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Foto: Arthur Rosenberg |
A finales de los años treinta, Nueva York era la capital emblemática del izquierdismo estadounidense. Era la época del Frente Popular, que en los Estados Unidos se concretaba en un amplio movimiento social que daba un apoyo crítico al presidente Roosevelt y donde el Partido Comunista de los Estados Unidos jugaba un papel central. Sus principales luchas eran la erradicación de la discriminación racista, la extensión de los derechos sindicales y la solidaridad internacionalista con China y, sobre todo, con la España republicana. El grueso de la izquierda frentepopulista eran sindicalistas, pero entre sus filas también se contaban numerosos artistas e intelectuales, muchos de los cuales eran refugiados de la Alemania nazi. Arthur Rosenberg, historiador de la democracia y el socialismo, era una las cabezas más privilegiadas de aquella generación.
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El joven historiador
abandonó el nacionalismo alemán para abrazar la causa del internacionalismo
proletario. En noviembre de 1918, Rosenberg se afilió al Partido Socialdemócrata
Independiente de Alemania (USPD). Dos años más tarde siguió al ala izquierda
del USPD en su confluencia con el Partido Comunista Alemán, donde ocupó varios
cargos. Su producción académica también se vio profundamente afectada por su
nuevo compromiso político. Después de la guerra, su interés se irá desplazando
progresivamente al campo de la historia contemporánea.
A partir del otoño de 1925, Rosenberg empezó a mostrar
signos de desconformidad con la línea política de sus camaradas hasta que,
finalmente, en abril de 1927, abandonó el partido comunista, denunciando la
subordinación de los distintos partidos del Comintern a las directrices de
Moscú como principal causa de su ruptura. Rosenberg también lamentaba que la
política de los comunistas hubiera derivado en una fraseología revolucionaria
—romántica e inofensiva— que ya no servía para derrocar el orden capitalista.
Siguió como diputado independiente en el Reichstag hasta 1928 y se reincorporó
a la enseñanza, desde donde trató de conciliar su pasión política y su carrera
profesional a través de escritos sobre la historia de la democracia. La vida
calmada fuera de la política duró pocos años. Huyó de Alemania en cuanto Hitler
fue nombrado canciller, en el invierno de 1933. Después de una breve estancia
en Suiza, retomó el rumbo hacia Inglaterra, donde trabajó como lector de
historia antigua durante tres años en la Universidad de Liverpool. Acabado el
contrato en Liverpool aceptó una oferta en Brooklyn College, en los Estados
Unidos. Rosenberg llegó a Nueva York con su familia en noviembre de 1937. Con
el raquítico sueldo que recibía por sus clases y las ayudas de una organización
de solidaridad con los refugiados, el historiador alemán se dispuso a rehacer
su vida como intelectual comprometido. Entre las pertenencias que había traído
hasta Nueva York se encontraba el manuscrito del que sería su último libro:Democracia
y Socialismo [1].
La democracia
entendida como el gobierno de la mayoría de pobres libres
Entre las principales premisas de la obra de Rosenberg,
destacan la voluntad dehistorizar la democracia, el rechazo a las
abstracciones descontextualizadas de cierta literatura politológica y la
centralidad de un análisis de clases libre de esquematismos deterministas. En
efecto, la importancia otorgada por Rosenberg a las clases sociales en la
historia de la democracia no va reñida con una visión llena de matices y
respetuosa con la complejidad histórica. Las clases sociales no son estáticas
ni tienen un comportamiento predecible, sino que son realidades dinámicas y
fluidas, donde el elemento subjetivo ejerce una influencia relevante. El
historiador berlinés no pretendía definir categorías de clase válidas para
cualquier contexto histórico ni limitar la clase a factores meramente
económicos. Rosenberg tampoco veía posible escribir una historia de la
democracia a partir del relato embellecido de sus defensores intelectuales,
cómodamente instalados en una liberal República de las Ideas en la que no hacía
falta esforzarse por entender las condiciones económicas y sociales de cada
periodo histórico. Es por eso por lo que Rosenberg se propone la novedosa tarea
de historizar la democracia, trazando la evolución de su significado variable y
definiendo las fuerzas sociales que le han dado apoyo a lo largo del tiempo.
