Casi todo el mundo acepta hoy que durante los últimos 30
años se ha producido una grave degradación del entorno natural en que vivimos,
a forteriori si hablamos de los últimos cien o quinientos años. Así es, a pesar
de los frecuentes e importantes inventos tecnológicos y de una expansión del
conocimiento científico que podrían habernos hecho creer que conducirían hacia
una consecuencia totalmente opuesta. Uno de los resultados de esto es que
actualmente, a diferencia de lo que ocurría hace 30, 100 o 500 años, la
ecología se ha convertido en un problema político importante en muchas partes
del mundo.
Incluso, existen movimientos políticos razonablemente significativos organizados esencialmente en torno a la defensa del medio ambiente para impedir una mayor degradación e intentar revertir la situación en la medida en que sea posible.
Incluso, existen movimientos políticos razonablemente significativos organizados esencialmente en torno a la defensa del medio ambiente para impedir una mayor degradación e intentar revertir la situación en la medida en que sea posible.
Evidentemente, la gravedad atribuida a este problema
contemporáneo oscila entre la opinión de aquellos que creen inminente el día
del juicio final y la de quienes consideran que puede estar cercana una
solución técnica. Creo que la mayoría de las personas tienen una postura
situada entre esas dos opiniones extremas. Yo no estoy en posición adecuada
para hablar de este tema desde un punto de vista científico, pero aceptaré como
plausible esa apreciación intermedia y me dedicaré a analizar la relevancia de
este asunto para la economía política del sistema-mundo.
Por supuesto, el universo se encuentra en un incesante
cambio, por lo que el mero hecho de que las cosas ya no sean como eran antes es
tan banal que no merece que se le preste ninguna atención. Además, dentro de
esta constante turbulencia hay modelos de renovación estructural, a los que
llamamos vida. Los fenómenos vivos, u orgánicos, tienen comienzo y fin para
cada existencia individual, pero en el proceso se produce procreación, de forma
que las especies tienden a conservarse. Pero esta renovación cíclica nunca es
perfecta, y, por lo tanto, la ecología global nunca se mantiene estática. Por
otra parte, todos los fenómenos vivos ingieren de alguna forma productos
procedentes del exterior, entre los que se encuentran la mayoría de las veces
otros fenómenos vivos, y la proporción predador/presa no es nunca perfecta, por
lo que el medio biológico está en constante evolución.
Más aún, los venenos también son fenómenos naturales y
juegan un papel en el equilibrio ecológico desde mucho antes de que los seres
humanos entraran en juego. El que hoy sepamos mucha más química y biología que
nuestros antepasados quizá nos haga más conscientes de la presencia de toxinas
en nuestro medio ambiente, aunque también podría no ser así, ya que actualmente
estamos enterándonos de cuan sofisticados eran los pueblos pre-alfabetizados en
lo que se refería a toxinas y antitoxinas. Nosotros aprendemos todas estas
cosas en la escuela y en la enseñanza secundaria, así como en la simple
observación de la vida cotidiana. No obstante, frecuentemente tendemos a
despreciar estas obvias limitaciones cuando hablamos de la política relacionada
con los temas ecológicos.
Plantearse estos problemas sólo tiene sentido si creemos que
en los últimos años ha ocurrido algo especial o adicional, aumentando el peligro,
y si, al mismo tiempo, creemos que es posible hacer algo frente a ese peligro
incrementado. Generalmente, el planteamiento de los verdes y de otros
movimientos ecologistas incluye ambos aspectos: nivel creciente de peligro (por
ejemplo, agujeros en la capa de ozono, efecto invernadero, fusiones atómicas) y
soluciones potenciales.
Como dije, estoy dispuesto a tomar como punto de partida la
suposición de que resulta razonable plantearse que estamos ante una amenaza
creciente, que requiere alguna reacción urgente. Sin embargo, a fin de
reaccionar con inteligencia frente a esa amenaza, debemos hacernos dos
preguntas: ¿quién está en peligro?, ¿por qué existe esta mayor amenaza? A su
vez, la pregunta "peligro para quién" tiene dos componentes: quién
entre los seres humanos y quién entre los seres vivos. La primera pregunta saca
a relucir la comparación entre las actitudes del Norte y del Sur frente a los
problemas ecológicos. La segunda afecta a la ecología profunda. Pero ambas
preguntas implican, de hecho, aspectos relativos a la naturaleza de la
civilización capitalista y al funcionamiento de la economía-mundo capitalista,
lo que significa que antes de poder dar respuesta al "quién está en
peligro" debemos analizar mejor cuál es la fuente del peligro.
