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Foto: Jürgen Habermas |
Miguel Ángel Presno
Linera
Entre otras cosas, dice Habermas que los gestores políticos
ocupan una posición especial en el sistema político, aparte de las posiciones
de otros actores diversos. Pero solo en contadas ocasiones pueden actuar en el
papel diferente y más inclusivo de exponentes del sistema político como un
todo, por ejemplo, cuando buscan extender el alcance del poder político dentro
de la sociedad más amplia. Un caso relevante son los fallidos intentos por
regular los mercados globales financieros con el fin de volver a poner bajo
control las operaciones destructivas del sistema bancario (por ejemplo, la
introducción de un impuesto europeo sobre las transacciones financieras). El
mayor obstáculo para tales intentos es la fragmentación política, esto es, la
competición entre los Estados nacionales. Los Estados, que guardan celosamente
sus prerrogativas, se resisten a construir nuevas competencias supranacionales
para la acción política a costa de una transferencia de derechos soberanos.
Este hecho tiene un impacto inmediato en los dilemas de la
democracia, puesto que solo el poder político, y no los mercados, puede ser
sometido al control democrático. Sin embargo, no cualquier acumulación de poder
en los niveles superiores de un sistema político sirve a la democracia. En la
primera parte de este texto quisiera recordar los pasos dados recientemente por
el Consejo Europeo hacia una cooperación más estrecha entre los Estados
miembros, pasos que conducen a un aumento del poder ejecutivo europeo al
servicio de un régimen de la Unión Europea conformador de los mercados y a
expensas de la autonomía de los parlamentos nacionales. En la segunda parte,
quisiera discutir la viabilidad de una improbable alternativa democrática, que
requeriría superar el obstáculo de un ulterior proceso constitucional.
Numerosos expertos coinciden en las causas económicas de la
presente crisis fiscal. Dado que la devaluación de la moneda no es una opción
viable, y debido a la falta de mecanismos compensatorios tales como la
movilidad de la fuerza de trabajo a través de las fronteras nacionales o un
régimen común en la política social, la diferencia en los niveles de competitividad
entre los Estados miembros ha generado en el pasado desequilibrios económicos a
lo largo y ancho de la Eurozona, y continuará haciéndolo de forma creciente en
el futuro. Estos desequilibrios solo pueden eliminarse mediante una
armonización diferenciada de las políticas económica, fiscal y social de cada
nación. En una respuesta tangencial a esta necesidad, el gobierno alemán ha
presionado con éxito para lograr un acuerdo sobre los esfuerzos conjuntos en la
aplicación de políticas de austeridad nacional, sobre los procedimientos para
una supervisión conjunta de su implementación y sobre los mecanismos
sancionadores en caso de violaciones. Sin entrar en los detalles de los
numerosos y más bien redundantes acuerdos alcanzados desde marzo de 2011, me permito
simplemente resumir tres errores de importancia:
— La imposición de políticas de austeridad repite el error
estratégico de apostar ante todo por la estabilidad fiscal. Este tipo de
coordinación política está cortada a la medida para lograr un traslado más
efectivo de imperativos sistémicos a los canales de la política nacional. La
estrategia no solo es errónea por razones económicas, al par que desastrosa a
la vista de sus consecuencias sociales; es, además, contraproducente cuando se
trata del objetivo de tener de nuevo el control político sobre los
desenfrenados mercados financieros.
— El paso en la dirección de una gobernanza supranacional
por medio de la coordinación de la gestión política nacional conforme a las
mismas reglas no es capaz de eliminar las causas estructurales de los ciclos
económicos destructivos. La idea de que «un sistema de reglas vale para todo»
no responde a la necesidad de programas públicos diferenciados en niveles
diferentes de desarrollo económico y en el contexto de culturas económicas
diferentes. La Ordnungspolitik
(política de orden) no es un sustituto de las intervenciones flexibles por
parte de un gobierno económico europeo que ha de obtener la libertad de acción
para disponer de un presupuesto propio, por limitado que este sea.
— El pacto fiscal sella definitivamente el modo
intergubernamental de regular y supervisar políticas nacionales paralelas. La
arquitectura tecnocrática de un modo de gobernanza ejercido informalmente por
los dirigentes de los Estados miembros de la Unión Monetaria ya fue introducida
por el Pacto del Euro Plus el 25 de marzo de 2011 (y no es un daño colateral de
la posterior carrera en solitario británica). Con este documento el Consejo
Europeo se arroga el derecho, primero, de determinar objetivos específicos para
todo el campo de las políticas que afectan a la competitividad de una economía
nacional (medida en costes laborales unitarios); y segundo, de supervisar cómo
la Comisión controla su implementación temporal. La retórica no puede disimular
la práctica que se pretende: basándose en acuerdos informales, los dirigentes
de los gobiernos implicados —valiéndose de un claroscuro de presiones y de una
sumisión quiérase o no— imponen su voluntad sobre cada uno de los parlamentos
nacionales.
