de un lado, la acomodación (o
resignación) de la izquierda ante el triunfo generalizado del capitalismo, no
sólo en Europa sino en todo el mundo; de otro lado, la tendencia a la
auto-consolación, sobrestimando o hinchando los procesos que parecen ir en una
dirección contraria a la generalización del neoliberalismo y,
consiguientemente, a “alimentar ilusiones acerca de fuerzas de oposición
imaginarias”. Anderson constata que la clase obrera lleva veinte años
aletargada, que los trabajadores siguen estando a la defensiva en todas partes
y que, por primea vez en las últimas décadas, ni el pensamiento occidental ni
tampoco el pensamiento a escala mundial tienen perspectivas que se opongan de
forma sistemática al sistema existente.
Podría afirmarse, por tanto -y éste sería el motivo central
de la necesidad de la renovación- que la tradición emancipatoria o liberadora
se ha roto definitivamente y que hay que partir de la aceptación de una
discontinuidad radical en la cultura de la izquierda. Anderson lo dice así:
“Todo el horizonte referencial en que se formó la generación de la década de
1960 prácticamente ha sido barrido del mapa, lo mismo el socialismo reformista
que el socialismo revolucionario. A la mayoría de los estudiantes de hoy la
lista de nombres que va de Bebel a Gramsci pasando por Bernstein, Luxemburg,
Kautsky, Jaurès, Lenin y Trotsky les resulta tan remota como una lista de
obispos arrianos [...] La mayor parte del marxismo occidental ha quedado fuera
de circulación”.
Aún así, Anderson todavía salva de la debacle unos cuantos
libros marxistas, publicados en la última década, con los que se podría enlazar
en esta nueva fase de renovación para establecer un nuevo diálogo
intergeneracional: la ya mencionada Age of Extrems, de Hobsbawm, el ensayo de
Robert Brenner sobre el desarrollo capitalista desde la segunda guerra mundial,
el trabajo de Giovanni Arrighi sobre la evolución y perspectivas del
capitalismo, el ensayo de Jameson sobre posmodernidad, el trabajo de Regis Debray
sobre los medios de comunicación, la reconstrucción de la geografía que ha
estado haciendo David Harvey y algunas cosas de Eagleton y T.J. Clark sobre
literatura y artes visuales, respectivamente.
Pero, en realidad y si bien se mira, más allá del reconocimiento
de dos obviedades –la acomodación de la izquierda y el aletargamiento de la
clase obrera- y a pesar de la afirmación de que en estos años se ha producido
una discontinuidad radical, la renovación que ha propuesto Anderson se queda,
en su parte propositiva, en una declaración de principios tan generales que
recuerdan a los de la vieja izquierda cuando era nueva, aunque ahora haya
cambiado, eso sí, el objeto de la crítica y de la polémica. Helos aquí:
realismo intransigente (lo que quiere decir, en palabras de Anderson, negarse a
cualquier componenda con el sistema, pero también denunciar los eufemismos que
subvaloran el poder de ese mismo sistema) y preferencia por el espíritu de la
ilustración (frente al de los evangelios). El resto apunta, sobre todo, a
aquellas corrientes de pensamiento con las que el marxismo renovado podría
dialogar en el cambio de siglo o con las que le conviene mezclarse.
Esto último, lo del diálogo y la hibridación del marxismo
con otras corrientes de liberación, es mucho más importante de lo que pueda
parecer a simple vista. Pues, una vez que se ha admitido que el marxismo ya no
predomina en la cultura de la izquierda – y después de preguntarnos qué se
entiende hoy por izquierda, y de contestar a esta pregunta, cosa que Anderson
no hace-, lo que se impone es concretar con qué otras corrientes de liberación
hay que dialogar e hibridarse y si tal tendencia se va a quedar en un nuevo
eclecticismo o está apuntando hacia una nueva teoría unificada, en la que, por
así decirlo, se rompe definitivamente el tipo de relación que el marxismo
clásico estableció entre base económica y sobrestructuras.
Terminaré con una breve reflexión sobre esto, que afecta a
lo que los marxismos han producido durante los últimos cuatro años en el
ámbito, sobre todo, de la teoría y de la filosofía política.
