
En 2005 se publicó su
libro ¿Fuga dalla storia? La rivoluzione russa e la rivoluzione cinese oggi
(1). ¿Qué le indujo a escribirlo?
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Italiano |
La primera edición del libro se publicó en 1999. Era el
momento en que el fin de la guerra fría se interpretaba como el fracaso
irremediable de todo intento de construir una sociedad socialista, como el
triunfo definitivo del capitalismo e incluso como el «fin de la historia». En
Occidente este modo de ver las cosas hacía mella en la propia izquierda: hasta
los comunistas, aunque declaraban que querían permanecer fieles a los ideales
del socialismo, a renglón seguido añadían que ellos no tenían nada que ver con
la historia de la URSS ni con la historia de China donde, decían, se había
producido la «restauración del capitalismo». Para oponerme a esta «huida de la
historia» me propuse explicar la historia del movimiento comunista desde la
Rusia de la Revolución de Octubre hasta la China surgida de las reformas de
Deng Xiaoping.
A su juicio, ¿por qué
motivos se desmembró la URSS?
En 1947, cuando enuncia la política de la contención, su
teórico, George F. Kennan, explica que es preciso «aumentar enormemente las tensiones
(strains) que debe soportar la política soviética», a fin de «promover
tendencias que acaben quebrando o ablandando el poder soviético». En nuestros días no es muy distinta la
política de EE. UU. hacia China, aunque mientras tanto China ha acumulado una
gran experiencia política.
Más allá de la contención, lo que determinó el derrumbe de
la URSS fueron sus graves debilidades internas. Conviene reflexionar sobre la
célebre tesis de Lenin: «No hay revolución sin teoría revolucionaria». El
partido bolchevique, sin duda, tenía una teoría para la conquista del poder;
pero si por revolución se entiende no sólo la destrucción del viejo orden sino
también la construcción del nuevo, los bolcheviques y el movimiento comunista
carecían sustancialmente de una teoría revolucionaria. Desde luego, no se puede
considerar que una teoría de la sociedad poscapitalista por construir se
reduzca a la espera mesiánica de un mundo en el que hayan desaparecido por
completo los Estados, las naciones, el mercado, el dinero, etc. El PCUS cometió
el grave error de no hacer ningún esfuerzo para llenar esa laguna.
A comienzos del siglo XX China formaba parte del mundo
colonial y semicolonial, sometido por el colonialismo y el imperialismo. Un
hito histórico fue la Revolución de Octubre, que desató e impulsó una oleada
anticolonialista de dimensiones planetarias. A continuación, el fascismo y el
nazismo fueron el intento de revitalizar la tradición colonial. En particular,
la guerra desencadenada por el imperialismo hitleriano y el imperialismo
japonés, respectivamente, contra la Unión Soviética y contra China, fueron las
mayores guerras coloniales de la historia. De modo que Stalingrado en la Unión
Soviética y la Larga Marcha y la guerra de resistencia contra Japón en China
fueron dos grandiosas luchas de clase, las que impidieron que el imperialismo
más bárbaro llevara a cabo una división del trabajo basada en la reducción de
grandes pueblos a una masa de esclavos al servicio de las supuestas razas de
los señores.
Pero la lucha de emancipación de los pueblos en condiciones
coloniales y semicoloniales no acaba con la conquista de la independencia
política. Ya en 1949, a punto de conquistar el poder, Mao Zedong había
insistido en la importancia de la edificación económica: Washington quiere que
China se «reduzca a vivir de la harina estadounidense», con lo que «acabaría
siendo una colonia estadounidense». Es decir, sin la victoria en la lucha por
la producción agrícola e industrial, la victoria militar acabaría siendo frágil
y vacua. De alguna manera Mao había previsto el paso de la fase militar a la
fase económica de la revolución anticolonialista y antiimperialista.
