Ejercicio escolar compuesto
durante la última clase del Liceo Giovanni Maria Dettori, de Cagliari, Cerdeña, 1910, circa
Es de verdad admirable la lucha que lleva la humanidad desde
tiempos inmemoriales, lucha incesante con la que se esfuerza por arrancar y
desgarrar todas las ataduras que intenta imponerle el ansia de dominio de uno
solo, de una clase o también de un pueblo entero. Es ésta una epopeya que ha
tenido innumerables héroes y ha sido escrita por los historiadores de todo el
mundo. El hombre, que al llegar un cierto momento se siente libre, con
conciencia de su propia responsabilidad y de su propio valor, no quiere que
ningún otro le imponga su voluntad y pretenda controlar sus acciones y su
pensamiento. Porque parece que sea un cruel destino de los humanos este
instinto que los domina de querer devorarse los unos a los otros, en vez de
hacer que converjan las fuerzas unidas de todos para luchar contra la
naturaleza y hacerla cada vez más útil para las necesidades de los hombres.
Y
en vez de eso, cuando un pueblo se siente fuerte y aguerrido, piensa enseguida
en agredir a sus vecinos, rechazarlos y oprimirlos. Porque está claro que todo
vencedor quiere destruir al vencido. Pero el hombre, que por naturaleza es
hipócrita y fingido, no dice "quiero conquistar para destruir", sino
"quiero conquistar para civilizar". Y todos los demás, que le envidian
y esperan su turno de hacer lo mismo, fingen creerlo y le alaban.Y así hemos
tenido que la civilización ha tardado más en difundirse y progresar; así ha
ocurrido que razas de hombres nobles e inteligentes han quedado destruidas o
están en camino de apagarse. El aguardiente y el opio que los maestros de la
civilización les repartían abundantemente han consumado su obra deletérea.
Luego, un día, se difunde la voz: un estudiante ha matado al
gobernador inglés de la India; o bien: los italianos han sido maltratados en
Dogali; o bien: los boxers han exterminado a los misioneros europeos, y
entonces la vieja Europa impreca horrorizada contra los bárbaros, contra los
salvajes, y se proclama una nueva cruzada contra aquellos pueblos desgraciados.
Y obsérvese que los pueblos europeos han tenido sus
opresores y han sostenido luchas sangrientas para liberarse de ellos, y ahora
levantan estatuas y recuerdos marmóreos a sus libertadores, a sus héroes, y
hacen una religión nacional del culto a los muertos por la patria. Pero no se
os ocurra decirles a los italianos que los austríacos vinieron a traer la
civilización: hasta las columnas de mármol protestarían. Nosotros sí, nosotros
sí que hemos ido a llevar la civilización y, efectivamente, aquellos pueblos
nos han cogido gran afecto y agradecen su suerte al cielo. Ya se sabe: sic vos
non vobis. La verdad, en cambio, estriba en una codicia insaciable que todos
tienen de ordeñar a sus semejantes, de arrancarles lo poco que hayan podido
ahorrar con sus privaciones. Las guerras se hacen por el comercio, no por la
civilización: los ingleses han bombardeado no sé cuántas ciudades de la China
porque los chinos no querían su opio. ¡Vaya civilización! Y los rusos y los
japoneses se han disfrazado para conseguir el comercio de Corea y de Manchuria.
Se dilapidan los bienes de los súbditos, se les arrebata toda personalidad;
pero eso no basta a los modernos civilizadísimos: los romanos se contentaban
con atar a los vencidos a sus carros triunfales, pero luego ponían la tierra
conquistada en la condición de provincia: ahora, en cambio, lo que se querría
es que desaparecieran todos los habitantes de las colonias para dejar sitio a
los recién llegados.
Y si entonces un hombre honrado se levanta para reprochar
esas prepotencias, ese abuso que la moral social y la civilización sanamente
entendida deberían impedir, no encuentra más que burla, porque es un ingenuo y
no conoce las maquiavélicas consideraciones que dominan la vida política.
Nosotros los italianos adoramos a Garibaldi; desde niños nos han enseñado a
admirarle; Carducci nos ha entusiasmado con su leyenda garibaldina. Si se
preguntara a los niños italianos quién querrían ser, la gran mayoría escogería
ciertamente ser el rubio héroe. Recuerdo que en una manifestación en la
Conmemoración de la independencia un compañero me dijo: pero ¿por qué gritan
todos "¡Viva Garibaldi!" y ninguno "¡Viva el rey!"?, y yo
no supe darle ninguna explicación. En suma, todos en Italia, desde los rojos
hasta los verdes y los amarillos, idolatran a Garibaldi, pero nadie sabe apreciar
verdaderamente la alta idealidad suya, y cuando mandaron los marineros
italianos a Creta para que arriaran la bandera griega izada por los sublevados
y volvieran a poner la bandera turca, ninguno lanzó un grito de protesta.
Claro: la culpa era de los candiotas que querían perturbar el equilibrio
europeo. Y ninguno de los italianos que tal vez aquel mismo día aclamaban al
héroe libertador de Sicilia pensó que Garibaldi, si hubiera vivido, habría
sostenido también el choque con todas las potencias europeas para hacer ganar a
un pueblo la libertad. ¡Y luego se protesta cuando alguien viene a decirnos que
somos un pueblo de rectores!
Y quién sabe cuánto tiempo durará todavía ese contraste.
Carducci se preguntaba: "¿Cuándo será alegre el trabajo? ¿Cuándo será
seguro el amor?" Pero todavía estamos esperando una respuesta, y quién
sabe quién sabrá darla. Muchos dicen que el hombre ha conquistado ya todo lo
que debía conseguir en la libertad y en la civilización, y que ahora no le
queda más que gozar el fruto de sus luchas. Yo creo, en cambio, que hay mucho
más por hacer: los hombres están sólo barnizados de civilización y, en cuanto
se les rasca, aparece inmediatamente la piel de lobo. Los instintos se han
amansado, pero no se han destruido, y el único derecho reconocido es el del más
fuerte. La revolución francesa ha abatido muchos privilegios, ha levantado a
muchos oprimidos; pero no ha hecho más que sustituir una clase por otra en el
dominio. Ha dejado, sin embargo, una gran enseñanza: que los privilegios y las
diferencias sociales, puesto que son producto de la sociedad y no de la
naturaleza, pueden sobrepasarse. La humanidad necesita otro baño de sangre para
borrar muchas de esas injusticias: que los dominantes no se arrepientan
entonces de haber dejado a las muchedumbres en un estado de ignorancia y
salvajismo, como están ahora.
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