
“Aquellos
jóvenes se creían escogidos por Dios, que podían alcanzar
el éxtasis mediante
el sufrimiento y la sublimación mediante el sacrificio, que podían
identificarse con Dios.” Denzil Romero, La tragedia del Generalísimo, 1987
Especial para Gramscimanía |
En
el ocaso de la primera década del siglo XIX, el 19 de Abril de 1810, en una
fresca mañana de verano, Caracas despertaba silenciosa y llena de presagios.
Despuntaba el sol y, animados por estos primeros rayos luminosos, los patricios
caraqueños decidían forjarse una Patria libre y soberana. Reunieron con tan
alto fin en este día inmarcesible lo que posteriormente sería la Junta Conservadora
de los Derechos de Fernando VII y acometieron con vigor y coraje la homérica
empresa. Eran
ya las nueve de la mañana y el aire de cristal fulgente y límpido, como sus
conciencias de patriotas indetenibles, convertía en espejo de plata las palabras
y en corrientes de topacio las ideas de aquellos hombres predestinados por la
Historia.
Este
altivo gesto de los hidalgos caraqueños era un reto al destino, un empujón a la
montaña de tres siglos de dominio, una sacrílega rebeldía contra el milenario
concepto del origen divino de los Reyes. Como diría El Libertador dos años
después: los venezolanos estaban dispuestos a combatir a la Naturaleza y a
dominarla, si se oponía a sus designios de Independencia.
Aquellos
mantuanos y patricios, aquellos patriotas convencidos, poseídos del ideal
sublime de la Libertad ,
usurpan el puesto privilegiado del Capitán General Emparan, y le sustituyen de
hecho en todas sus prerrogativas gubernamentales.
Todos
lucen sus trajes y uniformes de gala, y en el brazo derecho un lazo con los
colores rojo, amarillo y negro, emblemáticos de su nueva posición y jerarquía
política. En sus rostros austeros y acerados se patentiza su fe y su decisión
inquebrantables; en el relámpago de sus miradas la interna combustión de sus
almas de caballeros; en sus palabras, en sus gestos aplomados, el destello
romántico que fulmina y paraliza.
Cae
ahora perpendicularmente el sol, y descienden graciosamente de Catedral las
doce campanadas meridianas, y aquel cónclave patriótico es como una inmensa
campana de cristal, en donde el meridiano sentir y pensar de aquellos varones
insignes comienza a modelar, con fulgores de epopeya, los contornos sagrados de
una Patria desde hacía tanto tiempo soñada y presentida.
Los
conjurados: los hermanos Juan Vicente y Simón Bolívar (quienes estaban
confinados en sus haciendas); el Alcalde Criollo Martín Tovar Ponte, el Alférez
Real Feliciano Palacios y Blanco, el Síndico Procurador Lino de Clemente y los
Regidores Valentín de Ribas, Nicolás Anzola, Isidoro Antonio López Méndez,
Dionisio Palacios, quienes estaban de acuerdo en plantear la necesidad de
formar la Junta. Otros ,
como el Alcalde Español José de las Llamozas y el Regidor José Hilario Mora, no
se oponían abiertamente, pero se mostraban reacios; sin embargo, aquellos
lograron convencerlos. El Marqués del Toro apoyaba el movimiento, para el cual
estaba ganada buena parte de la oficialidad criolla y española de los cuerpos
regulares y de las milicias, de Capitán hacia abajo.
No
estaba comprometida la jerarquía eclesiástica que regía el Arzobispado (el cual
se hallaba vacante desde la muerte del Arzobispo Francisco de Ibarra, y cuyo
sucesor, Narciso Coll y Prat, aún no había llegado a Caracas). Pero no pocos
sacerdotes eran partidarios del movimiento, como el canónigo de la Catedral , José Cortés de
Madariaga y el presbítero Francisco José Ribas, hermano de uno de los más
destacados promotores de la revolución desde la calle, José Félix Ribas.
Aquel
Cabildo Extraordinario que Emparan no había convocado y que había sido
suspendido por éste, aludiendo que era hora de asistir a los oficios del Jueves
Santo en Catedral, habría de continuarse abruptamente, al ser obligado Emparan
a regresar a la Casa
Consistorial , empujado enérgicamente por el joven Francisco
Salias.
Entretanto,
se había congregado más y más gente en la Plaza Mayor , a las
puertas del Cabildo. Entre ella: Juan Germán Roscio, Francisco Javier Yanes,
Tomás Montilla, José Félix Blanco y los agitadores populares Juan Trimiño y J.