Comencemos recordando dos aspectos elementales del
capitalismo histórico. Uno es bien conocido: el capitalismo es un sistema que
tiene una necesidad imperiosa de expansión en términos de producción total y en
términos geográficos, a fin de mantener su objetivo principal, la acumulación
incesante. El segundo aspecto se toma en cuenta menos frecuentemente. Para los
capitalistas, sobre todo para los grandes capitalistas, un elemento esencial en
la acumulación de capital es dejar sin pagar sus cuentas. Esto es lo que yo
llamo los trapos sucios del capitalismo.
Permítanme desarrollar estos dos aspectos. El primero, la
expansión constante de la economía-mundo capitalista, es admitido por todos.
Los defensores del capitalismo venden esto como una de sus grandes virtudes.
Sin embargo, las personas comprometidas con los problemas ecológicos lo
presentan como uno de sus grandes vicios, y, en particular, frecuentemente
cuestionan uno de los puntales ideológicos de esta expansión, la afirmación del
derecho (en realidad, deber) de los seres humanos "a conquistar la
naturaleza."
Ahora bien, ciertamente, ni la expansión ni la conquista de
la naturaleza eran desconocidas antes de los inicios de la economía-mundo
capitalista durante el siglo XVI. Pero, al igual que muchos otros fenómenos
sociales anteriores a esta época, en los sistemas históricos precedentes no
tenían prioridad existencial. Lo que el capitalismo histórico hizo fue poner en
primer plano ambos temas (la expansión real y su justificación ideológica),
permitiendo a los capitalistas pasar por alto las objeciones sociales a este
terrible dúo.
Ésta es la verdadera diferencia entre el capitalismo
histórico y los sistemas históricos previos. Todos los valores de la
civilización capitalista son milenarios, pero también lo son otros valores
contradictorios. Como capitalismo histórico entendemos un sistema en el que las
instituciones que se construyeron posibilitan que los valores capitalistas
tomen prioridad, de forma que la economía-mundo en su conjunto tomó el camino de
la mercantilización de todas las cosas haciendo de la acumulación incesante de
capital su objeto propio.
Evidentemente, el efecto de esto no se experimenta en un día
o incluso en un siglo. La expansión tiene un efecto acumulativo. Lleva tiempo
derribar los árboles. Los árboles de Irlanda fueron cortados todos durante el
Siglo XVII. Pero había otros árboles en otros lugares. Hoy, hablamos de la
selva amazónica como de la última extensión realmente poblada de árboles, y
parece que está desapareciendo rápidamente. Lleva tiempo verter toxinas en los
ríos o en la atmósfera. Hace sólo 50 años, el smog era una palabra reciente,
inventada para describir las inusitadas condiciones de Los Ángeles. Estaba
pensada para describir la vida en una localidad que mostró una cruel
desatención hacia la calidad de vida y la cultura. Hoy, el smog está en todos
los lados, e infecta Atenas y París. Y la economía-mundo capitalista sigue
expandiéndose con una imprudente velocidad. Incluso en la actual onda
descendente (Kondratieff-B), oímos hablar de notables tasas de crecimiento en
el Este y el Sudeste de Asia. ¿Qué podemos esperar de la siguiente onda
ascendente Kondratieff-A?
Además, la democratización del mundo, y ha habido una
democratización, ha implicado que esta expansión siga siendo increíblemente
popular en muchas partes del mundo. Probablemente, es más popular que nunca lo
haya sido. Hay más personas reclamando sus derechos, y éstos incluyen, muy
destacadamente, el derecho a un trozo del pastel. Pero un trozo del pastel para
un porcentaje grande de la población mundial exige necesariamente más
producción, sin mencionar el hecho de que esa población mundial sigue creciendo
todavía. Así que no son solamente los capitalistas quienes quieren la
expansión, sino también mucha gente corriente. Esto no impide que mucha de esta
misma gente quiera también detener la degradación del medio ambiente en el
mundo. Pero esto simplemente prueba que estamos metidos en otra contradicción
de este sistema histórico. Mucha gente quiere tener más árboles y más bienes
materiales, y gran parte de ella se limita a separar en sus mentes ambas
demandas.
