
“Los sueños son la actividad estética más antigua”: Jorge
Luis Borges, Prosa, 1975
Especial para Gramscimanía |
Nuestros procesos de maduración como naciones,
en los albores del Tercer Milenio, operan como un complejo de relaciones, de
cualidades circulares y mutuos reforzamientos, los cuales, en el contexto de la
“aldea global”, deben expresarse en un compromiso profundo por parte de ambos
países para renovar los esquemas políticos, los programas de acción y las
concepciones dominantes en nuestros pueblos, para acceder, sin demasiados
traumas, a nuevas formas de organización de la convivencia social y del poder
político. Para ello, necesitamos conocer, cada vez más perfectamente, cuáles
son nuestras comunes características, nuestros puntos coincidentes de partida,
y la situación de nuestros específicos modos de inserción en el proceso
cultural, histórico, político y económico del orbe.
Debemos subrayar, en primer lugar que no somos
(al menos en principio) el producto de un proyecto histórico anclado sobre
culturas nacionales específicas, sino-por el contrario-, somos pueblos, en el
extremo norte de América del Sur, entre los cuales se esfumó, al final de su
decadencia, el Imperio Español. Inmediatamente después, advino la dispersión,
impulsada por las pugnas menores y los celos tribales entre los caudillos
vencedores de las guerras de independencia. Tal dispersión fue cultivada con
insidia y embeleso por las potencias anglosajonas emergentes, en prosecución de
sus intereses, aún cuando ella sigue manteniendo, en lo más hondo de nuestra
conciencia popular, los rasgos esenciales de una poderosa cultura, el llamado
inequívoco a formidables realidades nacionales y a la conquista de la unidad
lamentablemente perdida.
Por otra parte, provenimos de rebeliones, pero
no de verdaderas revoluciones, y no nos referimos necesariamente a la violencia
armada y a la guerra: la ruptura fue real y sangrienta, pero no fue el producto
de una edad crítica, sino, más bien, una simple discontinuidad de los nexos
políticos con la corona española. Mantuvimos los hábitos profundos de
sociedades premodernas (el patrimonialismo, por ejemplo) en su versión criolla,
y adoptábamos una institucionalidad política aparente, ausente de nuestras
propias realidades históricas y sociales, con la mirada puesta en Europa y en
los Estados Unidos, “repúblicas áreas”, en la concepción de Simón Bolívar.
Tomamos, así, las formas-se acata, pero no se cumple, aprendimos a decir desde
hace cinco siglos-, unas formas que no son la causa, sino el resultado de la
modernización europea y norteamericana. Todo esto, sin someter a críticas
nuestra cultura real y nuestra institucionalidad premodernas, sin una ascesis
verdaderamente democrática y republicana: sin pasión y, por tanto, sin
verdadera resurrección.
Otra circunstancia a tomar en cuenta es la
vecindad misma de un gigante lanzado al futuro a partir de raíces mucho más
orgánicas y con un proyecto más realista: la inmensa y aplastante realidad
norteamericana, circunstancia que aumenta la precariedad de nuestras vidas
nacionales y la incertidumbre de nuestras pequeñas repúblicas, convertidas en
el archipiélago de pequeñas inviabilidades que somos.
Somos, en cierta medida, pueblos que no han
logrado integrar los valores y costumbres que hacen viable una vigorosa
existencia sociohistórica. Es la pregunta por la capacidad de los pueblos para
afirmarse en forma espontánea, frente a la competencia y a las afirmaciones de
otras sociedades, no sólo en el ámbito político-militar, sino, sobre todo, en
el área cultural y en la actividad económica, y su capacidad para entrever y
perseguir metas socialmente aceptadas. Es, también, la pregunta por la vigencia
de proyectos compartidos por las mayorías que se pretenden nacionales, que den
sentido histórico a los esfuerzos y sacrificios-a veces muy altos-que son
necesarios para mantener una existencia como naciones, más allá de la esperanza
inmediata de algún provecho individual.
Sabemos que no hay nación sin propósito
nacional, por difuso e inconsciente que éste sea: circunstancia tanto más
necesaria cuanto más pobre y más pequeña
es una sociedad. Sabemos también que existen importantes grupos colombianos y
venezolanos en busca de ese proyecto. La incoherencia no está en la ausencia de
monolitismos nacionales, siempre utópicos y, en todo, demasiado peligrosos, en
la resistencia a plantear abierta y claramente el debate necesario, en la
cortedad cronológica y estratégica de las
miras y en la escasa generosidad, observable en importantes sectores,
para llegar a un consenso mínimo que trascienda las banderías políticas y los
mezquinos intereses económicos.
