
La crisis, las
primaveras, los movimientos estudiantiles, los ocupas, los indignados, plazas y calles llenas de gente, otros
movimientos antisistémicos: la situación desde hace tiempo parece turbulenta,
pero lejos de ser revolucionaria. ¿Hace falta algún manifiesto para aglutinar
las diferentes luchas y darles un fervor necesario?
El Manifiesto del
Partido Comunista, de Carlos Marx y Federico Engels, fue publicado en las
vísperas de “la primavera de los pueblos” de 1848. Pero en vez de “hacer la
diferencia” fue opacado por la dinámica de los hechos y el fracaso del ciclo
revolucionario. La revolución burguesa no fue el camino a la revolución
proletaria, sino al avance global capitalista. Quedó desapercibido y resurgió
sólo décadas después como un importante documento que conservó su relevancia
teórica y potencial político.
Es llamativo que nunca hubo un “manifiesto capitalista”,
aunque Ayn Rand estuvo cerca de escribir uno y aunque un libro de Walter Rostow
–Stages of economic growth (1960),
una “biblia del desarrollo”– tiene por subtítulo A non-communist manifesto. Los capitalistas prefieren la práctica,
sin teoría (“no saben lo que hacen, pero lo hacen”, es la definición de la
ideología de Slavoj Žižek).
Theodor Adorno y Max Horkheimer –otra famosa pareja de
intelectuales– pensaban en escribir una nueva versión del Manifiesto que
tomaría en cuenta los cambios en trabajo, fuerzas productivas y tecnología, y
que “haría justicia a la manera en que
las cosas están hoy”. La discusión sobre el tema realizada en 1956 está
contenida en un librito, Towards a new
Manifesto (2011).
Su diálogo, a veces confuso y enigmático, más que de
análisis, está lleno de aforismos. Entre divagaciones sobre la función social
del trabajo, tiempo libre, la naturaleza del ser humano, destaca el llamado a
la búsqueda de una nueva teoría que refleje la realidad (el propósito de Marx)
y su relación con la práctica (para Adorno su separación es ideología). Pero
salvo un indefinido llamado al restablecimiento de un “partido socialista”, la
política está casi ausente y las referencias a los acontecimientos mundiales
son vagas.
Desconfiando del proletariado, ambos lamentaban que, a
diferencia de Marx y Engels, no tenían un agente a quién dirigirse y que la
situación no sólo no era revolucionaria, sino “peor que nunca”, y que “por
primera vez era imposible imaginarse que pudiera mejorar” (sic). Tal vez 1956
estuvo lejos del clima de 1848, pero este pesimismo tenía que ver también mucho
con lo particular de la teoría crítica.
En medio de todo es curioso ver a Adorno reivindicando a
Lenin, que en su opinión tenía más razón que Marx sobre el enfoque político
hacia la sociedad. Su intención de hecho era preparar un “manifiesto
estrictamente leninista” (sic).
Al final, quizás por suerte, la idea no prosperó. El
pesimismo y la convicción de ambos de que el capitalismo carecía de
alternativas podrían resultar en un documento que, en vez de “justicia”,
traería más confusión.
En su momento El
imperio (2000), de Michael Hardt y Antonio Negri –¡otro dúo!– fue debatido
como una suerte del “manifiesto comunista para el siglo XXI”. Sin embargo, a
parte de la izquierda le resultó un escrito problemático. Se criticó su
negación de Lenin y la visión del imperio sin imperialismo (y colonialismo).
Estudiando las recientes movilizaciones en todo el mundo,
los dos publicaron ahora un documento titulado Declaration (2012). Aunque
aseguran que “Esto no es un manifiesto”, su lectura es como mirar el cuadro de
Magritte Ceci n’est pas une pipe.
Según los autores, los manifiestos y los profetas crean sus
propias visiones del mundo y sus propios sujetos, agentes del cambio. Pero los
movimientos sociales de hoy ya han revertido este orden, rebasando a los
manifiestos y a los profetas. Los agentes ya están en las calles ofreciendo
visiones de un mundo nuevo más allá del capitalismo que buscan pasar de la
declaración a la constitución.
Sus teorizaciones pretenden contribuir en ello. Hay puntos
interesantes: Declaration identifica
cuatro “figuras subjetivas” de la crisis: el endeudado, el mediatizado, el
asegurado y el representado, subrayando la importancia de la acción colectiva y
apuntando a la figura del comunero que contrarrestará el sistema dominante. Y
hay aspectos debatibles: por ejemplo, el énfasis en el trabajo “inmaterial”,
cuando el “material” no ha perdido su relevancia, al igual que el proletariado
“viejo”.
Una curiosidad: tan hostiles al poder del Estado, Hardt y
Negri parecen dar el “beneficio de la duda” a la interesante relación entre
gobiernos progresistas y movimientos sociales en América Latina.
En fin: la lección de Adorno y Horkheimer es que fuera del
contexto favorable, sin agentes y sin poder imaginarse las alternativas al
capital, ni siquiera es posible producir un escrito revolucionario. En este
sentido la situación de hoy es perfecta: hay agentes y hay imaginación.
Pero la lección del mismo Manifiesto comunista es que para
el cambio no basta un documento (aunque la teoría es necesaria y aquí incluso
la aportación de Hardt y Negri es bienvenida).
Lo que hace falta son las estrategias políticas
sofisticadas, la construcción de alianzas de clase, disciplina y organización.
Ya lo decía Lenin.