
Una lección de ética
Si preguntáramos hoy a los jóvenes que se siguen sintiendo
marxistas y socialistas acerca de aquellas personas de la propia tradición en
las cuales la ética y la política han ido más unidas, estoy seguro de que, en
cualquier país del mundo, la respuesta sería la misma: Antonio Gramsci y
Ernesto Che Guevara.
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¿Qué es lo que hace de Gramsci un personaje tan
universalmente apreciado en estos tiempos difíciles para el ideario comunista?
Que siendo, como era, un dirigente se entregó a la realización de la idea
comunista como uno más, en el marco de un proyecto colectivo para el que la
reforma moral e intelectual pasa, entre otras cosas, por intentar hacer del
“yo” un “nosotros”.
Esto suena a idealismo moral y trae a la memoria la fórmula
del imperativo categórico kantiano. Conviene, por tanto, preguntarse en qué
sentido es el de Gramsci un idealismo moral y en qué se diferencia su punto de
vista marxista del kantiano.
El proyecto de Gramsci se puede entender, desde nuestro
presente, como un continuado esfuerzo por hacer de la política comunista una
ética de lo colectivo.
Gramsci no escribió ningún tratado de ética normativa. El no
era un filósofo académico ni un político corriente especialmente preocupado por
la propia imagen. Dedicó muy pocas páginas a aclarar su propio concepto de la
ética. Como otros grandes filósofos de la praxis, habló y escribió poco de
ética. Pero dió con su vida una lección de ética. Una lección de ética de esas
que quedan en la memoria de las gentes, de esas que acaban metiéndose en los
resortes psicológicos de las personas y que sirven para configurar luego las
creencias colectivas. Que las ideas cuajen en creencias, en el marco de una
tradición crítica y con una identidad alternativa a la del orden existente, que
se prefigura ya en la sociedad dividida: tal fue la aspiración de Gramsci desde
joven.
Al hablar de la relación entre ética y política hay dos
aspectos igualmente interesantes sugeridos por la palabra escrita y por el
hacer de Gramsci. Uno de estos aspectos se plantea al preguntarnos acerca de la
forma en que él mismo vivió la relación entre política y moralidad. El otro
asunto interesante brota al preguntarse cómo reflexionó Gramsci acerca de la
relación entre el ámbito de la ética y el ámbito de la política y qué propuso a
este respecto desde esa reflexión.
Pocas veces se han tratado juntos estos dos aspectos en la
ya inmensa literatura gramsciana. Creo que Aldo Tortorella acierta al afirmar
que es importante atender a las dos cosas (y suscitar una discusión sobre el
resultado de pensar las dos cosas a la vez). Por una razón tan sustantiva como
práctica: para superar la distancia, e incluso la separación, que se suele
producir entre los estudios biográficos y los estudios técnico-académicos que
se centran en los conceptos básicos de los Quaderni del carcere. Pues las
consecuencias de dicha distancia suelen ser: la afirmación, por una parte, de
la coherencia ética de una vida ejemplar, y la insatisfacción, de otra parte,
ante la teorización gramsciana de la relación entre ética y política por
comparación con otros autores, académicos o no, contemporáneos suyos.
Cuando se estudia paralalemente la lección personal de ética
en la vida de Gramsci y su reflexión acerca de la relación entre ética y
política se llega a la conclusión de que el legado gramsciano puede resumirse
en tres puntos: idealismo moral, primacía de la política entendida como ética
de lo colectivo y revisión historicista y realista del imperativo categórico
kantiano.
Idealismo moral
Piero Gobetti, el gran humanista y liberal italiano, nos ha
dejado un retrato del joven Gramsci en el que destaca su “fervor moral”, su
“escepticismo pesimista” y su “insaciable necesidad de ser sincero”. Ahí está
la clave para entender lo que fue el joven Gramsci. Quienes en aquellos años le
acusaban de voluntarismo y de idealismo no llegaron, sin embargo, a captar la
diferencia que hay entre el idealismo de las “almas bellas” y el idealismo
moral revolucionario del pensador y hombre de acción que se compromete en la
política colectiva. Esa diferencia se puede expresar, muy sencillamente, con
una frase pronunciada por el gran científico y moralista del siglo XX, Albert
Einstein, a propósito de Walter Rathenau:
“Ser idealista cuando
se vive en Babia no tiene ningún mérito. Lo tiene, en cambio, y mucho, seguir
siéndolo cuando se ha conocido el hedor de este mundo”.