La progresiva aproximación a otras tradiciones que
históricamente han tenido que ver con la idea de emancipación o liberación de
los humanos, o incluso la integración con ellas, es, sin duda, un rasgo diferenciador
de las investigaciones marxistas más renovadoras del nuevo siglo. Y no sólo en
el ámbito de la historia de las ideas, de los estudios culturales o de la
crítica de la cultura, como se ha apuntado antes, sino también, y más en
general, en los ámbitos del análisis socio-económico y de la filosofía moral y
política. Podría decirse que hasta el año 2000 la aproximación de los marxistas
a otras tradiciones y corrientes ha tendido a priorizar el diálogo (a veces
crítico, pero casi siempre productivo) con filósofos o pensadores ilustrados
como John Rawls, Jürgen Habermas o Amartya Sen, cercanos, por lo demás, en lo
político a la tradición liberalsocialista o social-demócrata. Y, efectivamente,
esta aproximación había producido ya algunos trabajos de valor como los
publicados por Van Parjis sobre las nociones de justicia y renta básica, por
Jacques Bidet sobre justicia y modernidad, por Etienne Balibar sobre
democracia, racismo y civilización o por Alex Callinicos sobre igualdad. Pero
esa situación, a la que había contribuido en buena parte la corriente que en la
década de los ochenta se llamó “marxismo analítico” (Gerry A. Cohen, John
E.Roemer, E.O. Wright, Van Parijs, el propio Callinicos), ha empezado a cambiar
después del año 2000, lo que complica sin duda el proyecto de renovación de
Anderson y la NLR.
Me explico. Perry Anderson estaba haciendo su propuesta de
renovación inmediatamente antes de que saltara a la palestra el movimiento
alterglobalizador, o movimiento de movimientos, circunstancia (no prevista) que
obliga a revisar ahora las críticas a los eufemismos piadosos que supuestamente
engordan, como él decía, por autoconsolación, los procesos contrarios al poder
neoliberal: el poder mismo ha reconocido por escrito que lo que viene
ocurriendo desde Seattle y Génova es algo más que un incordio para la
universalización de las políticas neoliberales. Pero, siendo esto así, y
reconociendo la pluralidad, e incluso la heterogeneidad, de las fuerzas ideales
de liberación que componen el movimiento de movimientos (además del papel que
en ello hayan tenido algunos de los marxismos renovados), parece lógico
concluir que es más bien con esas otras corrientes con las que el marxismo del
nuevo siglo tendrá que dialogar e hibridarse. Y que para esto la declaración de
principios acerca de la prioridad del espíritu de la ilustración sobre el
espíritu de los evangelios es más que insuficiente. De ahí que, fuera ya de las
instituciones académicas, y sin despreciar el espíritu de la ilustración ni las
aportaciones de Callinicos, van Parjis, Balibar y tantos otros, las corrientes
marxistas más activas en el movimiento alterglobalizador prefieran ahora
dialogar entre ellas e hibridarse con la filosofía latinoamericana de la
liberación (Hinkelhammert, Dusel, Fornet-Betancourt, Gutiérrez, Boff, Frei
Betto), con el neozapatismo (Marcos), con las distintas corrientes libertarias
(en particular con la corriente que representa Noam Chomsky), con el
autonomismo leninista-spinozista (Toni Negri), con el ecologismo social
(Boochkin, Commoner) o con la tradición de la desobediencia civil, que con
Habermas, Rawls o Pettit, señaladamente a la hora de plantear en la práctica
qué pueda ser hoy la justicia global en un mundo ecológicamente sostenible.
IV
De esta nueva orientación han salido ya durante estos
últimos años algunas aportaciones notables, a las que a veces se denomina, por
inercia, neomarxistas o poscomunistas pero que, si bien se mira, enlazan más
con el marxismo de la subjetividad y de inspiración holista o sistémica que con
lo que fue el neomarxismo del teorema y del análisis de microfundamentos. Es
este el marxismo, o -para cumplir con la palabra dicha- el conjunto plural de
marxismos, que mayormente está pasando ahora de la forma libro o de la forma
revista a la red de Internet (en la que, obviamente, también hay tanta basura
al menos como en las librerías).
