
Cuesta creer que, presentándose como una praxis, el marxismo
todavía no haya resuelto el problema de “la
unión social y política de la teoría con la práctica”. Mi afirmación sublevará a los especialistas –y a
los no tan especialistas– en Marx y a las personas que han vivido el marxismo
como una ética. Solo les pido que, antes de condenarme como a un hereje o a un
ignorante, lean mi razonamiento.
Supongo que a muchos les molestará que ponga
en tela de juicio lo que dan por supuesto: que la historia de los últimos cien
años es una prueba irrefutable de cómo la izquierda ha conquistado, en las
situaciones más adversas, la unión de las ideas y los actos.
Pero el caso es que Marx no se plantea la unión de la teoría
con la práctica sólo en términos éticos o epistemológicos. Si la conducta que asume ciertos principios
éticos fuese el único criterio para juzgar el encuentro de la teoría con la
práctica, el marxismo se reuniría en el mismo campo de la coherencia que hacen
suyo también las personas que actúan de acuerdo con otras ideas. De ahí que “la
consecuencia” política y moral no baste para dilucidar este problema. Un
compañero o una compañera “consecuentes”, que viven sus ideas, no representan
necesariamente la encarnación de la praxis. Aunque resulte difícil de
comprender, y con independencia de cómo valoremos la racionalidad de sus ideas,
en la historia han existido conservadores, liberales y marxistas que
sacrificaron sus vidas (y las de otros) en el altar de sus principios. La
coherencia ética, por lo tanto, es un criterio necesario, pero no suficiente,
para juzgar la unión de la teoría con la práctica.
Pero hay un argumento más poderoso para distanciarse de la
ética como criterio para juzgar la correspondencia entre los actos y las ideas
y ese argumento es tan sencillo como que el marxismo, en sus comienzos,
pretendía fundar sus acciones colectivas en una ciencia crítica de la historia
y no en conceptos subjetivos acerca de lo justo y lo injusto. En una sociedad
clasista, las nociones éticas no son universales e imparciales sino que son
criterios de orientación cotidiana donde los valores de la clase dominante se
presentan como los valores de toda la sociedad. La moral pertenecería al campo
de las ideologías prácticas que son un efecto complejo de unas determinadas
relaciones de producción. Según Marx una acción política “no debe” basarse en
una ideología porque ésta, dado su carácter operativo, se encuentra subordinada
a una cierta causalidad social de la que nunca ofrece una explicación crítica.
Una criteriología pragmática, que no juzga sociológicamente los criterios con
que juzga, ofrece normas y valores, pero no brinda una guía científica del
comportamiento político.
El programa revolucionario de Marx persigue que las acciones
del proletariado, superando “la falsa conciencia”, se adecuen a unos principios
realistas y basados en una “ciencia emancipadora”. Al menos, esa era la línea
“cientificista” de su proyecto: subordinar el juicio moral a las normas de conducta
derivadas de un análisis científico de “las condiciones y contradicciones
objetivas” de la sociedad capitalista. Pero una cosa era el proyecto del
filósofo (convertir la teoría en una fuerza material) y otra muy distinta la
aventura de sus ideas en la historia. Los mismos textos de Marx no están a
salvo de juicios morales implícitos y el mismo proceso histórico ha revelado
que gran parte de los comunistas asumen el marxismo como una ética y no tanto
como una razón científica. Estos hechos le plantean al materialismo histórico
un problema de articulación entre la ciencia crítica y la moral revolucionaria
como fenómeno sociológico que no puede reprimirse por decreto en favor de la
teoría.
Así como existen una religiosidad popular y un pensamiento
teológico, de forma semejante la publicidad de la teoría marxista, en contextos
donde hay una profunda distancia entre el trabajo manual y el intelectual, ha
dado pie a la formación sociológica de un marxismo culto (concentrado en
ciertas capas de la población) y un marxismo popular (el que predomina como
creencia entre los trabajadores manuales). Las consideraciones de Marx sobre la
ideología moral fueron polémicas (quería enfrentar un socialismo científico
contra un socialismo ético, quería establecer el carácter parcial de la ética
en una sociedad de clases), no tuvo tiempo para reflexionar sobre el problema
de que un concepto negativo de la moral como ideología podía dificultar la
comprensión sociológica de por qué la “propaganda”
política de sus ideas se gestaba inevitablemente como un escoramiento de la
razón científica a la razón moral. En lo que respecta a la ideología, y por
recusarla normativamente, el marxismo de orientación positivista ha sido
incapaz de comprender y evaluar con lucidez la complejidad del marxismo
ideologizado y las causas sociales que lo producen y reproducen. La comprensión
chata, positivista, de los fenómenos ideológicos en el seno de la izquierda es
uno de los obstáculos que deberán superarse para unir socialmente la teoría con
la práctica.
