
Es característico de los fines de régimen que el poder
establecido actúe de una forma cada vez más
absurda e irracional, como si ya nada le importara el consenso de la
población. Es algo que la historia ha contemplado desde la Roma bajoimperial hasta nuestros días con
gran regularidad, desde Calígula a Berlusconi. Rara vez un sistema
caracterizado por su alta racionalidad ha caído sin antes haberse corrompido
progresivamente y acceder a una fase en que el discurso dominante se hiciera
insensato, incapaz de producir un mínimo de buen sentido y menos aún de
informar el sentido común. Buen sentido y sentido común guardan una estrecha
relación, pero no son términos idénticos. El buen sentido es una facultad de
juicio sobre la realidad que no necesita mediaciones conceptuales complejas. El
buen sentido no descubre verdades, pero sí es capaz de reconocerlas. El buen
sentido impide cometer errores absurdos. El buen sentido no se puede compartir
porque está siempre ya compartido. Decía Descartes con cierta ironía que el
buen sentido ("le bon sens") es la cosa mejor repartida del mundo
pues nadie se queja de tener menos buen sentido que otro. El sentido común es
otra cosa. El sentido común es lo que nos hace pensar como los demás, mantener
una identidad o al menos una cercanía de criterios dentro de una sociedad, de
tal modo que los mecanismos básicos de cooperación y comunicación, aunque
también las instituciones de la dominación y la explotación cuando estas
existen, puedan funcionar adecuadamente. El sentido común puede ser torvo,
oscuro y fanático cuando el régimen social imperante se caracteriza por la
dominación de uno o de unos pocos, también puede ser generoso y abierto a la
diferencia, si está determinado prevalentemente por la cooperación entre
iguales.
Antonio Gramsci tematizó la distinción entre buen sentido y
sentido común en los Cuadernos de la cárcel. Se vale para introducirla de un
ejemplo literario procedente del capítulo sobre la peste de Los Novios (I promessi sposi) de
Manzoni. Uno de los personajes confiesa privadamente que se niega a aceptar la
creencia supersticiosa en unos individuos malvados que contagian
voluntariamente la peste (los "untori" o "untadores"), pero
se niega a hacer la misma declaración en público. Cita Gramsci a Manzoni:
"el buen sentido existía, pero permanecía oculto, por miedo al sentido
común". El sentido común es "la filosofía de quienes no son
filósofos"; es el resultado de una estratificación histórica de diversos
discursos cuya coherencia no está garantizada. Las filosofías, los discursos
políticos que tienden a la hegemonía, procuran dar coherencia al sentido común
sin conseguirlo nunca enteramente. Hasta un aparato ideológico como la Iglesia
Católica ha tenido que aceptar en su seno una multitud de catolicismos que se distinguen
entre sí en función de los ambientes sociales y culturales. El sentido común
gramsciano es, así, un espacio conservador e inerte en el que cuesta introducir
nuevas ideas:
"… el sentido común (senso comune) es un concepto equívoco, contradictorio, multiforme, y referirse al sentido común como prueba de verdad es un sinsentido. Podrá afirmarse con exactitud que una determinada verdad se ha hecho de sentido común para indicar que se ha difundido más allá del círculo de los grupos intelectuales, pero en ese caso no se hace sino una constatación de carácter histórico y una afirmación de racionalidad histórica; en este caso, y siempre que se emplee con sobriedad, el argumento tiene su valor, precisamente porque el sentido común es groseramente contrario a las novedades y conservador y haber logrado que penetre una verdad nueva prueba que esta verdad posee una considerable fuerza de expansividad y de evidencia." (Q,8, §173)
Una idea hegemónica puede así instalarse en el sentido común
y participar de su inercia y de su conservadurismo. Tal ha sido el caso de los
principales temas ideológicos del capitalismo: el mercado, la libre empresa, la
libertad de contratar, la libertad de elegir; o del Estado capitalista:
representación, Estado de derecho, derechos humanos, etc. Todos ellos habían
adquirido hasta hoy la condición de auténticos prejuicios populares anclados en
el sentido común, reproduciendo así eficazmente los principales mecanismos de
dominación y explotación capitalistas. El buen sentido de cada uno ha tenido
que adaptarse a este marco de ideas y representaciones, de modo que, incluso
cuando el buen sentido del individuo las rechazaba, éste tenía, sin embargo que
conformarse a ellas en público para no parecer "irrealista" o
"radical". Esto era posible en la medida en que el capitalismo
conservó cierta racionalidad y mientras la conservó. Como recuerdan Marx y
Engels en el Manifiesto, el capitalismo ha sido una enorme fuerza expansiva de
la capacidad productiva y de la socialización del trabajo y ha producido un
incremento de la potencia humana de una magnitud tal que ninguna otra
civilización se le puede comparar. Incluso, en términos de civilización, llegó
a producir bajo la presión del movimiento obrero y la amenaza del socialismo
del siglo XX sistemas sociales con un elevado grado de libertad y de
prosperidad en los países del centro imperialista (básicamente, Europa
occidental, Estados Unidos, Japón). El neoliberalismo vino a poner un límite a
las conquistas sociales obtenidas hasta los años 60 dentro del capitalismo y a
invertir la tendencia, liquidando o vaciando de contenido las distintas
instituciones de representación democrática del trabajo (sindicatos, partidos,
parlamentos) que habían ido desarrollándose y los derechos obtenidos a través de
ellas. El proceso se acelera en su segunda fase coincidente con el hundimiento
del socialismo real para llegar a finales de los 90 a un modelo puro de régimen
neoliberal impulsado por la acumulación financiera. Frente a un capitalismo que
organizaba y racionalizaba la producción y dentro de ese mismo proceso llegaba
a transacciones y compromisos con la sociedad, nos encontramos hoy con un
capitalismo de hegemonía financiera cuyo principal mecanismo de extracción de
plusvalía es hoy el sistema de la deuda tanto pública como privada.
