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Foto: Gaston Bachelard |
Pero, para probar adecuadamente que lo que hay de más
inmediato en la experiencia básica, es siempre nosotros mismos, nuestras sordas
pasiones, nuestros inconscientes deseos, estudiaremos algo más ampliamente
ciertas fantasías relativas a la materia. Trataremos de poner de manifiesto sus
bases afectivas y su dinamismo totalmente subjetivo. Para tal demostración
estudiaremos lo que llamaremos el carácter psicológicamente concreto de la
Alquimia. Más que cualquier otra, la experiencia alquímica es doble: es objetiva;
es subjetiva. Es sobre 1as verificaciones subjetivas, inmediatas y directas,
que llamaremos aquí la atención. Daremos así un ejemplo, algo desarrollado, de
los problemas que debiera plantearse un psicoanálisis del conocimiento
objetivo. En otros capítulos de esta obra, tendremos, por lo demás, ocasión de
volver sobre la cuestión para deslindar la influencia de las pasiones
particulares sobre el desarrollo de la Alquimia.
La condena de la Alquimia ha sido pronunciada por químicos y
por escritores. En el siglo XIX, todos los historiadores de la Quimica se han
complacido en reconocer el furor experimental de los alquimistas; han rendido
homenaje a algunos de sus descubrimientos positivos; han mostrado finalmente
que la Química moderna ha surgido lentamente de los laboratorios de los
alquimistas. Pero, de atenernos a los historiadores, parece que los hechos se
hubieran impuesto penosamente a pesar de las ideas, sin que se dé jamás una
causa y una apreciación de esa resistencia. Los químicos del siglo XIX,
animados por el espíritu positivo, han sido llevads a juzgar el valor objetivo,
sin tomar en cuenta la notable cohesión psicológica de la cultura alquimista.
Del lado de los literatos, de Rabelais a Montesquieu, el juicio ha sido aún más
superficial. Se representa al alquimista como a un espíritu trastornado al
servicio de un corazón codicioso. Finalmente, la historia erudita y la
narración pintoresca nos pintan una experiencia fatalmente desgraciada.
Imaginamos al alquimista ridículo como un vencido. Es el amante, jamás
satisfecho, de una Quimera.
Una interpretación tan negativa debiera, sin embargo, haber
despertado nuestros recelos. Por lo menos debiera habernos asombrado el hecho
que doctrinas tan vanas pudieran tener una historia tan larga, pudieran continuar
propagándose, en el transcurso mismo del progreso científico, hasta nuestros
días. En verdad, su persistencia en el siglo XVIII no escapó a la perspicacia
de Mornet. También Constantin Bila ha consagrado su tesis a seguir la acción de
esas doctrinas en la vida literaria del siglo XVIII; mas no ve en ellas sino
una medida de la credulidad de los adeptos y de la pillería de los maestros. No
obstante podría proseguirse ese examen a lo largo de todo el siglo XIX. Se
vería la atracción de la Alquimia sobre numerosos espíritus, en el origen de
obras psicológicamente profundas, como la de Villiers de l' Isle Adam. El
centro de resistencia debe, pues, estar más oculto de lo que se imagina el
racionalismo ingenuo. La Alquimia debe tener, en el inconsciente, raíces más
profundas.
Para explicar la persistencia de las doctrinas alquímicas,
ciertos historiadores de la Francmasonería, totalmente imbuídos de misterio,
han pintado la Alquimia como un sistema de iniciación política, tanto más
oculto, tanto más oscuro, cuanto más manifiesto era el sentido que parecía
tener en la obra química. Así G. Kolpaktchy, en un interesante articulo sobre
la Alquimia y la Francmasonería, escribe: "Había, pues, detrás de una
fachada puramente alquímica (o química) muy real, un sistema de iniciación no
menos real... ese sistema de iniciación se encuentra en los fundamentos de todo
esoterismo europeo, a partir del siglo XI y, por tanto, en los fundamentos de
la iniciación de la RosaCruz y en los fundamentos de la Francmasonería".