En caso de que logre evitarse el crac, deberemos
probablemente esperar que la política europea continúe en la dirección
posdemocrática de un federalismo ejecutivo. Si mi análisis se sostiene, este
curso de los acontecimientos agravará más bien que aliviará los desequilibrios
económicos dentro de la Eurozona, mientras sirva al miope interés de las élites
dirigentes consistente en desvincular los acuerdos europeos complejos y de
largo alcance de los sospechosos públicos domésticos. Hoy día Europa parece
estar atrapada en el dilema de la simultánea necesidad e imposibilidad de una
profundización democrática de sus instituciones.
¿Qué habla en contra de la viabilidad de un camino
alternativo que conduciría a la creación de una democracia transnacional en el
núcleo de una Unión Europea que se mueve a dos velocidades?
— Dejo a un lado el argumento normativo de que el modo de
legitimación democrática no puede ser extendido más allá del alcance del Estado
nacional. Esta objeción depende de una concepción excesivamente estrecha del
autogobierno democrático, la cual he criticado en otro lugar. Prescindo también
de la discusión de los problemas legales relativos a cómo lograr el encaje de
una Europa nuclear en la armazón institucional de la Unión Europea existente.
Una vez que la voluntad política existe, los expertos legales pueden fácilmente
encontrar soluciones a estos problemas.
— De un peso distinto es el argumento empírico según el cual
requeriría mucho tiempo armonizar economías con diferentes estructura, nivel de
desarrollo y trasfondo cultural. Los ejemplos del sur de Italia y de la
Alemania oriental son ilustrativos de que la inclusión y la asimilación son
difíciles de conseguir incluso dentro de un Estado-nación. Lograr que culturas
económicas distintas crezcan al unísono es sin duda un proyecto a largo plazo.
Aun concediendo la viabilidad constitucional y económica del
proyecto, nos enfrentamos todavía al problema principal e inmediato de la
resistencia de mayorías euroescépticas entre los electorados de casi todos los
Estados miembros de la Unión Económica y Monetaria. Desde comienzos de la
década de los años noventa, las encuestas apuntan a un rechazo creciente de la
Unión Europea en general y a un incremento de los índices de abstención en las
elecciones al Parlamento Europeo. Y más recientemente, la crisis financiera ha
reforzado el euroescepticismo a lo largo y ancho de la Unión Europea; es más,
ha generado un nuevo tipo de agresividad mutua entre las naciones europeas. Si
tuviéramos que imaginar la celebración de referéndums que decidieran sobre la
alternativa entre «más» o «menos» Europa, los dos asuntos más polarizadores y
estrechamente vinculados serían la transferencia adicional de derechos de
soberanía y la creación de una base tributaria para un gobierno económico
europeo (con implicaciones para la redistribución). Incidiré sobre dos
cuestiones: ¿Por qué deberían los partidos políticos proeuropeos tener interés
en embarcarse en una arriesgada movilización política de los ciudadanos en
torno a asuntos tan controvertidos? ¿Y qué razones hay para esperar que
pudieran tener éxito?
a) Los partidos políticos son conscientes de que se los
percibe como partes remotas del aparato estatal más que como portavoces de la
sociedad civil. ¿Qué les podría llevar a invertir el procedimiento tecnocrático
del proyecto elitista que está en marcha? El método Monnet, consistente en un
incrementalismo diplomático, floreció durante décadas en un contexto
particular, pero hay diversas razones para suponer que ese contexto ha cambiado:
— La clase política no puede por más tiempo mantener fuera
de la agenda asuntos europeos clave. La segmentación familiar de la política
europea a partir de las palestras nacionales ha sido ya socavada por las
reacciones públicas al tipo posdemocrático de federalismo ejecutivo descrito
por mí. Los parlamentos y las cortes nacionales están alarmados; y los medios
de comunicación nacionales se han visto llevados, de forma creciente, a poner
de manifiesto el impacto doméstico de los arreglos fiscales para «salvar» la
credibilidad de los Estados y los bancos. Un incentivo añadido es la percepción
de un llamativo aspecto de esta crisis: por primera vez el colapso del sistema
financiero, que es al mismo tiempo el sector más desarrollado y el mayor
beneficiario del capitalismo global, ha sido prevenido, o al menos retrasado,
únicamente por las aportaciones involuntarias de los ciudadanos en su papel
político de contribuyentes.
— La política a puerta cerrada se ha beneficiado hasta ahora
de las tendencias a una mayor apatía política ; pero la indiferencia con
respecto a Europa era un fenómeno con una base más amplia, que incluía a las
capas más acomodadas y mejor educadas de las clases medias, las cuales, por
regla general, es menos probable que se abstengan del compromiso político.