J. Mujica, a quien apodaban “El Pueblo”.
Reunido
de nuevo el Cabildo, se reanudó el debate, que duró varias horas. Finalmente,
el canónigo Cortés de Madariaga plantea con toda crudeza la cuestión
fundamental. Escribe Caracciolo Parra Pérez (1959) que: ...El impetuoso chileno
ataca violentamente los procedimientos de Emparan, atribuyéndole dolosas
intenciones. Increpa la debilidad de los cabildantes. Arregla a su manera las
noticias provenientes de España, y concluye pidiendo la deposición pura y
simple del Capitán General.
Con
la esperanza de restablecer la situación y recuperar el poder que sentía
perdido, Emparan se asoma al balcón y, dirigiéndose al pueblo, le pregunta si
está contento con él y si quiere que siga en el mando. Hay un momento de
indecisión, el cual es roto cuando un enérgico gesto negativo del canónigo, a
quien secundan también detrás de Emparan, los regidores Anzola y Palacios, hace
que estalle un ¡NO! Rotundo. Entonces, el mandatario español exclama: “Pues yo
tampoco quiero mando”.
Así
pues, son ya las cuatro de la tarde. El sol declina, y una brisilla, aunque
cálida como la de los Médanos, va atenuando, sin embargo, el calor sofocante
del aquel Jueves Santo. Los cabildantes han terminado su tarea de Hércules. Han
estrangulado la boa del coloniaje. Se han echado a cuestas la República. Han
realizado el acto más trascendental de su existencia: ascender de súbditos a
ciudadanos. Han cumplido su deber como mortales.
El
movimiento revolucionario había triunfado. El mismo día fue redactada el Acta
en la cual estaba consignado el establecimiento de un nuevo gobierno. La
revolución se llevó a cabo sin derramamiento de sangre. Los funcionarios
depuestos fueron conducidos luego a La Guaira y encerrados en las fortalezas o
confinados a bordo de buques anclados en el puerto, hasta que se les expulsó.
Uno de estos funcionarios coloniales, el Intendente Basadre, citado por
Guillermo Morón (1971), escribió más tarde en un informe que, en los días siguientes, mientras él estaba
preso: ...los revolucionarios compusieron e imprimieron canciones alegóricas de
su Independencia, en las cuales convidaban a toda Hispanoamérica a hacer causa
común y a tomar a los caraqueños por modelo para dirigir revoluciones,
entonando una extraña canción que dice: Unida
por lazos/ que el cielo forjó/ la
América toda/ existe en Nación/ y si el Despotismo/ levanta
la voz/ seguid el ejemplo/ que Caracas dio.
Hasta
aquí la Historia
por todos conocida, y que yo me he atrevido a invocar en estas cortas notas,
regidas por el afecto, aproximándome a la historiografía, a pesar de ser lego en la materia. He de
confesar humildemente que estoy lejos de la Academia y de los infolios esclerosados. Muy
distante del método, de la rigurosidad y de la férrea disciplina de
historiadores y cronistas. Me he atrevido
a asumir el riesgo de reelaborar, con pasión y subjetividad manifiesta, los
hechos que cronistas, investigadores e intelectuales han tejido con acierto,
con claridad y precisión, hilvanando los hilos inconmensurables de la historia
regional y nacional.
Por
eso significó un reto inquietante escribir todo esto, aproximándome a la
sabiduría popular de nuestras gentes, a la cálida solidaridad de los amigos, a
la poesía, al abrazo afectuoso y envolvente, a la magia de la palabra, que nos
salva o nos condena, irremediablemente.
Por
eso me encomiendo al Hijo del Carpintero, recordando aquel Jueves Santo,
víspera de su elevación al Infinito: disuélvase la seriedad de la Academia en amable
acogedor regazo. Suavice el duro rostro riguroso la altiva doctoral indagación.
Democratice el grave gesto pretencioso el togado iracundo, sabihondo. Y
permítame jugar el “gárgaro malojo” de una actualidad indisoluble, para
intentar establecer las inevitables conexiones entre aquel pasado ya distante,
aquel violento tambor de la sabana que aún redobla en nuestros corazones, con
su lección de constancia, de esfuerzos, sacrificios, abnegación y gloria...Y
nuestro presente, hoy, en los prolegómenos del Tercer Milenio, cuando los
venezolanos de ahora, igual que los de entonces, comprometidos en la
construcción de un mundo mejor para todos los hombres, irrenunciablemente
insertados en nuestra Historia, estamos en búsqueda de la reconstrucción de la Patria , de la refundación
de la democracia y de la conformación de una sociedad más justa, digna,
solidaria y auténticamente revolucionaria, convencidos de que la tarea y el
compromiso son inmensos y trascendentes y de que nuestra lucha por lograr ser
protagonistas de nuestro propio destino es el imperativo y la obligación
existencial.