Pero esta interpretación, aunque Kolpaktchy reconozca que la
Alquimia no es simplemente "una inmensa mixtificación destinada a engañar
a las autoridades eclesiásticas", es aún demasiado intelectualista. Ella
no nos puede dar una justa medida de la resistencia psicológica del obstáculo
alquímico frente a los ataques del pensamiento científico objetivo.
Después de todos estos intentos de explicación que no tienen
en cuenta la oposición radical entre Química y Alquimia, hay, pues, que arribar
al examen de las condiciones psicológicas más íntimas, para explicar un
simbolismo tan poderoso, tan completo, tan duradero. Tal simbolismo no podia
trasmitirse como simples formas alegóricas si no recubría una realidad
psicológica incontestable. Precisamente el psicoanalista Jones ha puesto de
manifiesto de una manera general que el simbolismo no se enseña como una mera
verdad objetiva. Para enseñarse, el simbolismo debe vincularse a fuerzas
simbolizantes que preexisten en el inconsciente. Puede decirse con Jones que
"cada uno recrea... el simbolismo con los materiales de que dispone y que
la estereotipía tiende a la uniformidad del espíritu humano en cuanto a las
tendencias particulares que forman la fuente del simbolismo, vale decir a la
uniformidad de los intereses fundamentales y permanentes de la humanidad"
(1). Es en contra de esta estereotipía de origen afectivo y no perceptivo que
debe actuar el espíritu científico.
Examinada a la luz de la convicción personal, la cultura del
alquimista se revela entonces como un pensamiento claramente acabado que
recibe, a lo largo de todo el ciclo experimental, confirmaciones psicológicas
que revelan bien la intimidad y la solidez de sus símbolos. En verdad, el amor
por una Quimera es el más fiel de los amores. Para juzgar bien el completo
carácter de la convicción del alquimista no debemos perder de vista que la
doctrina filosófica que afirma la ciencia como esencialmente inacabada es de
inspiración moderna. Y es también moderno, ese tipo de pensamiento en
expectativa, de pensamiento que se desarrolla partiendo de hipótesis
consideradas mucho tiempo como presuntas y que se mantienen siempre revocables.
Por el contrario, en las edades precientíficas, una hipótesis se apoya sobre
una profunda convicción: ella ilustra un estado del alma. Por ello, con su
escala de símbolos, la alquimia es un memento para un orden de meditaciones
íntimas. No son las cosas y las sustancias las que somete aprueba, lo son los
símbolos psicológicos correspondientes a las cosas o aun mejor los diferentes
grados de la simbolización íntima cuya jerarquía quiere probarse. En efecto,
parece que el alquimista "simboliza" con todo su ser, con toda su
alma, al experimentar con el mundo de los objetos. Por ejemplo, después de
recordar que las cenizas conservan siempre la marca de su origen sustancial,
Becker expresa este singular deseo (que por otra parte es aún registrado por la
Encyclopédie en el artículo: Cendre) : "Quiera Dios... que yo tenga amigos
que me rindan este último favor; que un día conviertan mis huesos secos y
degastados por tantas fatigas, en una sustancia diáfana, que la continuada
sucesión de los siglos no pueda alterar, y que conserve su color genérico, no
el verdor de los vegetales, mas sí el color del tembloroso narciso; lo que
puede hacerse en pocas horas". El historiador de la Química positiva puede
ver especialmente en esto una experiencia de Química, más o menos clara, sobre
el fosfato de calcio o, como lo llamaba un autor del siglo XVIII, sobre el
"vidrio animal". Nosotros creemos que el deseo de Becker tiene otra
tónica. Ya no son los bienes terrestres los que persiguen esos soñadores, es el
bien del alma. Sin esta inversión del interés, se juzga mal el sentido y la
profundidad de la mentalidad alquimista.
