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Jacques Rancière @ Dennis Detoye |
La elección presidencial no es la encarnación del poder del
pueblo. Es justo lo contrario. Igual que las precedentes, esta elección presidencial,
brinda a [los ciudadanos digitales, los usuarios de la redes sociales, la
oportunidad de irrumpir en la contienda y…] retomar el leitmotiv de la
crisis o el malestar de la democracia.
Hoy, denuncian el imperio de los medios que “fabrican”
elecciones presidenciales como si lanzaran productos. Al denunciar lo que
consideran una perversión de la elección presidencial, confirman el postulado
de que esta elección constituye la encarnación suprema del poder del pueblo.
La historia y el sentido común enseñan sin embargo que no es
así. La elección presidencial directa no fue inventada para consagrar el poder
popular sino para contrarrestarlo. Es una institución monárquica, una
desviación del sufragio colectivo destinada a transformarlo en su opuesto, vale
decir, la sumisión a un hombre superior que sirve de guía a la comunidad […].
La idea era en realidad dar todo el poder a ese guía
poniendo el aparato del Estado enteramente al servicio de un partido […]. [Los
políticos profesionales] descubrieron, con las ventajas prácticas del sistema,
los encantos privados de la vida de corte […y los burócratas de los partidos] encontraron
así los medios de negociar sus votos con la mira en los repartos de
circunscripciones o de hacer un poco de propaganda para su tiendita.
Sin embargo, hoy como ayer, la elección presidencial es la
caricatura de la democracia. La reduce al modelo económico que rige nuestro
mundo, la ley de la presunta competencia al servicio de la “elección racional”
de los individuos. Se considera que el poder de inteligencia de cada uno y el
poder de decisión colectivo pueden ejercerse eligiendo a un individuo dotado de
virtudes exactamente antagónicas: representante de su partido e independiente
respecto de los otros, dispuesto a escuchar nuestros “problemas” y capaz de
imponernos las leyes de la ciencia gubernamental [--eficacia, le dicen].
Se considera que pueden hacer valer al mismo tiempo su
carisma personal y la racionalidad de un programa fabricado con pedacitos de
idoneidad aportados por los especialistas de cada campo, calculando cuánto se
va a gastar en salud o en justicia, en la empresa o la vivienda y repartiendo
de antemano los beneficios de un crecimiento futuro que depende a su vez de la
confianza que “los mercados” tengan a bien acordar a este patchwork de análisis y promesas
antes que a otro.
Algunos creen que aumentan nuestra participación colectiva
“interpelando” a los candidatos y pidiéndoles compromisos para la creación de
tal enseñanza, el apoyo a tal actividad artística o el desarrollo de tal tipo
de tratamiento. La “vigilancia democrática” que pretenden ejercer no hace más
que consagrar la renuncia colectiva en beneficio de una sabiduría suprema que
supuestamente velará tanto sobre los grandes problemas como sobre la
distribución de cada centavo entre cada grupo de presión.
El modelo económico de la libre elección y la libre
competencia que algunas voces complacientes oponen a los rigores del estatismo
es en realidad exactamente homólogo a las formas del dominio estatal sobre
nuestros pensamientos y nuestras decisiones. ¿Quién pretenderá determinar el
balance de los beneficios y los costos de las medidas propuestas por cada
candidato para la justicia y para los transportes, para la enseñanza y para la
salud? ¿Quién sabrá calcular la relación entre el equilibrio interno de los
programas, la autoridad acordada a quien deba llevarlos a cabo y la “confianza
de los mercados”? Si alguien quisiera hacerlo honestamente se vería llevado
naturalmente a la abstención.
La elección es, en realidad, entre la abstención y la
decisión de confiar votando por quienes se declaran más capaces que nosotros de
hacer ese cálculo.
El poder que ejercemos votando por uno u otro no es la
elección racional del más capaz, es simplemente la expresión del sentimiento
vago de que la boleta confiada al secreto de la urna expresa mejor nuestra
preferencia por la autoridad o por la justicia, por la jerarquía o por la
igualdad, por los pobres o por los ricos, por el poder de las capacidades
establecidas o por la afirmación de la capacidad política del que sea.
La paradoja es que ese sentimiento vago, que dice la verdad
sobre la presunta elección racional de las ofertas en competencia, está, en
definitiva, más cerca de la verdadera racionalidad política; la política,
efectivamente, es en primer lugar una cuestión de sentimientos “vagos” sobre
algunas cuestiones de principio: […] si los o las que hacen el mismo trabajo
deben recibir salarios diferentes según su sexo, si los o las que se presentan
para un empleo o una vivienda deben ser distinguidos [por su condición social…]
y en definitiva si los asuntos de la comunidad son asuntos de todos o de élites
compuestas por los profesionales del gobierno, por los poderes de dinero y por
los expertos de tales universidades y tales disciplinas.
Este sentimiento se formula, de manera codificada, a través
de las abstenciones o los votos […] por los candidatos […heterogéneos al
proceso “democrático”]; se expresa, ya con mayor claridad, en el rechazo de
[…un juego electoral] que […] los expertos […en sondeos de opinión presentan]
como la encarnación de la razón […].
Adquiere su forma propia con la acción colectiva de todos
los y las que afirman su capacidad de juzgar acerca de la validez de tal medida
referida al empleo o las jubilaciones, la enseñanza, la salud […], acerca de su
conformidad con el sentido de nuestra comunidad y sus consecuencias para el
futuro.
No hay una crisis ni un malestar de la democracia. Y cada
vez será más evidente la distancia entre lo que ésta significa y a qué se
pretende reducirla.
Traducción:
Cristina Sardoy
http://alucero-montano.blogspot.com/2012/04/jacques-ranciere-caricatura-de.html
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