Hoy,
en los albores de la
Nueva República , como ayer, en el amanecer republicano e
independentista, las fuerzas del cambio, los patriotas, no esperamos
resignadamente que un milagro convirtiera nuestra inferioridad en superioridad.
Los cambios no se han operado espontáneamente, sino han sido el fruto de un
gigantesco esfuerzo moral y material. Aguardar pasivamente hubiera sido
condenar la insurgencia a la muerte.
Bien lo dijo, en su momento, el Hombre de las Dificultades: ¿Es que
trescientos años de calma no bastan?
En
aquellos días aurorales, como hoy, en el inicio del nuevo amanecer
revolucionario, era de necesidad insoslayable la presencia del líder
transformacional, defensor de los nuevos paradigmas y de la última cosmovisión.
Era preciso un hombre como Bolívar, para meterle a los venezolanos el diablo en
el cuerpo, para encenderles la sangre y elevarles la autoestima: con las
fulguraciones de su estilo, pleno de sonoridades sorprendentes, con el imperio
de sus ojos y de su ademán, con la certidumbre del éxito final defendida con
fe, con amor y con pasión, con frases anhelantes de angustia, de fiebre, de
inexorable razonamiento o de iracundia rabiosa y despiadada.
Pero
no nos engañemos. Entonces, como ahora, en aquellos primeros años del siglo XIX
eran muchos los venezolanos que preferían la conservación del antiguo régimen
al riesgo e inseguridad de los tiempos nuevos y a los inciertos avatares de la
lucha por la emancipación. Como los describiera el Barón de Humboldt, citado
por Puiggros (1957): ...la lucha por la Independencia tiene
muchos enemigos. Algunos, por pertenecer a ese pequeño núcleo de familias que
en cada población, ya sea por una opulencia heredada o por antiguo arraigo,
integran una verdadera aristocracia municipal; otros, por no arriesgar en la
aventura sus títulos y sus oropeles, adquiridos con trabajo y sacrificio, y que
integran su dicha doméstica; éstos, porque prefieren la reducida lista de sus
derechos exclusivos a la más amplia que tendrían que compartir con todos sus
vecinos; aquellos, porque temen que el desajuste social, que es compañero de
todo trance revolucionario, amengüe el prestigio o la influencia de un clero
que les bendice hasta sus privilegios más injustos; los de aquí, porque
presumen que cualquier nuevo orden ha de perseguir la abolición de los
monopolios comerciales, a cuyo amparo han engordado sus espléndidas fortunas;
los de allá, los que viven en la soledad apacible de sus haciendas, porque ya
gozan de las ventajas de esa libertad que, aún bajo los gobiernos más vejatorios,
garantizan la lejanía, el aislamiento, las enormes distancias infranqueables.
Por
eso era Bolívar necesario. Aquel visionario, aquel ungido y anticipado traía de
sus libros y de sus viajes las razones claras que aconsejaban la Independencia , las
respuestas decisivas para todas las preguntas inquietantes. Traía de sus
orígenes la dignidad que impone y hace al Jefe. Traía de sus tristezas y
soledades prematuras ese distanciamiento de la inmediata circunstancia – la
familia, la mujer, el hogar -, que conviene a un verdadero removedor de
sociedades. Traía de no se cuál resentimiento atávico la carga emocional de
rechazo hacia el sistema colonial, necesaria para sostener la voluntad a lo largo de tan tremendas experiencias,
como había de depararle su dramático destino. Y traía en su sangre caudalosa,
con pintas coloridas, todo el fuego necesario para hacer arder a medio
Continente. Y para luchar por su tierra y por su gloria, y también por el
pobrecito guerrillero que no tenía más familia que la Patria , y por el indio y
por el negro, por “los colores”, como entonces se decía, y por una imponente
unidad de la América
toda, que es nuestra deuda infinita con El Libertador.
¿Qué
principios morales, cuáles concepciones filosóficas y políticas vertebran el
espíritu de este incomparable agitador, cuando se entrega a la tarea de
independizar al Continente?