En Democracia y lucha de clases en la Antigüedad (1921)
encontramos un buen ejemplo de su método histórico. Rosenberg nos recuerda que
la democracia, según los antiguos, era el gobierno de las clases populares, de
la mayoría de pobres libres. La extensión que conformaba esta mayoría era
cambiante y dependía de cada momento histórico, pero no sólo a causa de las
exigencias de los diferentes modos de producción. También influía la habilidad
del movimiento democrático a la hora de agrupar la mayoría del pueblo a su
alrededor y aislar a los más ricos. Para Rosenberg, las clases sociales se
crean y se redefinen a través de la lucha política. La originalidad de su
marxismo queda demostrada en su desafío a determinadas certezas de la
historiografía marxista tradicional. Como marxista, defiende que la lucha de
clases es el motor de la historia, pero, para que esta afirmación mantenga un
valor heurístico, exige que se examine de cerca las distintas clases en lucha en
cada momento histórico determinado. El carácter heterodoxo del marxismo de
Rosenberg llega al extremo de hacerle rechazar la teoría histórico-evolutiva de
los modos de producción. Ya en 1921, el historiador socialista señala que, en
la Antigüedad, la lucha de clases determinante no se dio entre esclavos y amos.
Sitúa la esclavitud como una relación social minoritaria y como un régimen de
explotación menos duro que la servidumbre de la gleba, la cual aparece de forma
intermitente durante la Antigüedad. Rosenberg concluye que, en contra de lo que
se afirma en el primer capítulo del Manifiesto Comunista, las principales
luchas de clases para los antiguos no fueron entre señores, por un lado, y
esclavos o siervos, por el otro, sino entre pobres libres —demos, la plebe— y
ciudadanos ricos —los oligoi, los patricios—[2].
Las bases del marxismo original de Rosenberg aplicadas a la
historia de la democracia ya se pueden apreciar en sus textos de principios de
los años veinte. La misma metodología y temática le servirá para explicar el
bolchevismo [Una Historia del Bolchevismo (1932)] y los orígenes de la
República de Weimar [Alemania Imperial (1928)]. En 1938 aparecerá en
Holanda la versión alemana de Democracia y Socialismo (1938) y, un
año más tarde, la traducción en inglés[3]. Democracia y Socialismo será
su obra más ambiciosa, tanto por el alcance cronológico como por la dimensión
internacional del período estudiado. Como indica su título, el libro trata
sobre la relación histórica del movimiento socialista con la democracia e
intenta demostrar que desde los tiempos de Marx y Engels el socialismo se había
insertado en la tradición de la democracia revolucionaria. La primera parte del
libro trata de la democracia moderna antes de Marx, con especial atención a
Jefferson y Robespierre, a quienes considera dos versiones del mismo movimiento
democrático, a pesar de la leyenda negra que persigue al revolucionario
francés. El grueso del libro, no obstante, se encuentra en la segunda parte,
dedicada a la evolución del pensamiento socialista desde 1848 hasta los inicios
de la Segunda Internacional.
En un principio, como se puede observar en el último
capítulo del Manifiesto Comunista, Marx y Engels situaban el comunismo
como una rama del movimiento democrático. Si se autodefinían como comunistas y
demócratas es porque entendían que el objetivo de socializar la propiedad de
los medios de producción sólo se conseguiría como resultado de una gran
revolución democrática, que diera al proletariado el dominio político que le
correspondía por su gran fuerza numérica y su misión histórica específica.
