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Observaciones sobre
el concepto de acción comunicativa (1982)
A las teorías sociológicas de la acción les importa la
clarificación del concepto de acción social. Un caso ejemplar de acción social
es ciertamente la cooperación entre (a lo menos) dos actores que coordinan sus
acciones instrumentales para la ejecución de un plan de acción común; pues,
conforme a ese modelo, pueden analizarse, por ejemplo, casos elementales de
trabajo social. Pero incluso en las sociedades simples el trabajo es sólo uno
de varios casos típicos de interacción. Por tanto, voy a partir de la cuestión
general de cómo es posible la acción en tanto que social. La pregunta: «¿Cómo
es posible la acción social?» sólo es el reverso de otra pregunta. «¿Cómo es
posible el orden social?». Una teoría de la acción que trate de responder a
estas cuestiones ha de poder señalar aquellas condiciones bajo las que alter
puede «conectar» sus acciones con las acciones de ego.
Esta expresión delata el interés por las condiciones del
orden social, en la medida en que tales condiciones radican en el plano
analítico de las interacciones simples. A la teoría sociológica de la acción le
importan no sólo las características formales de la acción social en general,
sino los mecanismos de coordinación de la acción que hacen posible una
concatenación regular y estable de interacciones. Los patrones de interacción
sólo se forman cuando las secuencias de acción a las que los distintos actores
hacen su aportación, no se rompen contingentemente, sino que se coordinan según
reglas. Esto vale, así para el comportamiento estratégico como para el
comportamiento cooperativo. La búsqueda de mecanismos de «conexión» no
significa una predecisión en favor de un planteamiento en términos de teoría
del consenso frente a un planteamiento en términos de teoría del conflicto. Sin
embargo, la óptica que típicamente adopta el sociólogo si que prejuzga la
teoría de la acción, por cuanto que se limita a analizar los conceptos de
acción social sólo en conexión con conceptos relativos al orden social.
Ello explica algunas de las diferencias más llamativas entre
teoría sociológica de la acción y teoría filosófica de la acción. La primera
presupone lo que la segunda convierte en tema: sobre todo la clarificación de
la estructura de la actividad teleológica (y de los correspondientes conceptos
de capacidad de acción y elección racional). Además, la teoría sociológica de
la acción no se interesa por esos problemas básicos relativos a la libertad de
la voluntad y a la casualidad, a la relación entre mente y cuerpo, a la
intencionalidad etc., que son susceptibles de aclararse tanto en el contexto de
la ontología, de la teoría del conocimiento y de la teoría del lenguaje, como
en el de la teoría filosófica de la acción. Mediante la tarea de explicar un
orden social intersubjetivamente compartido, la teoría sociológica de la
acción, finalmente, no tiene más remedio que sacarnos también de las premisas
de la filosofía de la conciencia. Por eso no queda ligada en el mismo grado que
la teoría analítica de la acción al modelo de un sujeto solitario, capaz de conocimiento
y de acción, que se enfrenta a la totalidad de estados de cosas existentes y
puede referirse a algo del mundo objetivo, así mediante la percepción como
interviniendo en él. Una teoría de la acción planteada en términos de teoría de
la intersubjetividad puede más bien, por su parte, contribuir a reformular
cuestiones que la filosofía había venido considerando hasta aquí como dominio
suyo.
Con los rótulos «acuerdo» e «influencia» voy a empezar
caracterizando dos mecanismos de coordinación que subyacen a los conceptos más
importantes de acción social (1). Estos conceptos de acción deciden también
acerca de cómo puede pensarse el orden social. Estos conceptos de sociedad
caracterizan por su parte a planteamientos que hoy compiten entre si, a saber:
la teoría del intercambio social y el funcionalismo sistémico; la teoría de la
acción ligada a roles y la fenomenología de la autoescenificación o
presentación que el sujeto hace de si; y finalmente, el interaccionismo
simbólico y la etnometodología (2). Las unilateralidades y debilidades de estos
planteamientos teoréticos las tomo como ocasión para introducir los conceptos
de acción comunicativa y mundo de la vida (3). Estas consideraciones intuitivas
necesitan de una explicación que en este lugar no puedo intentar dar. Pero sí
que quisiera enumerar al menos y glosar programáticamente los pasos que
precisaría tal explicación, pasos que he desarrollado en mi libro Teoría de la
Acción Comunicativa (4). En dos excursos voy a entrar, por un lado, en la
cuestión de cuál es la relación que, en lo que hace a teoría de la sociedad,
guardan las categorías de «acción estratégica» y «acción comunicativa», así
como las categorías de «sistema» y «mundo de la vida», y, por otro, a señalar
los problemas filosóficos a cuya aclaración puede servir una teoría de la
acción planteada en términos de pragmática formal (5)
(1) Mecanismos de coordinación de la acción. Las mencionadas
teorías sociológicas de la acción coinciden en algunas decisiones básicas. En
primer lugar optan por un análisis que parte de la perspectiva interna de los
agentes. Una acción puede entenderse como realización de un plan de acción, que
se apoya en una interpretación de la situación. El actor, al llevar a término
su plan de acción, domina una situación. La situación de acción constituye un
fragmento de un entorno interpretado por el actor. Este fragmento se constituye
a la luz de posibilidades de acción que el actor percibe como relevantes para
la ejecución de su plan de acción. De los planteamientos de teoría del
comportamiento las teorías de la acción se distinguen además porque atribuyen
al actor un saber de estructura proposicional. El actor ha de poder repetir in
foro interno los enunciados de un observador (A cree o piensa, quiere o tiene
la intención de, desea o teme, que "p") y dirigírselos a si mismo.
Finalmente, las teorías sociológicas de la acción exigen para los participantes
en la interacción a lo menos un saber concordante: sus interpretaciones de la
situación tienen que solaparse suficientemente. Por consiguiente todos estos
planteamientos permiten o admiten también la comunicación lingüística o, en
todo caso, el intercambio de informaciones. Por lo demás, los planteamientos de
teoría de la acción se distinguen según que para la coordinación de la acción
postulen un acuerdo, es decir, un saber común o simplemente influencias
externas de unos actores sobre otros.
Un saber «común» tiene que satisfacer condiciones bien
exigentes. Pues no sólo estamos ante un saber «común» cuando los participantes
concuerdan en algunas opiniones; tampoco cuando saben que concuerdan en ellas.
Llamo común a un saber que funda acuerdo, teniendo tal acuerdo como término un
reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de validez susceptibles de
critica. Acuerdo significa que los participantes aceptan un saber como válido,
es decir, como intersubjetivamente vinculante. Sólo merced a ello puede un
saber común, en la medida en que contiene componentes o implicaciones
relevantes para la secuencia de interacción, cumplir funciones de coordinación
de la acción. Las vinculaciones reciprocas sólo surgen de convicciones
compartidas intersubjetivamente. En cambio, el influjo externo (en el sentido
de influencia causal) sobre las convicciones de otro participante en la
interacción sólo tiene un carácter unilateral.
Las convicciones compartidas intersubjetivamente vinculan a
los participantes en la interacción en términos de reciprocidad; el potencial
de razones asociado a las convicciones constituye entonces una base aceptada,
en la que uno puede estribar para apelar al buen sentido del otro. Este efecto
de vinculo no puede tenerlo una convicción que uno se limita a inducir en el
otro (por medio de una mentira, por ejemplo). Las convicciones monológicas, es
decir, aquello que en su foro interno cada uno tiene por verdadero o correcto,
sólo pueden afectar a las actitudes propias de uno. En el modelo del influjo o
influencia unilaterales (o de un influjo recíproco) las razones, por buenas que
sean, no pueden constituir instancia de apelación. En este modelo las buenas
razones no ocupan ninguna posición privilegiada. No cuenta el tipo de medios
sino el éxito de la influencia sobre las decisiones de un oponente, ya se deba
tal éxito al dinero, a la violencia, o a las palabras. Acuerdo e influencia son
mecanismos de coordinación de la acción que se excluyen uno a otro, a lo menos
desde la perspectiva de los participantes. Los procesos de entendimiento no
pueden emprenderse simultáneamente con la intención de llegar a un acuerdo con
un participante en la interacción y de ejercer influencia sobre él, es decir,
de obrar causalmente algo en él. Desde la perspectiva del participante, un
acuerdo no puede forzarse, no puede venir impuesto por una parte o la otra—sea
instrumentalmente, por intervenciones directas en la situación de acción del
otro, sea estratégicamente, por medio de una calculada influencia sobre las
actitudes del prójimo. Bien es verdad que, objetivamente, un acuerdo puede
venir forzado o inducido; pero lo que a ojos vistas se produce por influencia
externa, mediante gratificaciones, amenazas, sugestión o engaño, no puede
contar subjetivamente como acuerdo. Pierde la eficacia a la que debe su
capacidad de coordinar la acción. Un acuerdo pierde el carácter de convicciones
comunes en cuanto el afectado se da cuenta de que es resultado de la influencia
externa que otro ha ejercido sobre él.
Un actor sólo puede intentar tal intervención si en la
ejecución de su plan de acción adopta una actitud objetivante frente a su
entorno y se orienta directamente por las consecuencias que vaya a tener su
acción, es decir, se orienta directamente al éxito de su acción. En cambio, los
participantes en la interacción que tratan de coordinar de común acuerdo sus
respectivos planes de acción y sólo los ejecutan bajo las condiciones del
acuerdo a que se ha llegado, adoptan la actitud realizativa (performative) de
hablantes y oyentes, y se entienden entre si sobre la situación dada y la forma
de dominarla. La actitud de orientación al éxito aísla al agente de los demás
actores que encuentra en su entorno; pues para él las acciones de sus
oponentes, al igual que el resto de los ingredientes de la situación, son
simplemente medios y restricciones para la realización de su propio plan de
acción; los objetos sociales no se distinguen en este aspecto de los físicos.