He usado antes la expresión dialogar entre ellas al
referirme a las distintas corrientes marxistas activas en el movimiento de
movimientos o movimiento alterglobalizador. Esto exige una aclaración, sobre
todo para los más jóvenes, pues en principio suena raro que el diálogo,
precisamente entre corrientes marxistas, pueda presentarse ahora como una
novedad. Pero así es. Pues desde la década de los sesenta, y señaladamente desde
1968, lo característico de la relación entre las diferentes corrientes
marxistas existentes fue el enfrentamiento constante y la intolerancia en la
afirmación de lo que cada cual consideraba ortodoxia. Como no querría demorarme
en esto -y para evitar consultas a hemerotecas que en la mayoría de los casos
resultarían penosas- recomiendo la lectura de algunos de los poemas sarcásticos
de Erich Fried, correspondientes a esa época, en los que se parodia con
inteligencia y agudeza una situación habitual en la que “mi Marx tira de la
barba a tu Marx”, etc. (1). Desde 1990 se produjo en esto una inflexión; una
inflexión hacia el reconocimiento recíproco que, poco a poco, y no sin
dificultades, se ha ido acentuando en los últimos años. Esto se ve bien en los
encuentros que convoca anualmente en París la revista Actuel Marx.
Ocurre, pues, como si los marxistas de las distintas
corrientes post-sesentayochistas (maoístas, pro-soviéticos, trotskistas,
eurocomunistas, marcusianos, libertarios) que han sobrevivido a la caída del
muro de Berlín, a la imposición de las políticas neoliberales y a la disolución
de la mayoría de las organizaciones en que militaron hubieran ido llegando a la
conclusión de que los principales motivos del antiguo enfrentamiento han
caducado, que hay que volver, por tanto, al análisis concreto de la situación
concreta contemporánea y que, en la perplejidad que suscita el final de aquel
mundo bipolar, conviene empezar escuchando las razones de los otros, de los (en
principio) más próximos ideológicamente pero que las circunstancias, cuando no
la intolerancia y el dogmatismo, habían convertido en adversarios o en
enemigos. Una de las condiciones de posibilidad de este diálogo es el hecho de
que hoy en día, a diferencia de lo que ocurría en décadas pasadas, son pocos ya
los intelectuales que se declaran marxistas en los ambientes académicos que no
tengan al mismo tiempo un vínculo estrecho con las organizaciones o movimientos
que se proponen cambiar el mundo de base. Y el que este diálogo entre las corrientes
marxistas sea productivo depende sobre todo de la prioridad que se dé al
análisis concreto de la situación concreta y a las propuestas constructivas
alternativas. Lo que no implica olvidar u ocultar un pasado de controversias, a
veces dolorosas, sino volver a estudiar esa historia, ahora en común, para
captar qué hilos hay en ella que -como diría Walter Benjamin- aún pueden
contribuir a formar el ovillo de nuestra contemporoneidad.
Dicho con otras palabras y para acabar de aclarar la cosa:
en este diálogo entre corrientes marxistas tiene sentido polemizar y discutir
acerca de si propuestas como la aplicación de la tasa Tobin, el denominado
socialismo de bonos, las diferentes variantes del eco-socialismo, el ingreso
universal garantizado, la soberanía alimentaria, la sostenibilidad
económico-ecológica, la democracia participativa, la desobediencia civil, la
campaña hambre cero propuesta por Lula y Frei Betto en Brasil o las “misiones”
propiciadas por la revolución bolivariana representan realmente una ruptura con
las políticas neoliberales o son sólo medidas paliadoras para cambiar fachadas
manteniendo lo esencial de la dominación social. Menos sentido, o ninguno,
tiene, en cambio, obcecarse en ver hoy en cada una de esas propuestas -a veces
atendiendo sólo al pasado, a la historia de quienes las hacen- persistencias,
restos o nuevas manifestaciones de estalinismos, trotskismos o reformismos
socialdemócratas. En este punto Perry Anderson lleva razón: no es esperable que
la renovación de los marxismos venga de la reproposición de antiguas actitudes
hiperideológicas cristalizadas en rótulos que nada dicen a los más jóvenes.