Además, Marx y Engels nunca creyeron que su modesta organización, la Liga
Comunista, fuera capaz de tomar el poder en ninguna nación europea. Los
escritos anteriores a 1848 muestran una gran convicción en la inminencia de la
revolución porque, como comunistas, tenían plena conciencia de pertenecer al
amplio movimiento democrático. Su tarea intelectual consistía en influir al
movimiento democrático con el objetivo de liberarlo de ilusiones y retrasos
propios de la pequeña burguesía y hacerlo consciente de la necesidad de
centralizar la actividad industrial moderna, con un programa de transición
gradual hacia el socialismo donde los privilegios de cuna más injustificables,
como el derecho a herencia o los impuestos regresivos, serían abolidos
inmediatamente. El movimiento democrático se fundaba en una coalición
interclasista que incluía trabajadores, campesinos y pequeña burguesía. En esta
vasta coalición, la misión de los comunistas consistía en el fortalecimiento
del liderazgo del proletariado, dado que ninguna otra clase social se
encontraba en mejor posición para entender la necesidad histórica y el
significado profundo del movimiento democrático. Del mismo modo que el éxito de
la revolución democrática pasaba por el liderazgo del proletariado, el éxito
del socialismo era inconcebible sin su medio principal, es decir, sin la
conquista del poder por parte del proletariado a través de la revolución
democrática. La teoría política de Marx y Engels, pues, no se puede entender
sin tener en cuenta su relación con el movimiento democrático de masas.
Después de 1850, las relaciones de Marx y Engels con los
líderes oficiales del movimiento democrático sufrieron un gran cambio. Para los
líderes comunistas, los dirigentes oficiales del movimiento democrático, una
vez aislados y derrotados, perdieron todo interés. Las duras críticas contra
los líderes demócratas no evidenciaban, sin embargo, una renuncia sustancial en
la apuesta democrática de Marx y Engels. Para los socialistas, el auténtico
cambio hacia el movimiento democrático se dio a partir de la derrota obrera en
la Comuna de París. En octubre de 1847, Friedrich Engels escribía que las
discusiones entre comunistas y demócratas no tenían ningún sentido, ya que unos
y otros coincidían en todas las cuestiones de política inmediata. Además, el
dominio del proletariado equivalía al dominio democrático de la mayoría. En
cambio, una generación después, en diciembre de 1884, el mismo Engels
escribiría en una carta sobre el peligro de que las fuerzas de la reacción, en
una situación revolucionaria, se agruparan bajo la bandera de la “pura
democracia” para impedir la hegemonía política del proletariado. La evolución
de los conceptos democracia y socialismo es aún más profunda si se tiene en
cuenta que, antes de 1848, democracia era una palabra ofensiva para la gran
burguesía, una palabra que olía a sangre y barricadas, mientras que socialismo
tenía unas connotaciones más bien inofensivas, asociadas con aquellos que se
entretenían en discutir sobre modelos de utopía social.
En efecto, la derrota de la Comuna de París de 1871 y la
represión posterior supusieron un duro golpe para el movimiento obrero europeo.
El exterminio de decenas de miles de obreros también trajo consigo la
aniquilación de la memoria democrática popular. Se esfumó el significado de pueblo y
de democracia, tal y como se entendían en la tradición política de la
democracia revolucionaria. El movimiento obrero socialista que renació en
Francia ignoró el legado de Robespierre, un radical de clase media sobre quién
caerá una leyenda negra. El declive del movimiento democrático coincidió con un
importante cambio de percepción hacia el sufragio universal. Hasta 1848, se
entendía que la extensión del derecho a voto tendría como consecuencia
inevitable el dominio económico y político de las masas. Las luchas por la
extensión del sufragio se libraron con la vehemencia y ferocidad que una
creencia como ésta podía suscitar en todos los bandos, pero la experiencia
posterior provocó un fuerte desencanto en los sectores politizados de las
clases populares, sobre todo en los obreros franceses, traumatizados por el
hecho de que la supresión de la Comuna había contado con la aprobación de una
Asamblea legitimada por el sufragio universal masculino. En la medida en que la
obtención del sufragio universal no suponía una amenaza para las clases altas
ni una mejora notable en las condiciones de vida de los trabajadores, la
fracción más radical del movimiento obrero empezó a despreciar el sistema
democrático, que ya no se asociaba con el autogobierno de las masas como medio
para su emancipación social y política, sino con la organización política del
capitalismo.