La actitud de orientación al entendimiento, por el contrario, torna a los
participantes en la interacción dependientes los unos de los otros. Éstos
dependen de las actitudes de afirmación o negación de sus destinatarios, porque
sólo pueden llegar a un consenso sobre la base del reconocimiento
intersubjetivo de pretensiones de validez.
(2) El concepto de acción teleológica ocupa desde
Aristóteles el centro de la teoría filosófica de la acción. El actor realiza
sus fines o hace que se produzca el estado deseado eligiendo en una situación
dada medios que ofrezcan perspectivas de éxito y aplicándolos de forma
adecuada. Central es el plan de acción apoyado en la interpretación de una
situación y enderezado a la realización de un fin, plan de acción que permite
una decisión entre alternativas de acción. Esta estructura teleológica es
constitutiva de todos los conceptos de acción, pero los conceptos de acción
social se distinguen por el modo como plantean la coordinación de las acciones
particulares. Una primera clasificación cabe obtenerla desde el punto de vista
de si los planteamientos de teoría de la acción cuentan con un influjo empírico
de ego sobre alter o con el establecimiento de un acuerdo racionalmente
motivado entre ego y alter. Pues según se cuente con lo uno o con lo otro, los
participantes en la interacción adoptan una actitud orientada al éxito o una
actitud orientada al entendimiento. Se presupone aquí, además, que esas
actitudes pueden identificarse en las circunstancias apropiadas recurriendo al
saber intuitivo de los participantes.
El modelo estratégico de acción se contenta con la
explicitación de las reglas de la acción orientada al éxito, mientras que los
demás modelos de acción especifican condiciones de consenso y acuerdo, bajo las
que los participantes en la interacción pueden ejecutar sus respectivos planes
de acción. La acción regulada por normas presupone entre los participantes un
consenso valorativo, la acción dramatúrgica se apoya en la relación consensual
entre un «actor» que de forma más o menos impresionante se pone a sí mismo en
escena y su público, y la interacción lingüísticamente mediada exige el
establecimiento de consenso, sea mediante una asunción de rol de tipo
interpretativo y una proyección o ejecución del rol de tipo creativo, o
mediante procesos cooperativos de interpretación. Las teorías del poder y del
intercambio desarrolladas a partir del modelo de la acción orientada al éxito
parten de que los participantes en la interacción coordinan sus acciones
mediante influencias reciprocas (a), mientras que las teorías no empiristas de
la acción sustituyen los procesos de influencia por procesos de entendimiento
(b).
(a) El modelo teleológico de acción se amplía y convierte en
modelo estratégico de acción cuando en el cálculo que el agente hace de su
propio éxito pueden entrar expectativas acerca de las decisiones de a lo menos
otro actor que también actúa orientándose a la consecución de sus fines. Este
modelo de acción es interpretado a menudo en términos utilitaristas; entonces
se supone que el actor elige y calcula los medios y fines desde el punto de
vista de la maximización de utilidad o de expectativas de utilidad. Pero de
este concepto de acción estratégica no puede obtenerse un concepto de orden
social si no se añaden otros supuestos adicionales. De la interpenetración de
cálculos egocéntricos de utilidad sólo pueden resultar patrones de interacción,
es decir, concatenaciones regulares y estables de interacciones a condición de
que las preferencias de los actores implicados se complementen y las
respectivas constelaciones de intereses se equilibren. Los dos casos
ejemplares, para los que en términos generales esto puede suponerse son las
relaciones de intercambio que se establecen entre ofertantes y demandantes que
libremente compiten entre si, así como las relaciones de poder que, en el marco
de unas relaciones de dominación admitidas, se establecen entre los que mandan
y los que obedecen. En la medida en que las relaciones interpersonales entre
los sujetos que actúan orientándose a su propio éxito sólo vienen reguladas por
el intercambio y el poder, la sociedad se presenta como un orden instrumental.
Este especializa las orientaciones de acción en términos de competencia por el
dinero y el poder y coordina las decisiones a través de relaciones de mercado o
de relaciones de dominación. Tales órdenes puramente económicos o planteados
exclusivamente en términos de política de poder los llamo instrumentales porque
surgen de relaciones interpersonales en que los participantes en la interacción
se instrumentalizan unos a otros como medios para la consecución de sus propios
fines.
Pues bien, Durkheim, Weber y Parsons insistieron una y otra
vez en que los órdenes instrumentales no pueden ser estables, en que no pueden
ser duraderos órdenes sociales asentados exclusivamente sobre la
interpenetración de constelaciones de intereses. Y de hecho, las teorías
sociológicas del poder y del intercambio no saben arreglárselas sin tomar
algunos préstamos del concepto de un orden normativo. Así por ejemplo, P. Blau
complementa las categorías utilitaristas básicas de su teoría del intercambio
introduciendo ideas de justicia sobre cuya base los actores pueden enjuiciar
como más o menos «fair» lo que reciben de los demás a cambio de lo que ellos
dan1; y en su teoría del conflicto R.
Dahrendorf2 entiende la dominación en el
sentido integralmente weberiano de un poder institucionalizado que necesita
legitimación. Ambas cosas son componentes normativos que peraltan un orden
concebido, por lo demás, en términos instrumentales, pero en el modelo de
acción estratégica que subyace a ambas teorías, se trata de cuerpos extraños.
Una solución más consecuente la of rece el funcionalismo
sistémico que sustituye al concepto de acción estratégica por el de interacción
regida por medios. El orden social queda entendido de antemano conforme al
modelo de sistemas que conservan sus límites, es decir con independencia de la
perspectiva conceptual de una teoría de ia acción. Más bien, el concepto de
acción social queda por su parte cortado al talle de un concepto de medio de
comunicación o medio de regulación, planteado en términos de teoría de
sistemas.3
Tal medio tiene las propiedades de un código con cuya ayuda
se transmiten informaciones del emisor al receptor. Pero a diferencia de lo que
ocurre con las expresiones gramaticales de una lengua, las expresiones
simbólicas de un medio de regulación o control, por ejemplo los precios, llevan
incrustadas algo así como una estructura de preferencias—pueden informar al
receptor acerca de una oferta y simultáneamente motivarlo a aceptar la oferta.
Un medio de regulación o control tiene una estructura tal, que las acciones de
alter quedan conectadas con las acciones de ego eludiendo los riesgos que los
procesos de formación de consenso comportan. Este automatismo se produce porque
el código del medio sólo vale:
— para una clase bien delimitada de situaciones estándar,
— que viene definida por una constelación univoca de
intereses
— que las orientaciones de acción de los participantes
vienen fijadas por un valor generalizado
— que alter sólo puede decidir básicamente entre dos
opciones alternativas;
— que ego puede controlar esas posturas u opciones de alter
por medio de ofertas y
— que los actores sólo se orientan por las consecuencias que
puedan tener sus acciones, es decir, tienen la libertad de hacer depender sus
decisiones exclusivamente de un cálculo de las perspectivas de éxito que tiene
su acción.
En el caso ejemplar del dinero la situación estándar viene
definida por el proceso de intercambio de bienes. Los participantes en el
intercambio se atienen a intereses económicos, tratando de optimizar en el
empleo de recursos escasos para fines alternativos la relación entre gasto y
rendimiento. La utilidad es aquí el valor generalizado, significando
generalizado que liga por igual en todas partes y en todo tiempo a todos los
actores que participan en el tráfico monetario. El código dinero esquematiza
posibles tomas de postura de alter, de suerte que éste puede, o bien aceptar la
oferta de intercambio de ego o rechazarla, y con ello adquirir una posesión o
renunciar a esa adquisición. Bajo estas condiciones los participantes en el
intercambio pueden condicionar mediante sus respectivas ofertas sus tomas de
postura recíprocas, sin tener que estribar en la disponibilidad a la
cooperación, que se presupone en la acción comunicativa. Lo que de los actores
se espera es, mas bien, una actitud objetivante frente a la situación de acción
y una orientación racional por las consecuencias de la acción. La rentabilidad constituye
el criterio conforme al que se calculan las propias posibilidades de éxito.
El concepto de una interacción regida a través del medio
dinero surge de la idea de acción estratégica mediada por el mercado, a la vez
que la sustituye. Y se ajusta a un concepto de sociedad articulado en términos
de teoría de sistemas, el cual no ha menester quedar enriquecido con ningún
tipo de conceptos básicos de tipo normativista.
Las interacciones estratégicas también se entienden por lo
general como lingüísticamente mediadas, pero dentro de este modelo los actos de
habla mismos quedan asimilados a acciones orientadas al éxito. Pues para los
sujetos que actúan estratégicamente, que se afanan directamente, es decir, sin
más mediaciones, por la realización de sus planes de acción, la comunicación
lingüística es un medio como cualquier otro se sirven del lenguaje para
provocar efectos perlocucionarios. No cabe duda de que existen numerosos casos
de entendimiento indirecto, sea que un actor dé a entender algo a otro por
medio de señales, lo motive indirectamente, por vía de una elaboración
inferencial de percepciones de la situación, a hacerse una determinada idea o a
concebir una determinada intención; sea que un actor, sobre la base de una
práctica comunicativa cotidiana ya establecida, logre uncir al otro a sus
propios fines, es decir, lo motive, mediante un empleo manipulativo de los
medios lingüísticos, a que adopte el comportamiento deseado,
instrumentalizándolo, por tanto, para el propio éxito de su acción. Sólo que
este uso del lenguaje orientado a las consecuencias que se pretenden, yerra el telos
(inscrito en el lenguaje mismo) de un acuerdo que los participantes en la
interacción pueden alcanzar entre sí sobre algo.