El voluntarismo ilustrado de Marx, su utopía racionalista,
lo llevó a subestimar las dificultades objetivas y las resistencias
superestructurales a que se vería enfrentada su idea de difundir “la teoría
crítica” entre las masas populares. Pero no adelantemos acontecimientos y
recordemos que “la teoría” de la práctica marxista no era cualquier teoría, era
una ciencia. Aunque no se condene al
marxismo como ética, dada su inevitable ideologización, continúa en pie el
hecho de que la práctica ideal de un marxista se define por su comprensión
teórica, así que no se discute que en dicho entendimiento han de predominar las
razones científicas por encima de las morales. La historia ha demostrado que si
la moral pervive en los territorios que pretende gobernar la ciencia política
es porque la misma política, por muy racionalista que pretenda ser, necesita de
la moral para articularse. Ahora bien, la praxis marxista, aunque acepte su
dimensión ética, busca fundamentarse en la reflexividad metódica y empírica de
una ciencia emancipatoria. Lo que define la praxis revolucionaria, por lo
tanto, es la unión social y política de cierta “teoría” con cierta “práctica”.
La gente de izquierda suele dar por supuesto que una obra
como El Capital pertenece al campo de las ciencias sociales, y así es. Pero una
de las grandes discusiones todavía no zanjada entre los seguidores de Marx gira
en torno al problema del estatus científico del marxismo ¿De qué ciencia
hablaba el autor de El Capital? ¿De qué tipo de teoría? ¿De cuál experiencia
probatoria? Su ciencia no era un simple agregado de hipótesis lógicamente
interconectadas y sometidas a un protocolo de validación empírica. Si tal
hubiese sido su idea de la ciencia
social, en muy poco se habría diferenciado de la de alguien como Adam
Smith. Ambos filósofos, aunque buscaban una fundamentación científica de la
política, no hablaban de lo mismo cuando
se referían a la teoría y la práctica. Ni siquiera dos políticos-pensadores
como Bujárin y Gramsci hablaban de lo mismo cuando se referían a la ciencia
marxista.
Si el marxismo se distingue de la ciencia burguesa y si los
mismos pensadores de izquierda discrepan sobre la naturaleza del estatus
científico del marxismo, resulta obvio que cuando hablamos de la teoría radical
–en su relación con la práctica– nos estamos refiriendo a un concepto
controvertido y para nada evidente. No estoy intentando atacar la condición
científica de la teoría radical, solo aclaro que dicha condición (en sus nexos
con la filosofía, la ideología y la practica en los procesos históricos de la
lucha de clases) ha dado pie a un largo debate en el seno de la izquierda. No
se trata de un simple caso de desacuerdo conceptual, la teorización establece
demarcaciones en el horizonte de problemas de una época y es por eso que sus
deslindes tienen consecuencias sobre la forma en que se abordan los problemas
prácticos. Una definición cientificista del marxismo, por ejemplo, sería la más
apropiada para el control de la política que ejerce una tecnocracia presuntamente
radical. Si la política revolucionaria es solo un asunto científico, el papel
que juega la voluntad popular en su definición es meramente subordinado. Las
tesis de la ciencia radical no generan sus consecuencias emancipadoras a menos
que se socialicen. La teoría crítica, por muy marxista que sea, si es
secuestrada por una elite política y una aristocracia de las ideas, se
convierte en un conocimiento jerárquico y deja de ser una ciencia liberadora.
Evidentemente, la teoría marxista se compone de conceptos,
hipótesis y técnicas de verificación, pero va más allá, razona sobre su
condicionamiento social y sobre sus objetivos públicos. Asume de forma crítica
un lugar y un papel. Su comprensión de sí misma abarca el análisis de sus usos
colectivos. La ciencia burguesa, al asumir la estructura social capitalista
como un hecho natural, se inserta en la lógica de la reproducción del sistema y
termina sirviendo – de forma consiente o inconsciente– a los intereses de la
clase social que domina en el modo de producción capitalista. El marxismo, como
razón metódica, lleva incorporada una conciencia sociológica que asume como
“punto de vista” el interés de los
damnificados del capitalismo.