Desde el punto de vista de los capitalistas, como sabemos,
el objetivo de la producción creciente es obtener ganancias. Haciendo una
distinción que no creo que esté anticuada, esto implica una producción para el
cambio y no una producción para el uso.
Las ganancias obtenidas en una única operación son iguales
al margen existente entre el precio de venta y el coste total de producción, es
decir, el coste de todo aquello que es necesario para colocar ese producto en
el punto de venta. Por supuesto, las ganancias reales sobre la totalidad de las
operaciones realizadas por un capitalista se calculan multiplicando este margen
por la cantidad de operaciones de venta realizadas. Por tanto, el
"mercado" limita los precios de venta, en cierta medida, porque si el
precio aumenta demasiado puede ocurrir que las ganancias totales obtenidas al
vender sean menores que con precios más bajos.
¿Pero qué cosas limitan los costes totales? En esto, juega
un papel importante el precio del trabajo, que, evidentemente, incluye el
precio del trabajo incorporado en los diferentes inputs. Sin embargo, el precio
establecido en el mercado de trabajo no depende exclusivamente de la relación
entre oferta y demanda, sino también del poder negociador del movimiento
obrero. Éste es un tema complicado, pues son muchos los factores que influyen
sobre la fuerza de ese poder negociador. Lo que puede decirse es que, a lo
largo de la historia de la economía-mundo capitalista, ese poder de negociación
ha aumentado como tendencia secular, a pesar de las subidas y bajadas propias
de sus ritmos cíclicos. Hoy, a la entrada del Siglo XXI, esta fuerza está a
punto de iniciar un movimiento singular ascendente, a causa de la
desruralización del mundo.
La desruralización es crucial para el precio del trabajo. En
términos de poder negociador, hay diferentes tipos de ejército laboral de
reserva. El grupo más débil ha sido siempre el formado por personas residentes
en áreas rurales y que se trasladan por primera vez a áreas urbanas para buscar
un trabajo asalariado. En general, para estas personas el salario urbano,
incluso si es extremadamente bajo respecto a los estándares mundiales o
locales, suele ser económicamente más ventajoso que la permanencia en las áreas
rurales.
Probablemente, harán falta veinte o treinta años para que
estas personas modifiquen su sistema económico de referencia y lleguen a ser
totalmente conscientes de su poder potencial en un puesto de trabajo urbano,
comenzando a comprometerse en algún tipo de acción sindical para tratar de obtener
salarios más altos. Las personas residentes desde hace largo tiempo en áreas
urbanas reclaman, en líneas generales, niveles salariales más altos para
aceptar un trabajo asalariado, incluso si carecen de empleo en la economía
formal y viven en terribles condiciones insalubres. Esto se debe a que ya han
aprendido a obtener, a través de fuentes alternativas propias del centro
urbano, un nivel mínimo de ingresos que es más alto que el ofrecido a los
inmigrantes rurales recién llegados.
Así, aunque queda todavía un enorme ejército laboral de
reserva en el sistema-mundo, la rápida desruralización del sistema provoca un
rápido aumento del precio medio del trabajo, lo que, a su vez, implica que tasa
media de ganancia debe ir bajando necesariamente. Esta disminución de la tasa
de ganancia hace mucho más importante la reducción de otros costes no
laborales. Pero, por supuesto, todos los inputs que intervienen en la
producción son afectados por el incremento de los costes laborales. Aunque las
innovaciones técnicas pueden continuar reduciendo el coste de algunos inputs y
los gobiernos pueden continuar instituyendo y defendiendo posiciones
monopolísticas de algunas empresas, facilitando así el mantenimiento de precios
de venta elevados, no por ello deja de ser absolutamente crucial para los
capitalistas seguir descargando sobre otros parte de sus costes.
Evidentemente, esos "otros" son el Estado o, si no
es éste directamente, la "sociedad". Permítanme investigar cómo se
hace eso y cómo se paga la factura.