La lista de autores que en los últimos años han publicado
siguiendo esta dirección, o sea, en contacto y diálogo con los movimientos sociales
alternativos y, sobre todo, con el movimiento de movimientos, sería larga, y el
análisis particularizado de las aportaciones que de ahí han salido no cabe ya
aquí, pero querría al menos mencionar por abreviar, ilustrar y terminar- los
trabajos más recientes de Samir Amin (sobre lo que él llama “el capitalismo
senil”), de I.Wallerstein (sobre el carácter de los movimientos antisistémicos
y la utopía), de James Petras (sobre la evolución del hegemonismo
norteamericano), de Tariq Ali (sobre los nuevos fundamentalismos), de E.O.
Wright (sobre la desigualdad, el socialismo del futuro y la utopía concreta),
de Toni Negri (sobre imperio, biopolítica, general intellect, poder
constituyente y multitud), de Luca Casarini (sobre desobediencia), de John
Holloway (sobre antipoder y contrapoder), de Boaventura da Sousa Santos (sobre
democracia participativa), del Consejo Latino- Americano de Ciencias Sociales
(sobre aspectos centrales de la filosofía política contemporánea) (2).
El carácter heterogéneo de estos trabajos salta a la vista,
tanto en lo que hace al análisis y diagnóstico de lo que están representado la
globalización, el papel de los Estados Unidos de América y de Europa en la
nueva fase o la estructura del Imperio, como en lo que se refiere a la prognosis,
a las expectativas, a la evaluación de la correlación de fuerzas en presencia o
a las alternativas que se proponen.
Así, por ejemplo, la mayoría de los autores que acabo de
mencionar no estaría dispuesta a aceptar la drástica caracterización de Samir Amin,
según la cual el capitalismo ha entrado en su fase senil; la tesis de Negri
sobre la existencia de un Imperio sin base de operaciones precisamente
localizada y sin imperialismo, en el que, por otra parte, la multitud pasa a
ocupar el lugar que en otros tiempos ocupó la clase obrera o el proletariado
industrial ha sido criticada, y explícitamente rechazada, por James Petras
desde Estados Unidos y por Atilio Boron, presidente del Consejo
Latino-americano de Ciencias Sociales, desde Argentina; la idea de John
Holloway sobre la posibilidad de cambiar este mundo globalizado de las
políticas neoliberales sin tomar el poder, es decir, profundizando
simplemente los antipoderes embrionarios que han ido surgiendo durante los
últimos años, ha dado origen a una sonada polémica que desde América Latina
(México y Argentina, sobre todo) se ha traslado a Europa; la propuesta de
democracia participativa de Sousa Santos, que se inspira en las experiencias de
Porto Alegre y de Kerala, pero que no deja de subrayar la tensión existente
entre fuerzas políticas institucionales y espontaneidad socio-política de la
ciudadanía de a pie, entra en conflicto tanto con el tipo de socialismo que
postula E.O. Wright como con la idea genérica de multitud o muchedumbre y poder
constituyente; y las propuestas de Luca Casarini sobre desobediencia y
violencia virtual o simbólica, que se inspiran mayormente en la experiencia de
los tute bianche durante las manifestaciones del movimiento
alterglobalizador contra las instituciones internacionales o, parcialmente, en
el neozapatismo, están siendo igualmente discutidas por otros marxistas
italianos que intervienen de manera activa en el movimiento de movimientos.