(b) Los modelos de acción no estratégica presuponen como
componente esencial de la coordinación de la acción un uso del lenguaje
orientado al entendimiento, siquiera bajo aspectos unilaterales según el tipo
de acción de que se trate. En la acción regulada por normas el entendimiento
sirve a la actualización de un acuerdo grupal normativo ya vigente, en la
acción dramatúrgica a una autoescenificación referida a un público, con la que
los «actores» se impresionan unos a otros. Utilizo estos dos conceptos tal como
fueron introducidos, respectivamente, por Parsons y Goffman.4
El concepto de acción regulada por normas no se refiere al
comportamiento de un actor en principio solitario, que encuentre en su entorno
a otros actores, sino a miembros de un grupo social que orientan su acción por
valores comunes. El actor particular sigue una norma (o la transgrede), en
cuanto en una situación dada se dan las condiciones a que la norma se aplica.
Las normas expresan un acuerdo vigente en un grupo social. Todos los miembros
de un grupo, para los que rige la norma, tienen derecho a esperar unos de otros
que en determinadas situaciones se ejecuten o se omitan las acciones a que se
refiere la norma. El concepto central de observancia de una norma significa el
cumplimiento de una expectativa generalizada de comportamiento. Expectativa de
comportamiento no tiene el sentido cognitivo de expectativa de un suceso
pronosticado, sino el sentido normativo de que los miembros del grupo tienen
derecho a esperar un determinado comportamiento. Este modelo normativo de
acción es el que subyace a la teoría del rol social.
El concepto de acción dramatúrgica no se refiere
primariamente ni a un actor solitario ni al miembro de un grupo social, sino a
participantes en la interacción que constituyen un público los unos para los
otros, ante el que hacen presentación de sí mismos. El actor suscita en su
público una determinada imagen, una determinada impresión de sí, revelando su
subjetividad de forma más o menos calculada con miras a esa imagen que de sí
quiere dar. Todo agente puede controlar el acceso público a la esfera de sus
propias intenciones, pensamientos, actitudes, deseos y sentimientos, etc., a
las que sólo él tiene un acceso privilegiado. En la acción dramatúrgica los
participantes aprovechan esta circunstancia y controlan su interacción por
medio de la regulación y control del acceso recíproco a la subjetividad de cada
uno. El concepto central de autorrepresentación significa, por tanto, no un
comportamiento expresivo espontáneo, sino la estilización de la expresión de
las propias vivencias, efectuada con vistas a la imagen que uno quiere dar de
si a un espectador. Este modelo de acción dramatúrgica sirve, en primer
término, a descripciones de la interacción orientadas en términos fenomenológicos;
pero hasta el momento no ha sido elaborado hasta convertirse en un
planteamiento capaz de hacer generalizaciones teoréticas.5
A la acción regulada por normas responde un orden social que
es entendido como sistema de normas reconocidas o de instituciones vigentes. Y,
por cierto, las instituciones se consideran tanto más sólidas cuanto mejor
integradas quedan las orientaciones valorativas normativamente exigidas con las
constelaciones dadas de intereses. Este concepto de sociedad está planteado,
empero, en términos tan estrechos que no deja espacio para las operaciones
constructivas del propio actor; se expone a la objeción de presuponer un sujeto
de acción «sobresocializado» (D. Wrong). En cambio, el actor presupuesto en la
acción dramatúrgica estaría «subsocializado». En este último modelo de acción
no hay lugar categorial o conceptual para los órdenes institucionales; en vez
de eso, el modelo cuenta con un pluralismo de identidades que se afirman a sí
mismas, que comunican entre si por vía de autopresentación. Ciertamente que
este modelo expresivista otorga un espacio a las operaciones creativas del
actor, pero delata debilidades que resultan simétricas a las debilidades del
modelo normativista. Mientras que los sujetos sobresocializados se limitan a
reproducir las mismas estructuras que están institucionalizadas en el orden
social, las identidades que con tanta riqueza de facetas hacen exhibición de si
mismas son concebidas como seres que quedan por encima de la sociedad o que,
por así decirlo, entran en ella desde fuera.
Estas debilidades complementarias quedan superadas en el interaccionismo
simbólico. La asunción de rol se entiende como mecanismo de un proceso de
aprendizaje en que el muchacho construye el mundo social a la vez que
desarrolla su propia identidad. Este concepto de asunción de rol permite
entender la individuación como proceso de socialización y simultáneamente la
socialización como individuación. El interaccionismo simbólico suprime la
oposición abstracta entre los órdenes institucionales y la pluralidad de
identidades individuales, y ello en un proceso circular de formación que
constituye por igual a ambas partes, es decir, a los órdenes sociales y a los
actores. Este modelo reacciona con estas innovaciones conceptuales a las
mencionadas debilidades de la conceptuación del orden social, sin renovar
empero el concepto mismo de acción social. En el interaccionismo simbólico
todas las acciones sociales son entendidas conforme al modelo de interacciones
socializadoras; pero no queda explicado cómo puede funcionar el lenguaje como
medio de la socialización.
Los planteamientos fenomenológicos y hermenéuticos, en
especial la etnometodologia fundada por H. Garfinkel, han abordado este
problema. Entienden las acciones sociales como procesos cooperativos de
interpretación en que los participantes en la interacción negocian definiciones
comunes de la situación para coordinar sus planes de acción. Pero estos
planteamientos se concentran tan exclusivamente en las operaciones
interpretativas de los actores, que las acciones se disuelven en actos de
habla, y las interacciones sociales tácitamente se disuelven en conversaciones.
Desde esta perspectiva el orden social se evapora en una secuencia contingente
de ficciones intersubjetivamente generadas, que sólo emergen de la corriente de
interpretaciones para desmoronarse de nuevo. Con cada secuencia de interacción
los intérpretes renuevan la apariencia de una sociedad normativamente
estructurada, pero de hecho no hacen más que andar a tientas desde un frágil
consenso instantáneo al siguiente. Mas una acción comunicativa que quede
asimilada a la hermenéutica de un eterno diálogo que da vueltas sobre si mismo,
sólo suministra, a lo sumo, un concepto de orden social que hace coincidir la
sociedad con la prosecución, reflexivamente refractada, de tradiciones
culturales.
Voy a empezar mostrando por qué el interaccionismo simbólico
y la etnometodologia fracasan en su tarea de desarrollar un concepto de acción
social en que la formación lingüística de consenso cumpla la función de
coordinar la acción. Esta explicación sirve como clave para un concepto de
acción comunicativa, cuya fecundidad cabe mostrar en una teoría de la sociedad,
y que en detalle he desarrollado en otra parte.6
(3) Tanto el interaccionismo simbólico como la
etnometodología de inspiración fenomenológica asumen la tarea de clarificar el
mecanismo lingüístico de coordinación de la acción orientada al entendimiento;
pero, con los conceptos de asunción de rol e interpretación, vienen a dar en el
remolino de análisis que se enderezan a otros fines presentan la acción
comunicativa como un medio a través del cual discurren los procesos de
socialización o se fingen órdenes normativos. Este desvío respecto del fin
original de la teoría de la acción proviene, a mi entender, de que las
tradiciones de investigación que parten de G. H. Mead y de A. Schütz no
distinguen con suficiente cuidado entre mundo y mundo de la vida. Aquello sobre
que los participantes en la interacción se entienden entre sí, no debe
contaminarse con aquello desde dónde inician y discuten sus operaciones
interpretativas. La acción orientada al entendimiento es reflexiva, de ahí que
los órdenes institucionales y las identidades de los sujetos agentes aparezcan
en dos puntos. Como ingredientes tematizables de la situación de acción, los
participantes pueden tornarlas explícitamente conscientes. Como recursos para
la generación del proceso de comunicación mismo permanecen en el trasfondo y,
al igual que los patrones de interpretación culturalmente acumulados, sólo son
presentes como saber implícito. Ciertamente que el interaccionismo y la
fenomenología eligen un planteamiento que los obliga a distinguir entre temas y
recursos, es decir, a mantener separados los planos que representan el
contenido y la constitución de los procesos de entendimiento. Pero, como
analíticamente no desarrollan de forma suficiente estos complejos, en cada uno
de los casos acaba autonomizándose uno de estos aspectos. En un caso cobra
primacía el punto de vista de la constitución. La estructura de perspectivas inscrita
en los roles sociales ocupa hasta tal punto la atención que la acción
comunicativa se encoge y reduce a la dimensión relevante para los procesos de
socialización, es decir, a la dimensión de la asunción de rol. En el otro caso
la elaboración cooperativa de temas pasa hasta tal punto a primer plano, que lo
único que queda como recurso es el saber cultural, y el orden social, por así
decirlo, se hunde en diálogos.
La reproducción cultural del mundo de la vida sólo podremos
conceptuarla adecuadamente si (a) identificamos las referencias al mundo o
relaciones con el mundo en que están los sujetos que actúan comunicativamente,
(b) reformulamos el concepto de situación desde la perspectiva de la acción
orientada al entendimiento, para distinguir en las aportaciones del mundo de la
vida entre aportaciones formadoras de contexto y aportaciones constitutivas, y
(c) abandonamos al final la perspectiva del actor, para ver cuál es la
aportación que la acción comunicativa hace por su parte al mantenimiento y generación
del mundo de la vida.
(a) Relaciones con el mundo. Partiendo de Frege y del primer
Wittgenstein se ha impuesto un concepto semántico de mundo como totalidad de
aquello que es el caso. Si se añade además el concepto intervencionista de ley
y de causalidad,7 desarrollado a partir de Peirce, se
puede proveer al mundo objetivo de un índice temporal y definirlo como
totalidad de los estados de cosas conectados conforme a leyes, que se dan o
pueden presentarse en un determinado momento, o pueden producirse mediante
intervención. En el plano semántico tales estados de cosas podemos
considerarlos representados por o como contenidos proposicionales de las
oraciones enunciativas o de las oraciones de intención. Los presupuestos
ontológicos ligados al modelo de la actividad teleológica introducido más
arriba pueden, entonces, hacerse explícitos con ayuda de este concepto de
mundo. Para poder entender un proceso como una acción teleológica, tenemos que
atribuir al actor (por lo menos implícitamente) la capacidad de formarse
opiniones y de someterlas a examen, así como de concebir intenciones y
ejecutarlas. Con ello suponemos que el actor puede adoptar en principio dos
relaciones con el mundo objetivo: puede conocer estados de cosas existentes y
traer a existencia estados de cosas deseados.
