![]() |
@ Fischer |
Repetiré para ustedes lo que vengo diciendo desde hace ya un
largo rato y respecto de lo cual cada vez tengo menos dudas: que la lectura de
libros no es una práctica prescindible, que pretender que otras tecnologías de
la comunicación que no son el libro lo pueden sustituir y sin que con ello se
produzca algún tipo de pérdida y más bien, alegando ganancias, constituye una
fantasía y, además, una fantasía peligrosa.
Que la tan cacareada “muerte del
libro” no es, por lo tanto, ni necesaria ni conveniente. Y sencillamente porque
el libro, porque la lectura de libros, por su misma naturaleza, pone en
actividad dimensiones de lo humano que son esenciales, que si se las deja de
lado eso acarrea consigo un recorte en lo más profundo de aquello que nos hace
ser lo que somos. Los psicolingüistas nos informan, y lo han comprobado
empíricamente, que leer es un proceso de una riqueza enorme y que les reporta
beneficios importantísimos a todos quienes lo llevan a cabo. No se trata
simplemente de descodificar unas grafías, para así recuperar la oralidad, el
supuesto estado puro (como aseguraba Saussure) del lenguaje.
La cosa es harto
más compleja e incluye fases diversas: de descodificación, de comprensión, de interpretación, de cotejo
entre lo que se lee y lo que se guarda en el almacén de la memoria, de
inferencias, de hipótesis y de especulación creadora. Todo eso está operando en
los momentos en que leemos un libro. Una demostración excelente de esta
complejidad se produce cuando nos disponemos a leer una novela, lo que como es
sabido nos obliga a seguirle la pista al “personaje”. Ese personaje, que
empieza siendo un signo vacío (o un grafema vacío: a menudo, sólo un nombre),
se irá llenando en el curso de la lectura en la medida en que lo veamos (o lo
leamos) actuar y en que podamos cotejar sus actuaciones con las de sus
semejantes dentro y fuera del relato. Hay, pues, una relación de uno a uno
entre las operaciones de nuestra razón generadora de significado y el invento
de Gutenberg. Lo que podemos hacer con el libro es un espejo de lo que podemos
hacer con nuestra razón, y eso es válido incluso para los libros malos, porque
no es algo que dependa de los contenidos sino del cómo esos contenidos se
articulan y se expresan, de un lado, y se recepcionan, del otro.
Para decirlo de una manera distinta, la razón moderna es la
que acentúa y lleva hasta el extremo de sus virtualidades (el mejor y el peor)
algo que los griegos habían descubierto dos mil años antes: la lógica de la
consecuencialidad, la que trabaja produciendo inferencias conceptuales. Es una
lógica laboriosa y demorada, que funciona en línea recta y cuyo premio es el
reconocimiento por parte de quien la hace suya de relaciones inteligentes de
carácter cognitivo entre conjuntos simbólicos diversos. Con ella construimos
proposiciones y argumentos, y con esas proposiciones y con esos argumentos nos
aproximamos a la verdad de lo que somos y del mundo en que vivimos. Y no sólo
el vehículo, sino el espejo de esa lógica de la consecuencialidad es el libro
o, más bien, lo que hacemos con él. Leemos en el libro los conjuntos simbólicos
de marras, los ponemos en relación con otros similares y de esa relación
emergen nuevas posibilidades de ser y de hacer. Parafraseando a Sor Juana, leer
es “ser más en el ser”. Es ser más y, agrego yo, es ser mejor.