En el marco del
sistema de la deuda, el capitalismo ha perdido toda racionalidad social, pues
es incapaz de imponer su propia "verdad" en el común de la sociedad,
en el espacio donde se forma el sentido común. No sólo se rebelan los
"buenos sentidos" individuales contra él, sino que cada vez penetran
más en la compacta masa de un sentido común aún dominado por las
representaciones que reproducen el orden capitalista, exigencias que son
contradictorias con él. Se trata de exigencias políticas de democracia, de
exigencias morales de dignidad e igualdad, de la exigencia incluso biológica de
un derecho a vivir y a participar de la riqueza colectiva, de un derecho
también a disfrutar de los frutos de un intelecto común en el que todos
participamos y al que todos aportamos y que las relaciones de propiedad
intentan arrebatarnos. El capitalismo de la deuda ya no puede ofrecer nada,
sino más deuda y con ella más tristeza, más impotencia. En lugar del brillante
porvenir del capitalismo progresista del siglo XIX y XX, tenemos ante nuestros
ojos un porvenir de miseria y destrucción del tejido social. En cierto modo,
esto siempre ha sido así y el capitalismo sólo ha sido "civilizado" y
ha podido hacer triunfar su racionalidad gracias a la permanente resistencia de
los trabajadores. Hoy esta resistencia adquiere una nueva forma. Sigue teniendo
como nos los están mostrando los gloriosos mineros de Asturias, la forma de una
lucha sindical tradicional, pero asume también de manera hoy hegemónica formas
socialmente difusas de expresión que se traducen en ocupaciones de espacios
urbanos o en obstrucciones de los flujos materiales y simbólicos del régimen
capitalista. Este nueva resistencia es la de un trabajo cada vez más social,
inmaterial e intelectual. La disociación gramsciana entre "sentido
común" del pueblo y verdades de los "intelectuales" y los
aparatos hegemónicos ha perdido hoy pertinencia. Hoy la verdad del intelectual
colectivo circula en las redes de colaboración y rompe la inercia del sentido
común. El sentido común pierde su pasividad y se transforma en intelectual
colectivo de masas, en lo que Marx denominó "General Intellect" o
entendimiento general. Simultáneamente, el capitalismo abandona el campo de la
racionalidad y de la verdad anclada en el sentido común de la producción.
Disociado de una producción cada vez más socializada y basada en el acceso
generalizado a los comunes productivos (lenguaje(s), conocimiento(s),
experiencia(s), recursos naturales y producidos etc.), el capitalismo, bajo su
forma hegemónicamente financiera, existe ya sólo como parásito, como vampiro.
Expulsado cada vez más del sentido común por un buen sentido de masas que
reclama el derecho a vivir en libertad.
Esto es lo que explica las formas ridículas que caracterizan
a la actual representación del mando capitalista. Venizelos, el antiguo
ministro de defensa del Pasok convertido en ministro de economía para llevar
adelante una guerra económica contra la población, proclama en la actual
campaña electoral que los ciudadanos deben votarle porque él fue el artífice de
los acuerdos que condujeron al "memorándum" de medidas de austeridad.
Sin el menor pudor y sin ningún otro argumento, pide que el voten por ser el
artífice del actual desastre. Pero, más cerca de nosotros, Mariano Rajoy
recordaba el día mismo en que la prima de riesgo española alcanzaba los 500
puntos, que "no estamos al borde de ningún abismo". A quienes
pertenecemos a cierta generación, esta absurda declaración nos hizo sonreir.
Cómo no recordar el famoso chiste de Franco en el que el sanguinario antecesor
de nuestro Jefe del Estado a título de paquidermicida proclamaba: "Españoles, en el 36 estábamos al
borde del abismo, con el Régimen del 18 de julio hemos dado un gran paso
adelante...". El poder es de chiste. Un poder de chiste, ridículo no
puede ya influir en el sentido común tanto menos cuanto su propia racionalidad
-capitalista- es contraria al nuevo sentido común productivo. Hoy, al
capitalismo como forma de sociedad se le aplica la dura sentencia de Spinoza
contra los regímenes que han perdido su racionalidad y su dignidad política
siendo para los súbditos motivo de risa o desprecio: "mientras que, cuando concurren determinadas condiciones el Estado
inspira a los súbditos temor y respeto, si estas mismas condiciones dejan de
darse, ya no hay temor ni respeto, de modo que el propio Estado deja de
existir". (Tratado Político, IV, 4).