Descubrimos, por otra parte, una cierta
incoherencia de los valores y costumbres que hacen posible un proceso
económico, histórico y social eficiente. Hace tiempo las ciencias sociales han
llamado la atención sobre la importancia de la cultura en relación con el
desarrollo económico, pero sorprende que algunos estrategas de la gran política
y la planificación del desarrollo olviden, con tanta frecuencia, las
consecuencias de estos supuestos.
Descubrimos, también, una especie de bloqueo
sistemático de la estructura cultural al desarrollo de una sociedad compleja,
de gran escala, industrializada y económicamente fuerte. Debe apuntarse,
entonces, la ausencia (o la escasa presencia) de una ética del trabajo y de la
productividad, cualquiera que sea el sistema de valores que la respalden. En
algunos sectores es posible detectar ya el abandono de toda referencia moral;
en otros, sobreviene una ética refractaria de tales características que el
desarrollo se enfrenta a ella sin la suficiente cantidad y calidad de elementos
favorables para contrarrestarla.
En nuestros países hermanos, la tradición patrimonialista
y centralista, profunda, aunque secretamente arraigada, encuentra una coartada
aceptable y justificadora. Reviste apariencia de modernidad y se legitima, así,
un oneroso atavismo de nuestra premodernidad, con todas sus secuelas:
discrecionalidad de los funcionarios, permanente estado de excepción bajo la
apariencia de un precario estado de derecho, debilitamiento de las garantías
económicas, inseguridad jurídica, corruptelas, venalidad de funcionarios. El
perro se muerde la cola y, más temprano que tarde, el Estado es colonizado, en
una atmósfera pesada, procaz y semidelictiva, cargada de secretos y
complicidades, por los intereses de la actividad económica privada, al alimón
con la ideología del derecho de conquista y botín, funesta herencia hispanoárabe.
Se instala, así, la desconfianza y la inseguridad económica, y muere el clima
propicio para un ejercicio abierto, transparente, realmente competitivo y
relativamente previsible de las actividades lucrativas. Pero, en cambio,
menudean los negocios fabulosos: el lujo y la ostentación atizan la envidia o
la justa ira frente a las desigualdades. En la pequeña escala de los pasillos
ministeriales, y en las oficinas de departamentales o municipales, las
apariencias son menos grandiosas, para dar paso al clientelismo, a la ideología
del botín, las corruptelas de los funcionarios, la discrecionalidad y la
liquidación del estado de derecho, con citas de la constitución y de los
códigos.
El Estado patrimonial y el centralismo
constituyen, así, males crónicos de nuestra institucionalidad política, fardos
a todo progreso, negación de la modernidad. Extirparlos de nuestros corazones y
nuestras mentes es tarea urgente y primordial para la educación, para los
medios de comunicación social, para los formadores de la opinión pública y para
los conductores de las repúblicas.
Pertenece también al acervo de nuestra
herencia cultural un poderoso individualismo, cuyos variados efectos no es
necesario pormenorizar aquí totalmente: el empleado-hombre de partido en uso de
su turno, o sobreviviente gubernamental de la “pseudoburocracia” estatal-no es
frecuente que se conciba a sí mismo como un apóstol o un fiel servidor del
pueblo, representante de los intereses de la sociedad o, al menos, funcionario
neutral y eficiente, con arreglo a una racionalidad administrativa; sino el
ocupante de un puesto de conquista, hombre de la mesnada ganadora, postulante
inconsciente y secular a gentilhombre, con derecho al botín, sea éste en
especie, en efectivo, o en privilegios estrictamente personales y, por tanto,
extensibles a toda la “casa”. Escasean, por lo demás, los funcionarios hechos
en la disciplina individual y de grupo, la previsión, el trabajo sistemático,
el sentido de la productividad, la habilidad para procesar la información y la
apertura de mente, necesarios para lograr el funcionamiento satisfactorio de
una economía estatizada.
Coexisten en nuestros países demasiados
contrastes, demasiado agudos y demasiado incompatibles, conjunción repentina y
acelerada de grupos modernizantes, en la textura de la vieja sociedad
industrial, junto con no pocos elementos del naciente mundo postindustrial, y
una sociedad premoderna, pastoril, nómada y transeúnte. La lista de los rasgos
podría alargarse mucho más allá del objetivo de estos acercamientos; baste
mencionar alguno más: la estrecha visión espacio-temporal, anclada en “el aquí
y el ahora”, y expresada, por ejemplo, en el rechazo casi sistemático a la
previsión-especialmente a la de largo y muy largo plazo- y al ahorro; o en el
traslado al congestionado espacio de la gran urbe, de hábitos de higiene y
convivencia social propios de la vida en el bosque, en la sabana abierta o en
la campiña despoblada. Se entienden, así, los hábitos en el tratamiento de la
basura, de las aguas negras y de otros desperdicios, la insensibilidad a la
contaminación sónica y el desperdicio del agua potable.