Los mismos presupuestos ontológicos valen también para el
concepto de acción estratégica. Los sujetos que actúan estratégicamente, que no
se limitan a intervenciones instrumentales, sino que persiguen sus fines por
vía de influjo sobre las decisiones de otros actores, tienen que ampliar su
aparato categorial en lo tocante a lo que puede presentarse en el mundo (pues
ahora pueden presentarse en el mundo actores capaces de tomar decisiones y no
sólo cosas y sucesos); pero con la complejidad de las entidades intramundanas
no aumenta la complejidad del concepto de mundo objetivo mismo. La actividad
teleológica diferenciada en actividad estratégica sigue siendo un concepto que
cuenta sólo con un mundo. En cambio, los conceptos de acción regulada por
normas y de acción dramatúrgica presuponen relaciones entre un actor y, en cada
caso, un mundo más.
Pues en el primer caso, en el caso de la acción regulada por
normas, junto al mundo objetivo de estados de cosas existentes aparece un mundo
social, al que quedan asignados así el actor en tanto que portador de roles,
como aquellos actores que pueden entablar con él relaciones interpersonales
legítimamente reguladas. Un mundo social consiste en órdenes institucionales
que fijan qué interacciones pertenecen a la totalidad de aquellas relaciones
sociales que pueden considerarse justificadas; y todos los destinatarios de tal
complejo de normas quedan asignados al mismo mundo social. Al igual que el
sentido del mundo objetivo puede explicarse por referencia a la existencia de
estados de cosas, también el sentido del mundo social puede explicarse por
referencia a la validez normativa de las normas (en el sentido de ser éstas
dignas de ser reconocidas). En el plano semántico las normas vienen
representadas por oraciones normativas universales (o preceptos), que son
aceptados como justificados por los destinatarios de las normas, de forma
similar a como los hechos vienen representados por oraciones asertóricas
verdaderas.
Al describir un proceso como interacción dirigida por normas
presuponemos que los participantes distinguen los componentes fácticos de su
situación de acción, es decir, los medios y las condiciones, de los derechos y
deberes. El modelo normativo de acción parte de que los participantes pueden
adoptar, así una actitud objetivante frente a algo que es o no es el caso, como
también una actitud de conformidad con las normas frente a algo, que con razón
o sin ella, está mandado. Pero, al igual que en el modelo de acción
teleológica, la acción es concebida primariamente como una relación entre un
actor y un mundo—aquí como una relación con el mundo social al que el actor se
enfrenta en su papel de destinatario de la norma y en el que puede entablar
relaciones interpersonales legítimamente reguladas. Pero ni aquí ni allí se
presupone al actor mismo corno un mundo, acerca del cual el propio actor podría
haberse reflexivamente. Sólo el concepto de acción dramatúrgica exige un
presupuesto más, el presupuesto de un mundo subjetivo, al que se refiere el
actor, que en su acción se pone en escena a sí mismo.
En el caso de la acción dramatúrgica el actor ha de haberse acerca
de su propio mundo subjetivo para hacer presentación ante un público de un
aspecto de si mismo. Ese mundo subjetivo puede definirse como la totalidad de
las vivencias a las que el agente tiene en cada caso un acceso privilegiado.
Pero a ese ámbito de la subjetividad sólo puede darse el nombre de «mundo» si
el significado de un mundo subjetivo puede explicarse de forma análoga a como
el significado de mundo social puede explicarse por referencia a la vigencia de
normas (análoga a su vez a la existencia de estados de cosas). Quizá pueda
decirse que lo subjetivo viene representado por oraciones de vivencia emitidas
con veracidad, al igual que los estados de cosas por enunciados verdaderos y
las normas válidas por oraciones de deber justificadas. Las vivencias
subjetivas no debemos entenderlas como estados mentales o episodios internos;
pues con ello quedarían asimiladas a entidades, a ingredientes del mundo
objetivo. El tener vivencias podemos entenderlo como algo análogo a la
existencia de estados de cosas, pero no debemos asimilar lo uno a lo otro. Un
sujeto capaz de expresarse no «tiene» o «posee» deseos o sentimientos en el
mismo sentido en que decimos que un objeto observable tiene extensión, peso,
color y otras propiedades similares. Un actor tiene deseos y sentimientos en el
sentido de que, si así lo quiere, puede manifestar esas vivencias ante un
público, de modo que ese público pueda atribuir esos deseos y sentimientos al
agente (en la medida en que le dé crédito) como algo subjetivo.
Al describir un proceso como acción dramatúrgica
presuponemos que el actor deslinda su mundo interno del mundo externo. En ese
mundo externo el actor puede ciertamente distinguir entre los componentes
normativos y los no normativos de la situación de acción; pero en el modelo de
acción de Goffman no está previsto que el actor pueda haberse acerca del mundo
social en actitud de conformidad con las normas. Las relaciones interpersonales
legítimamente reguladas, el actor sólo las toma en consideración como hechos
sociales. Por eso me parece lo más apropiado clasificar también la acción
dramatúrgica como un concepto que presupone dos mundos, a saber: el mundo
interno y el mundo externo, o el mundo subjetivo y el mundo objetivo.
Las relaciones actor-mundo discutidas hasta aquí pertenecen
a los presupuestos ontológicos de las descripciones en que aparecen los
correspondientes conceptos de acción. Al emprender, como científicos sociales,
tal descripción, suponemos que los actores entran en relaciones con mundos que
concebimos representados por una totalidad de oraciones asertóricas o
normativas o expresivas válidas. En cuanto empleamos el modelo de la acción
orientada al entendimiento tenemos que atribuir a los actores las mismas
relaciones actor-mundo, pero esta vez como relaciones reflexivas. Pues entonces
suponemos que los actores dominan también lingüísticamente las relaciones que
entablan con el mundo y las movilizan para el fin cooperativamente seguido de
entenderse. Los propios sujetos descritos hacen uso de aquellas oraciones,
valiéndose de las cuales el científico social, al ponerse a describir, había
podido aclarar hasta aquí el status de los hechos, las normas y las vivencias,
es decir, los referentes de la acción enderezada a la consecución de fines, de
la acción regida por normas y de la acción dramatúrgica. Los participantes en
la interacción emplean tales oraciones en actos comunicativos con los que
tratan de entenderse sobre su propia situación, de suerte que les sea posible
coordinar de común acuerdo sus propios planes de acción.
El concepto de acción comunicativa fuerza u obliga a
considerar también a los actores como hablantes y oyentes que se refieren a
algo en el mundo objetivo, en el mundo social y en el mundo subjetivo, y se
entablan recíprocamente a este respecto pretensiones de validez que pueden ser
aceptadas o ponerse en tela de juicio. Los actores no se refieren sin más intentione
recta a algo en el mundo objetivo, en el mundo social o en el mundo subjetivo,
sino que relativizan sus emisiones sobre algo en el mundo teniendo presente la
posibilidad de que la validez de ellas pueda ser puesta en cuestión por otros
actores. El entendimiento funciona como mecanismo coordinador de la acción del
siguiente modo: los participantes en la interacción se ponen de acuerdo sobre
la validez que pretenden para sus emisiones, es decir, reconocen
intersubjetivamente las pretensiones de validez que recíprocamente se entablan
unos a otros. Un hablante hace valer una pretensión de validez susceptible de
crítica al referirse con su emisión a lo menos a un mundo y hace uso de la
circunstancia de que tal relación entre actor y mundo es accesible en principio
a un enjuiciamiento objetivo para desafiar a su prójimo a una toma de postura
racionalmente motivada. Si prescindimos de que la expresión simbólica empleada
ha de estar bien formada, un actor que se oriente al entendimiento en el
sentido indicado ha de entablar implícitamente con su emisión exactamente tres
pretensiones de validez, a saber: la pretensión
— de que el enunciado que hace es verdadero (o que se
cumplen, en efecto, las condiciones de existencia del contenido proposicional
mencionado);
— de que la acción pretendida es correcta por referencia a
un contexto normativo vigente (o de que el contexto normativo a que la acción
se atiene es él mismo legitimo), y
— de que la intención manifiesta del hablante es, en efecto,
la que el hablante expresa.
El hablante pretende, pues, verdad para los enunciados y
presuposiciones de existencia, rectitud para las acciones legítimamente
reguladas y para su contexto normativo, y veracidad en lo tocante a la
manifestación de sus vivencias subjetivas.
(b) Mundo y mundo de la vida. Si entendemos la acción como
dominio de situaciones, entonces el concepto de acción comunicativa destaca
sobre todo dos aspectos en tal dominio de la situación: el aspecto teleológico
de ejecución de un plan de acción y el aspecto comunicativo de interpretación
de la situación y obtención de un acuerdo. Esencial para la acción orientada al
entendimiento es la condición de que los participantes realicen de acuerdo sus
planes en una situación de acción definida en común. Los participantes tratan
de evitar dos riesgos: el riesgo de un entendimiento fallido, es decir, de
disentimiento o malentendido, y el riesgo de un plan de acción fallido, es
decir, el riesgo de fracaso. La evitación del primer riesgo es condición
necesaria para hacer frente al segundo. Los participantes no pueden conseguir
sus fines sin cubrir la necesidad de entendimiento que es menester para hacer
uso de las posibilidades de acción que la situación of rece —o en todo caso no
pueden alcanzar ya tales fines por vía de acción comunicativa.