La socialdemocracia alemana liderada por Ferdinand Lassalle
también supondrá un punto de ruptura respecto a la etapa anterior, cuando el
socialismo se entendía como una rama de la tradición de la democracia
revolucionaria, basada en un movimiento interclasista y popular. Uno de los
motivos de disputa más graves entre Lassalle y Marx será justamente el
desprecio de los socialdemócratas alemanes hacia la necesidad de aliarse con la
clase media. En el Congreso de unificación de los socialdemócratas alemanes de
1875 celebrado en el municipio de Gotha, la tendencia de Lassalle era la
dominante. El programa adoptado, conocido como el Programa de Gotha, contenía
muchas concesiones de los socialistas “marxistas”. Para Marx y Engels, el
resultado de la negociación fue muy decepcionante, ya que el nuevo partido
sufría el mal del sectarismo obrerista, además de ser excesivamente estatista e
insuficientemente internacionalista. La Segunda Internacional vivirá, durante
décadas, con una política de obrerismo estrecho, cifrando sus esperanzas de
crecimiento numérico al proceso mecánico de proletarización de las clases
medias.
Lenin, buen lector de Marx, fue el dirigente socialista que
recuperó el viejo programa marxista: revolución democrática con el liderazgo
del proletariado. En la profunda crisis de legitimidad a que la Primera Guerra
Mundial condenó al zarismo, la bandera de la democracia revolucionaria se
mostró muy eficaz en la toma de poder. El programa inicial de los bolcheviques
era, en efecto, un programa de radicalidad democrática: poder para los consejos
democráticos de trabajadores, campesinos y soldados, convocatoria inmediata de
elecciones para la Asamblea Constituyente, cese incondicional de la guerra
imperialista a través de negociaciones de paz transparentes, con luz y
taquígrafos, y confiscación de la gran propiedad agrícola. Los enemigos de la
Revolución Rusa eran la aristocracia latifundista, la gran burguesía industrial
y la burocracia absolutista —en ningún caso, la democracia o la clase media—.
El trágico golpe de timón vendrá después, cuando las circunstancias de extrema
dureza que los bolcheviques deberán afrontar para sobrevivir los forzarán a
abandonar los ideales ultrademocráticos de democracia soviética —es decir,
democracia directa, asamblearia— por el recurso desesperado a la dictadura de
partido. Ésta no fue la única contradicción que tuvo que afrontar Lenin.
Además, los bolcheviques habían llegado al poder con un partido que pretendía
hacer una revolución democrática, pero que, internamente, se había regido con
prácticas autoritarias, heredadas, según Rosenberg, de las mismas malas
prácticas de Marx y Engels en sus relaciones con los trabajadores socialistas.
El descrédito casi absoluto que sufrió la democracia entre
el movimiento obrero no llegará hasta los últimos años de la Primera Guerra
Mundial y, sobre todo, en la posguerra. Este cambio no se deberá en exclusiva
al éxito aparente de la nueva dictadura bolchevique. En Estados Unidos, por
ejemplo, la guerra se había librado como una cruzada para construir a
world safe for democracy. El impagable monto de deuda impuesto a la nueva
República alemana, la creciente desigualdad social de los años veinte y el
final abrupto de la falsa prosperidad en el crack de 1929 revelaron el carácter
cínico y vacío de las promesas democráticas de las potencias vencedoras. El
ascenso del fascismo en los años treinta cambiará las cosas de nuevo. La
irrupción de un movimiento explícitamente antidemocrático y antiilustrado, que
se proponía exterminar las conquistas democráticas de la clase trabajadora y
hasta el propio movimiento obrero, hará revivir una nueva fe democrática entre
los trabajadores. Con la aparición de la cultura política del frentepopulismo,
la defensa de la democracia irá acompañada de una drástica redefinición de sus
bases. El carácter democrático de un régimen ya no se juzgará únicamente en
función del respeto a sus aspectos procedimentales, como el sufragio universal
o el derecho a la libertad de expresión. El nuevo empuje del frentepopulismo
enfatizará la necesaria inclusión de fuertes garantías sociales como prerrequisito
indispensable para una democracia plena. Para la izquierda frentepopulista, el
fortalecimiento de los aspectos sustanciales de la democracia —servicios de
educación y sanidad públicas accesibles para todos, seguridad económica en caso
de infortunio, nacionalización de los monopolios— constituían la mejor garantía
para evitar que un régimen aparentemente pluralista acabara en manos de la
oligarquía como máscara instrumental para su dominio sobre la mayoría popular.