Al atacar progresivamente las estructuras sociales y
políticas del orden feudal, la burguesía, en nombre de la libertad individual,
terminó derribando una estructura de dominación, pero, en la práctica, acabó
edificando otras. La teoría de Marx podría juzgarse como un análisis
materialista del fracaso de la utopía liberal y como un estudio realista de las
condiciones objetivas y subjetivas que hay en la sociedad moderna para acabar
de una vez por todas con todas las estructuras de dominación. Y es por eso que
la teoría marxista puede ser también una crítica de las estructuras políticas
desarrolladas por el comunismo autoritario. La ciencia marxista es una ciencia
comprometida con la libertad. El economicismo estalinista, por ejemplo, abordó
con energía el desafío de la industrialización en la Unión Soviética y tuvo un
éxito relativo. “Lamentablemente”, era muy pobre y estrecha su forma de
“enmarcar” el desarrollo de las fuerzas
productivas y las relaciones de producción. En ningún momento relacionó ese
aspecto del “crecimiento material” con el problema del derrocamiento progresivo
de las estructuras de dominación. Marx analizó un sistema económico porque le
interesaba estudiar las condiciones objetivas que harían factible la unión de
la prosperidad socializada con la libertad social plena. Emprender la crítica
de la economía política fue la forma que tuvo el filósofo de plantear de modo
realista el problema de la libertad. Con esta apreciación podría adelantar que
si la unión de la teoría con la práctica se formula al margen del problema de
la libertad, lo que resulta de dicha unión no es la praxis sino que la
aplicación social de una técnica en un marco político autoritario.
Como se trataba de destruir toda relación jerárquica, había
que desmontar también la dialéctica entre el maestro y el alumno, entre el
liberador y el liberado. Tanto el alumno como el liberado dependen de otros y,
en esa medida, no son libres del todo. El proyecto liberador de Marx implicaba
la socialización de su teoría. En su proceso de auto-emancipación práctica, al
crear las nuevas estructuras de la libertad, el proletariado tenía que
auto-emanciparse racionalmente. El gran objetivo de la política y la pedagogía
marxistas era la extinción del liberador y del maestro.
A esto me refiero cuando hablo del estatus científico del
marxismo y las controversias que suscita. Todas las ciencias sociales, incluso
las que presumen de neutralidad, están implicadas en la vida pública, pero la
teoría marxista asume conscientemente dicha implicación y no teme proponerse
como el punto de vista de los damnificados mayoritarios del capitalismo: los
trabajadores asalariados que, dado su grado de universalidad, encarnan los
intereses del hombre. Pero hablamos de una implicación que se acoge al
principio de lo real como estructura y proceso histórico. Su compromiso no es
abstracto, tiene coordenadas espaciales y temporales y su instalación en el
mundo fenoménico siempre se plantea como un desafío, como un problema a
resolver. Esa conciencia al instalarse como aplicación práctica y socializada,
en contextos alienados que la limitan, crea situaciones que se convierten a su
vez en parte del problema a resolver. Lo que caracterizaría al marxismo como
ciencia emancipatoria sería “su punto de vista proletario”, la apertura de sus
tesis a la experiencia y su meta de convertirse en una reflexividad social
abierta y permanente (postura que entra en contradicción con la imagen del
marxismo como teoría perfecta y, por lo tanto, terminada). Esto parece claro,
pero no lo es. La teoría marxista no solo ha de adoptar una posición crítica
frente al capitalismo; también tendrá que enfrentarse a las criaturas nacidas
de su encuentro con la realidad.
Los dogmáticos de izquierda convierten su particular
interpretación de “la filosofía de la praxis” en un sistema de principios cuyas
categorías e hipótesis ya no necesitan la más mínima mejora o desarrollo
conceptual frente a los problemas que plantean las nuevas experiencias
históricas. Sobra decir que protegen políticamente su idea de la ciencia
crítica de cualquier intento de abrirla a la reflexividad social permanente. Es
así como una larga saga de protectores de la pureza científica del marxismo ha
contribuido a paralizar su dinamismo crítico, su creatividad revolucionaria. Y es
que ahí donde la teoría crítica se cierra al debate, a la deliberación, a la
reflexividad colectiva, se acaba denominando ciencia a lo que no es más que
ideología doctrinal. Que la obra de Marx sea objeto de continuos vallados
ideológicos tendría que ser un profundo tema de reflexión para la
autoconciencia del materialismo histórico. Así como la naturaleza científica de
la teoría radical es tema de trágicas disputas, también la acción
revolucionaria genera desacuerdos teóricos.