Una situación representa el fragmento de un mundo de la vida
delimitado por relación a un tema. Un tema surge en conexión con intereses y
metas de acción de (a lo menos) un participante; circunscribe el ámbito de
relevancia de los componentes de la situación susceptibles de ser tematizados y
viene subrayado por los planes que los participantes conciben sobre la base de
la interpretación que hacen de la situación, con el fin de realizar sus propios
fines. La situación de acción interpretada circunscribe un ámbito temáticamente
abierto de alternativas de acción, es decir, de condiciones y medios para la
ejecución de planes. A la situación pertenece todo lo que se hace sentir como
restricción para las correspondientes iniciativas de acción. Mientras que el
actor mantiene a las espaldas el mundo de la vida como recurso de la acción
orientada al entendimiento, las restricciones que las circunstancias imponen a
la ejecución de su plan, le salen al paso como ingredientes de la situación. Y
estos, en el sistema de referencia de los tres conceptos formales de mundo,
pueden clasificarse como hechos, normas y vivencias.
Si se introduce de este modo el concepto de situación, cabe
distinguir entre «mundo» y «mundo de la vida» desde el punto de vista de la tematización
de objetos y de la restricción de los espacios de iniciativa.
En primer lugar, los conceptos de «mundo» y «mundo de la
vida» sirven al deslinde de ámbitos que para los participantes, en una
situacion dada, o bien son accesibles a la tematización o quedan sustraídos a
ella. Desde la perspectiva de los participantes, vertida hacia la situación, el
mundo de la vida aparece como contexto formador de horizonte de los procesos de
entendimiento, que delimita a la situación de acción y, por tanto, permanece
inaccesible a la tematización. Con los temas se desplazan también los
fragmentos del mundo de la vida relevantes para la situación, para los que
surge una necesidad de entendimiento con vista a la actualización de
posibilidades de acción. Sólo lo que de este modo puede convertirse en
ingrediente de la situación, pertenece a los presupuestos tematizables (a
voluntad) de las emisiones comunicativas con las que los participantes en la
interacción se entienden sobre algo en el mundo. Bien es verdad que estas
presuposiciones dependientes de la situación forman un contexto, pero aún no un
contexto suficiente, no bastan a completar el significado literal de
expresiones lingüísticamente estandarizadas, de suerte que éstas cobren el
significado perfectamente determinado de un texto. Por eso conviene distinguir
entre contexto que es la situación, y el contexto que es el mundo de la vida.
Como Searle8 ha mostrado partiendo del último
Wittgenstein, el significado de un texto sólo puede aprehenderse sobre el
transfondo de una precomprensión que desarrollamos al crecer en nuestra
cultura, precomprensión que tiene el status de supuestos de fondo propios de
nuestro mundo de la vida. Este saber de fondo, fundamental, que tácitamente ha
de completar al conocimiento de las condiciones de aceptabilidad de las
emisiones lingüísticamente estandarizadas para que un oyente pueda entender su
significado literal, tiene propiedades curiosas. Es un saber implícito, que no
puede exponerse en una multiplicidad finita de proposiciones; es un saber holísticamente
estructurado, cuyos elementos remiten unos a otros, y es un saber que no está a
nuestra disposición en el sentido de que no podemos hacerlo consciente a
voluntad ni tampoco podemos ponerlo en duda a voluntad. El mundo de la vida nos
es presente en el modo de autoevidencias con las que quienes actúan
comunicativamente están intuitivamente familiarizados, de suerte que ni
siquiera pueden contar con la posibilidad de que queden problematizadas. El
mundo de la vida no es «sabido» en sentido estricto, pues el saber explícito se
caracteriza porque puede ponerse en cuestión y puede fundamentarse. Sólo el
fragmento de mundo de la vida, relevante en cada caso para la situación,
constituye un contexto susceptible de tematizarse a voluntad para las emisiones
con las que los agentes comunicativos convierten en tema algo como algo en el
mundo.
Pero el mundo de la vida no sólo tiene la función de formar
contexto. Ofrece a la vez una provisión de convicciones, a la que los
participantes en la comunicación recurren para cubrir con interpretaciones
suceptibles de consenso la necesidad de entendimiento surgida en una
determinada situación. Como recurso, el mundo de la vida cumple, pues, un papel
constitutivo en los procesos de entendimiento. Así, «mundo» y «mundo de la
vida» se diferencian no sólo desde el punto de vista de la tematización de
objetos, sino también desde el de la restricción de espacios de acción. El
mundo de la vida, en la medida en que entra en consideración como recurso de
los procesos de interpretación, podemos representárnoslo como acervo
lingüísticamente organizado de supuestos de fondo, que se reproduce en forma de
tradición cultural. El saber de fondo transmitido culturalmente ocupa frente a
las emisiones comunicativas que se generan con su ayuda, una posición en cierto
modo transcendental. Provee a que los participantes en la interacción
encuentren ya de antemano interpretada, en lo que a contenido se refiere, la
conexión entre mundo objetivo, mundo social y mundo subjetivo. Cuando los
participantes transcienden el horizonte de una situación dada, no por ello se
mueven en el vacío; vuelven a encontrarse de inmediato en otro ámbito, ahora
actualizado pero, sin embargo, ya preinterpretado, de lo culturalmente
autoevidente. En la práctica comunicativa cotidiana no se dan situaciones
absolutamente desconocidas; también las nuevas situaciones emergen de un mundo
de la vida que está construido de una provisión de saber ya siempre familiar.
Frente al mundo de la vida quienes actúan comunicativamente no pueden adoptar
una actitud extramundana, como tampoco pueden hacerlo frente al lenguaje como
medio de sus procesos de entendimiento.
Al ejecutar o entender un acto de habla, los participantes
en la comunicación se mueven hasta tal punto dentro de su lenguaje, que una
emisión actual no pueden ponerla ante sí como «algo intersubjetivo» al modo
como pueden hacer experiencia de un suceso como algo objetivo, al modo como una
expectativa de comportamiento les sale al paso como algo normativo, o al modo
como viven (o atribuyen a otro) un deseo, un sentimiento etc. como algo
subjetivo. El medio del entendimiento se mantiene en una peculiar semitranscendencia.
Mientras los participantes en la interacción mantengan su actitud realizativa,
el lenguaje que actualmente utilizan permanece a sus espaldas. De ahí que
cultura y lenguaje no cuenten normalmente como ingredientes de la situación. No
restringen en modo alguno el espacio de acción, ni tampoco caen bajo uno de los
conceptos formales de mundo con cuya ayuda los participantes se entienden
acerca de una situación. No han menester ningún concepto bajo el que pudieran
aprehenderse como elementos de una situación de acción.9
Cosa distinta de lo que sucede con las tradiciones
culturales, es lo que acaece con las instituciones y las estructuras de la
personalidad. Estas pueden, por supuesto, limitar el espacio de iniciativa de
los actores, salirles al paso como ingredientes de la situación. De ahí que
caigan también como algo normativo o como algo subjetivo, por así decirlo a
nativitate, bajo uno de los conceptos formales de mundo. Mas esta circunstancia
no debería llevar a suponer que las normas y vivencias (al igual que los hechos
o las cosas y sucesos) se presentan exclusivamente como algo acerca de lo que
los participantes en la interacción se entienden. Pueden adoptar un doble
status —como ingredientes de un mundo social o de un mundo subjetivo, por un
lado, y como componentes estructurales del mundo de la vida, por otro. El
trasfondo que constituye el mundo de la vida consta de habilidades
individuales, del saber intuitivo acerca de cómo arreglárselas en una
situación, y de prácticas socialmente sabidas y ejercitadas, es decir, del
saber intuitivo acerca de en qué puede uno estribar o en qué puede uno confiar
en una situación dada, no menos que de convicciones de fondo trivialmente
sabidas. Sociedad y personalidad no sólo operan como restricciones, cumplen
también la función de recursos. La aproblematicidad del mundo de la vida, en y
desde el que se actúa comunicativamente, se explica por la seguridad que el
actor debe a solidaridades acreditadas y a competencias probadas. Incluso
cabría decir que el carácter paradójico del saber del que se compone el mundo
de la vida, un saber que sólo proporciona el sentimiento de certeza absoluta
porque no se sabe de él, se debe a la circunstancia de que el saber acerca de en
qué puede uno estribar y acerca de cómo se hace algo, está todavía entrelazado
de forma indiferenciada con aquello que prerreflexivamente se sabe. Pero si las
solidaridades de los grupos integrados a través de valores y normas, y las
competencias de los individuos socializados afluyen a tergo a la acción
comunicativa, lo mismo que lo hacen las tradiciones culturales, lo más
conveniente es corregir el estrechamiento culturalista del concepto del mundo
de la vida.
(c) He introducido el concepto de mundo de la vida como
trasfondo de la acción comunicativa. Mientras que al agente que actúa
comunicativamente el fragmento del mundo de la vida relevante para la situación
se le impone, por así decir, afronte como un problema que tiene que solucionar
él, a tergo el agente se ve sostenido por el trasfondo que es su mundo de la
vida. El dominio de las situaciones se presenta como un proceso circular en que
el actor es a la vez ambas cosas: el iniciador de acciones imputables y el producto
de tradiciones culturales en las que está, de grupos solidarios a que pertenece
y de procesos de socialización y aprendizaje a los que está sujeto. Si en lugar
de la perspectiva del agente adoptamos la del mundo de la vida, podemos
transformar nuestra cuestión articulada en términos de teoría de la acción en
una cuestión estrictamente sociológica: en la de qué funciones adopta la acción
orientada al entendimiento para la reproducción del mundo de la vida. Los
participantes en la interacción, al entenderse entre sí sobre una situación, se
mueven en una tradición cultural, de la que hacen uso a la vez que la renuevan;
los participantes en la interacción, al coordinar sus acciones a través del
reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de validez susceptibles de
crítica, se apoyan en pertenencias a grupos sociales y refuerzan
simultáneamente la integración de éstos; y el niño, al participar en
interacciones con personas de referencia que actúan competentemente, internaliza
las orientaciones valorativas de su grupo social y adquiere capacidades
generalizadas de acción.