El idealismo moral positivo del joven Gramsci es del segundo
tipo, es el idealismo del hombre que sabe que no vive en el país de las
maravillas sino en un “mundo grande y terrible”, que conoce el hedor de este
mundo dividido, de este mundo de las desigualdades, y que lucha por cambiarlo a
pesar del pesimismo de la inteligencia. Ese es el idealismo moral que
corresponde a una época histórica dominada por el nihilismo. Hace ya algunos
años el crítico e historiador británico del arte, John Berger, nos proponía un
ejercicio tan sugestivo como lo es el de atreverse a pensar un marxismo trágico
en el que, por así decirlo, Marx se pone a leer comprensivamente a Leopardi,
sin por ello perder la pasión tranformadora que en su día le llevó a escribir
la onceava tesis sobre Feuerbach. Y no es casual el que ahora el propio John
Berger pueda dar ánimos al subcomandante Marcos hablándole de Gramsci en una
hermosa carta publicada en “Le Monde Diplomatique”.
Un punto de vista
neomaquiaveliano
La clave para entender la política como ética de lo
colectivo que Gramsci practicó en su vida está en la doble comparación que ha
ido estableciendo en las notas de los Cuadernos de la cárcel entre filosofía de
la praxis y maquiavelismo, de un lado, e historicismo marxista e imperativo
categórico kantiano, de otro.
La búsqueda de un equilibrio entre ética privada y ética
pública (o sea, entre ética y política como ética de lo colectivo) se lleva a
cabo en Gramsci a través de una crítica paralela del maquiavelismo corriente y
del marxismo vulgar. En ambos casos la degradación del punto de vista original,
de Maquiavelo y de Marx, consiste, por así decirlo, en la confusión de la moral
política con la moral privada, de la política con la ética.
La gran contribución de Maquiavelo consiste, para Gramsci,
en haber distinguido analíticamente la política de la ética. Y en haberlo hecho
no sólo, o no principalmente, en beneficio del Príncipe, sino en favor de los
de abajo. De ahí su republicanismo. Pero ¿supone esta distinción un desprecio
de la ética? En absoluto. Esa derivación es consecuencia de una mala lectura de
Maquiavelo favorecida precisamente por los competidores históricos del
maquiavelismo, empezando por los jesuitas. El uso actual peyorativo, vulgar,
pero interesado, de la palabra “maquiavelismo” reduce la política a la
imposición de la razón de estado con desprecio de todo principio ético. Pero
Maquiavelo no es el “maquiavelismo” vulgar o inventado. En Maquiavelo no hay
una aniquilación de la moral por la política, sino una distinción analítica,
metodológica, entre moral y política que no niega toda moral. En él se afirma
la necesidad de otra moral, de una moral distinta de la dominante,
cristiano-confesional (que es lo que hace impracticable la política laica).
Se puede decir, en suma, que lo que Maquiavelo establece es
una relación entre ética y política más próxima a la concepción de los
antiguos, para los cuales la política era también, como conocimiento y como
práctica, más fundamental que la ética. Esto, que es obvio para todo lector
culto de las obras de Aristóteles, queda olvidado o disfrazado en la versión
vulgar, corriente, del maquiavelismo.
De la misma manera que la distinción analítica,
maquiaveliana, entre ética y política (con la consiguiente denuncia de una
ética, concreta, históricamente determinada, que no permite desarrollarse a la
política como “ética pública”) acabó dando lugar a la versión vulgar del
maquiavelismo, así también la denuncia marxiana de la doble moral burguesa, de
los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas (con la consiguiente
propuesta de una política revolucionaria, de una ética pública laica) ha
acabado a veces en una confusión: de un lado el politicismo (que se desliza
desde la negación de la universalidad de los valores hacia el escepticismo
ético absoluto), y , de otro, la politización de los viejos valores
tradicionales del conformismo, en el marco del propio partido político, con lo
que se tiende a situar a los amigos políticos más allá de la justicia. Pero
esto último es para Gramsci característico de las sectas o de las mafias en las
que lo particular (la amistad y la fraternidad propia del ámbito privado) se
eleva a universal y no se distingue entre el plano de la moral individual y el
plano del quehacer político, entre ética y política.Esta parte de la reflexión
de Gramsci me parece interesantísima y de mucha actualidad. Por varias razones.
Desde el punto de vista historiográfico, por lo que tiene de recuperación de
Maquiavelo, de afirmación del caracter “revolucionario” del “maquiavelismo”
auténtico, frente a sus críticos interesados. Desde el punto de vista de la
teoría política, porque contribuye a elevar el principal descubrimiento de
Maquiavelo a sentido común ilustrado: esto es lo que permite hablar con
propiedad de una cultura política nacional-popular a la altura de los tiempos.
Desde el punto de vista de la evolución histórica del marxismo, porque conduce
a una ampliación del concepto maquiaveliano de la relación entre ética y
política, a la idea del “príncipe moderno” como intelectual colectivo, que
tiene que distinguir también, analíticamente, entre ética y política en su
seno.