Es en este contexto de resurgimiento democrático entre la
izquierda, donde los libros de Rosenberg cobrarán un sentido especial. Su obra
ofrecía las tesis históricas que el Frente Popular necesitaba. Democracia y
socialismo eran la misma cosa desde los tiempos del joven Marx. La derrota de
la Comuna de París y la miopía política de los dirigentes de la Segunda
Internacional rompieron temporalmente el vínculo entre el socialismo y la
democracia revolucionaria y dieron paso a una política obrerista, despreocupada
del resto de clases populares. Lenin, el marxista que lideró una revolución
victoriosa, fue el encargado de reconciliar el socialismo con el movimiento
democrático. El reencuentro fue breve, debido a las peculiaridades y las
durezas de la nueva Rusia soviética. Ahora el empuje del fascismo exigía
retomar, a través de los Frentes Populares, la vieja tradición marxista. El
movimiento obrero debía intentar liderar una coalición interclasista con un
programa mínimo de radicalidad democrática. Para hacer realidad este programa,
era imprescindible el abandono de la doctrina del pacifismo abstracto, un dogma
compartido por el movimiento obrero socialista y por la vieja democracia
liberal, pero totalmente ajeno al pensamiento político de Marx y Engels y a la
tradición de la democracia revolucionaria. En este sentido, la política
exterior del Frente Popular —defensa de la política de seguridad colectiva,
según la cual, en caso de conflicto, las sanciones contra las naciones
agresoras debían de ir acompañadas de medidas de auxilio para las naciones
agredidas— suponía un cambio de gran significación histórica.
Arthur Rosenberg es, hoy en día, un intelectual bastante
olvidado [4]. El historiador Joaquín Miras atribuye el desconocimiento
general de Rosenberg a su radicalidad política e independencia de criterio (en
afortunada expresión de Luciano Canfora, Rosenberg fue un comunista sin
partido), así como al poco interés general por la historia de la democracia
como movimiento sociopolítico de las clases populares [5]. Sin duda, la
obra de Rosenberg presenta debilidades que no pueden escapar al lector crítico
de hoy, especialmente su manifiesta incapacidad para integrar el racismo y el
colonialismo en su relato historiográfico. Pero, más allá de los aciertos e
insuficiencias de la obra historiográfica de Rosenberg, Democracia y
Socialismo mantiene todo el interés por su significación política, muy
representativa del espíritu de la época frentepopulista. Refutar la pretendida
antinomia entre comunismo y democracia representa una tarea intelectual que no
parece muy alejada del significado histórico del Frente Popular, entendido como
la reconciliación del comunismo con el movimiento democrático y la
rectificación inconfesada respecto a muchas de las premisas que habían
provocado la ruptura con los socialistas, incluyendo la diferencia sobre la
inminencia de la revolución.
Volver a leer a
Arthur Rosenberg hoy
En la lectura de las obras de Rosenberg, se pueden encontrar
muchas lecciones útiles para los que luchan hoy por una democracia real. Quizás
la más importante sea la constatación histórica de que la democracia, además de
un ideal político, es también un movimiento. Su avance depende de la
articulación de un amplio frente de movilización social, que ponga fin a la
fragmentación de las clases populares e implante un programa de desarrollo
democrático. En una situación de crisis y ante el pánico represivo de las
clases dirigentes, el primer y más inmediato objetivo del movimiento
democrático pasa por la defensa del derecho a la protesta. A medio plazo, cualquier
programa democrático serio tendrá que proponerse eliminar la excesiva
concentración de poder económico y político por parte de la clase dominante.
Esto sólo será posible si se recuperan objetivos tradicionales del movimiento
democrático como la renacionalización de los oligopolios privatizados, la
financiación pública y transparente de las campañas electorales, la
expropiación de los grandes de medios de comunicación en manos privadas, la
nacionalización de la banca, la implantación de una fiscalidad progresiva y la
mejora de unos servicios públicos en sanidad y educación que neutralicen en
gran medida los efectos del azar de cuna. Sólo con medidas drásticas se
facilitará la cesión del poder secuestrado por las minorías plutocráticas a la
mayoría popular y el establecimiento de un marco verdaderamente pacífico para
la solución de los conflictos sociales.