Bajo el aspecto funcional de entendimiento la acción
comunicativa sirve a la tradición y a la renovación de saber cultural; bajo el
aspecto de coordinación de la acción sirve a la acción social y al
establecimiento de solidaridad, bajo el aspecto de socialización, finalmente,
la acción comunicativa sirve al desarrollo de identidades personales. Las
estructuras simbólicas del mundo de la vida se reproducen por vía de la
prosecución de saber válido, de la estabilización de solidaridades grupales y
de la formación de actores capaces de responder de sus actos. El proceso de
reproducción conecta las nuevas situaciones con los estados existentes del
mundo de la vida, y ello tanto en la dimensión semántica de los significados o
contenidos (de la tradición cultural), como en las dimensiones del espacio
social (de los grupos socialmente integrados) y del tiempo histórico (de las
generaciones que se suceden unas a otras). A estos procesos de reproducción
cultural, de integración social y de socialización corresponden como componentes
estructurales del mundo de la vida la cultura, la sociedad y la persona.
Llamo cultura a la provisión de saber de la que los
participantes en la interacción, al entenderse entre si sobre algo en el mundo,
se proveen de interpretaciones. Llamo sociedad a los órdenes legítimos, a
través de los que los participantes en la interacción regulan su pertenencia a
grupos sociales y con ello se aseguran la solidaridad. Por personalidad
entiendo las competencias que convierten a un sujeto en capaz de lenguaje y
acción, es decir, lo ponen en situación de participar en procesos de
entendimiento y afirmar en ellos su propia identidad. El campo semántico de los
contenidos simbólicos, el espacio social y el tiempo histórico constituyen las dimensiones
en que se extienden las acciones comunicativas. Las interacciones entretejidas
hasta formar la red de la práctica comunicativa cotidiana constituyen el medio
a través del cual se reproducen la cultura, la sociedad y la persona. Estos
procesos de reproducción se refieren a las estructuras simbólicas del mundo de
la vida. Y de ello hemos de distinguir el mantenimiento del sustrato material
del mundo de la vida.
La reproducción material se efectúa a través del medio que
es la actividad teleológica, con la que los individuos socializados intervienen
en el mundo para realizar sus fines. Como vio Max Weber, los problemas que el
agente tiene que dominar en cada situación se dividen en problemas de «penuria
interna» y «penuria externa». A estas categorías de tareas, que resultan desde
la perspectiva de la acción, corresponden, si consideramos las cosas desde la
perspectiva del mantenimiento del mundo de la vida, los procesos de
reproducción simbólica y reproducción material.
(4) He desarrollado intuitivamente los conceptos de acción
comunicativa y de mundo de la vida partiendo del contexto de la actual
discusión en sociología. Con ello no he hecho más que hacer plausible una
cierta precomprensión, que lo más que puede es allanar el camino para un
análisis conceptual en términos de pragmática formal, que aquí no puedo llevar
a cabo. En lo que sigue voy a referirme a algunos intentos de reconstrucción,
que he emprendido en otra parte.
(a) Orientación al éxito versus orientación al
entendimiento. Para la delimitación de la acción comunicativa respecto a la
estratégica es menester explicar qué significa actuar en actitud orientada al
entendimiento. Llamo así a la actitud de participantes en la comunicación, de
los que, en los casos elementales, uno ejecuta un acto de habla y el otro toma
postura con un "sí" o con un "no". Ahora bien, es claro que
no toda interacción lingüísticamente mediada representa un ejemplo de acción
orientada al entendimiento. El acto de habla elemental sólo puede servir de
modelo de una orientación al entendimiento que por su parte no sea susceptible
de ser hecha derivar de una acción orientada al éxito, si el uso del lenguaje
orientado al entendimiento representa el modo original de empleo del lenguaje
en general, respecto del cual el uso del lenguaje orientado a las consecuencias
o el entendimiento indirecto (el dar a entender) se comportan parasitariamente.
La tarea consiste, por tanto, en mostrar que no podemos entender qué significa
provocar lingüísticamente efectos en el oyente si antes no sabemos qué
significa que hablante y oyente puedan llegar a un acuerdo sobre algo con la
ayuda de actos comunicativos. Y es precisamente esto lo que una investigación
detallada de las fuerzas ilocucionarias y de los efectos perlocucionarios de
los actos de habla puede proporcionar. Los actos de habla sólo pueden servir al
fin perlocucionario de ejercer una influencia sobre el oyente, si resultan
aptos para la consecución de fines ilocucionarios. Si el oyente no entendiera
lo que el hablante dice, tampoco un hablante que actuase teleológicamente
podría mover al oyente por medio de actos comunicativos a comportarse de la
forma deseada. En este sentido el uso del lenguaje orientado a las
consecuencias no representa un uso original, sino la subsunción de actos de
habla, que sirven a fines ilocucionarios, bajo las condiciones de la acción
orientada al éxito.10
(b) Acuerdo racionalmente motivado. El concepto de acción
comunicativa-depende por entero de la demostración de que un acuerdo
comunicativo, en el caso más simple la toma de postura de un oyente frente a la
oferta que representa el acto de habla de un hablante, puede cumplir funciones
de coordinación de la acción. Con su "sí" funda el oyente un acuerdo
que, por un lado, se refiere al contenido de la emisión y, por otro, a garantías
inmanentes al acto de habla y a vínculos que resultan relevantes para la
interacción subsiguiente, es decir, relevantes para la secuencia de interacción.
El potencial de acción típico del acto de había se expresa en la pretensión que
el hablante, en el caso de actos de había explícitos, entabla, con ayuda de un
verbo realizativo, en favor de lo que dice. El oyente, al reconocer esa
pretensión, acepta la oferta que se le hace con el acto de habla. Este éxito
ilocucionario sólo es relevante para la acción en la medida en que con él se
establece una relación interpersonal entre hablante y oyente, que ordena
espacios de acción y secuencias de interacción y que a través de alternativas
generales de acción abre al oyente posibilidades de conectar con el hablante.
La cuestión es de dónde toman los actos de habla su fuerza de coordinar la
acción, cuando esa autoridad, a diferencia de lo que ocurre en el caso de los
actos de habla institucionalmente ligados, no la reciben directamente de la
validez social de las normas o, como ocurre en el caso de las manifestaciones
imperativas de voluntad, la deben a un potencial de sanción del que contingentemente
se dispone.
Analizando las cosas más detalladamente se ve que la fuerza
racionalmente motivante de la oferta que un acto de habla comporta no resulta
de la validez de lo dicho, sino de los efectos coordinadores que tiene la
garantía que el hablante asume de esforzarse, llegado el caso, por desempeñar
la pretensión que con su acto está haciendo valer. En el caso de las pretensiones
de verdad y de las pretensiones de rectitud, esta garantía puede desempeñarla
el oyente en términos discursivos, es decir, aduciendo razones; y, en el caso
de pretensiones de veracidad, puede desempeñarla mediante un comportamiento
consistente. (El que alguien piense en realidad lo que dice es algo que sólo
puede decidirse viendo si es consecuente en su acción, y no pidiendo razones
al interesado.) En cuanto el oyente se atiene a esa garantía ofrecida por el
hablante, entran en vigor esa clase de vínculos relevantes para la secuencia de
interacción, que están contenidos en el significado de lo dicho. En el caso,
por ejemplo, de los mandatos y órdenes, las obligaciones de acción se refieren
primariamente a los destinatarios, en el caso de las promesas y contratos se
refieren simétricamente a ambas partes, en el caso de recomendaciones y
advertencias cargadas de contenido normativo, se refieren asimétricamente a
ambas partes.
A diferencia de lo que ocurre en los actos de habla
regulativos, del significado de los actos de habla constatativos sólo resultan
vínculos en la medida en que hablante y oyente se ponen de acuerdo en apoyar su
acción en interpretaciones de la situación que no contradigan los enunciados
que en cada caso se aceptan como verdaderos. Del significado de los actos de
habla expresivos también se siguen directamente obligaciones de acción porque
el hablante especifica con qué no puede estar o caer en contradicción su
comportamiento. Merced a la base de validez de la comunicación enderezada al
entendimiento, puede, pues, un hablante, al asumir la garantía de desempeñar
una pretensión de validez susceptible de crítica, mover a un oyente a aceptar
la oferta que comporta su acto de habla y con ello a conseguir un efecto de
acopiamiento que asegura contacto para la prosecución de la interacción.
Sin embargo, los efectos ilocucionarios de vínculo sólo
pueden conseguir eficacia empírica en un grado socialmente relevante porque las
acciones comunicativas están insertas en contextos del mundo de la vida que
aseguran un ancho consenso de fondo. (El peso de los riesgos de disentimiento
inscritos en la acción comunicativa no sólo depende de la presión que ejercen
los problemas dimanantes de los conflictos de intereses que contingentemente
puedan hacer eclosión, sino que aumenta estructuralmente con la progresiva
racionalización del mundo de la vida, en especial con la reflexivización de las
tradiciones culturales y con la desvinculación de la acción comunicativa
respecto de contextos normativos.)
(c) Pretensiones de validez y modos de comunicación. El
núcleo de la pragmática formal lo constituye el análisis de los presupuestos
pragmático-universales de los actos de habla. Se trata en primer lugar del
papel pragmático de las pretensiones de validez susceptibles de crítica, que
se enderezan a un reconocimiento intersubjetivo y remiten a un potencial de
razones. Hay que mostrar que todo acto de habla puede rechazarse en conjunto,
es decir, puede negarse, bajo tres aspectos: bajo el aspecto de la rectitud que
por referencia a un contexto normativo el hablante pretende para la acción que
proyecta (o indirectamente para esas normas mismas); bajo el aspecto de la
verdad que con su emisión el hablante pretende para un enunciado (o para las
presuposiciones de existencia del contenido proposicional del enunciado
nominalizado), y, finalmente, bajo el aspecto de la veracidad que el hablante
pretende para la emisión o manifestación de vivencias subjetivas a las que él
tiene un acceso privilegiado. En la intención comunicativa del hablante está
(a) ejecutar una acción correcta por relación al contexto normativo dado para
que pueda establecerse entre él y el oyente una relación interpersonal
reconocida como legítima; (b) hacer un enunciado verdadero (o presuposiciones
de existencia pertinentes), para que el oyente pueda aceptar y compartir el
saber del hablante; y (c) manifestar verazmente sus opiniones, intenciones,
sentimientos, deseos, etc., para que el oyente pueda dar credibilidad a lo
dicho.