Por otra parte, cuando la esperada acción material fallaba,
ese accidente operatorio no destruiría el valor psicológico de la tensión
representada por esa esperanza. No se titubearía en despreciar esta experiencia
material desafortunada: las fuerzas de la esperanza quedaban intactas, pues la
viva conciencia de la esperanza es de por sí un éxito. Claro que no ocurre lo
mismo en el espíritu científico: para éste un fracaso material es de inmediato
un fracaso intelectual, puesto que aun el más modesto empirismo científico se
presenta como implicado en una contextura de hipótesis racionales. La
experiencia de Física de la ciencia moderna es un caso particular de un
pensamiento general, el momento particular de un método general. Esa
experiencia se ha librado de la necesidad del éxito personal, en la medida
precisamente en que ella ha sido verificada en el mundo de la ciencia. Toda la
ciencia, en su integridad, no tiene necesidad de ser puesta a prueba por el
científico. Pero ¿qué ocurre cuando la experiencia desmiente a la teoría? Puede
entonces obstinarse a rehacer la experiencia negativa, puede creerse que no es
más que una experiencia fallida. Tal fué el caso de Michelson, quien retomó tan
a menudo la experiencia que, según él, debía mostrar la inmovilidad del éter.
Pero finalmente cuando el fracaso de Michelson se tomó innegable, la ciencia
debió modificar sus principios fundamentales. Así nació la ciencia relativista.
Que una experiencia de Alquimia no tenga éxito, se concluye
simplemente que no se ha puesto en la experiencia la materia adecuada, los gérmenes
requeridos, o también que aún no han llegado los tiempos de la producción.
Podría casi decirse que la experiencia alquímica se desarrolla en una duración
bergsoniana en una duración biológica y psicológica. Un huevo que no ha sido
fecundado no hace eclosión; un huevo que ha sido mal empollado o empollado sin
continuidad se corrompe; una tintura alterada pierde su mordiente y su fuerza
generadora. Hay para cada ser, para que crezca, para que produzca, su tiempo
adecuado, su duración concreta, su duración individual. Por otra parte,
mientras se pueda acusar al tiempo que languidece, al vago ambiente que impide
madurar, al suave empuje íntimo que retarda, se tiene todo lo necesario para
explicar, desde dentro, los accidentes de la experiencia.
Pero hay una manera aún más íntima para interpretar el
fracaso de una experiencia alquímica. Es la de poner en duda la pureza moral
del experimentador. Fallar en producir el fenómeno esperado apoyándose sobre
los símbolos adecuados, no es un simple fracaso, es un déficit psicológico, es
una falta moral. Es el signo de una meditación poco profunda, de una vergonzosa
flojedad psicológica, de una plegaria menos atenta y menos ferviente. Como lo
dijo muy bien Hitchcock en obras demasiado ignoradas, en los trabajos de los
alquimistas, se trata mucho menos de manipulaciones que de complicaciones.
¡Cómo purificaría el alquimista la materia sin purificar en
primer lugar su propia alma! ¿Cómo entraría el obrero íntegramente, como lo
exigen las prescripciones de los maestros, en el ciclo de la obra si se
presenta con un cuerpo impuro, con un alma impura, con un corazón ambicioso? No
es raro encontrar, bajo la pluma de un alquimista, una diatriba en contra del
oro. Escribe el Filaleto:"Desprecio y detesto con razón esa idolatría del
oro y de la plata" (2). Y (pág. 115) : "Yo mismo tengo
aversión por el oro, la plata y las piedras preciosas, no como criaturas de
Dios que como tales las respeto, sino porque ellas sirven de idolatría a los
israelitas así como al resto del mundo". A menudo el alquimista para
lograr éxito en sus experiencias tendrá que practicar largas austeridades. Un
Faust, hereje y perverso, necesita del auxilio del demonio para saciar sus
pasiones. En cambio un corazón honesto, un alma blanca, animado por fuerzas sanas,
reconciliando su naturaleza particular y la naturaleza universal, encontrará
naturalmente la verdad. La encontrará en la naturaleza porque la siente en sí
mismo. La verdad del corazón es la verdad del Mundo. Jamás las cualidades de
abnegación, de probidad, de paciencia, de método escrupuloso, de trabajo
obstinado han sido tan íntimamente incorporadas al oficio como en la era
alquímica. En nuestros días parece que el hombre de laboratorio pueda más
fácilmente desligarse de su función. Ya no mezcla su vida sentimental con su
vida científica. Su laboratorio ya no está en su casa, en su granero, en su
sótano. Por la tarde lo abandona como se abandona una oficina y vuelve a la
mesa familiar donde lo esperan otros cuidados, otras satisfacciones.