La otra gran lección de Rosenberg tiene que ver con la
relación entre capitalismo, socialismo y democracia. Después de cuatro años de
dura crisis económica, la conciencia de vivir en una democracia de cartón está
muy extendida. En menor medida, también es relativamente fácil escuchar
lamentos sobre la incompatibilidad de la democracia con la lógica expropiadora
y cortoplacista del capitalismo y sus insostenibles objetivos de incrementos
constantes en las tasas de beneficio empresarial caiga quien caiga. Sin
embargo, los debates sobre la necesidad del socialismo o sobre la relación
entre socialismo y democracia siguen sin estar presentes en la agenda de la
mayor parte de la izquierda intelectual. Parece que, como respuesta a la
radicalización derechista de las élites políticas y económicas, gran parte de
la izquierda ha buscado refugio en la franja más progresista dentro del
espectro de lo políticamente respetable. En España, esta desmoralización
ideológica provoca situaciones francamente extravagantes. Un ejemplo de ello se
encuentra en el espejo estadounidense. ¿Cómo es posible que la izquierda
española tienda a reverenciar a keynesianos conservadores como Paul Krugman y
Joseph Stiglitz en detrimento de la figura más destacada del socialismo
norteamericano, John Bellamy Foster, editor de Monthly Review?
Con un socialismo pluralista que ha cosechado considerables
éxitos en América Latina y con la esperanzadora ola de movimiento democrático
mundial —desde el 15-M hasta el movimiento Occupy Wall Street—, la lectura de
la obra de Rosenberg puede resultar una refrescante invitación para retomar la
tarea de batallar intelectualmente por el socialismo, conectándolo con la lucha
por una democracia real. Y es que, para evitar el inminente colapso social y
medioambiental, la propaganda por el socialismo como principio de organización
social que sitúa la satisfacción de necesidades humanas y ecológicas en el
centro de sus prioridades presenta una afinidad mucho más coherente con los
anhelos democráticos de la mayoría que la defensa de un retorno a los niveles
de falsa prosperidad de antes de la crisis.
Notas
[1] Carsten,
Francis L., “Arthur Rosenberg: Ancient Historian into Leading Communist”, Journal
of Contemporary History, vol. 8, núm. 1, enero de 1973, pp. 63-75.
[2] Rosenberg, Arthur, Democracia y lucha de
clases en la Antigüedad (1921), Barcelona, El Viejo Topo, 2006 (prólogo de
Joaquín Miras), p. 45.
[3] Rosenberg,
Arthur, Democracy and Socialism. Contribution to the Political History of
the past 150 Years, Nova York, Alfred A. Knopf, 1939 (traducción de George
Rosen).
[4] A pesar del olvido aparente de Rosenberg, su obra
ha dejado huella entre destacados intelectuales de izquierda. El caso más
relevante es el de Noam Chomsky, quien leyó Democracia y Socialismo cuando
era adolescente y frecuentaba el entorno de Avukah, la misma organización
sionista de izquierdas en la que Rosenberg colaboró en sus últimos años. La
historia del grupo Avukah y su relación con Arthur Rosenberg y Noam
Chomsky, en: Barsky, Robert F., Noam Chomsky. A life of dissent,
Cambridge, The MIT Press, 1998, pp. 58-70.
[5] Prólogo de Joaquín Miras en Rosenberg, Arthur, Democracia
y lucha de clases en la Antigüedad (1921), Barcelona, El Viejo Topo, 2006,
pp. 7-40. La excepción más notable al desinterés por la historia de la
democracia en una perspectiva similar a la de Rosenberg la encontramos en:
Canfora, Luciano, La democracia. Historia de una ideología, Barcelona, Crítica,
2004. En el campo de la filosofía política, otra obra igualmente excepcional y
con un enfoque parecido: Domènech, Antoni, El eclipse de la fraternidad.
Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, Crítica, 2004.
Andreu Espasa
es historiador y profesor de lengua catalana en la Universidad de Harvard. El
presente ensayo es la versión ampliada y actualizada de un texto que fue
publicado en catalán por la revistaL’Espurna en 2009]