Todo esto, pluralidad, heterogeneidad, críticas y
contra-críticas, a veces acompañadas todavía de acusaciones sobre abandonos del
marxismo, revisión de sus tesis centrales o de sospechas sobre pasos
inadvertidos al campo teórico del adversario, crea cierta confusión. Dentro y
fuera del conjunto de movimientos socio-políticos y socioculturales que
componen el movimiento de movimientos. Y en ocasiones la confusión es utilizada
para abonar la idea -muy recurrente entre aquellas personas que prestan más
atención a las polémicas y a las controversias que a los textos que las han
originado- de que la izquierda marxista ha entrado en declive porque no tiene
teoría. Pero esto último, en mi opinión, es una conclusión falsa, un equívoco
muy vinculado todavía a la idea, también falsa históricamente, de que hubo un
tiempo en que se contaba con una teoría aseadilla y cerrada acerca de la
evolución en curso del capitalismo y con una teoría no menos aseadilla y
cerrada acerca de la revolución o de los procesos revolucionarios alternativos
al sistema existente. Quien se haya acercado con atención a la historia de los
marxismos desde los tiempos de la I Internacional tiene que saber que esa idea
de la teoría unitaria, aseadilla y cerrada, tanto en lo que hace al análisis
económico-social como en lo que hace a las previsiones sobre la revolución, fue
siempre una ilusión; una ilusión, como decía Gramsci, de gentes que pretenden
encajonar la historia haciendo abstracción de la voluntad, los deseos y la
imaginación de la humanidad que sufre.
Pero hay más: aun suponiendo que in illo tempore haya
habido algo así como una teoría marxista compartida de lo que estaba siendo la
evolución del capitalismo (lo cual ya es mucho suponer), como entre teoría y
decisión de cambiar el mundo hay muchas mediaciones y como la decisión de
actuar no se deriva sin más del convencimiento teórico, es natural y
comprensible que haya habido simultáneamente varias teorías marxistas (o varias
ideas candidatas a serlo) del cambio social y de la transformación
revolucionaria. Bastará con recordar a este respecto lo que el principal
candidato a teórico de la revolución en esa historia, V.I. Lenin, escribió en
un momento decisivorecordando en esto a Napoleón-: “primero se pone uno en
marcha y luego se verá”. Y aun suponiendo todavía que lo que éste escribió
después del se verá haya sido, a su vez, algo así como una teoría para los
revolucionarios de la época, tampoco se puede olvidar que él mismo advirtió, en
1922, ya al borde de la muerte, de los peligros de la generalización de la
teoría, basada en lo que se vio en Rusia, a la Europa central y occidental. Si
Gramsci, el otro candidato a teórico de la revolución en Occidente, fue
grande es, primero, porque supo ver que no es posible encajonar la historia en
teorías y, luego, porque supo escuchar el mensaje final del hombre aquel del primero
se pone uno en marcha y luego se verá.
Complicación adicional para marxistas del siglo XXI: si esto
que estoy diciendo ya era así in illo tempore, o sea, cuando el mundo que
contaba era mayormente esa parte del mundo a la que llamamos Europa, ¿que decir
de la teoría económico-social o sociopolítica del mundo-mundo, o sea, de un
mundo globalizado e interrelacionado en el que se hablan muchas más lenguas de
las que pueden caber en nuestras filosofías y se mezcla un montón de culturas
de las que el mejor marxista de los buenos tiempos apenas sabía decir otra cosa
que eran culturas de “países sin historia”? Y ¿qué decir de la teoría del
cambio social, de la revolución, del cambiar el mundo de base o, simplemente,
de la inversión del signo social de la dominación, en un mundo así, en un
mundo-mundo, en el que, hablando con propiedad, ni siquiera somos
contemporáneos los unos de los otros y en el que tampoco puede darse por
supuesto que los intereses de los de abajo coincidan siempre con sus creencias,
deseos e ilusiones? Lo más sensato en un mundo así, y sabiendo lo que sabemos,
es proponerse humildemente rebajar las ínfulas de la teoría económico-social
acerca del capitalismo (senil o no), y aún más las pretensiones de teoría única
o unificada del cambio social (revolucionario o no).
Así vistas las cosas, resulta que ya es mucho, cuando,
efectivamente, todo lo sólido se disuelve, cuando los ideólogos de la otra
parte propician las guerras de civilizaciones y de religiones y cuando los
mandamases y mandamenos del Imperio fomentan entre las gentes fundamentalismos
varios, el que, en la pluralidad de aproximaciones teóricas construidas por los
marxistas del siglo que empieza, tanto para el diagnóstico como para el cambio,
y desde lugares tan distintos del planeta, haya más coincidencias que
disidencias y se discuta en revistas o en la Red -con la calma y la paciencia
que permiten ese mundo intolerable- acerca de qué candidata a teoría
explicativa es mejor.
