
La obra mayor de Walter Benjamin, obra frustrada como casi
todo en él, debía haber tratado sobre París y sobre la manera en que, en las
primeras décadas del siglo XIX, se desplegaba el nuevo orden del mundo. Tras su
muerte en Port Bou quedó un extenso legado disperso formado por gran variedad
de textos en diferentes estados de elaboración, fragmentos que contienen ya
todo el vigor y la erudición propios de lo poco que nos ha llegado de él ya
acabado, y otros en forma de esbozo, a veces ni siquiera eso: simples registros
de citas tomadas de los libros que tenía a su alcance en las difíciles
circunstancias de su exilio y que pensaba utilizar en su gran obra. El aliento filosófico del trabajo inconcluso de Benjamin
partía de la tesis de que “el capitalismo fue un fenómeno natural por el cual
un encantamiento nuevo, lleno de sueños, se abatió sobre Europa, acompañado de
una reactivación de las fuerzas míticas”.
El método que concibió el autor para
abordar la crítica de este fenómeno era totalmente nuevo y se servía de lo que
él llamaba “el montaje”, concepto extraído del lenguaje cinematográfico y en
virtud del cual proyectó “valorar la totalidad social a partir de sus
fragmentos, de sus hechos minúsculos, de los mismos productos de la sociedad,
lo que conducirá a percibir los monumentos de la burguesía triunfante como
ruinas, y, en suma, a descubrir en el análisis del pequeño momento singular el
cristal del evento total” [3].
Hallándose inmerso en la redacción de su obra sobre la
cultura y sociedad francesas, y ya en su exilio parisino, Benjamin recibió del
Instituto de Frankfurt el encargo de un libro sobre Baudelaire, del que en 1923
había traducido los Cuadros parisinos y el cual, en principio, debía constituir
un capítulo de su Passagen-Werk, y que sin embargo acabó convirtiéndose en una
obra independiente. Es en la primera parte de ésta, titulada La bohemia, donde
Benjamin investiga el entorno social y cultural tras la Revolución de Julio en
el que Baudelaire escribió parte de su obra y da un repaso al estado de la
prensa parisina en aquellos años.
En los inicios del siglo XIX apenas existía la competencia
periodística. Hasta la cuarta década del siglo, nos cuenta Benjamin, los
periódicos se vendían por suscripción, cuyo elevado importe (ochenta francos)
indicaba que iban dirigidos en exclusiva a las clases altas. Así, el acceso
popular a los periódicos estaba limitado al ámbito de los cafés, donde por lo
general había una manifiesta desproporción entre el número de ejemplares
disponibles y el de parroquianos deseosos de leerlos. Con el propósito de dar
satisfacción a esa demanda de noticias nace en 1836 La Presse, periódico del
periodista y político conservador Émile de Girardin, que sirvió para que el
número total de suscriptores en París pasara de 70.000 en ese año a 200.000
diez años después. Benjamin señala las tres innovaciones que puso en práctica
La Presse y que tendrían una decisiva influencia sobre toda la prensa
posterior. En primer lugar el reducido precio de la suscripción (cuarenta
francos); en segundo, y como extraordinaria novedad, la inclusión de
publicidad, la cual tenía por misión recaudar lo que dejaba de recaudarse en
concepto de suscripción; y, por último, la novela por entregas.
En el nuevo formato periodístico el prolijo y sosegado
reportaje de fondo es sustituido en gran parte por la información breve y
abrupta, colocada a menudo bajo grandes titulares. Con frecuencia el réclame no
es ni publicidad ni información, propiamente dichas, sino una mezcla de ambas,
ya que se trata de artículos pagados por el editor y que debían servir de
respaldo a algún producto anunciado en el mismo periódico, por ejemplo un
libro, un edificio en venta o una empresa colonial. Las innovaciones aportadas
por La Presse constituyeron un éxito financiero, pero despertaron las sospechas
y en algún caso aislado el rechazo de quienes por su oficio debían avenirse, si
no querían verse condenados a la marginación, a las mismas. Así, Sainte-Beuve
escribió: “¿Cómo se puede condenar un producto del que, dos pulgadas más abajo,
se lee que es una maravilla de nuestra época? La atractiva fuerza de las cada
vez más grandes letras del anuncio obtiene además la delantera: es como una
enorme montaña magnética que desorienta por completo la brújula”. Como
acertaron a ver algunos contemporáneos, la publicidad constituía un elemento
extraño y, de hecho, el primer causante de la corrupción de la prensa.
Lo que era “digno de saberse” era lo que daba variedad al
periódico, e incluía los cotilleos de la ciudad y las típicas intrigas de teatro.
Si ya tradicionalmente los cafés aparecían como una institución asociada al
periódico, la nueva forma de éste da pie al surgimiento de una nueva
institución que todavía hoy subsiste: el aperitivo, hora en la que los
redactores y otra diversa fauna de plumíferos recorren los bulevares en busca
del rumor, el crimen o la desgracia de última hora. “Antes, cuando había
solamente periódicos serios”, escribió Gabriel Guillemot, “la hora del
aperitivo no existía. Ésta es así la consecuencia lógica de la llamada ‘crónica
parisina’ y los cotilleos ciudadanos”. Es por tanto en el bulevar, entre
vividores, soplones y cocottes, y hasta que en el Segundo Imperio hiciera su
aparición la telegrafía sin hilos, donde los reporteros intentan conocer en
primicia la exclusiva que les permitirá medrar en el oficio, y también el lugar
en el que el literato se socializa y se asimila, y esto por el simple
procedimiento de ser reclutado por el periódico, al que, en el mejor de los
casos, deberá suministrar el consabido e interminable folletín.
