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Imagen: Terry Eagleton |
Especial para Gramscimanía |
“¿Ha habido alguna vez un pensador más caricaturizado?”. Con
esta pregunta finaliza el profesor de teoría cultural de la Universidad de
Manchester su Por qué Marx tenía razón. La repuesta al interrogante penas
ofrece discusión: no, probablemente no. Las razones de esa interesada
caricatura son también conocidas. Eagleton nos habla de ellas.
Esta última crisis, señala, ha implicado como mínimo que la
palabra “capitalismo”, camuflada por lo general bajo algún pseudónimo evasivo
–era moderna, Occidente, sociedad industrial- haya vuelto a ser moneda
corriente “y cuanto la gente empieza a hablar del capitalismo, podemos estar
seguros de que el sistema capitalista pasa serios apuros”.
No es esta la única nota perspicaz, brillantemente
formulada, es marca garantizada de la casa TE, de Por qué Marx tenía razón . Un
prefacio, diez capítulos, la conclusión y las notas componen el que
probablemente sea el último -o uno de los últimos- libro del gran e incansable
Terry Eagleton. Las razones del ensayo: “Este libro se originó a partir de una
única y llamativa posibilidad: ¿y si todas las objeciones que se plantean más
habitualmente a la obra de Marx estuvieran equivocadas? ¿O, cuanto menos, aun
no siendo desatinadas del todo, sí lo fueran en su mayor parte” (p. 11).

No se trata aquí de dar cuenta de las argumentaciones
críticas de Eagleton ante estas objeciones pero sí apuntar, a título de
ejemplo, con algunos de sus comentarios. Sobre la no-espiritualidad del
marxismo, apunta: “Lo espiritual tiene ciertamente que ver con lo ultramundano.
Pero no con lo ultramundano tal como lo conciben los clérigos. Se trata, más
bien, de ese otro mundo que los socialistas aspiran a construir e el futuro en
lugar de este otro que claramente ha pasado ya su fecha de caducidad. Es
evidente que quien no sea ultramundano en este sentido no se ha parado aún a observar
detenidamente el mundo que lo rodea” (p. 155). Sobre la fijación marxiana en
las clases sociales, señala Eagleton: “[…] solo aquellos y aquellas para quines
la clase se reduce a una cuestión de propietarios de fábricas ataviados con
levita y de obreros enfundados en sus monos de trabajo podrían adherirse a una
idea tan simplista. Convencidos y convencidas de que la clase está tan muerta
como la guerra fría, recurren en vez de ella a la cultura, la identidad, la
etnia y la sexualidad. En el mundo actual, sin embargo, estos factores están
tan interconectados con la clase social como siempre lo han estado” (p. 172).
En las conclusiones de su estudio (pp. 225-226), algunas de
ellas discutibles o necesitadas de algún matiz, como no podía ser de otro modo,
Eagleton recuerda tesis marxianas que vale la pena recordar. Estas por ejemplo:
Marx tenía una fe apasionada en el individuo y grandes recelos ante los dogmas
abstractos; no le interesaba el concepto de sociedad perfecta; aspiraba a
fomentar la diversidad, no la uniformidad; entre sus enseñanzas no figuraba que
hombres y mujeres fuésemos juguetes impotentes en manos de una Historia en
mayúsculas; concebía el socialismo como una profundización de la democracia y
no como un enemigo de ésta; su modelo de vida buena estaba basado en la idea de
la autoexpresión artística; no convirtió la producción material en un fetiche;
su ideal era el tiempo libre, no el trabajo; si prestó una atención tan
constante a lo económico fue precisamente con el propósito de disminuir el
poder de ese ámbito sobre el conjunto de la humanidad; sus opiniones sobre la
naturaleza y sobre el medio ambiente estaban, en su mayor parte, asombrosamente
avanzadas a su tiempo. Por lo demás, sostiene Eagleton y no se le va mucho la
mano ni la pasión le ciega, no ha existido nunca “más acérrimo adalid de la
emancipación de las mujeres, la paz mundial, la lucha contra el fascismo o la
libertad anticolonial que el movimiento político alumbrado por su obra”. No se
trata de que no tengamos que revisar lo que sea revisable, que es todo, pero no
es poco ni está mal lo apuntado, nada mal.
Eagleton, que en absoluto cultiva los jardines de la idiotez
o de la insensatez, no pretende insinuar ni defender que Marx no diera jamás un
paso en falso. No soy, apunta, “de ese género de izquierdistas que, por un
lado, proclama devotamente que todo es susceptible de crítica y, al mismo
tiempo, cuando se les pide que propongan aunque solo sean tres puntos
importantes que se puedan reprochar a las tesis de Marx, reaccionan con
malhumorado humor” (p. 11) (¿Por qué “izquierdista”?).
Como el mismo Eagleton admite, no se ha propuesto exponer la
perfección, veracidad y corrección für ewig de todas las ideas de Marx sino
solo –no es poco- su plausibilidad. Lo ha conseguido en mi opinión y eso, si se
me permite la anotación marginal, a pesar de no se probablemente un lector
devoto de Marx (puede verse la bibliografía consultada) ni un practicante
devoto de la filología marxiana, y de apuntar en nota reflexiones, con alguna
ironía incluida, de alta tensión político-epistémica. Esta por ejemplo: “En sus
Glosas marginales a Wagner, Marx utiliza un torno sorprendentemente freudiano
al afirmar que los seres humanos distinguen primero los objetos en el mundo en
términos de dolor y placer, y luego aprenden a distinguir cuáles de ellos
satisfacen necesidades y cuáles no. Para él (y coincidiendo con Nietzsche), el
conocimiento empieza como una forma de dominio sobre esos objetos. Tanto Marx
como Nietzsche, pues, lo asocian con el poder” (p. 232). Mucha coincidencia
entre Freud, Marx y Nietzsche se apunta en el fragmento.
PS: Eagleton nos
regala un buen argumento para abonar (sensatamente) la tradición: de la misma
que ningún freudiano se imagina que Freud jamás cometiera errores (la
generosidad de Eagleton con los freudianos es aquí evidente), de igual modo que
“ningún aficionado del cine de Alfred Hitchcock defiende todas las tomas y
todas las líneas de los guiones del maestro”, ningún marxista, sin dejar de
serlo (es decir, reconociéndose en la tradición), tiene por qué defender que el
revolucionario de Tréveris no se durmiera nunca en ninguna página de El Capital
ni en textos afines y no afines. Ni la ciencia, ni la filosofía, ni la
revolución social ni las prácticas transformadora se alimentan con ese
condimento. Eagleton recuerda las palabras que Ludwig von Mises dedicara al
marxismo: “[se trata] del movimiento de reforma más poderoso que la historia
jamás haya conocido, la primera tendencia ideológica no limitada a un sector de
la humanidad, sino apoyada por personas de todas las razas, naciones,
religiones y civilizaciones”. Si arrojamos algunos pelillos a la mar con
“reforma” y “tendencia ideológica”, ¿no vamos a conceder que en ocasiones el
pensamiento reaccionario está informado, es potente, ve lo que hay que ver y da
en la diana?