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Sigmund Freud ✆ Andre Carrilho |
Michel Onfray es un filósofo francés progre educado a la
manera ortodoxa de educar filósofos franceses progres. Él mismo lo explica
mejor que nadie: "En mi revoltijo de libros del primer curso del Liceo,
allá por 1973, algunos realmente malos, hubo tres flechazos filosóficos: El
Anticristo de Nietzsche, El Manifiesto del Partido Comunista de
Marx y Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud".
De ese modo, como buen filósofo francés progre, se había
pertrechado, en medio del despuntar de su adolescencia, de una arsenal
suficiente para "saltar en pedazos la moral católica, socavar la
maquinaria capitalista y volatilizar el complejo sexual judeocristiano".
El cristianismo ya no era una fatalidad, el capitalismo no era un destino
inevitable y el sexo podía contemplarse desde la perspectiva anatómica de un
científico desposeído de complejos morales. El niño que había "sentido en
la nuca el aliento de la bestia cristiana", el hijo mísero de padre obrero
y madre doméstica, condenado a confesar al cura párroco el pecado de su
incipiente vida sexual, descubrió en Nietzsche, Marx y Freud a tres amigos de
farra.
Como todo filósofo francés progre que se precie, no tardó en
hacer apostolado. Ganada su plaza de maestro, trató de compartir con sus
alumnos las ventajas intelectuales de la iluminación. Descubrió en el
laboratorio del aula que Freud "lavaba con agua lustral años de mugre
mental". Sus páginas abolían el eros nocturno en el que aquellos
adolescentes se ahogaban.
Así fue como varias generaciones disfrutaron de la fiesta de
la postmodernidad, arrojados a la lectura belicosa de los tres pilares del
nuevo mundo. De ellos, el freudiano resultó especialmente atractivo. Porque
Freud (se creían) no era un filósofo, sino un científico; no especulaba con la
naturaleza humana, la diseccionaba.
Por entonces parecía que se podía leer a Marx sin ser marxista y a Spinoza sin ser espinosista (...) pero la lectura de Freud no permitía la alternativa de ser o no ser freudiano. El psicoanálisis parecía una certeza universal definitiva. No se presentaba como la hipótesis de un hombre, ni siquiera como la ficción de un filósofo, sino como una verdad de orden general, al modo del heliocentrismo.
¿Cómo podrían ya abordarse cuestiones como la Conciencia, la
Razón, la Naturaleza, la Historia y otros conceptos con mayúscula sin acudir a
Freud? El psicoanálisis debía ser materia troncal en la educación
universitaria: "Nada permitía dudar de su validez científica".
Un día, sin embargo, Michel Onfray miró a sus alumnos, echó
la vista atrás para buscarse a sí mismo y dio con un puñado de intelectos
moldeados por las consignas de un filósofo esotérico misógino y racista, un
teórico de la economía social cuyas ideas impracticables terminaron llevando a
la práctica los regímenes políticos más sanguinarios de la historia y un
científico de la psique que no conoció jamás ciencia alguna. Nietzsche, Marx,
Freud. Entonces fue que se produjo el desencanto.
Freud: El crepúsculo
de un ídolo es la minuciosa crónica de ese desencanto, centrada en la caída
estrepitosa de la figura de Sigmund Freud del altar de la intelectualidad.
Onfray, freudiano militante antaño, se revuelve contra todo lo aprendido al
descubrir las estremecedoras trazas de fraude intelectual que rezuma el
psicoanálisis, y que durante décadas sus seguidores se han apañado para
ocultar. Con la agria virulencia del converso, destroza uno a uno los
postulados freudianos en uno de los libros más polémicos de la década en
Francia. Y lo hace mordiendo donde más duele, en los pilares mismos del
constructo llamado psicoanálisis. A saber: el psicoanálisis no es una
ciencia, es un espejismo filosófico. A pesar de que Freud pasó media vida
renegando de la filosofía y tratando de impostar en sus escritos el nacimiento
de una nueva ciencia objetiva, Onfray demuestra que su hipótesis del
inconsciente no es más que "una inmersión histórica decimonónica y una
respuesta a numerosas lecturas jamás citadas por él, fundamentalmente
filosóficas. Sobre todo de Schopenhauer y de Nietzsche".
Al derribar la categoría científica del psicoanálisis,
Onfray da también el rejonazo a su utilidad terapéutica. "Sólo
funcionó realmente una vez, y fue cuando Freud se lo aplicó a sí mismo".
Porque todo el edificio empírico del psicoanálisis (el autoanálisis) se reduce
a un obsesivo proyecto de Herr Sigmund para justificar su propia biografía,
ahuyentar los fantasmas de su castrante padre, de la relación edípica con su
madre, de la oscura atracción que sentía por su hija.
Onfray expone las numerosas explicaciones posibles a los
diferentes accidentes de la psicopatología de la vida cotidiana sin necesidad
de acudir a la freudiana tesis de la represión libidinal y, mucho menos,
edípica. El conocimiento adquirido por la ciencia moderna de los factores
desencadenantes de la patología es tan apabullante, que relega la sacrosanta
represión a la cualidad de anécdota.
En algunos pasajes, Onfray hinca sin concesiones el
colmillo:
"El psicoanálisis es una disciplina que pertenece al ámbito de la psicología literaria, procede de la autobiografía de su inventor y funciona a las mil maravillas para comprenderlo a él, solo a él.
Reducida a categoría de pensamiento mágico, a la ciencia psicoanalítica sólo le queda el consuelo de ser entendida como antifilosofía, "una fórmula filosófica de negación de la propia filosofía".
El lector de estas páginas habrá de saber separar, en más de
una ocasión, el grano de la paja. Porque, a pesar de su brillante prosa y su retórica
convincente, Onfray no puede evitar que se le escape en más de una ocasión la
bilis emocionada del despechado. Los sombríos pasajes sobre la vida personal de
Freud parecen el retrato envilecido de un amante abandonado, tanto más cuanto
carecen del sustento documental que apetecería leer. Salvado ese defecto, y
contemplado el libro con la perspectiva con la que debe estudiarse el relato de
una víctima en un juicio, Freud. El crepúsculo de un ídolo termina siendo un
festín para quienes quieran contemplar un castillo de naipes recién derrumbado.
El propio Onfray lo resume con agudeza de esgrimista. Rememorando al Nietzsche
de El Anticristo, del que Freud tanto abominara ("En el fondo hubo un solo
cristiano, y murió en la cruz"), se atreve a sentenciar:
En el fondo hubo un solo freudiano, y murió en una cama de
Londres el 23 de septiembre de 1939.
Michel Onfray:
Freud:
El Crepúsculo de un ídolo. Taurus (Madrid), 2011, 504 páginas.