Hay dos vías distintas para que los Estados paguen los
costes. Los gobiernos pueden aceptar formalmente ese papel, a través de
subvenciones de algún tipo. Sin embargo, las subvenciones son cada vez más
visibles e impopulares, provocando fuertes protestas de las empresas
competidoras y de los contribuyentes. Las subvenciones plantean problemas
políticos. Pero hay otro camino, más importante y políticamente menos
dificultoso para los gobiernos, porque todo lo que requiere es una no-acción. A
lo largo de la historia del capitalismo histórico, los gobiernos han permitido
que las empresas no asuman muchos de sus costes, renunciando a requerirles que
lo hagan. Los gobiernos hacen esto, en parte, poniendo infraestructuras a su
disposición, y, posiblemente en mayor parte, no insistiendo en que una
operación productiva debe incluir el coste de restaurar el medio ambiente para
que éste sea "preservado".
Hay dos tipos diferentes de operaciones para la preservación
del medio ambiente. El primero consiste en limpiar los efectos negativos de una
actividad productiva (por ejemplo, combatiendo las toxinas químicas subproducto
de la producción, o eliminando los residuos no biodegradables). El segundo tipo
consiste en invertir en la renovación de los recursos naturales que han sido
utilizados (por ejemplo, replantando árboles). Los movimientos ecologistas han
planteado una larga serie de propuestas específicas dirigidas hacia esos
objetivos. En general, estas propuestas encuentran una resistencia considerable
por parte de las empresas que podrían ser afectadas por ellas, porque estas
medidas son muy costosas y, por tanto, llevarían a una reducción de producción.
La verdad es que las empresas tienen esencialmente razón.
Estas medidas son, desde luego, demasiado costosas, si se plantea el problema
en términos de mantener la actual tasa media de ganancia a nivel mundial. Sí,
son extremadamente costosas. Dada la desruralización del mundo y sus ya
importantes efectos sobre la acumulación de capital, la puesta en práctica de
medidas ecológicas significativas y seriamente llevadas a cabo, podría ser el
golpe de gracia a la viabilidad de la economía-mundo capitalista. Por lo tanto,
con independencia de las posiciones que sobre estos temas expresen los
departamentos de relaciones públicas de determinadas empresas, lo único que
podemos esperar de los capitalistas en general es un constante hacerse el
remolón.
De hecho, estamos ante tres alternativas:
Una, los gobiernos pueden insistir en que todas las
empresas deben internalizar todos los costes, y nos encontraríamos de inmediato
con una aguda disminución de beneficios.
Dos, los gobiernos pueden pagar la factura de las
medidas ecológicas (limpieza y restauración más prevención), utilizando
impuestos para ello. Pero si se aumentan los impuestos, entonces, o bien se
aumentan sobre las empresas, lo que conduciría a la misma reducción de las
ganancias, o bien se aumentan sobre el resto de la gente, lo que posiblemente
conduciría a una intensa rebelión fiscal.
Tres, podemos no hacer prácticamente nada, lo que
conduciría a las diversas catástrofes ecológicas de las que los movimientos
ecologistas nos han alertado.
Hasta ahora, la tercera alternativa es la que ha
predominado. En cualquier caso, esto explica por qué digo que "no hay
salida", queriendo decir que no hay salida dentro del entramado del
sistema histórico existente.
Por supuesto, si bien los gobiernos rechazan la primera
alternativa -requerir la internalización de costes-, pueden intentar comprar
tiempo, que es, precisamente, lo que muchos han hecho. Una de las maneras
principales de "comprar tiempo" es intentar desplazar el problema
desde los políticamente fuertes hacia los políticamente débiles, esto es, del
Norte hacia el Sur, lo que puede hacerse de dos formas. La primera de ellas es
descargar todos los residuos en el Sur, comprando un poco de tiempo para el
Norte sin afectar a la acumulación mundial. La otra consiste en tratar de
imponer al Sur la posposición de su "desarrollo", forzándole a
aceptar severas limitaciones a la producción industrial o la utilización de
formas de producción ecológicamente más saludables, pero también más caras.