A este respecto, y entrando en algunas de las polémicas
marxistas actuales, aún se podría sugerir algunas cosas más para facilitar el
diálogo antes dicho. Por ejemplo: que no es lo mismo observar el comportamiento
del Imperio desde Duke o Padua que desde Bagdad, Dakar, Buenos Aires o Caracas;
que la idea de un Imperio sin imperialismo ofende al sentido común
(revolucionario o no); que entre clase obrera (con conciencia o sin conciencia
de clase) y multitud hay en el mundo otras configuraciones sociales y
socio-culturales intermedias dignas de ser tenidas en cuenta en el análisis;
que, una vez hecha la observación de que el poder (todo poder) corrompe, queda
aún mucho por decir sobre las articulaciones posibles de antipoderes y
contrapoderes en nuestras sociedades, como muestran casos tan diferentes como
el de Venezuela y el de Brasil; que lo que navega actualmente con el nombre de
desobediencia civil es, desde el punto de vista de la teoría, un híbrido
novedoso en el que se dan cita desde Thoreau y Gandhi hasta Marx y Marcos y que
tal hibridación no es despreciable; y que, por eso mismo, y por lo que hay en
él de reflexión acerca de los movimientos alternativos que en el mundo han
sido, en el movimiento que se autodenomina actualmente alterglobalizador tienen
cabida el marxismo (en sus diferentes corrientes), el libertarismo (en sus
distintas acepciones) y otras tradiciones de liberación de los humanos. El
marxista de los inicios del siglo XXI tiene que aceptar, no sólo por lo que ha
sido la historia de las revoluciones desde 1870 hasta 1968, sino por lo que es
el presente de los movimientos de liberación, que el marxismo es una de las
ideologías en presencia pero no la única.
El problema de la izquierda de verdad, marxista o no, no es
de teoría. No era ya de teoría in illo tempore (pongamos por caso, en
los días de la Comuna de París). Era y sigue siendo un problema práctico: la
fuerza, la potencia (económica, militar, política, ideológica) del adversario,
en el plano estatal y en el ámbito mundial. Lo que cambia es la forma de
articulación de esa fuerza: el modo de producir mercancías, el modo de producir
ideología, el modo de producir cultura, el modo de producir información, el
modo de manejar los medios de comunicación.
Notas
(1) Erich Fried, Cien poemas apátridas; Anagrama, Barcelona,
1978.
(2) Me refiero sobre todo a: Samir Amin, Más allá del
capitalismo senil, El viejo topo, Barcelona, 2003; I.Wallerstein, Utopística.
Las opciones históricas del siglo XXI. Siglo XXI, México, 1999 (y, en catalán,
Universitat de València, 2003); J. Petras, Las estrategias del Imperio: los
EE.UU y América Latina, Hiru, Hondarribia, 2000; Tariq Ali, El choque de los
fundamentalismos, Alianza, Madrid, 2002; E.O. Wright, “Propuestas utópicas
reales para reducir la desigualdad de ingresos”, en R. Gargarella y F. Ovejero
(eds.), Razones para el socialismo, Paidós, Barcelona, 2001; A. Negri, La
fábrica de la estrategia: 33 lecciones sobre Lenin, Akal, Madrid, 2003; A.
Negri y M. Hardt, Multitude, war and democracy in the age of empire, Penguin
Press, 2004; L. Casarini, “Disobbedire e disertare”, en www.sherwood.it; B. da
Sousa Santos, Democracia y participación, El viejo topo, Barcelona, 2003; J.
Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, El viejo topo, Barcelona, 2003;
A. Boron, Imperio, imperialismo, Viejo Topo, Barcelona, 2003.
Publicado
originalmente en la revista Pasajes 16, Invierno 2005 / Marx desde Cero