

Estética: "reflexión
filosófica sobre la percepción". Política: "relativo al ordenamiento de la ciudad”. Representación: "hacer presente algo ausente”. Más
allá del convencionalismo de cada una de estas definiciones, lo cierto es que
las preocupaciones del filósofo francés Jacques Rancière (Argel, 1940) pueden
ser identificadas con los problemas desencadenados por las relaciones entre ese
trío conceptual. Discípulo de Louis Althusser -a quien cuestionó radicalmente
más tarde-, la influencia de Rancière trascendió un primer círculo cuando
en El
maestro ignorante (1987) planteó la
necesidad de una relación simétrica entre estudiantes y maestros como punto de
partida para el proceso educativo. Su acercamiento a la reflexión sobre el arte
- El
inconsciente estético (2001), Política de la literatura (2007), El
espectador emancipado (2008)- no implicó un cambio de eje, sino la
incorporación de la cuestión de la percepción a la radicalidad de la crítica.
Su filosofía se ha ocupado así de pensar la política a partir de una
recuperación de ideas como "emancipación", "historia" o
"democracia" desde una perspectiva donde quedan disueltos los límites
de las disciplinas y donde cada concepto es sometido a cuestionamientos
inéditos.
En Las distancias del cine -donde se reúnen textos escritos entre 2001 y
2009- vuelve sobre uno de sus temas favoritos: el modo en que el cine es capaz
de sacar a la luz la política de la imagen. A través del análisis de
filmografías disímiles, Rancière se encarga de argumentar que el cine
constituye un sistema de distancias entre cosas, donde la emoción y las
pasiones construyen una utopía -radicalmente política- que une trabajo, arte y
vida colectiva. Es bajo esta premisa que se ocupa de analizar el modo en que
las imágenes de Alfred Hitchcock y de Dziga Vértov expresan como pocas la tensión
entre cine y política. El recorrido por películas como La ventana indiscreta y El
hombre de la cámara le permiten
reafirmar que el cine "nació en la
era de la gran sospecha en torno de las historias, el tiempo en que se creía
que estaba surgiendo un arte nuevo que ya no contaría historias, ya no
describiría el espectáculo de las cosas, sino que inscribiría directamente el
producto del pensamiento en el movimiento de las formas". Este
cuestionamiento a toda forma dicotómica de pensar la representación lo lleva a
afirmar que "no hay ni mentira de la
vida, ni realidad del sueño". El cineasta es aquí un prestidigitador,
una suerte de demiurgo que reniega de la distinción entre las apariencias y lo
real. No hay lugar aquí para una verdad oculta detrás de las apariencias. Se
trata justamente de sostener una idea de representación que haga a un lado la
apelación a cualquier fundamentación metafísica.
Es a partir de allí que Rancière se interna en los trabajos
de Jean-Luc Godard y Robert Bresson para examinar la relación entre cine y
literatura y, nuevamente, el estatuto político de la representación. El Vincent
Minelli de Melodías de Broadway o Un
americano en París ingresa en el
argumento para traer a la discusión el rechazo hacia la diferencia entre sueño
y realidad para rendir cuenta del arte.
Uno de los capítulos más sorprendentes del volumen es el
dedicado a analizar las películas sobre filósofos que Roberto Rossellini filmó
para la televisión. Las vidas de Descartes, Sócrates y Pascal son así un medio
para mostrar el modo en que la filosofía se ve enfrentada a las propias
condiciones de su ejercicio.
Los dos últimos textos refieren de manera más explícita a
los modos de ser del cine político. Las páginas dedicadas a Jean-Marie Straub y
Danièle Huillet describen su forma posbrechtiana de hacer política a través del
cine, donde la política consiste en expresar la tensión entre el afuera y el
adentro volviendo al cine el emblema de la función artística: inventar miradas.
Y es el portugués Pedro Costa quien a través de sus películas habría dejado en
claro, según Rancière, que la elección de determinada situación no basta para
realizar un cine político. Su mirada implica afirmar que el arte debe aceptar
ser la mera superficie donde se figuran las experiencias de los marginados.
Se ha dicho que para Rancière el arte debe decidirse entre
dos opciones: reforzar el movimiento hacia una democracia radical o mantenerse
en un misticismo reaccionario. También que descree que un acto revolucionario
pueda estar localizado dentro de la obra de arte, dado que la revolución existe
con anterioridad a la obra misma. Las
distancias del cine permite agregar
argumentos a estas pretensiones, pero además hace foco en una de las
preocupaciones más recientes de la teoría: la manera en que las emociones, la
percepción y hasta las pasiones mismas deben ser incorporadas a la discusión
política.