El análisis de las pretensiones de validez que tienen por
meta la comunidad de convicciones normativas, saber proposicional y confianza
recíproca, suministra, en segundo lugar, la clave para la identificación de
las funciones básicas del entendimiento lingüístico. El lenguaje sirve (a) al
establecimiento y renovación de relaciones interpersonales en las que el
hablante se refiere a algo en el mundo de los órdenes legítimos; (b) a la
exposición o presuposición de estados y sucesos, con las que el hablante hace
referencia a algo en el mundo de los estados de cosas existentes; y (c) a la
manifestación de vivencias, esto es, a la autopresentación del propio sujeto,
en la que el hablante hace referencia a algo en el mundo subjetivo, al que él
tiene un acceso privilegiado.
A estas funciones responden, en tercer lugar, los modos
básicos de empleo del lenguaje; de estos ha de poder hacerse derivar el ancho
espectro de fuerzas ilocucionarias acuñadas en cada lengua. Sólo unos cuantos
tipos ilocucionarios tienen un carácter tan universal, que resultan
directamente aptos para caracterizar un modo básico. En este sentido las
promesas y mandatos pueden representar al uso regulativo del lenguaje, las
constataciones y afirmaciones al uso constatativo, y las confesiones al
expresivo. Los tipos puros de uso del lenguaje orientado al entendimiento,
sobre todo los casos típicos de empleo de oraciones normativas, oraciones
asertóricas y oraciones expresivas, ofrecen, en cuarto lugar, buenos modelos
para el análisis de las referencias al mundo o relaciones con el mundo y de
aquellas actitudes básicas que el hablante ha de adoptar cuando hace
referencia a algo en un mundo. A los conceptos de mundo objetivo, mundo
subjetivo y mundo social corresponden una actitud objetivante, en la que un
observador neutral se ha acerca de algo que tiene lugar en el mundo, una actitud
expresiva, en la que un sujeto que hace presentación de sí mismo manifiesta
ante un público algo de su interior, a lo que él tiene un acceso privilegiado;
y, finalmente, la actitud de conformidad con las normas en la que el miembro de
un grupo social cumple o transgrede expectativas legítimas de comportamiento.11
(d) Práctica comunicativa cotidiana y mundo de la vida. Finalmente,
el análisis practicado en términos de pragmática formal, que parte de actos de
habla sumamente idealizados, aislados y elementales, tiene que ser desarrollado
hasta un punto en que resulten reconocibles los puntos de contacto para una
investigación de tramas complejas de acción y de formas de vida
comunicativamente estructuradas. Se trata aquí, en primer lugar, del problema
fundamental de cómo se relaciona el significado contextual de un acto de habla
con el significado literal de los elementos de la oración y oraciones de que
consta. Hay que mostrar que el significado literal depende de complementos
suministrados por el contexto que representa la situación y por el trasfondo
que representa el mundo de la vida. Pero esta relativización del significado de
las expresiones lingüísticamente estandarizadas no conduce a una disolución
contextualista de constantes semánticas, es decir, a un consecuente relativismo
del significado; pues las formas de vida particulares no solamente ofrecen
aires de familia, sino que en ellas se repiten las infraestructuras
universales del mundo de la vida.12 Para esta fuerte tesis no bastan
consideraciones relativas a teoría del significado; es menester, en segando
lugar, mostrar que entre los componentes estructurales de los actos de habla
elementales, por un lado, y las funciones que los actos de habla pueden
cumplir para la reproducción del mundo de la vida, por otro, se dan conexiones
internas.
He hecho corresponder los componentes proposicionales, ilocucionarios
y expresivos, que cabe reconocer en la forma normal de todo acto elemental de
habla, a cogniciones o conocimientos, obligaciones y expresiones. Pero si se
traen después a colación, desde la perspectiva de una historia evolutiva, y con
el fin de establecer una comparación, los correlatos prelingüísticos que nos
son conocidos por las investigaciones acerca del comportamiento animal, se ve
cómo éstos tuvieron que experimentar una mudanza al acceder al plano
lingüístico. Las percepciones y representaciones, al igual que el
comportamiento adaptativo, adoptan una estructura proposicional. Las
solidaridades generadas ritualmente, las obligaciones frente al colectivo, se
escinden en el plano de la acción regulada por normas en reconocimiento
intersubjetivo de normas vigentes, por un lado, y en motivos de acción
conformes con las normas, por otro. Las expresiones ligadas al cuerpo que
surgen de forma espontánea pierden su carácter involuntario cuando son sustituidas
por emisiones lingüísticas o interpretadas por medio de ellas. Las emisiones o
manifestaciones expresivas sirven a intenciones comunicativas, pueden
emplearse intencionalmente.
Este asentamiento de las cogniciones, obligaciones y
expresiones sobre una base lingüística, puede explicar por qué los medios
lingüísticos de comunicación cumplen determinadas funciones: aparte de la
función de entendimiento, cumplen ahora también la de coordinación de la acción
y la de socialización de los actores. Bajo el aspecto de entendimiento los
actos comunicativos sirven al suministro de saber culturalmente acumulado: la
tradición cultural se reproduce, como hemos señalado, a través del medio que
representa la acción orientada al entendimiento. Bajo el aspecto de
coordinación de la acción esos mismos actos comunicativos sirven a un cumplimiento
de normas ajustado al contexto de que se trate: también la integración social
se cumple a través de ese medio. Bajo el aspecto de socialización, finalmente,
los actos comunicativos sirven a la erección de controles internos del
comportamiento, y en general a la formación de estructuras de la personalidad:
una de las ideas básicas de Mead es que los procesos de socialización se
efectúan a través de interacciones lingüísticamente mediadas.13
Queda como tercera tarea la de poner en relación la
pragmática formal con planteamientos empíricos, de suerte que los instrumentos
analíticos cobren una flexibilidad suficiente para abordar la compleja práctica
cotidiana. Por lo demás, el concepto normativo de acción orientada al
entendimiento puede emplearse para una investigación sistemática de niveles
lingüísticos de realidad (como el juego, la ficción, el chiste, la ironía,
etc.) y de patologías del lenguaje.14
(5) Excursos
(a) Los planos de la acción social y de la integración
social. Considero la acción comunicativa y la acción estratégica como dos tipos
de acción social, que representan una alternativa desde la perspectiva del
agente mismo; los participantes en la interacción, aunque sea de forma intuitiva,
tienen que elegir entre una actitud orientada al éxito o una actitud orientada
al entendimiento. En cambio, las estructuras de la actividad teleológica y de
la comunicación sólo pueden separarse bajo aspectos analíticos. Sin embargo,
esas estructuras están diferentemente compuestas según sea el tipo de acción.
En las interacciones estratégicas también los medios comunicativos se emplean
en el sentido de un uso del lenguaje orientado por las consecuencias; aquí la
formación lingüística de consenso no funciona, como en la acción comunicativa,
como mecanismo de coordinación de la acción. En la acción comunicativa los
participantes en la interacción ejecutan sus planes de acción teniendo a la
vista un acuerdo comunicativamente alcanzado, mientras que las acciones
coordinadas mismas mantienen su carácter de actividades teleológicas. La actividad
teleológica constituye, por tanto, un componente, así de la acción orientada al
entendimiento como de la acción orientada al éxito; en ambos casos las acciones
implican intervenciones en el mundo objetivo. Según sea el fin de la acción
pueden éstas incluir también acciones instrumentales, es decir, cambios
manipulativos de los objetos físicos. Las acciones instrumentales pueden, por
tanto, presentarse como componentes en acciones sociales de ambos tipos.
En la reproducción material del mundo de la vida, que se
efectúa a través del medio de la actividad teleológica, participan tanto
acciones estratégicas como acciones comunicativas. En cambio, la reproducción
simbólica del mundo de la vida depende sólo de la acción orientada al
entendimiento. Naturalmente, el mantenimiento del sustrato material es una
condición necesaria para el mantenimiento de las estructuras simbólicas de un
mundo de la vida. Pero la apropiación de tradiciones, la renovación de
solidaridades, la socialización de los individuos necesitan de la hermenéutica
natural de la comunicación cotidiana y, por tanto, del medio que representa la
formación lingüística de consenso. Una interacción en la que uno trata a otro
como objeto de influencias pasa de largo ante esa dimensión de la
intersubjetividad lingüísticamente generada; en el marco de influencias
causales reciprocas, no pueden transmitirse contenidos culturales, integrarse
grupos sociales, ni socializarse ningún sujeto.
Mientras que para la reproducción material del mundo de la
vida lo relevante de la acción social es el aspecto de actividad teleológica,
para la reproducción simbólica del mundo de la vida lo importante es el aspecto
de entendimiento. De ello se sigue la correspondencia propuesta entre formas
de reproducción y tipos de acción. Una correspondencia biunívoca sólo se da
entre el mundo de la vida simbólicamente reproducido y la acción comunicativa.
Esta imagen se complica algo más cuando no consideramos los plexos de
reproducción material desde la perspectiva interna de los sujetos agentes, que
tratan de dominar su situación orientándose a la consecución de un fin, sino
que los objetualizamos como sistemas. La reproducción material del mundo de la
vida, no se reduce, ni siquiera en los casos limites, a dimensiones tan
abarcables, que podamos entenderla como resultado pretendido de una cooperación
colectiva. Normalmente, se efectúa como cumplimiento de funciones latentes, de
funciones que van más allá de las orientaciones de acción de los
participantes. Ahora bien, en ia medida en que los efectos agregados de las
acciones cooperativas cumplen imperativos de mantenimiento del sustrato
material, estos plexos de acción pueden estabilizarse funcionalmente, es
decir, por conexión retroalimentativa mediante acuse de recibo de consecuencias
laterales funcionales. Estas funciones latentes de las acciones exigen
introduzcamos el concepto de un plexo sistémico de consecuencias de la acción y
resultados de la acción, que va más allá del entrelazamiento o concatenación de
orientaciones de acción.