¿Qué ocurre en nuestros días? EE. UU. está trasladando a
Asia el grueso de su dispositivo militar. En la agencia Reuter del 28 de
octubre de 2011 se puede leer que una de las acusaciones de Washington a los
dirigentes de Pequín es que fomentan o imponen la transferencia de tecnología
occidental a China. Está claro: EE. UU. pretende conservar el monopolio de la
tecnología para seguir ejerciendo la hegemonía e incluso un dominio neocolonial
indirecto; en otras palabras, todavía en nuestros días la lucha contra el
hegemonismo se plantea también en el plano del desarrollo económico y
tecnológico. Es un aspecto que, lamentablemente, la izquierda occidental no
siempre logra entender. Hay que recalcarlo con fuerza: revolucionaria no es
sólo la larga lucha con que el pueblo chino puso fin al siglo de las humillaciones
y fundó la República Popular; revolucionaria no es sólo la edificación
económica y social con que el Partido Comunista Chino libró del hambre a
cientos de millones de hombres; también la lucha para romper el monopolio
imperialista de la tecnología es una
lucha revolucionaria. Nos lo enseñó Marx. Sí, él nos enseñó que la lucha por
superar, en el ámbito de la familia, la división patriarcal del trabajo, es ya
una lucha revolucionaria; ¡sería muy extraño que no fuese una lucha de
emancipación la lucha por acabar a escala internacional con la división del
trabajo impuesta por el capitalismo y el imperialismo, la lucha por liquidar
definitivamente ese monopolio occidental de la tecnología, que no es un dato
natural, sino el resultado de siglos de dominio y opresión!
En 2005 se publicó su libro Controstoria del liberalismo
(2), que logró un gran éxito (en un año se reeditó tres veces y luego se
tradujo a varios idiomas). ¿Qué significa ese título?
Mi libro no desconoce los méritos del liberalismo, que pone
en evidencia el papel del mercado en el desarrollo de las fuerzas productivas y
subraya la necesidad de limitar el poder (aunque sólo a favor de una reducida
comunidad de privilegiados). Controstoria del liberalismo polemiza con el
autobombo y la visión apologética a los que se entregan el liberalismo y el
Occidente liberal. Es una tradición de pensamiento en cuyo ámbito la exaltación
de la libertad va unida a terribles cláusulas de exclusión en perjuicio de las
clases trabajadoras y, sobre todo, de los pueblos colonizados. John Locke,
padre del liberalismo, legitima la esclavitud en las colonias y es accionista
de la Royal African Company, la empresa inglesa que gestiona el tráfico y el
comercio de los esclavos negros. Pero, más allá de las personalidades
individuales, lo importante es el papel de los países que mejor encarnan la
tradición liberal. Uno de los primeros actos de política internacional de la
Inglaterra liberal, nacida de la Revolución Gloriosa de 1688-1689, es hacerse
con el monopolio del tráfico de esclavos negros.
Más importante aún es el papel de la esclavitud en la
historia de EE. UU. Durante 32 de los primeros 36 años de vida de Estados
Unidos, la presidencia del país estuvo ocupada por propietarios de esclavos. Y
eso no es todo. Durante varias décadas el país se dedicó a exportar la
esclavitud con el mismo celo con que hoy pretenden exportar la «democracia»: a
mediados del siglo XIX reintrodujeron la esclavitud en Tejas, recién arrebatado
a Méjico con una guerra.
Es verdad que primero Inglaterra y luego Estados Unidos se
vieron obligados a abolir la esclavitud, pero el lugar de los esclavos negros
lo ocuparon los culíes chinos e indios, a su vez sometidos a una forma apenas
disimulada de esclavitud. Además, después de la abolición formal de la
esclavitud, los afroamericanos siguieron sufriendo una opresión tan feroz que
un eminente historiador estadounidense, George M. Fredrickson, ha escrito: «los
esfuerzos por preservar la “pureza de la raza” en el sur de Estados Unidos
preludiaban algunos aspectos de la persecución desencadenada por el régimen
nazi contra los judíos en los años treinta del siglo XX».