Esto plantea inmediatamente la pregunta de quién paga el precio de las
restricciones globales y la de si, en cualquier caso, podrán funcionar. Por
ejemplo, si China aceptase reducir el uso de combustibles fósiles, ¿cómo
afectaría esto a las perspectivas de China como parte en expansión del mercado
mundial, y, por tanto, también a las perspectivas de la acumulación de capital?
Terminamos volviendo al mismo punto.
Francamente, probablemente sea una suerte que el descargar
los problemas sobre el Sur no sea ya una solución real a largo plazo para estos
dilemas. Podría decirse que durante los últimos 500 años eso formaba parte del
procedimiento establecido. Pero la expansión de la economía-mundo ha sido tan
grande, y el consiguiente nivel de degradación tan grave, que no queda espacio
para arreglar significativamente la situación exportándola a la periferia.
Estamos obligados a volver a los fundamentos. Es un asunto de economía
política, en primer lugar, y, por tanto, de opciones morales y políticas.
Los dilemas ambientales que encaramos hoy son resultado
directo de la economía-mundo capitalista. Mientras que todos los sistemas
históricos anteriores transformaron la ecología, y algunos de ellos llegaron a
destruir la posibilidad de mantener en áreas determinadas un equilibrio viable
que asegurase la supervivencia del sistema histórico localmente existente,
solamente el capitalismo histórico ha llegado a ser una amenaza para la
posibilidad de una existencia futura viable de la humanidad, por haber sido el
primer sistema histórico que ha englobado toda la Tierra y que ha expandido la
producción y la población más allá de todo lo previamente imaginable. Hemos
llegado a esta situación porque en este sistema los capitalistas han conseguido
hacer ineficaz la capacidad de otras fuerzas para imponer límites a la
actividad de los capitalistas en nombre de valores diferentes al de la
acumulación incesante de capital. El problema ha sido, precisamente, Prometeo
desencadenado.
Pero Prometeo desencadenado no es algo inherente a la
sociedad humana. Este desencadenamiento, del que alardean los defensores del
actual sistema, fue él mismo un difícil logro, cuyas ventajas a medio plazo están
siendo ahora superadas abrumadoramente por sus desventajas a largo plazo. La
economía política de la actual situación consiste en que el capitalismo
histórico está, de hecho, en crisis precisamente porque no puede encontrar
soluciones razonables a sus dilemas actuales, entre los que la incapacidad para
contener la destrucción ecológica es uno de los mayores, aunque no el único.
De este análisis, saco varias conclusiones. La primera es
que la legislación reformista tiene límites inherentes. Si la medida del éxito
de esa legislación es el grado en que logre disminuir apreciablemente la
degradación ambiental mundial en los próximos 10-20 años, yo predeciría que
será muy pequeño, pues la oposición política será feroz, dado el impacto que
tal legislación tiene sobre la acumulación de capital. Sin embargo, eso no
quiere decir que sea inútil realizar esos esfuerzos. Todo lo contrario, muy
probablemente.
La presión política en favor de tal legislación puede
aumentar los dilemas del sistema capitalista. Puede facilitar la cristalización
de los verdaderos problemas políticos que están en juego, a condición de que
esos problemas se planteen correctamente.
Los empresarios han argumentado esencialmente que la opción
es empleos versus romanticismo, o humanos versus naturaleza. En gran medida,
muchas de las personas comprometidas con la problemática ecologista han caído
en la trampa, respondiendo de dos maneras diferentes que, a mi entender, son
ambas incorrectas. Unos han dicho que "una puntada a tiempo ahorra nueve",
sugiriendo que, dentro de la estructura del sistema actual, es formalmente
racional para los gobiernos gastar una cantidad x ahora para no gastar después
cantidades mucho mayores. Esta es una línea argumental que tiene sentido dentro
de la estructura de un sistema determinado. Pero acabo de argumentar que, desde
el punto de vista de los capitalistas, tal "dar puntadas a tiempo,"
si son lo suficientemente amplias para detener el daño, no resultan racionales,
ya que amenazaría de manera fundamental la posibilidad de una continua
acumulación de capital.