Podemos considerar las sociedades bajo los aspectos de mundo
de la vida y sistema; bajo cada uno de estos aspectos hemos de contar con
diversos mecanismos de integración social. De nuevo, sólo se da una
correspondencia univoca entre la acción comunicativa y la integración social.
En cambio, los mecanismos de la integración sistémica parten de, u operan
sobre, los resultados y consecuencias de la actividad teleológica, es decir,
sobre los efectos que tanto las acciones comunicativas como las acciones
estratégicas pueden provocar en el mundo objetivo.
Pero hay una clase de mecanismos sistémicos que no son igualmente
compatibles con ambos tipos de acción: me refiero a medios de control o
regulación tales como el dinero y el poder. Estos medios de comunicación deslingüistizados
gobiernan un tráfico social ampliamente descolgado de normas y valores y de
mecanismos de formación lingüistica de consenso—sobre todo en esos subsistemas
de acción económica y acción administrativa «racionales con arreglo a fines»,
que se han autonomizado frente a los contextos del mundo de la vida. Como estos
medios de regulación o control fuerzan a pasar de la acción comunicativa a una
interacción regida por medios, resulta aquí a su vez una correspondencia
unívoca, o a lo menos clara, entre acción estratégica, por un lado, y los
sistemas de acción diferenciados a través de medios, por otro.
(b) Consecuencias filosóficas. La teoría de la acción
comunicativa está cortada al talle de las necesidades de la teoría de la
sociedad; pero si el programa que he desarrollado en la primera
Zwischenbetrachtung15 (Interludio primero) puede
realizarse, esta teoría tiene también consecuencias para la solución de
problemas filosóficos. En primer lugar, esta teoría supone una aportación a la
teoría del significado.
Prosiguiendo el planteamiento de la semántica veritativa, la
pragmática formal hace derivar la comprensión de una emisión lingüísticamente
estandardizada del conocimiento de las condiciones generales bajo las que un
oyente puede aceptar la emisión. Entendemos un acto de habla cuando sabemos
que lo hace aceptable. Desde la perspectiva del hablante las condiciones de
aceptabilidad son idénticas a las condiciones de su éxito ilocucionario. La
aceptabilidad no viene definida en un sentido objetivista desde la perspectiva
del observador, sino desde la actitud realizativa del participante en la
comunicación. A un acto de habla lo llamaremos «aceptable» si cumple las
condiciones que son necesarias para que un oyente pueda tomar postura con un
«sí» frente a la pretensión de validez entablada por el hablante. Estas
condiciones no pueden cumplirse unilateralmente, ni relativamente al hablante,
ni relativamente al oyente; antes se trata de condiciones para el
reconocimiento intersubjetivo de una pretensión lingüística que, de forma
típica para cada clase de actos de habla, funda un acuerdo, especificado en
cuanto a su contenido, acerca de obligaciones relevantes para la interacción
que sigue.
La teoría de la acción comunicativa se propone además como
tarea investigar la «razón» inscrita en la propia práctica comunicativa cotidiana
y reconstruir a partir de la base de validez del habla un concepto no reducido
de razón. Si partimos del empleo no comunicativo de saber proposicional en
acciones orientadas a la consecución de fines, tomamos una predecisión en favor
de ese concepto de racionalidad cognitivo-instrumental, que a través del
empirismo ha acuñado con tanta fuerza la autocomprensión de la modernidad. Ese
concepto lleva consigo connotaciones de una autoafirmación acompañada por el
éxito, que viene posibilitada por un informado control sobre, y una inteligente
adaptación a, las condiciones de un entorno contingente. Si, en cambio, partimos
del empleo comunicativo de saber proposicional en actos de habla, tomamos una
predecisión en favor de un concepto más amplio de racionalidad que conecta con
las viejas ideas acerca del logos. Este concepto de racionalidad comunicativa lleva
consigo connotaciones que en última instancia se remontan a la experiencia central
de la capacidad de aunar sin coacciones y de fundar consenso que tiene un habla
argumentativa en la que distintos participantes superan la subjetividad inicial
de sus concepciones y merced a la comunidad de convicciones racionalmente
motivadas se aseguran simultáneamente de la unidad del mundo objetivo y de la
intersubjetividad del plexo de vida social en que se mueven. Pero esta
contraposición es ya consecuencia de la disparatada tentativa de desgajar el
momento cognitivo-instrumental de la razón de ese concepto más amplio de
razón.
Ciertamente que en el plano de las culturas de expertos las
orientaciones racionales se han separado hoy hasta tal punto, que la elaboración
reflexiva de cuestiones de verdad, cuestiones de justicia y cuestiones de
gusto se atiene a una lógica interna distinta en cada una de esas tres esferas.
Pero también en este plano la unidad de la razón viene asegurada
procedimentalmente, es decir, mediante el procedimiento que representan el
desempeño y resolución argumentativos de pretensiones de validez. Una teoría
de la argumentación planteada en términos de pragmática formal puede, partiendo
de los diferentes papeles de las pretensiones de validez en la acción
comunicativa, distinguir entre distintas formas de discurso y clarificar las
relaciones internas entre esos tipos de discursos.
Finalmente, la teoría de la acción comunicativa hace suyo
determinados impulsos críticos que desde Humboldt (hasta Austin y Rorty) se
han venido produciendo en el seno de la filosofía del lenguaje. La teoría de la
acción comunicativa critica la orientación unilateral de la filosofía
occidental por el mundo del ente. A este predominio del pensamiento ontológico
corresponde el privilegio de que es objeto el conocimiento en epistemología y
teoría de la ciencia, así como la importancia metodológica que cobra la oración
asertórica en la semántica. El estudio pragmático-formal de los procesos de
entendimiento puede disolver estas fijaciones. Contra estas
unilateralizaciones ontológicas y cognitivistas puede hacer valer esa
comprensión descentrada del mundo que entrelaza a limine el mundo objetivo con
el mundo social y el mundo subjetivo y exige una simultánea orientación por
las correspondientes pretensiones de validez que son la verdad proposicional,
la rectitud normativa y la veracidad o la autenticidad.
Habermas: El discurso
filosófico de la modernidad
1 P. Blau, Exchange and Power in Social Life, Nueva York, 1966.
2 R. Dahrendorf, Class and Class
Conflict in Industrial Society, Stanford, 1959.
3 J. Habermas, «Bemerkungen zu T.
Parsons' Medientheorien", en W. Schluchter (ed.), Verhalten, Handeln und
System, Francfort, 1980.
4 T. Parsons, The Structure of Social
Action, Nueva York, 1949; E. Goffman, The Presentation of Self in Everyday
Life, Nueva York, 1959; id., Interaction Ritual, Harmmondsworth, 1957.
5 Además Goffman hace un uso equivoco
de este modelo de acción. La escala de la autopresentación va desde la
comunicación sincera de las propias intenciones, deseos y sentimientos, etc.,
hasta una cínica manipulación de las impresiones que el actor provoca en los
otros. También tal impressions management cae todavía bajo el concepto de
acción dramatúrgica mientras esté dirigida a un público que, cándidamente, es
decir, sin percatarse de intenciones estratégicas, se imagina estar asistiendo
a una representación orientada al entendimiento. En otro caso, se trata de una
forma sutil de ejercicio expresivo-simbólico del poder, es decir, de una
versión especial de la acción orientada al éxito, de la que puede deducirse (y
de ello son buen ejemplo los trabajos de Pierre Bourdieu) un correspondiente
concepto de sociedad articulado en términos de teoría del poder.
6 J. Habermas, Teoría de la acción
comunicativa, Madrid, 1987; en lo que sigue no voy a señalar como citas las
reproducciones literales que hago de conceptos desarrollados en otros trabajos.
7 G. H. von Wright, Explanation and
Understanding, Londres, 1971.
8 J. Searle, «Literal Meaning», en Expresion
and Meaning., 1979, págs. 117 y ss.
9 Sólo en los raros instantes en que
fracasan como recursos desarrollan la cultura y el lenguaje esa peculiar
resistencia que experimentamos en las situaciones de entendimiento perturbado.
Es entonces cuando se hacen menester los trabajos de reparación de traductores,
intérpretes o terapeutas. Pero tampoco éstos, cuando tratan de traer a una
interpretación común elementos del mundo de la vida que se han vuelto
disfuncionales (emisiones ininteligibles, tradiciones que han perdido su
transparencia y, en el caso límite, un lenguaje no descifrado) pueden recurrir
a otra cosa que a los tres conocidos conceptos de mundo. A esos elementos del
mundo de la vida que han fracasado como recursos tienen que identificarlos como
hechos culturales que restringen el espacio de acción.
10 J. Habermas (1981), t. I, págs.
387-397
11 J. Habermas, Teoría de la acción
comunicativa, tomo I, págs. 390-420. Todavía no he hecho ningún estudio sobre
una lógica pragmática que pudiese explicar la conservación de la validez en el
transito regulado de un modo de comunicación a otro. Sobre las transferencias
intermodales de validez, cf. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, t.
1, pág. 422, nota 84
12 J. Habermas, Teoría de la acción
comunicativa, Madrid, 1987, tomo I, págs. 429 y ss.; tomo II, págs. 193 y ss.
13 J. Habermas, ibid, t. II. págs
91-111.
14 J. Habermas, íbid, t. I, págs.
419-427.
15 J. Habermas, ibíd, t. I, págs. 351
y ss.
Madrid,
Cátedra, 1989, pp. 479-507