¿Cuándo empieza a resquebrajarse en EE. UU. el régimen de
supremacía blanca, de opresión y discriminación racial, ante todo contra los
negros? En diciembre de 1952 el ministro estadounidense de Justicia envía al
Tribunal Supremo, en plena discusión sobre la integración en las escuelas
públicas, una carta elocuente: «La discriminación racial lleva el agua al
molino de la propaganda comunista y también siembra dudas en las naciones
amigas acerca de nuestra devoción en la
fe democrática». Washington, observa el historiador estadounidense que
reconstruye este episodio (C. Vann Woodward), corría el riesgo de enajenarse el
favor de las «razas de color» no sólo en Oriente y el Tercer Mundo, sino
también en su propio país. Sólo entonces el Tribunal Supremo decidió declarar
inconstitucional la segregación racial en las escuelas públicas.
En esta historia hay una paradoja. Hoy Washington no se
cansa de reprocharle a China su falta de democracia; pero conviene señalar que
un elemento esencial de la democracia, la superación de la discriminación
racial, sólo fue posible en Estados Unidos gracias al reto representado por el
movimiento anticolonialista mundial, del que China formaba y forma parte.
A mi entender, entre
las muchas ediciones italianas del Manifiesto del Partido Comunista, hay tres
que destacan: la de Antonio Labriola, la de P. Togliatti y la suya de 1999.
Según usted, ¿qué significado tiene esta obra fundamental de Marx y Engels para
los marxistas de hoy?
En la Introducción a la edición italiana del Manifiesto del
Partido Comunista he tratado de reconstruir el siglo y medio de historia
transcurrido desde la publicación en 1848 de este texto extraordinario. Una
confrontación puede ayudarnos a entender su significado. Ocho años antes, otra
gran personalidad de la Europa del siglo XIX, Alexis de Tocqueville, publica el
segundo libro de Democracia en América y, en un capítulo central, afirma ya en
el título que «las grandes revoluciones serán cada vez más infrecuentes». Pero
si nos fijamos en el siglo o siglo y medio posterior al año (1840) en que el
liberal francés hace esta afirmación, vemos que se trata del periodo quizá más
abundante en revoluciones de la historia universal.
No cabe duda: al prever la rebelión contra el capitalismo,
contra un sistema que supone la «transformación en máquina» de los proletarios
y su degradación a «instrumentos de trabajo», a «accesorios de la máquina», a
apéndice «dependiente e impersonal» del capital «independiente y personal», al
prever todo esto, el Manifiesto del Partido Comunista supo mirar más lejos.
Cuando describen con extraordinaria lucidez y clarividencia la que hoy llamamos
globalización, Marx y Engels saben bien que se trata de un proceso
contradictorio, caracterizado (en el ámbito del capitalismo) por colosales
crisis de sobreproducción que conllevan la destrucción de enormes cantidades de
riqueza social y la miseria de masas ingentes de hombres y mujeres. Además es
un proceso erizado de conflictos que pueden desembocar incluso en una «guerra
industrial de aniquilación entre las naciones». Lo cual nos lleva a pensar en
la primera guerra mundial.
Contra este mundo el Manifiesto del Partido Comunista evoca
tanto revoluciones proletarias como «revoluciones agrarias» y de «liberación
nacional». De modo que Marx y Engels se adelantan a un escenario que se
producirá en el Tercer Mundo, como por ejemplo en China.
A propósito de China se puede hacer una última consideración.
El Manifiesto del Partido Comunista prevé la aparición de una economía
globalizada caracterizada por «industrias nuevas, cuya introducción pasa a ser
una cuestión de vida o muerte para todas las naciones civilizadas, industrias
que ya no elaboran materias primas locales, sino materias primas procedentes de
las regiones más remotas, y cuyos productos se consumen no sólo en el interior
del país, sino en todas las partes del mundo». Por lo tanto, aunque centra la
mirada en Europa, el texto de Marx y Engels acaba dando indicaciones muy
valiosas para los países del Tercer Mundo que quieren alcanzar un desarrollo
económico independiente.