No
basta con decir que ellas son las de los liberales de su tiempo, generalmente
nebulosas y despegadas de la realidad. Es precisamente una nota de realismo, de
severo y lúcido análisis del medio físico, social y económico sobre el cual
debía operar, lo que carga de significación y de originalidad el pensamiento
bolivariano.
Ahí
está una de las claves de sus éxitos. Ahí, quizás, una de sus mayores
limitaciones. Pero ahí debe encontrarse, además, el origen de la mayor parte de
las injustas críticas que le han sido dirigidas por quienes se han mostrado
incapaces para distinguir entre los ideales políticos del Libertador y las
fórmulas institucionales cuya adopción promoviera, convencido de que la América de su tiempo no
podría resistir el pleno voltaje de un liberalismo sin atenuaciones.
Bolívar
es, pues, inicio y culminación de un proceso. Es el símbolo individual de la Nación y de la nacionalidad
venezolana y, por extensión, de la emancipación hispanoamericana. Es así como
trasciende históricamente, a lo largo del tiempo. Bolívar es un hombre de la Ilustración , lo mismo
que su maestro, Simón Rodríguez; con un pensamiento político propio y original,
que se nutría de su reflexión sobre las singularidades históricas de la América mestiza.
Esa
originalidad y pensamiento político propio, en su condición de Jefe y conductor
de pueblos, es el elemento más significativo y definitorio de la estructura de
la personalidad del Libertador, a lo largo de su muy breve existencia física.
De él opinaba Miguel Acosta Saignes (1964): ...entre todos los hombres del
mismo origen social con quienes compartió la jefatura de la guerra de
emancipación nacional, Bolívar se distinguía, y los superaba en lucidez
política, desarrollo intelectual, visión de los problemas internacionales y
capacidad para maniobrar en medio de las más adversas condiciones.
Es
Bolívar un fundador y un caudillo (quizás el único que en América compartió con
Artigas esa doble condición), y no un doctor de la ciencia o un catedrático
absorto en el juego insulso de las doctrinas. Sucio de humanidad, de pasión, de
amores y de odios, envuelto en vértigos y en angustias, desesperado por la
vida, agotado de piedad por todos los desdichados de la América , pero demasiado
atento a sus propias voces interiores como para detenerse a descifrar sus
balbuceos. Y, por todo esto, hombre; y no superhombre, a la manera de
Nietzsche, sino más hombre, en el sentido de Unamuno y de Martí.
Y
es esa formidable dosis de humanidad, de amor, de angustia que en él se
encierra; esa tremenda capacidad para imaginar más de lo realizable, que le
hiere con la dolorosa punzada del sentimiento de frustración, aún cumplida ya
una labor inmensa, todo lo que le ahoga en sus últimas horas amargas, no de
héroe, no de santo, no de apóstol, sino de hombre; de hombre irritado por la
injusticia y la calumnia, anonadado por el fracaso de sus ilusiones, huérfano
de amor después de agotados tantos amores; solitario, moribundo en Santa Marta:
él, que desafió a la muerte en cien encrucijadas, rodeado del estrépito
multitudinario de ejércitos victoriosos o de pueblos que lo aclamaban.
Y
así, hombre, con su carga de virtudes y de pasiones, de proféticos aciertos y
de trágicos errores, ambicioso, autoritario, dándose a todos y a sus quimeras,
velando sobre sus capitanes, como sobre sus hijos, conductor, visionario,
vencedor y vencido, acuñador de un nuevo estilo restallante, fundador de
utopías. Así América lo reconoce como al más representativo de sus individuos,
aunque sus sistemas y construcciones hayan periclitado ante la fuerza
primordial de las multitudes, que buscan todavía un canon para aquietarse en la
paz de una convivencia con justicia y libertad.
Es
así como, a partir de aquellos años aurorales de comienzos del siglo XIX, el
ideario bolivariano (realidad y mito, sentimiento de lo nacional-patriótico,
sentido social igualitario, fraternidad y solidaridad con los oprimidos en
cualquier lugar del mundo, conducta libertaria y no sumisa frente a los
poderosos y el ejército del pueblo en armas), configura la conciencia colectiva
de la comunidad nacional venezolana; se introyecta en la mentalidad de “los de
abajo” y se prolonga como mito y realidad para la acción de las generaciones de
la Venezuela
finisecular.