Entre el bulevar y los cafés, a la hora del aperitivo, y
hasta el cierre de la edición del día, las abundantes horas de ocio del
literato se convierten por ensalmo en horario laboral, con lo que aquél,
sugiere Benjamin irónicamente, se comporta “igual que si hubiera aprendido de
Marx que el valor de toda mercancía viene determinado por el tiempo de trabajo
socialmente necesario para su producción”. En efecto, las elevadas tarifas que
se pagaban por el folletín sólo se entienden por el hecho de que éstas se
fundaban en relaciones sociales (hechas, naturalmente, en el bulevar). Al
respecto escribió Alfred Nettement: “A causa de la bajada de tarifas, el
periódico ha de vivir de los anuncios. Para recibir muchos anuncios, la cuarta
página, una que, de hecho, se había convertido en un cartel, tenía que ser
vista por el mayor número posible de suscriptores. Así, se hizo necesario un
cebo que consiguiera atraer a todos, independientemente de su opinión, y que
además tuviera su valor en la sustitución de la política por el efecto de la
curiosidad”. En esa cuarta página comenzó a insertarse el anuncio de la novela,
que incluía un breve resumen de los capítulos anteriores. “De este modo se
llegó casi con necesidad absoluta a la novela por entregas”, la cual, con su
poder adictivo, acabaría creando nuevas formas de corrupción.
En 1845 Alejandro Dumas cerró con Le Constitutionnel y La
Presse un contrato por el que percibiría 63.000 francos, cifra modesta en
comparación con los 100.000 francos de honorarios cobrados por Eugène Sue por
la publicación de Los misterios de París, y no digamos con los de Lamartine,
que se agenció cinco millones sólo en el período de 1838 a 1851 (600.000 de
ellos por su Historia de los Girondinos).
Se conocen casos de directores de periódicos de la época
que, a la recepción de un manuscrito, lo publicaban bajo la firma de algún
escritor de su elección. Eugène de Mirecourt denunció abundantes fraudes
literarios en su Fábrica de novelas, Casa Alejandro Dumas y Compañía, que publicó
en 1844. En la Revue de deux mondes apareció al año siguiente un artículo en el
que se leía: “¿Quién conoce los títulos de todos esos libros que el señor Dumas
ha ido firmando? ¿Los conoce él mismo? Como no lleve un libro mayor, con el
‘haber’ y el ‘debe’, seguro olvidaría más de uno de los hijos de que es padre
legítimo, natural o adoptivo”. Se decía que en el sótano de su casa escondía
Dumas a un batallón de escritores pobres, y en la revista mencionada más arriba
se describió en 1855 la visita al domicilio de uno de los autores de éxito del
momento, de quien se omitía el nombre: “…se accede a un sucio gabinete mal
iluminado. En él está sentado, larga pluma de ganso en una mano y con el pelo
muy desordenado, un hombre de mirada sumisa aunque adusta. A una milla se
reconoce en él a un verdadero novelista de raza, aunque no sea sino un viejo
empleado ministerial que aprendió el arte de Balzac en las páginas de los
periódicos. Él es el verdadero autor, es decir, él es el novelista”.
Por medio del folletín, a muchos literatos, y mientras
alguno de sus “negros” escribía su siguiente éxito, se les abrieron las puertas
de la carrera política. A Dumas se le ofreció emprender un viaje a Túnez a
costa del Estado para hacer propaganda de las posesiones africanas (expedición
que costó una fortuna y que nunca se realizó), y Sue fue elegido diputado por
un distrito obrero de París. “De ahí”, afirma Benjamin, “resultaron nuevas
formas de corrupción con peores consecuencias que el mal uso de nombres de
autores famosos, pues, una vez despertada la ambición política del literato,
resultaba fácil para el régimen mostrarle cuál era el camino correcto”.
Por cierto que a
Benjamin le habría divertido mucho observar cómo la novela por entregas ha sido
sustituida por cupones (palabra que despierta ecos de la época del
racionamiento) que podrán ser canjeados por un patinete o por un juego completo
de vajilla. Y Benjamin concluye: “En consecuencia, es claro que muy
difícilmente se podría escribir la historia de la información separada de la
correspondiente corrupción de la prensa”. A lo que puede añadirse que ésta es
un buen termómetro del estado moral de una sociedad. Pues como decía su muy
admirado Karl Kraus: “¿Es la prensa, pues, un mensajero? No. Ella es el
acontecimiento”.
Hoy día las palabras de Benjamin tienen una vigencia que no
es necesario subrayar. Ilustran aquello de que todo está inventado y deberían
ser tenidas en cuenta por quienes todavía manifiestan alguna confianza en los
grandes productores de noticias de nuestro mundo global.
Nota
[1] Fernando Bruno, en la introducción a: Walter Benjamin,
Notas sobre los cuadros parisinos de Baudelaire (Boletín de Estética, Buenos
Aires, 2005)
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