¿Cuáles han sido, a su
juicio, las aportaciones de Antonio Gramsci a la teoría marxista?
Creo que las aportaciones de la obra de este gran pensador
han sido por lo menos cuatro:
1) Gramsci puso en evidencia la importancia de la
«hegemonía» para la conquista y conservación del poder político. En un texto de
1926 explica: el proletariado sólo da muestras de poseer una conciencia de
clase madura cuando se eleva a una visión de su clase de pertenencia como
núcleo dirigente de un bloque social mucho más amplio, llamado a conducir la
revolución a la victoria.
2) En segundo lugar, Gramsci se muestra plenamente
consciente de la complejidad que entraña el proceso de construcción del
socialismo. Al principio será «el colectivismo de la miseria, del sufrimiento».
Pero no puede quedarse en eso, tiene que acometer el desarrollo de las fuerzas
productivas. En este marco debe situarse la importante toma de posición de
Gramsci a propósito de la NEP (la Nueva Política Económica introducida al
término del «comunismo de guerra»). La realidad de la URSS del momento nos
coloca en presencia de un fenómeno «nunca visto en la historia»: una clase políticamente
«dominante» se halla «globalmente en condiciones de vida inferiores a las de
ciertos elementos y estratos de la clase dominada y sometida». Las masas populares, que siguen padeciendo
una vida de privaciones, están desorientadas ante el espectáculo del «nepman
[el hombre de la NEP] enfundado en su abrigo de pieles, que tiene a su
disposición todos los bienes de la tierra», pero esto no debe ser motivo de
escándalo o repulsa, pues el proletariado, lo mismo que no puede conquistar el
poder, tampoco puede mantenerlo si es incapaz de sacrificar intereses
particulares e inmediatos a los «intereses generales y permanentes de la
clase». Se trata, por supuesto, de una situación transitoria. Lo que sugiere
aquí Gramsci puede serle útil a la izquierda occidental para comprender la
realidad de un país como la China actual.
3) Gramsci nos da algunas valiosas indicaciones sobre otro
aspecto. ¿Debemos imaginar el comunismo como la disipación total no sólo de los
antagonismos de clase, sino también del Estado y del poder político, así como
de las religiones, las naciones, la división del trabajo, el mercado, cualquier
fuente posible de conflicto? Cuestionando el mito de la extinción del Estado y
de su disolución en la sociedad civil, Gramsci señala que la propia sociedad
civil es una forma de Estado; también destaca que el internacionalismo no tiene
nada que ver con desconocer las peculiaridades e identidades nacionales, que
subsistirán mucho después de la caída del capitalismo; en cuanto al mercado,
Gramsci considera que convendría hablar de «mercado determinado», más que de
mercado en abstracto. Gramsci nos ayuda a superar el mesianismo, que dificulta
gravemente la construcción de la sociedad poscapitalista.
4) Por último. Aunque condenan el capitalismo, las Cartas
desde la cárcel evitan interpretar la historia moderna y las revoluciones
burguesas como un tratado de «teratología», es decir, un tratado que se ocupa
de los monstruos. Los comunistas debemos saber criticar los errores, a veces
graves, de Stalin, Mao y otros dirigentes, sin reducir nunca estos capítulos de
historia del movimiento comunista a «teratología», a historia de monstruos.
Notas
1. ¿Fuga de la historia? La revolución china y la revolución
rusa hoy, traducción de Alfredo Bauer,
Cartago, Buenos Aires, 2001.
2. Contrahistoria del liberalismo, traducción de Marcia
Gasca, Eds. de Intervención Cultural, Mataró, 2007.
Traducción del italiano: Juan Vivanco