En nuestra opinión, revisando todos los consejos que abundan
en la práctica alquímica, interpretándolos, como parece siempre posible
hacerlo, en su ambivalencia objetiva y subjetiva, se llegaría a constituir una
pedagogía más cabalmente humana, en ciertos aspectos, que la pedagogía
puramente intelectualista de la ciencia positiva. En efecto, la Alquimia, en su
conjunto, no es tanto una iniciación intelectual como una iniciación moral. Por
eso, antes de juzgarla desde el punto de vista objetivo, sobre los resultados experimentales,
hay que juzgarla desde el punto de vista subjetivo, sobre los resultados
morales. Este aspecto no ha escapado a Hélène Metzger quien escribe respecto de
Van Helmont (3) : "Esta interpretación del pensamiento de Van Helmont no
resultará extraña sí se recuerda que nuestro filósofo no consideraba el trabajo
de laboratorio, así como las plegarias y los ayunos, ¡sino como una preparación
a la iluminación de nuestro espíritu!" De ahí que por encima de la
interpretación materialista de la Alquimia, debe encontrar cabida un
psicoanálisis anagógico del Alquimista.
Esta iluminación espiritual y esta iniciación moral no
constituyen una simple propedéutica que ha de ayudar a los progresos positivos
futuros. Es en el trabajo mismo, en las lentas y suaves maniobras de las
materias, en las disoluciones y cristalizaciones alternadas como el ritmo de
los días y de las noches, donde se encuentran los mejores temas para la
contemplación moral, los símbolos más claros de una escala de íntima
perfección. La naturaleza puede ser admirada en extension, en el cielo y en la
tierra, La naturaleza puede ser admirada en comprensión, en su profundidad, en
el juego de sus mutaciones sustanciales. Pero esta admiración en profundidad,
¡cuán evidentemente es solidaria de una meditada intimidad! Todos los símbolos
de la experiencia objetiva se traducen inmediatamente en símbolos de la cultura
subjetiva. ¡Infinita simplicidad de una intuición pura! El sol juega y ríe
sobre la superficie de un vaso de estaño. El jovial estaño, coordinado a
Júpiter, es contradictorio como un dios: absorbe y refleja la luz, su
superficie es opaca y pulida, clara y sombría. El estaño es una materia mate
que de pronto lanza un hermoso fulgor. Para ello no hace falta más que un rayo
bien dirigido, una simpatía de la luz, entonces se revela. Y para un Jacob
Boehme, como lo dice tan bien Koyré en un libro al cual hay siempre que
recurrir para comprender el carácter intuitivo y subyugador del pensamiento
simbólico, eso no es sino "el verdadero símbolo de Dios, de la luz divina,
que para revelarse y manifestarse tiene necesidad de lo otro, de una
resistencia, de una oposición; que para decirlo de una vez, tiene necesidad del
mundo para reflejarse y expresarse en él, para oponerse y separarse de
él".
Si la contemplación de un simple objeto, de un vaso olvidado
a los rayos del poniente, nos proporciona tanta luz sobre Dios y sobre nuestra
alma, ¡cuán más detallada y más evocadora será la contemplación de los
fenómenos sucesivos en las experiencias precisas de la transmutación alquímica!
Así interpretada, la deducción de los símbolos no se desenvuelve más sobre un
plano lógico o experimental, sino más bien sobre el plano de la intimidad
completamente personal. Se trata menos de una comprobación externa que de una comprobación
interna. ¿Quién sabrá jamás qué es un renacimiento espiritual y qué valor de
purificación tiene todo renacimiento, si no ha disuelto una grosera sal en su
mercurio adecuado y si no la ha renovado en una cristalización paciente y
metódica, espiando ansiosamente la primera condensación cristalina? Entonces
hallar el objeto es verdaderamente hallar el sujeto: es encontrarse en el
momento de un renacimiento material. Se tenía la materia en el hueco de la
mano. Para que sea más pura y más hermosa, se la ha sumergido en el seno
pérfido de los ácidos; se ha arriesgado su tesoro. Un día el ácido apiadado ha
devuelto el cristal. El alma toda se regocija por la vuelta del hijo pródigo.