![]() |
¿Está sola? |
Pues bien, toda la arremetida contemporánea postmoderna
contra la razón moderna y por cierto, hecha con las armas de la razón moderna,
por lo tanto invalidándose a sí misma con el mero acto de su formulación,
incide en un desprestigio correlativo del libro y la lectura. Mi ejemplo
favorito es el de uno de los proyectos de Mejoramiento de la Educación Superior
(MECESUP) que hace algunos años ganamos en mi lugar de trabajo, el Centro de
Estudios Culturales Latinoamericanos de la Universidad de Chile, y que incluía
en su presupuesto un renglón para la compra de libros. Los funcionarios del
Ministerio de Educación de la época nos pidieron que lo elimináramos y que lo
reemplazáramos con un renglón que nos procurase dinero para contratar sitios de
Internet. Nos les hicimos caso, por supuesto, y menos mal que no insistieron.
Pero es un buen ejemplo del estado de la cuestión entre
nosotros. En una América Latina que tiene una población total de un poco más de
quinientos millones de personas y donde hay bastante más que cuarenta millones
de analfabetos (para no decir nada de los analfabetos funcionales y los
semialfabetos. En Chile, las estadísticas hablan de un 24% de adultos de más de
cincuenta años que son analfabetos funcionales y de un 40% de niños que salen
de la enseñanza básica sin haber aprendido a leer correctamente), la
superficialidad burocrática nos sugiere la conveniencia de que nos saltemos esa
etapa y de que entremos de lleno en la que sigue: la de las tecnologías de la
información y la comunicación. Que los muchachos aprendan a leer en los
computadores cuando todavía no saben leer en los libros, eso es lo que esos
burócratas quieren. Pero, ¿da lo mismo y hasta es mejor una cosa que la otra,
como ellos presumen? Si decimos que sí, estaremos dando por buena la tesis que
afirma que sólo se trata de un “cambio de soporte”. El libro no habría
desaparecido, seguiría estando disponible para nosotros, sólo que con un traje
nuevo. Cuando el problema se complica es cuando decimos que no. Porque decir
que no equivale a decir que no da lo mismo Juana que Chana, que la diferencia
no reside únicamente en el soporte. El hipertexto no es, en definitiva, para
los que piensan de esta otra manera, una versión mejorada del texto, sino la
introducción de una forma distinta de leer y, por consiguiente, de una forma
distinta de pensar.
Se entiende, espero, que cuando hago esta contraposición no
estoy pensando en la digitalización de unas obras que de ese modo se ponen al
alcance de muchos y de lo que ojalá hubiera mucho más (más ediciones Ayacucho
disponibles en la red, por ejemplo), ni en tecnologías tales como la de los
libros electrónicos, que efectivamente no involucran sino un cambio de soporte
y a lo mejor para bien. Hablo de la textualidad del libro y la textualidad del
hipertexto y de la diferencia entre la lectura de una y la lectura de la otra.
Y de estar en lo cierto la posición que afirma que se trata
de actividades diferentes, ¿en qué consiste la diferencia? Básicamente, en dos
elementos, creo yo: en el reemplazo de la lectura lineal por la lectura
espacial y en el de la lectura basada en la consecutividad y la
consecuencialidad (el acceder a los significados unos detrás de las otros y
teniendo en cuenta la dependencia lógica de los posteriores respecto de los
anteriores, como lo expliqué arriba y como me lo enseñó el profesor César
Bunster hace ya más años de los que quiero recordar) por una lectura basada en
la yuxtaposición. Agréguese a eso el reemplazo frecuente de la letra por la
imagen y el del regodeo demoroso y cauteloso por la iluminación instantánea.
Personalmente, confieso que no estoy para nada convencido de
que las novedades de la lectura hipertextual obsoleticen a la lectura textual.
En rigor: no estoy para nada convencido de que la espacialización de la
información incluya y supere a su exposición lineal y que la simultaneidad
receptiva sea preferible a la recepción de tiempo largo, la que analiza y
pondera con prudencia y sin apuro. Creo, por el contrario, que se trata de procesos
diferentes y valiosos ambos, pero cada uno a su manera y cada uno con sus
propios resultados. El libro, que como dije es el espejo de la racionalidad
moderna, lo es no sólo porque la refleja sino porque contribuye también a
moldearla. Por su parte, la racionalidad moderna es el fundamento del mundo
económico, político, social y cultural en el que hemos vivido durante los
últimos doscientos o más años. El capitalismo hegemónico y el socialismo
contrahegemónico, la división de los poderes del Estado, las sociedades urbanas
(o, mejor dicho, la organización urbana de las sociedades) y el ensayo y la
novela son todas creaciones de la racionalidad moderna a las cuales el libro acompaña y moldea.