Hoy,
a doscientos dos años de aquel 19 de Abril de 1810, me gustaría concluir esta
nota en homenaje a aquellos héroes fundadores, con un hermoso texto del
escritor venezolano Miguel Otero Silva (del libro “Agua y Cauce”, de 1937):
Sólo
una sombra escuálida como un árbol sin ramas.
Sólo
una frente pálida y unos ojos de abismo.
Sólo
una sombra ágil, nerviosa y diminuta
que
se tornaba inmensa como todas las sombras.
Era
una sombra inmensa y era un pueblo a su espalda.
Un
pueblo de pausados campesinos y de andinos,
de
llaneros festivos, audaces y valientes,
de
mulatos cordiales y de negros risueños,
de
bronceados y ariscos pescadores mestizos
de
soldados corianos, sufridores y recios:
pueblo
dicharachero,
ingenioso,
indolente y palúdico.
Era
una sombra inmensa y era un pueblo a su espalda.
Hoy
la sombra está muerta. De su savia
se
han nutrido mil bosques de hombres.
En
su honor clarines tempestuosos,
tambores
desbocados y pífanos marciales,
han
florecido, bajo muchos cielos.
Bronces
y mármoles no han logrado plasmar su inquietud
la
vital sombra muerta
porque
la tempestad no puede ser callada.
Hoy
la sombra está muerta frente a su pueblo vivo.
Frente
a un mismo pueblo sobre el mismo paisaje,
rumiando
el mismo pan y la misma amargura.
Pueblo
que aún persigue por las rutas con el sol
lo
que la arrolladora voluntad de la sombra buscaba.
Hoy
la sombra está muerta, más su pueblo está vivo.
Pueblo
vivo y en marcha con la mirada fija
en
la bandera libre que tremoló la sombra.
Arar
nunca es en vano. Ni en el mar.
Referencias
bibliográficas
<
Acosta S., M. (1964). Vida
de esclavos negros
en Venezuela. Caracas: Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central
de Venezuela. Ediciones de la
Biblioteca de la Universidad Central
de Venezuela.
<
Irazabal, C. (1980). Hacia la democracia. México: Siglo XXI Editores.
<
Morón. G. (1971). Historia de
Venezuela. Caracas: Ediciones de
la Academia Nacional
de la Historia
<
Otero S., M. (1937). Agua y Cauce. Caracas: Editorial Elite.
<
Parra P., C. (1959). Mariño y las Guerras Civiles. Madrid: Morata.
<
Puiggros, R. (1957). De la
Colonia a la Revolución. Buenos Aires: Kapelusz.
<
Rostovski, S.N. (1985). Nueva Historia de América Latina. México: Grijalbo.
![]() |
J.R. Silva Sánchez |
Julio Rafael Silva Sánchez nació en Tinaquillo,
estado Cojedes (1947) y desde su juventud se ha dedicado a escribir ensayos con
los cuales ha obtenido reconocimientos como el Premio Nacional de Ensayos
Literarios "Enriqueta Arvelo Larriva" de la Unellez (1987) por su
libro “Julio Cortázar, instrucciones para un perseguidor”; Mención Honorífica
del Premio Nacional de Ensayos Ipasme (1989) por su obra “Desarrollo de
actitudes, conductas y valores en adolescentes a través de la manipulación que
la televisión hace de la imagen arquetípica del héroe”; Premio Nacional de
Ensayos del Conac (2004) por su investigación “Eduardo Mariño: el brillo y las
sombras de una escritura heteróclita”; Premio Nacional de Crónicas 2008 en la
Primera Bienal Nacional de Literatura José Vicente Abreu (Cenal-Red de
Escritores), con su indagación “José Vicente Abreu en cuatro tiempos”; Premio
de Ensayos en la II Bienal Nacional Literaria “Víctor Manuel Gutiérrez” Unellez
(2010), por su investigación “Julio César Sánchez Olivo y el poder seductor de
la metáfora”; Mención Honorífica en el Concurso Nacional de Ensayos “Centenario
de Miguel Hernández”, convocado por la Embajada de España en Venezuela y la
Universidad Nacional Experimental de Yaracuy (2011), con su ensayo “La palabra
como exigencia iluminada de lo real (acercamiento a la obra poética de Miguel
Hernández)”. Como narrador obtuvo Mención de Honor en el Concurso Nacional de
Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura, de la Unellez
(2004), con su relato “Schumann entre Dachau y San Fernando”. Su más reciente
obra publicada es: “Héroes y villanos, llaneros y llanura en la obra narrativa
de José León Tapia”, Unellez (2008).