
“Quien a sí mismo conoce y cala / en los otros también, / que
Oriente y Occidente se han unido, / aquí
echará de ver. / Entre dos universos, nuestra alma / se debe columpiar; / y si
entre Oriente y Occidente gira, / botín incomparable logrará.”: Johann
Wolfgang von Goethe, [1], West-Östlicher Divan (1819)
Ninguna otra civilización importante está tan profundamente
influida por la autoestima, la autocomplacencia y la difamación del “Otro” como
Europa Occidental y sus extensiones en ultramar, ni han infectado esas
tendencias tantos aspectos de su pensamiento, sus leyes y su política. [2] Esas
tendencias llegaron a su apogeo durante el siglo XIX, se retiraron brevemente después
de la Segunda Guerra Mundial, pero han estado resurgiendo desde el fin de la
Guerra Fría.
Durante varios decenios, los críticos han estudiado esas
tendencias occidentales bajo la rúbrica del eurocentrismo, un complejo de
ideas, actitudes y políticas que tratan a Europa – cuando conviene – como una
unidad geográfica, racial y cultural, pero colocan a Europa Occidental y sus
extensiones en ultramar al centro de la historia del mundo desde el año 1000 de
nuestra era.[3]
A diferencia del tipo común de etnocentrismo, el
eurocentrismo emergió como un proyecto ideológico – configurado por las elites
intelectuales de Europa – al servicio del creciente expansionismo de Europa,
iniciado en el Siglo XVI. Formula indiscriminadas pretensiones de superioridad
europea en todas las esferas de la civilización. Desde esa perspectiva del
mundo, sólo los europeos han creado historia durante los últimos tres mil años,
comenzando con los antiguos griegos. En varios aspectos, esa centralidad es
atribuida a la raza, la cultura, la religión y la geografía.
El principio organizador central del eurocentrismo es la
división del mundo en mitades desiguales: nosotros y ellos, uno mismo y el
Otro. Todas esas cualidades que los pensadores occidentales consideran como
emblemas o fuentes de superioridad se colocan firmemente en la categoría de
‘nosotros’; y sus opuestos sse depositan en ‘ellos.’ La arrogancia de esta
dicotomía es apabullante.
Una vez que se han fijado esas dicotomías, resulta fácil
‘explicar’ la supuesta centralidad de Europa en la historia. Un conjunto de
características superiores –innatas, permanentes, únicas– son responsables de
la ventaja occidental en todos los campos del esfuerzo humano, económico,
tecnológico, militar, científico o cultural. Es una narrativa tautológica de la
historia por excelencia.
A fin de ‘explicar’ la historia de la superioridad europea,
los eurocéntricos tenían que comenzar por fabricar la historia de esa
superioridad. Dotaron a ‘Europa’ de profundidad histórica apropiándose de
Grecia y Roma; esto se logró mediante la definición de Europa como una unidad
geográfica, racial y cultural. Además, negaron los orígenes orientales de la
civilización griega, y, por el mismo motivo, pasaron por alto las conexiones
del cristianismo primitivo con Siria y África del Norte. A fin de ocultar la
amplia deuda de Europa Occidental con el Mundo Islámico devaluaron el
nacimiento de nuevas formaciones culturales en Europa Occidental en los siglos
XI y XII, fluyendo de contactos con los árabes en España, Sicilia y el Levante.
En su lugar, esa historia se adelantó varios siglos para ubicarla en el norte
de Italia, cuyo florecimiento cultural –definido como Renacimiento– se conectó
a una recuperación ‘directa’ de la filosofía, las ciencias y la literatura
griegas.
Los eurocéntricos construyen una historia europea que
comienza en Grecia, migra hacia Occidente hacia Roma, y luego a puntos en
Europa Occidental. Al ubicar los orígenes del Renacimiento en Grecia, los
eurocéntricos muestran pocos problemas con respecto a los quince siglos durante
los cuales las ciencias y la filosofía griegas –casi olvidadas en ‘Europa’– se
cultivaban en Oriente Próximo.
Mientras fabricaban una historia sobre el ascenso de
Occidente, los eurocéntricos también se ocuparon de negar que el resto del
mundo tuviera alguna historia. Sí, la civilización comenzó en Oriente, pero,
después de ese inicio, los asiáticos se quedaron inmóviles aferrados al pasado,
obligando a la historia a moverse hacia Occidente para progresar. El pensador
más radical de Europa en el siglo XIX, Karl Marx, también cayó en este mito de
las sociedades estáticas asiáticas cuyo despotismo las privaba del motor del
cambio ‘dialéctico.’