El psicoanalista Herbert Silberer, en mil observaciones de singular penetración,
ha mostrado así el valor moral de los diferentes símbolos alquímicos. Es
significativo que todas las experiencias alquímicas se dejan interpretar de dos
maneras: química y moralmente. Mas entonces surge la pregunta: ¿Dónde está el
oro? ¿En la materia o en el corazón? Y en seguida, ¿cómo titubear frente al
valor dominante de la cultura química? La interpretación de los escritores que
describen al alquimista en la búsqueda de la fortuna es un contrasentido
psicológico, La Alquimia es una cultura íntima. Es en la intimidad del sujeto,
en la experiencia psicológicamente concreta donde ella encuentra la primera
lección mágica. Comprender de pronto que la naturaleza obra mágicamente, es
aplicar al mundo la experiencia íntima. Hay que pasar por intermedio de la
magia espiritual, donde el ser íntimo prueba su propia ascensión, para
comprender la valorización activa de las sustancias primitivamente impuras y
contaminadas. Un alquimista, citado por Silberer, recuerda que él no hizo
progresos importantes en su arte hasta el día en que advirtió que la Naturaleza
obra mágicamente. Pero éste es un descubrimiento tardío; hay que merecerlo
moralmente para que, según el espíritu, deslumbre a la experiencia.
Esta magia no es taumaturgia. La letra no domina al
espíritu. Hay que adherir con el corazón, no con los labios. Y todas las burlas
fáciles sobre las palabras cabalísticas que murmura el experimentador,
desconocen precisamente la experiencia psicológica que acompaña a la
experiencia material. El experimentador se entrega por completo, él en primer
lugar. Silberer observa además "que lo que debe ser sembrado en la tierra
nueva, se llama habitualmente Amor". La Alquimia reina en una época en la
que el hombre ama a la Naturaleza más que utilizarla. Esta palabra Amor todo lo
arrastra. Es la contraseña entre la obra y el obrero. No se puede, sin dulzura
y sin amor, estudiar la psicología de los niños. Exactamente en el mismo
sentido no se puede, sin dulzura y sin amor, estudiar el nacimiento y el
comportamiento de las sustancias químicas. Arder por un tierno amor es apenas
una imagen, para quien sabe calentar un mercurio a fuego lento. Lentitud,
dulzura, esperanza, he ahí la fuerza secreta de la perfección moral y de la
transmutación material. Como dice Hitchcock (4) : "El gran efecto del Amor
es el de convertir toda cosa a su propia naturaleza, que es toda bondad, toda
dulzura, toda perfección. Es este poder divino el que cambia el agua en vino;
el dolor y la angustia en júbilo exultante y triunfante". Si se acepta esta
imagen de un amor más sagrado que profano, no debe asombrar que la Biblia haya
sido una obra de práctica constante en los laboratorios de los alquimistas. Sin
esfuerzo se pueden encontrar, en las palabras de los Profetas, millares de
ejemplos en los que el plomo, la tierra, el oro, la sal expresan las virtudes y
los vicios de los hombres. La Alquimia a menudo no hizo sino codificar esta
homología. En efecto, todos los grados de la transmutación mágica y material se
presentan para algunos como homólogos de los grados de la contemplación
mística: "En el Rosarium de Johannes Daustenius los siete grados son
objeto de la siguiente descripción:
...De este modo el cuerpo (1) es la causa de que el agua se conserve. El agua (2) es la causa de que el aceite se conserve y que no se inflame sobre el fuego. El aceite (3) es la causa de que la tintura se fije, y la tintura (4) es la causa para que aparezcan los colores, y el color (5) es la causa para que se muestre la blancura; y la blancura (6) es la causa que todo lo fugaz (7) se fije y deje de ser fugaz. Es absolutamente lo mismo cuando Bonaventura describe septem gradus contemplationis y David de Augsburg los siete escalones de la plegaria. Boehme conoce 7 Quellgeister. . . ". Estas escalas homólogas nos indican bastante claramente que una idea de valor está asociada con los productos sucesivos de las manipulaciones alquímicas. En lo sucesivo tendremos muchas ocasiones de mostrar que toda valorización en el orden del conocimiento objetivo debe dar lugar a un psicoanálisis. Será uno de los temas principales de este libro. Por el momento no tenemos sino que retener el carácter directo e inmediato de esta valorización. Ella está hecha de la adhesion apasionada a ideas básicas que en el mundo objetivo no encuentran sino pretextos.