También considero políticamente impracticable la segunda
respuesta dada a los empresarios, basada en las virtudes de la naturaleza y las
maldades de la ciencia. En la práctica, esto se traduce en la defensa de una
obscura fauna de la que la mayoría de la gente no ha oído hablar nunca y
respecto a la cual se siente indiferente, lo que conduce a que responsabilice
de la destrucción de empleo a unos intelectuales de clase media urbana. Así, la
atención queda desplazada de los problemas principales, que son y deben seguir
siendo dos. El primero es que los capitalistas no pagan su cuenta. El segundo
es que la incesante acumulación de capital es un objetivo materialmente
irracional, ante el que existe una alternativa básica consistente en sopesar y
comparar las ventajas de los diversos factores (incluyendo las de la
producción) en términos de racionalidad material colectiva.
Ha habido una desafortunada tendencia a hacer de la ciencia
y de la tecnología el enemigo, cuando la verdadera raíz genérica del problema
es el capitalismo. Ciertamente, el capitalismo ha utilizado el esplendor del
interminable avance tecnológico como una de sus justificaciones. Y ha
respaldado una determinada visión de la ciencia -ciencia newtoniana,
determinista-, utilizada como mortaja cultural y aval del argumento político
que pretende que los seres humanos deben "conquistar" la naturaleza,
que pueden hacerlo y que todos los efectos negativos de la expansión económica
podrían ser contrarrestados por el inevitable progreso científico.
Sabemos hoy que esta visión y esta versión de ciencia tienen
una aplicabilidad limitada y universal. Esta versión de la ciencia se enfrenta
al desafío fundamental planteado desde la propia comunidad científica, en
particular desde el amplio grupo dedicado a lo que denominan como
"estudios sobre la complejidad". Las ciencias de la complejidad son
muy diferentes de la ciencia newtoniana en muy diversos aspectos: rechazo de la
posibilidad intrínseca de predicibilidad; afirmación de la normalidad de los
sistemas alejados del equilibrio, con sus inevitables bifurcaciones;
centralidad de la flecha del tiempo. Pero lo que quizá sea más relevante para
el tema que estamos tratando es el énfasis puesto en la creatividad auto
constituyente de los procesos naturales y en la inseparabilidad entre seres
humanos y naturaleza, lo que conduce a afirmar que la ciencia es parte
integrante de la cultura. Desaparece la idea de una actividad intelectual
desarraigada que aspire a una verdad eterna subyacente a todo lo existente. En
su lugar, surge la visión de un mundo de realidad descubrible, pero en el que
no puede descubrirse el futuro, porque el futuro está todavía sin crear. El
futuro no está inscrito en el presente, aunque pueda estar circunscrito por el
pasado.
Me parecen muy claras las implicaciones políticas de esta
visión de la ciencia. El presente es siempre toma de decisiones, pero, cómo
alguien dijo una vez, aunque nosotros hagamos nuestra propia historia, no la
hacemos tal y como la hemos escogido. Pero la hacemos. El presente es siempre
toma de decisiones, pero la gama de opciones se expande considerablemente en
los períodos que preceden inmediatamente a una bifurcación, cuando el sistema
está más alejado del equilibrio, porque en ese momento inputs pequeños provocan
grandes outputs (a diferencia de lo que ocurre cerca del equilibrio, cuando
grandes inputs producen pequeños outputs).
Volvamos ahora al tema de la ecología, al que he situado
dentro de la estructura de la economía política del sistema-mundo. He explicado
que la fuente de la destrucción ecológica es la necesidad de externalizar
costos que sienten los empresarios y, por tanto, la ausencia de incentivos para
tomar decisiones ecológicamente sensibles. He explicado también, sin embargo,
que este problema es más grave que nunca a causa de la crisis sistémica en que
hemos entrado, ya que ésta ha limitado de varias formas las posibilidades de
acumulación de capital, quedando la externalización de costes como uno de los
principales y más accesibles remedios paliativos. De ahí he deducido que hoy es
más difícil que nunca obtener un asentimiento serio de los grupos empresariales
a la adopción de medidas para luchar contra la degradación ecológica.
Todo esto puede traducirse en el lenguaje de la complejidad
muy fácilmente. Estamos en el período inmediatamente precedente a una
bifurcación. El sistema histórico actual está, de hecho, en crisis terminal. El
problema que se nos plantea es qué es lo que lo reemplazará. Esta es la
discusión política central de los próximos 25-50 años. El tema de la
degradación ecológica es un escenario central para esta discusión, aunque no el
único. Pienso que todo lo que tenemos que decir es que el debate es sobre la
racionalidad material, y que estamos luchando por una solución o por un sistema
que sea materialmente racional.
