

Cuando al desastre público se une la ventaja del
testimonio—“yo lo vi”, “mi abuelo lo miró suceder” —entonces el recuerdo se
convierte en signo de identidad. La catástrofe marca así, a las generaciones.
Yo pertenezco a la generación de la gran crisis económica mexicana. Nací en una
de ellas (con cuidado mi madre apuntó en su diario el escalofriante tipo de
cambio del día en que nací), y crecí a la par de ellas. Suponiendo que las
catástrofes de la época marcan nuestra identidad, resultaría entonces fundamental
proporcionar a los miembros de la sociedad, desde niños, una educación sobre la
catástrofe.
Hace falta un aleccionamiento a la infancia para que aprenda
a no temer a los micro-fines del mundo que son los desastres, y al contrario,
aprendan a hacerlos suyos y convertirse en testigos. Eso me imagino que
intentaba Walter Benjamin cuando entre 1929 y 1932 escribió y presentó unos
treinta guiones para la radio alemana. La temática principal era explicar a la
juventud alemana la historia de varias catástrofes clásicas, desde temblores e
inundaciones devastadoras, hasta catástrofes de naturaleza más animal, como
fraudes y engaños. Cada programa duraba veinte minutos, y su público eran niños
de entre 7 y 14 años de edad. Depositados en París por su autor mientras huía
de los nazis, luego perdidos, después recuperados, estos guiones de radio se
conocen como Aufklärung für Kinder, lo que significa “Educación para Niños”.
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Oiga los guiones leídos en alemán por Harald Wiesner Hören Sie sich die Skripte in deutscher Sprache von Harald Wiesner lesen |
En ese aleccionamiento imaginario de la catástrofe, tendría
que resaltarse que uno de los aspectos más sorprendentes del desastre es su
capacidad para congelar en la memoria los detalles más ínfimos. Todos sabemos
exactamente qué estábamos haciendo en el instante en que un par de aviones se
incrustaron en dos célebres edificios de Manhattan en 2001. Una mujer de
ochenta años podría fácilmente recordar la lista del mercado que escribió el
día en que mataron a Madero. Un señor de sesenta podría asegurar, que la
corbata que usaba el hombre que lo ayudó a desenterrar víctimas en el temblor
de 85, era roja. La catástrofe detiene, súbitamente, el escurrir del tiempo.
Una función paralela de la adrenalina es la de inyectar nitidez a los
recuerdos.
Pocos desastres han quedado congelados tan perfectamente
como la destrucción de Pompeya el 24 de agosto del año 79. Benjamin narra este
cataclismo natural describiendo cómo “las cenizas se anidaron en los dobleces
de la ropa, las curvas de las orejas, entre los dedos, trozos de cabello y
labios”, para recrear las figuras inauditas que se han rescatado de entre la
ceniza del Vesubio. Estos cuerpos humanos congelados en el instante preciso de
la muerte, “improntas fieles de los individuos, algunos de ellos caídos
mientras corrían o luchaban contra la muerte, otros esperando tranquilamente su
fin”, fueron descubiertos en lo hondo de la misma ceniza que preservó sus
trágicas siluetas por siglos. Entre 10,000 y 25,000 personas murieron en
Pompeya. Sus siluetas recuperadas son testimonio clave del instante mismo de la
catástrofe: un hombre se protege con las manos la cara, otro cae contra unas
escaleras, una familia se reúne para morir, dos mujeres se abrazan, un perro
guardián se contorsiona. El instante mismo del fin del mundo se lee en sus
poses. Siglos después, exhibidos en las vitrinas de un museo, los cuerpos de los
pompeyanos parecen nadar en peceras gigantes.
Los dos temas principales explorados en los guiones de radio
de Benjamin, el desastre natural y el humano, se relacionan mucho más de lo que
en principio imaginamos. Toda catástrofe natural se convierte rápidamente en
desastre humano; basta pensar en las escalofriantes historias de vandalismo y
violencia que surgieron de Nueva Orleans después del huracán Katrina. La
relación entre el desastre natural y el humano queda expuesta por Benjamin al
describir un graffiti encontrado en Pompeya: “entre los cientos de
inscripciones, hay una que tenemos razones para creer que pudo ser la última,
escrito con la mano de un judío o un cristiano versado en el tema, quien
escribió en la pared al ver el fuego amenazando a la ciudad: Sodoma y Gomorra.
Tal es la última y desconcertante inscripción mural de Pompeya”. Ante la
incomprensión de la catástrofe, ante la carencia de una educación en torno a
ella, los humanos tendemos siempre a creerla acto divino de escarmiento.

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