Pero hay más. Esta parte de la reflexión gramsciana, basada
en la comparación entre maquiavelismo y marxismo, permite pensar con provecho
en uno de los grandes asuntos de la vida pública contemporánea, el de la
relación entre política y delito. Es conocida la atracción que se siente,
particularmente en momentos malos, en momentos de crisis de la política, por el
“comunitarismo” tradicional de las mafias. También es conocida la tendencia, en
los casos de corrupción política, tan repetidos hoy en día en las democracias oligárquicas,
a poner a los propios (a los amigos políticos del propio partido) más allá de
la justicia, exigiendo que se trate a éstos en la arena política como los
trataríamos en familia. Aquella atracción y esta tendencia juntan el atávico
moralismo que niega jurisdicción a la justicia de los hombres cuando se trata
de “los nuestros” y el moderno moralismo sectario que retrotrae el juicio sobre
los delitos públicos de los políticos a la comparación interesada sobre la
moralidad privada de los individuos (“la moralidad de los nuestros está fuera
de toda duda y por encima de lo que decidan los tribunales”, se suele decir en
tales casos). Pues bien, la reflexión gramsciana fundamenta la distinción, hoy
tan necesaria, entre “hermandad mafiosa” y “fraternidad política”.
Revisión del
imperativo kantiano
Gramsci se ha ocupado por lo menos dos veces del imperativo
categórico kantiano.
En la primera ocasión rechaza el imperativo categórico
kantiano con un argumento fuerte frente al cosmopolitismo universalista ilustrado:
la máxima de Kant, según la cual hay que obrar de forma tal que la propia
conducta pueda convertirse en norma para todos los hombres en condiciones
semejantes, presupone una sola cultura, una sola religión, un conformismo
mundial, cuando en la realidad no hay condiciones semejantes. Esta crítica
apunta hacia el lado débil del proyecto moral ilustrado: su pretensión de
universalidad valorativa por encima de las diferencias histórico-culturales.
De acuerdo con esta crítica gramsciana, el principio
kantiano del imperativo categórico conduce a una absolutización o
generalización de las creencias históricamente dadas. Pero no se puede aceptar
el intento de una fundamentación absoluta de la moral; para fundamentar una
ética de la libertad hay que partir del análisis histórico. Marx proporciona un
criterio: la sociedad no se plantea tareas para cuya solución no existan ya las
condiciones. El historicismo implica, por tanto, la admisión de cierto
relativismo cultural y éste, a su vez, implica el reconocimiento crítico de la
existencia de principios morales distintos en contextos culturales diferentes.
Se podría decir, pues, que no hay una ética universal: hay éticas vinculadas a
historias, tradiciones y culturas diferentes.
A partir de ahí se abren dos posibilidades: o prospectar una
ética de mínimos, una filosofía moral mínima, basada en el diálogo, la
comunicación, el consenso y la reducción de los principios morales diferentes a
un mínimo común denominador (que es, en lo sustancial, el proyecto liberal) o
reproponer la “herejía del liberalismo” que fue el marxismo de Marx
contemplando, en ese marco, el ideal moral kantiano como una idea-límite, como
una idea reguladora que sólo dejaría de ser utópica en otra sociedad, en la
sociedad regulada. Gramsci ha seguido el segundo camino.
Cuando, unos meses después, Gramsci se ocupa de nuevo, en
los Cuadernos, del imperativo categórico kantiano concluye el paso
preguntándose explícitamente por la duración temporal de las éticas y por los
criterios para saber si una determinada conducta moral es la más conforme a un
determinado estadio de desarrollo de las fuerzas productivas. El contexto en
que se hace la pregunta indica que la preocupación principal de Gramsci era
precisamente el criterio de validez temporal del materialismo histórico en el
plano de la ética pública. ¿Quién decide acerca de la validez de los
comportamientos morales históricamente condicionados? Gramsci rechaza
sucesivamente que esto pueda decidirse aduciendo la moral natural, el artificio
o convencionalmente. Para él no hay Papa laico ni oficina competente ad hoc. Lo
único que cabe a este respecto es el choque mismo de pareceres discordantes.
Eso forma parte de la lucha por la hegemonía cultural.
Ahora bien, ni la afirmación de la distinción maquiaveliana,
que es analítica, entre ética y política, ni la negación de la existencia de un
principio ético universal en el sentido kantiano, ni la crítica de la doble
moral característica de la cultura burguesa realizada por Marx tienen como
implicación para Gramsci la defensa de una política ajena a la ética o la
postulación de un relativismo ético absoluto, del tipo “todo vale según las
circunstancias”. Gramsci afirma que no puede haber actividad política
permanente que no se sostenga en determinados principios éticos compartidos por
los miembros individuales de la asociación correspondiente. Son estos
principios éticos los que dan compacidad interna y homogeneidad para alcanzar
el fin. Y ahí vuelve la distinción entre mafia (o secta) y partido político.