El concepto de racionalidad material presupone que en todas
las decisiones sociales hay conflictos entre valores diferentes y entre grupos
diferentes que, frecuentemente, hablan en nombre de valores opuestos.
Presupone también que no existe ningún sistema que pueda
satisfacer simultáneamente todos esos conjuntos de valores, incluso aunque
creyésemos que todos ellos se lo merecen. Para ser materialmente racional hay
que hacer elecciones que den como resultado una combinación óptima. ¿Pero qué
significa óptimo? En parte, podríamos definirlo con el viejo lema de Jeremy
Bentham, lo mejor para la mayoría. El problema es que este lema, aunque nos
coloca en el camino adecuado (el resultado), tiene muchos puntos débiles.
Por ejemplo, ¿quiénes son la mayoría? El problema ecológico
nos hace muy sensibles ante esta pregunta. Está claro que, cuando hablamos de
degradación ecológica, no podemos hablar de un único país. Ni siquiera podemos
limitarnos a nuestro planeta. También hay que tomar en cuenta la cuestión
generacional. Lo mejor para la actual generación podría ser muy nocivo para los
intereses de las generaciones futuras. Por otra parte, la generación actual
también tiene sus derechos. En realidad, estamos ya en medio de este debate que
afecta a personas realmente existentes: ¿qué porcentaje de los gastos sociales
dedicar a los niños, a los trabajadores adultos y a las personas mayores? Si
añadimos a los aún no nacidos, no resulta en absoluto fácil llegar a una
distribución justa.
Pero precisamente este es el tipo de sistema social
alternativo que debemos tratar de construir, un sistema que discuta, sopese y
decida colectivamente este tipo de asuntos fundamentales. La producción es
importante. Necesitamos usar los árboles como madera y como combustible,
también los necesitamos para que den sombra y belleza estética. Y necesitamos
seguir teniendo árboles en el futuro para todos estos usos. El argumento
tradicional de los empresarios es que esas decisiones sociales se toman mejor
por acumulación de decisiones individuales, pues, en su opinión, no existe un
mecanismo mejor que permita alcanzar decisiones colectivas. Sin embargo, por
plausible que esa línea de razonamiento pueda ser, no justifica una situación
en la que una persona toma una decisión que es lucrativa para ella al precio de
hacer caer impresionantes costes sobre otros que carecen de la posibilidad de
conseguir que sus opiniones, preferencias o intereses sean tomados en cuenta al
tomar la decisión. Pero esto es, precisamente, lo que la externalización de
costes hace.
¿No hay salida? No hay salida dentro de la estructura del
sistema histórico existente. Pero resulta que estamos en el proceso de salir de
este sistema. La verdadera pregunta que se nos plantea es la de ¿a dónde llegaremos
como resultado de este proceso?. Aquí y ahora debemos levantar el estandarte de
la racionalidad material, en torno al cual debemos agruparnos. Una vez que
aceptemos la importancia de recorrer el camino de la racionalidad material,
debemos ser conscientes de que es un camino largo y arduo. Involucra no
solamente un nuevo sistema social, sino también nuevas estructuras de
conocimiento, en las que la filosofía y las ciencias no podrán seguir
divorciadas, y retornaremos a la epistemología singular en pos del conocimiento
utilizada con anterioridad a la creación de la economía-mundo capitalista. Si
comenzamos a recorrer este camino, tanto en lo que se refiere al sistema social
en que vivimos como en cuanto a las estructuras de conocimiento que usamos para
interpretarlo, necesitamos ser muy conscientes de que estamos ante un comienzo,
no, de ninguna manera, ante un final. Los comienzos son inciertos, audaces y
difíciles, pero ofrecen una promesa, que es lo máximo que siempre podemos
esperar.
Trabajo presentado
por el profesor Wallerstein en las jornadas PEWS XXI, "The Global
Environment and the World-System," Universidad of California, Santa Cruz,
3 a 5 de abril, 1997. Publicado en Iniciativa Socialista, número 50, otoño
1998.