Pero, tan pronto como esas capas se sientan afectadas por políticas de
austeridad impuestas o se vean cargadas con la expectativa de efectos
redistributivos y lleguen a achacar sus aprehensiones a lo que sucede en
Bruselas, entonces la carencia de una legitimación de salida estimulará, por el
contrario, su interés en presionar a favor de una legitimación de entrada.
— Por último, hay síntomas de un cambio en la complicidad
tácita entre tecnocracia y populismo y su reforzamiento recíproco. Aparte de
revueltas autodestructivas y de alarmantes manifestaciones de cuadros de la
extrema derecha bien organizados, se están abriendo nuevos canales de un difuso
desasosiego. Hay una desproporción entre el tamaño y la sustancia de
movimientos transnacionales como «Occupy Wall Street» o de protestas locales
como «Stuttgart 21», por un lado, y la enorme resonancia que estos encuentran
en los medios y su impacto en la relevancia estructural otorgada a determinados
temas en la comunicación pública, por otro lado.
b) Asumamos que las élites políticas proeuropeas acaban
dándose cuenta de que ya no funciona el declararse meramente de boquilla partidarias de «más Europa». Una vez que
decidieron organizar campañas sobre futuros alternativos de la Unión Europea,
¿tendrán ocasión para dar la vuelta a la situación? A lo largo de décadas, las
élites políticas en buena medida dejaron sin definir la finalidad de la
unificación europea: las naciones implicadas afrontaron ese proyecto con una
indiferencia más o menos benevolente; asegurar la paz en un continente
salpicado de sangre era para ellas razón suficiente para la unificación. Esto
ofrece ahora a los partidos políticos la oportunidad de formular y especificar
ese difuso asunto adoptando una perspectiva a largo plazo. A la larga, también
las naciones acreedoras se benefician de un esquema redistributivo que lastra
sus presupuestos a corto plazo. Más importante es trascender el enfoque
estrechamente económico de la discusión actual y situar la alternativa en un contexto
más amplio. A la vista de un proyecto complejo que toca tantos aspectos
relevantes de la vida nacional, los pros y los contras solo pueden ser
equilibrados razonablemente si se mantiene abierta la agenda. Las preferencias
existentes pueden ser invertidas por la fuerza de argumentos mejores si los
gestores de las agendas tienen en cuenta, entre otros aspectos, los puntos de
vista siguientes:
—Una historia compartida de conflictos y reconciliaciones
como recurso para construir una cultura política común. Es cierto que las
políticas de la memoria de los Estados nacionales operan en dos sentidos: son
divisorias en la lectura nacionalista e integradoras en una lectura reflexiva.
Pero enfocar la alternativa entre «más» o «menos» Europa requiere adoptar una
perspectiva mutua que pudiera promover los esfuerzos de los medios de
comunicación principales por vincular visiones nacionales y comparar unas con
otras.
— Los efectos sinérgicos de una Europa nuclear que permanece
abierta a otros Estados miembros que quieran unirse a ella. A la vista de las
previsiones de futuro, bien documentadas, que pronostican para este pequeño
continente un decrecimiento proporcional de población, producción económica y
peso político, las naciones europeas independientes perderán fuerza tanto para
llevar a cabo sus propios modelos culturales y políticos como para ejercer
influencia en la tarea de conformar una sociedad mundial que se halla
desgarrada en lo político y estratificada en lo socio-económico y que se
enfrenta a los retos no dominados del hambre y la pobreza, de las catástrofes
ecológicas y los peligros planteados por una tecnología de gran escala.
— El papel extraordinario de una votación democrática sobre
la democracia. Un referéndum o una elección sobre la cuestión de la
continuación o la detención de una ulterior integración europea es un
procedimiento que convierte la democracia de fuente en tema de discusión, y
ello en un doble sentido. Una votación semejante no solo facilitaría o
impediría dar el paso siguiente hacia la elaboración de una constitución; ante
todo implicaría un voto a favor o en contra de la atribución democrática de
poder a las autoridades europeas, las cuales, de este modo, usarían ese poder
para reequilibrar la relación entre política y mercados.
— El ingreso en una política doméstica europea. A pesar de
su compromiso común, los partidos proeuropeos todavía están divididos a lo
largo de líneas de demarcación familiares. Mientras que de un lado se quiere
asegurar el respaldo democrático para una consecución más efectiva del
liberalismo de mercado, de otro lado se aspira a dotar a la Unión Europea de
una autoridad supranacional que pudiera emplearse en la deseada regulación de
los mercados, lo cual solo es posible, si es que lo es, a escala continental.
Este debate tiene relevancia constitucional, porque la partición entre
liberales y socialdemócratas por primera vez cortaría por el medio las líneas
divisorias de las alianzas nacionales; abriría la puerta a una política
doméstica europea y aportaría un estímulo para la formación de un sistema de
partidos europeo.