¿Queremos tirar todo eso por la ventana? O, para ponerlo en
los términos del título de este panel: ¿Queremos que el ciudadano, que es el
arquetipo social de la modernidad, así como su proyección en la conducta
política, que es el ejercicio de la ciudadanía, desaparezcan del mapa?
¿Preferimos, como andan diciendo algunos de esos primitivistas que no parecen
haberse enterado de que el primitivismo es también una creación de la cultura
moderna, un retorno a la “epistemología ancestral”? De acuerdo, la racionalidad
moderna ha producido monstruos. El capitalismo, y el capitalismo desembridado,
como el contemporáneo, sin ir más lejos. Pero, ¿justifica eso el que se la dé
por extinta y, de rebote, que se dé por extinto a su correlato indispensable,
el libro? No lo creo yo así, lo he dicho antes y lo repito de nuevo ante ustedes.
Los filósofos de Frankfurt postularon hace años que la modernidad ponía en
circulación por lo menos dos razones: la instrumental y la emancipadora. ¿Vamos
a castigar a la segunda por los pecados de la primera? ¿Vamos a condenar a los
libros porque los libros fueron, porque han sido, en algunas ocasiones,
instrumentos perversos?
Y ya que estoy hablando de los libros que han estado al
servicio de la perversión, déjenme pasar ahora brevemente al segundo tema de
este panel, a la cuestión editorial o, para circunscribir mejor el fenómeno, a
la cuestión editorial tal y como ella se viene dando en nuestro país.
Yo veo, en este sentido, un campo de tres, y no más de tres,
contendientes (adviértase a propósito que no contamos en Chile con algo que los
franceses sí tienen: un sector de ediciones públicas que se encarga de imprimir
libros de valor educativo o de interés nacional). En primer lugar, existen hoy
día en Chile las transnacionales del libro, que no son sino la expresión en
este terreno de la práctica de las transnacionales que dominan y hacen de las
suyas en el capitalismo global. Son, por lo tanto, entidades cuyo fin es
generar dinero para unos accionistas que pueden estar en Nueva York o en
Timbuctú. O, para citar nuevamente a los de Frankfurt, son una de las formas
actuales (“globales”) de las “industrias de la cultura”. Y puesto que el
capitalismo global no es sólo un modelo económico, sino un modelo de vida (creo
que pocos estarán dispuestos a discrepar con este juicio), ellas colaboran con
él. Los postmodernos suelen hablar, para celebrarlo, del “ciudadano consumidor”
o, en otras palabras, de la desaparición contemporánea del ciudadano moderno,
de aquel que se definía en la relación con sus vecinos en la urbe y en el
trabajo que hacían todos juntos en pos del establecimiento de una vida más
libre y más plena, y la aparición en cambio de otro tipo de ciudadano, uno que
ahora se estaría definiendo en su relación con el consumo y las satisfacciones
que él le proporciona. Es este otro un ciudadano al que el gobierno de la urbe
no le interesa, que está demasiado ocupado atendiendo a su bienestar y el de su
familia como para preocuparse del bienestar (o del malestar) de los demás.
Consumir, y no hacer sociedad, está en el centro de su comportamiento. El consumo,
como escribió Tomás Moulian ingeniosamente hace unos años, “lo consume”.
