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Dado el carácter global del capitalismo, el análisis de los
diferentes contextos debe tener en cuenta que, a pesar de sus diferencias,
éstas forman parte del mismo texto. De este modo, la actual disyunción entre
las izquierdas europeas y las de otros continentes, principalmente las
izquierdas latinoamericanas, es perturbadora. Mientras las izquierdas europeas
parecen estar de acuerdo en que el crecimiento es la solución a todos los males
de Europa, las izquierdas latinoamericanas están profundamente divididas sobre
el crecimiento y el modelo de desarrollo en el que se basa. Veamos el
contraste. Las izquierdas europeas parecen haber descubierto que la apuesta por
el crecimiento económico es lo que las distingue de las derechas, instaladas en
la consolidación presupuestaria y la austeridad. Crecimiento significa empleo y
éste, a su vez, mejora de las condiciones de vida de la mayoría. No
problematizar el crecimiento implica la idea de que cualquier crecimiento es
bueno. Se trata de una idea suicida para las izquierdas. Por un lado, las
derechas la aceptan con facilidad (tal y como están haciendo, porque están
convencidas de que será su tipo de crecimiento el que prevalezca).
Por otro, significa un grave retroceso histórico en relación con los avances de
las luchas ecológicas de las últimas décadas, en las que algunas izquierdas
tuvieron un papel determinante. Es decir, se omite que el modelo de crecimiento
dominante es insostenible. En pleno periodo preparatorio de la Conferencia de
la ONU Río+20, no se habla de sostenibilidad, como tampoco se cuestiona el
concepto de “economía verde” a pesar de que, más allá del color de los billetes
de dólar, resulte difícil imaginar un capitalismo verde.
En contraste, en América Latina las izquierdas están
polarizadas como nunca en torno al modelo de crecimiento y de desarrollo. La
voracidad de China, el consumo digital sediento de metales raros y la
especulación financiera sobre la tierra, las materias primas y los bienes
alimentarios están provocando una carrera sin precedentes por los recursos
naturales: explotación minera de gran escala a cielo abierto, explotación
petrolera, expansión de la frontera agrícola. El crecimiento económico
propiciado por esta carrera colisiona con el aumento exponencial de la deuda
socioambiental: apropiación y contaminación del agua, expulsión de millares de
campesinos pobres y de pueblos indígenas de sus territorios ancestrales,
deforestación, destrucción de la biodiversidad, ruina de modos de vida y de
economías que hasta ahora parecían garantizar la sostenibilidad. Desafiada ante
tal contradicción, una parte de las izquierdas opta por la oportunidad
extractivista con la premisa de que los rendimientos generados se orienten a
reducir la pobreza y construir infraestructura. La otra parte, en cambio,
entiende el nuevo extractivismo como la fase colonial más reciente por la cual
América Latina está condenada a ser exportadora de naturaleza hacia los centros
imperiales que saquean las inmensas riquezas y destruyen los modos de vida y
las culturas de los pueblos. La disputa es tan intensa que incluso pone en
tensión la estabilidad política de países como Bolivia y Ecuador.
La discrepancia entre las izquierdas europeas y las
izquierdas latinoamericanas reside en el hecho de que solo las primeras
suscribieron incondicionalmente el “pacto colonial” según el cual los avances
del capitalismo valen por sí mismos, aunque hayan sido (y continúen siendo)
obtenidos a costa de la opresión colonial de los pueblos extraeuropeos. Así,
nada nuevo se presenta en el frente occidental en tanto sea posible externalizar la
miseria humana y la destrucción de la naturaleza.
Para superar este contraste y avanzar en la construcción de
alianzas transcontinentales son necesarias dos condiciones. Por una parte, las
izquierdas europeas deberían objetar el consenso del crecimiento que, o es
falso, o significa la complicidad repugnante con una larguísima injusticia
histórica. Asimismo, deberían discutir la cuestión de la insostenibilidad y
poner en causa tanto el mito del crecimiento infinito como la idea de la
inagotable disponibilidad de la naturaleza en que se asienta, asumiendo que los
crecientes costes socioambientales del capitalismo no son superables con
imaginarias economías verdes. Por último, deberían defender que la prosperidad
y la felicidad de la sociedad dependen menos del crecimiento que de la justicia
social y de la racionalidad ambiental; y tener el coraje de afirmar que la
lucha por la reducción de la pobreza es una burla para disfrazar la lucha, que
no se quiere entablar, contra la concentración de la riqueza.
Por su parte, las izquierdas latinoamericanas deberían discutir
las antinomias entre el corto y el largo plazo, teniendo en mente que el futuro
de las rentas diferenciales generadas hoy por la explotación de los recursos
naturales está bajo control de pocas empresas multinacionales y que, al final
de este ciclo extractivista, los países podrían quedar más empobrecidos y
dependientes que nunca. Deberían reconocer también que el nacionalismo
extractivista garantiza para el Estado recetas que podrían tener una importante
utilidad social solo si son empleadas, al menos en parte, para financiar una
política de transición del actual extractivismo depredador a una economía
plural en la cual el extractivismo únicamente será útil en la medida en que sea
indispensable. Esta transición debería comenzar de inmediato.
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Traducción para Rebelión por Antoni Jesús Aguiló & José Luis Exeni |
Las otras Cartas a las izquierdas:
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I & II |
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III |
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IV |
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V |