Voy a plantear que la práctica es una noción problemática
por medio de tres ejemplos: uno remite al sentido común de ciertos militantes
políticos; otro menciona el caso de una corriente filosófica y el tercero se
detiene sobre la acción burguesa. Algunos militantes políticos creen que las
dudas filosóficas en torno a la práctica son un dilema sencillo: se actúa o no
se actúa. Y como no se trata de actuar por actuar resuelven el asunto
colocándole a sus acciones el adjetivo de “revolucionarias”. Aquel aserto de
que sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria también lo abordan y
resuelven de un plumazo, asegurando que sus acciones están basadas en la
ciencia y los principios del marxismo.
Les da igual que la conciencia de sus acciones sea ideológica y no
científica. Lo importante es actuar y lo de la teoría es lo de menos. Creen que
la verdad de una línea política está determinada por la eficacia de sus
acciones y por el fracaso de sus adversarios. Si el mero éxito político
validase una teoría, Stalin habría tenido a la ciencia de su parte dado que
“venció” a la mayoría de sus enemigos. Y ya sabemos el daño que la exitosa
práctica de Stalin le ocasionó a la ciencia marxista. Conviene, pues,
interrogarse bajo qué condiciones la práctica se convierte en un laboratorio
fértil para las ideas radicales.
Existe una corriente filosófica moderna que sospecha de los
comportamientos prácticos que buscan legitimarse apelando a grandes sistemas de
pensamiento. Esa corriente, el pragmatismo, considera que es la eficacia de las
acciones lo que legitima a una teoría y que no hay teoría que no esté expuesta
a ser rectificada bajo los efectos de nuevas conductas. No es que sirva todo lo
que funciona, pero si un principio o una hipótesis no funcionan en determinado
contexto no siempre se podrá defender que eso sea peor para el contexto. Sólo
pretendo referirme a la gran importancia que esta filosofía le concede a la
práctica. Para iniciar un debate sobre el estatus de la acción en la teoría
marxista sería lícito preguntar de forma retórica si Marx era pragmático. Aquí
tampoco basta con ponerle adjetivos a las cosas para dar una respuesta.
Karl Marx teorizó sobre la naturaleza de la acción racional
colectiva en un mundo en el que los intelectuales de la burguesía también
acariciaban el proyecto de desarrollar una política basada en la ciencia. No
fue casual que los teóricos de la burguesía emergente concediesen una
importancia estratégica a la experiencia y al análisis de lo dado y que fuesen
ellos los primeros en señalar la importancia del trabajo en el desarrollo de
las sociedades modernas. Si han existido unas elites que le otorgaron una
importancia suprema a “la práctica” y a la demolición sistemática de todas
aquellas relaciones sociales que obstaculizaban el desarrollo capitalista, esas
fueron las elites burguesas del siglo XVIII. Los banqueros, los comerciantes,
los industriales y la inteligencia que les servía, no eran aficionados a las
reflexiones que no daban algún tipo de utilidad directa. Existía una práctica
social burguesa y una teoría a su disposición que alteró el mundo de acuerdo
con la lógica del capital; y dicha lógica, a finales del siglo XIX, ya había
alcanzado una dimensión planetaria. Un industrial de aquel entonces, con los
datos en la mano, le podría haber dicho a cualquier filósofo que de lo que se
trataba no era de interpretar el mundo, sino de transformarlo. Karl Marx
escribió las tesis sobre Feuerbach bajo el impacto de la transformación
burguesa del mundo. Evidentemente, sería de los primeros pensadores que analizó
de forma sistemática las contradicciones del desarrollo capitalista. El
filósofo alemán habló de cambiar la sociedad en una época de cambios sociales
vertiginosos. No hablaba, pues, de cualquier teoría, de cualquier práctica, de
cualquier transformación.
A los jóvenes hegelianos, Karl Marx les reprochó que
creyesen ingenuamente que el derribo filosófico de las falsas representaciones
de la realidad social podía cambiar al mundo. A los burgueses que sí
transformaban al mundo, Karl Marx les reprochó que lo hicieran generando
enormes desequilibrios sociales. La teoría sin práctica y la práctica reducida
a conciencia privada y tecnológica eran manifestaciones de la alienación en la
moderna sociedad capitalista. El filósofo se propuso superar a ambas, uniendo
socialmente otra teoría con otro sentido de la práctica.