Principalmente para ese ciudadano es para quien imprimen
libros las transnacionales del libro, y en el entendido de que lo hacen no sólo
para entretenerlo sino para confirmarle la validez de su opción de vida. Que
aquellos a quienes Beatriz Sarlo motejó de “populistas de mercado” apuntalen
esta opción desde atrás y teóricamente sólo sirve para confirmar un viejo
dictamen de Lukács: que no es posible hacer política de izquierda con una
epistemología de derecha.
Ahora bien, un adversario débil de las transnacionales del
libro son las prensas universitarias. En Chile, hay varias y algunas de ellas
con historias honrosas. No siempre, pero con frecuencia imprimen libros buenos.
Pero esos libros, todos lo sabemos y lo lamentamos, se quedan durmiendo en las
bodegas. No tienen la distribución que sería deseable y quienes los leen son
muy pocos. También incide en la mezquindad de sus alcances el problema de la
creciente especialización de la prosa académica, y por lo tanto el problema de
su creciente inaccesibilidad, pero ése es un tema para otro panel.
Todo lo cual nos deja con los llamados “editores
independientes”, un rótulo que en Chile reúne especies diversas: más y menos
grandes (ninguna demasiado grande, en todo caso), más y menos atrevidas,
capitalinas y provincianas, etc. Como quiera que sea, aquí es donde de veras
crece eso que Bernardo Subercaseaux bautizó como el “espesor cultural” del
país. Después de múltiples altibajos, algunas de estas editoriales
independientes han logrado consolidarse y llegar lejos. Otras están en camino
de hacerlo. Como lo señala la carta de presentación de una de ellas, hablan de
y publican sobre “el otro Chile”, el que se las ha arreglado para sobrevivir a
la globalización neoliberal y a la frivolidad postmoderna y que cada día que
pasa abre un poco más los ojos. Especial mención merecen en este marco las
editoriales pequeñas, las que cada año se juntan en este mismo sitio en la
“furia del libro”, generalmente a cargo de muchachos y muchachas muy jóvenes
pero persuadidos todos de que ese otro Chile es en efecto posible. También hay
que reconocer la labor de las editoriales de regiones, las de Valparaíso, las
de Chillán, las de Valdivia y otros sitios. Son los esfuerzos a través de los
cuales saca la voz un país que está saliendo recién del largo, larguísimo
letargo, en que lo sumió la barbarie pinochetista y a los que yo saludo con
esperanza, porque ellos se suman a un esfuerzo mayor: el de liberarnos de una
vez por todas de la codicia sin frenos, del autoritarismo desatado y del
manoseo solapado e hipócrita de la banalidad.
![]() |
Grinor Rojo |
Grinor Rojo /
Nació en Santiago de Chile en 1941. Es profesor, ensayista, crítico cultural y
literario. Actualmente dirige el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos
(CECLA) de la Universidad de Chile y es profesor titular de Teoría Crítica en
el postgrado en literatura de la misma universidad. Ha enseñado igualmente en
las universidades de Concepción, Austral de Valdivia, Católica de Chile y los
Estados Unidos, en las de Estado de California, Ohio de State University y
Columbia University. También fue profesor visitante en la Universidad Nacional
de Mar del Plata, en Argentina; en la Universidad Federal de Minas de Gerais,
en Brasil; y en la de Costa Rica y Nacional de Costa Rica. Entre sus diversos
estudios y libros publicados destacan Diez tesis sobre la crítica (LOM, 2001) y
Postcolonialidad y nación (LOM, 2003), en coautoría con Alicia Salomone y
Claudia Zapata; Globalización e identidades nacionales y postnacionales. ¿De
qué estamos hablando? (LOM, 2006), Las armas de las letras (LOM, 2008),
Borgeana (LOM, 2009); Discrepancias de Bicentenario (2010) y Clásicos
Latinoamericanos. Para una relectura del canon S.XIX y S.XX (Vol. I y II,
respectivamente).
![]() |
http://www.carcaj.cl/2012/04/el-libro-es-un-espejo-que-contribuye-a-moldear-la-racionalidad-moderna/ |