Lo que diferencia una mafia o una secta del “intelectual
colectivo”, del “príncipe moderno” o del partido de nuevo tipo, es precisamente
su diferente concepción de los principios y fines universales. Mientras que en
la mafia la asociación es un fin en sí mismo y la ética y la política se
confunden (porque el interés particular es elevado a universal), el partido,
como príncipe moderno, como vanguardia o intelectual colectivo, no se pone a sí
como algo definitivo, sino como algo que tiende a ampliarse a toda la
agrupación social: su universalismo es tendencial. En él “la política es
concebida como un proceso que desembocará en la moral, es decir, como un
proceso tendente a desembocar en una forma de convivencia en la cual política
y, por tanto, moral serán superadas ambas”. La política misma se concibe como
un proceso que, una vez superada la demediación humana, desembocará en la
moral. Mientras tanto, es la crítica y la batalla de ideas lo que decide acerca
de la mejor forma del comportamiento moral de las personas implicadas. No hay
comunión laica de los santos.
¿Qué concluir del
análisis de estos fragmentos de Gramsci sobre la relación entre ética y
política?
Si se pone el acento en la comparación con el imperativo
moral kantiano habría que decir que el historicismo de Gramsci corrige de
manera realista el idealismo moral para acabar proponiendo una nueva
formulación sociohistórica que da la primacía a la política sobre la ética. El
nuevo imperativo ético-político suena así: “La ética del intelectual colectivo
debe ser concebida como capaz de convertise en norma de conducta de toda la
humanidad por el carácter tendencialmente universal que le confieren las
relaciones históricamente determinadas”. No se trata, pues, de la negación de
la universalidad, sino de la reafirmación de la universalidad tendencialmente
posible en un marco histórico dado, concreto. Esto indica que el acento,
respecto del imperativo categórico de Kant, ha sido de nuevo desplazado del
individuo a la colectividad, a la asociación.
En el fondo esta idea de Gramsci prolonga e innova una
concepción antigua, clásica, de la relación entre ética y política: la
concepción griega, aristotélica. Pero es también una prolongación innovadora
del concepto de la relación entre ética y política de los orígenes de la
modernidad crítica, republicana: la extensión del concepto maquiaveliano en el
sentido más auténtico; un concepto que tiene como punto de partida la crítica
radical de la doble moral característica de la cultura burguesa pensando explícitamente
en los de abajo; un concepto de la relación entre ética y política que da la
primacía a lo político porque considera necesario e inevitable la participación
del individuo ético en los asuntos colectivos, en los asuntos de la ciudad, de
la polis.
Admitida la separación de hecho entre ética y política, el
individuo aspira a la coherencia, a la integración de la virtud privada y de la
virtud pública con la consideración de que aquélla sólo puede lograrse en
sociedad y, por tanto, políticamente. Pero con respecto de la concepción
clásica y neomaquiaveliana de la relación entre ética y política Gramsci añade
la conciencia de la división permanente en la sociedad en clases. Y con
respecto al imperativo moral kantiano Gramsci añade la conciencia historicista
del relativismo cultural. Luego deriva coherentemente de ambas cosas la
afirmación de que la aproximación entre ética privada y política (entendida
como ética de la polis) sólo puede lograrse plenamente en un orden nuevo, en
una sociedad alternativa, regulada, en la que tal división haya sido superada.
¿Qué hacer mientras tanto? Mientras tanto, la tendencia del
individuo comunista a la universalización de la propia conducta moral tendrá
que cargar siempre con la cruz de la contradicción a la que le obliga la
existencia de una sociedad dividida. Y es en ese punto donde se entrecruzan la
lección ética que fue la vida del ciudadano llamado Gramsci con la reflexión
teórica de los Cuadernos que se lleva a cabo simultáneamente. Como la comunión
laica de los santos es imposible en este mundo y como mientras llega la
reunificación de política y moral hay que actuar acordando medios y fines, el
individuo comunista tiene que hacer ya su propia reforma moral e intelectual.
El marco sociocultural para ello es para Gramsci el partido, el intelectual
colectivo, el príncipe moderno. Pero en su seno, y en la batalla de ideas
subsiguiente, hay, por así decirlo, una forma defendible de individualismo
positivo que aspira a prefigurar un tipo de moralidad propio de la sociedad
alterativa. El que Gramsci defiende no siempre es explícito, pero se puede
explicitar a partir de lo que dejó dicho en muchas de las cartas contemporáneas
de los Cuadernos. Este individualismo positivo consiste en prospectar y
practicar una revolución de la vida cotidiana a partir de la reflexión (sólo
esbozada) acerca de la relación entre el mundo de la política y el mundo de los
afectos.