...De este modo el cuerpo (1) es la causa de que el agua se conserve. El agua (2) es la causa de que el aceite se conserve y que no se inflame sobre el fuego. El aceite (3) es la causa de que la tintura se fije, y la tintura (4) es la causa para que aparezcan los colores, y el color (5) es la causa para que se muestre la blancura; y la blancura (6) es la causa que todo lo fugaz (7) se fije y deje de ser fugaz. Es absolutamente lo mismo cuando Bonaventura describe septem gradus contemplationis y David de Augsburg los siete escalones de la plegaria. Boehme conoce 7 Quellgeister. . . ". Estas escalas homólogas nos indican bastante claramente que una idea de valor está asociada con los productos sucesivos de las manipulaciones alquímicas. En lo sucesivo tendremos muchas ocasiones de mostrar que toda valorización en el orden del conocimiento objetivo debe dar lugar a un psicoanálisis. Será uno de los temas principales de este libro. Por el momento no tenemos sino que retener el carácter directo e inmediato de esta valorización. Ella está hecha de la adhesion apasionada a ideas básicas que en el mundo objetivo no encuentran sino pretextos.
En este largo parágrafo pretendimos totalizar los caracteres
psicológicos y los pretextos más o menos objetivos de la cultura alquímica.
Esta masa totalizada nos permite en efecto comprender bien lo que hay de
demasiado concreto, de demasiado intuitivo, de demasiado personal en una
mentalidad precientífica. Un educador tendrá pues que pensar siempre en
desligar el observador de su objeto, en defender al alumno en contra de la masa
de afectividad que se concentra sobre ciertos fenómenos demasiado rápidamente
simbolizados y, en cierto sentido, demasiado interesantes. Consejos semejantes
no son quizá tan inactuales como puede parecer a primera vista. Algunas veces,
enseñando química, tuve ocasión de seguir los arrastres de alquimia que todavía
trabajan a los jóvenes espíritus. Por ejemplo mientras, en una mañana de
invierno, preparaba amalgama de amonio, manteca de amonio como decía todavía mi
viejo maestro, mientras amasaba el mercurio que crecía, yo leía pasiones en los
ojos atentos. Ante ese interés por todo lo que crece y aumenta, por todo lo que
se amasa, recordaba estas antiguas palabras de Eyreneo Filaleto (5) : "Alegraos
si veis vuestra materia hincharse como la masa, porque el espíritu vital está
encerrado en ella y a su tiempo, con el permiso de Dios, devolverá la vida a
los cadáveres". Me pareció también que la clase se alegraba tanto más,
cuanto esa pequeña novela de la Naturaleza terminaba bien, al restituir al
mercurio, tan simpático a los alumnos, su aspecto natural, su misterio
primitivo.
Así, tanto en la clase de química moderna como en el taller
del alquimista, el alumno y el adepto no se presentan de primera intención como
espíritus puros. La materia misma no es para ellos una razón suficiente de
tranquila objetividad. Al espectáculo de los fenómenos más interesantes, más
chocantes, el hombre va naturalmente con todos sus deseos, con todas sus
pasiones, con toda su alma. No debe pues asombrar que el primer conocimiento
objetivo sea un primer error.
Bibliografía
(1) JONES: Traité théorique et pratique de Psychoanalyse,
trad. 1925, p. 218.
(2) Sin nombre de autor, Histoire de la philosophie
hermétique, avec le véritable Philalethe, Paris 1742, 3 tomos, t. III p. 113.
(3) HÉLÈNE METZGER: Les doctrines chimiques en France,
du début du XVII, a la fin du XVIII siecle, Paris 1923, p. 174
(4) HITCHCOCK: Remarks upon Alchemy and the Alchemists,
p. 133.
(5) Sin nombre de autor, Histoire de la philosophie
hermétique, avec le véritable Philalethe, loc. cit., t. II, n. 230.
Contribución
a un psicoanálisis del conocimiento objetivo, Capítulo II (Ed. Siglo XXI,
traducción de José Babini )