Existe otro elemento común de importancia al
cual se le ha denominado crisis de pueblo, entendida como carencia de sustratos
sociohistóricos, como dislocamiento y pérdida de referencias valorativas, tan
necesarias para la configuración y el despliegue de la personalidad colectiva.
Pero también crisis de pueblo como posibilidad de ese colectivo fragmentado,
para dar salida a los imperativos y exigencias de los procesos sociohistóricos.
De ahí, y como respuesta a la metástasis espiritual-cultural de dicho
colectivo, la necesidad de asumir la patria.
La esta circunstancia trágica de unos pueblos
inducidos a la desmemoria y al olvido y, en consecuencia, carentes de una
conciencia de sí, el ensayista e historiador venezolano Mario Briceño-Iragorry
(1990), propone la construcción de una teoría de pueblo, la cual debería partir
de un sumergirse en el “hondón de la historia”, ya que para este autor “...el
ser latinoamericano implica un rango histórico de calidad irrenunciable.” Esta idea de la teoría de pueblo está
sinterizada en los términos siguientes:
...la misión de un pueblo será tanto más clara cuanto más preciso sea el conocimiento que se tenga de sus peculiaridades y del fin que le está atribuido dentro de la contingencia circunstancial en que obran los elementos dinámicos intrínsecos que definen su situación en el orden de la vida pública. Al examen de estos datos, en forma metódica y constructiva, llamo yo teoría de un pueblo.
Duras realidades e inmensas posibilidades de
nuestros países hermanos. Autocrítica obligada y dolorosa a la cual no nos
negamos y desde donde es preciso lanzar el proyecto del futuro,
particularizando el problema de nuestro desajuste con el ámbito espacial que nos circunda, y la
consiguiente búsqueda de centros ordenadores para una identidad todavía no
aprehendida. Esa es nuestra búsqueda
permanente, desde las “maravilladas” Cartas de Cristóbal Colón sobre el
“descubrimiento” de América, hasta-por ejemplo-el deambular existencial de los
personajes de Alvaro Mutis, de Gabriel García Márquez o de Carlos Noguera, a
través de los cuales colombianos y venezolanos no hemos hecho sino intentar
encontrarnos a nosotros mismos, en los sucesivos reflejos de una Utopía que se
ha objetivado de muy diferentes maneras, pero que ha sido siempre eso: una
Utopía. Una Utopía que se ha asimilado a un territorio donde es posible
encontrar o construir un Paraíso, en procura del cual hemos generado un desplazamiento
dialéctico que ha sido andar permanente y aspiración de encuentros de nuestra
identidad. Pero también es el territorio donde, en la mejor tradición
fenomenológica de la poética del espacio, hemos fundado pueblos y hemos soñado
liberaciones individuales y colectivas, desde el vacío de una naturaleza
inédita y no bautizada.
Porque, en el fondo, lo que habrá de
salvarnos, lo que nos identifica, lo que nos alejará de la manipulación y el
olvido, lo que habrá de legitimarnos será la perduración de nuestras
costumbres, de nuestras instituciones y de nuestra memoria existencial.
Referencias
bibliográficas
Ainsa, F. (1987). Los buscadores de la utopía.
Caracas: Monte Ávila Editores.
Adorno, Th. W. (1989). Reacción y progreso y
otros ensayos musicales. Barcelona: Tusquets Editores.
Briceño-Iragorry, M. (1990). Obras completas.
Vol. III. Caracas: Ediciones del Congreso de la República.
De la Campa, R. (1999). América Latina y sus
afinidades discursivas. Caracas: Ediciones de la Fundación Centro de Estudios
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Foucault, M. (1987). Las palabras y las cosas.
México: Siglo XXI Editores.
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modernidad. Caracas: Ediciones del Centro de Investigaciones Postdoctorales de
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Kosil, K. (1993). Dialéctica de lo concreto.
México: Grijalbo.
Lanz, R. (1998). Temas posmodernos. Crítica de
la razón formal. Caracas: Fondo Editorial Tropykos.
Ramos, J. (1990). Desencuentros de la
modernidad en América Latina: literatura y política en el siglo XXI. México:
Fondo de Cultura Económica.
Requena, I. (1996). La voz antigua de la
tierra. Caracas: Ediciones de La Casa de Bello.
Rodríguez Legendre, F. (2001).
“Briceño-Iragorry o la biblioteca en llamas”, en Investigaciones literarias.
Caracas: Anuario del Instituto del Instituto de Investigaciones Literarias,
Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela.
El presente trabajo es una ponencia presentada
en el panel “Historia e Identidad:entre
la manipulación y el olvido”, en el marco del VIII Simposio Internacional
de Historia de los Llanos colombo-venezolanos Auditorio “La Vorágine”-Villavicencio,
Colombia