Durante las últimas décadas, esa historia eurocéntrica ha
sido crecientemente disputada por los ‘pueblos sin historia,’ eruditos
discrepantes en Occidente, y, lo más importante, por nuevos hechos en el
terreno –el aumento de los movimientos de liberación nacional, el
desmantelamiento de los imperios coloniales occidentales, las revoluciones socialistas
en China y Vietnam, la revolución iraní, y, cada vez más, por el ascenso de
varios importantes centros de dinamismo económico en Asia del este y del sur-.
A pesar de ese desafío, el eurocentrismo sigue controlando los círculos
dominantes en los grupos de expertos, los medios, el discurso político y los
prejuicios populares de casi todas las sociedades occidentales. El peso y el
impulso de las tendencias eurocéntricas, alimentadas por las mejores mentes
occidentales durante siglos, no pueden ser desmantelados en unas pocas décadas.
Violencia
cartográfica
Las deformaciones eurocéntricas no han perdonado a la
cartografía, la ‘ciencia’ de hacer mapas.
Europa es relativamente pequeña en relación con las grandes
masas continentales al este y al sur, Asia y África. Los eurocéntricos podrían haber
preferido argumentar que Europa ha mantenido su centralidad a pesar de su
inferior tamaño, una prueba de su ventaja cualitativa sobre las masas
continentales mucho mayores de Asia y África. Prefirieron hacer otra cosa. No
pudieron dejar pasar las oportunidades presentadas por los mapas para
apropiarse de los símbolos de superioridad en el campo de la cartografía.
Los poderosos merecen estar arriba. El eurocentrismo exigía
que la cartografía colocara a Europa en la cúspide del mundo. Esto fue fácilmente
logrado orientando al globo de manera que el Norte apareciera arriba en el
globo, o, en el caso de los mapas, en la parte de arriba de la página. Siempre
causa una cierta confusión entre mis estudiantes cuando cuelgo el mapa del
mundo cabeza debajo de modo que el Norte queda abajo. Es un poco perturbador
saber que no existe una lógica –nada natural– en los globos y mapas con el
Norte arriba.
Los mapas del mundo no fueron hechos en todas partes con la
orientación del Norte arriba. En su apogeo, los musulmanes –cuando sus imperios
se extendían de España a Khurasan e India– hacían mapas del mundo, que ubicaban
al Sur arriba, aunque con esto colocaban África por encima de las tierras
islámicas centrales que iban del Nilo al Oxus. En su caso, tal vez, la orientación
de los mapas no importaba tanto, ya que siempre estaban en el centro.
Además, los europeos se basaron en mapas del mundo que
utilizaban la proyección cilíndrica de Mercator. ¿Fue accidental esa decisión?
Reconocidamente, el mapa de Mercator era útil para los marinos, ya que una
línea que conectara dos puntos en ese mapa mostraba la verdadera dirección.
¿Pero se espera que creamos que los capitanes de barcos tuvieron interés en –y
el poder también– para imponer al resto de la sociedad mapas útiles para ellos?
Es más creíble que los mapas de Mercator fueron elegidos porque exageraban
considerablemente el tamaño de Europa, haciéndola del mismo tamaño, o más
grande que, África.
Increíblemente, algunos mapas de Mercator publicados en
EE.UU. se empeñan en la violencia cartográfica. A fin de centrar a EE.UU. en
sus mapas, a los editores no les importa dividir Asia por la mitad, colocando
sus dos mitades en los extremos izquierdo y derecho del mapa. Importa poco que
la bisección de Asia disminuya considerablemente el valor cartográfico de ese
mapa truncado del mundo. Es una excelente ilustración de la primera víctima del
eurocentrismo, la que hace caso omiso de la realidad, y su disposición a
involucrarse en la violencia epistemológica a fin de colocar a Europa al centro
del mundo.
Inversión del
paradigma
Al crecer, supe que la ignorancia es el principal apoyo del
prejuicio. Los prejuicios, sean religiosos o étnicos, disminuían con la
educación y el conocimiento. Y pensaba que así debía ser. El prejuicio es
mantenido por la ignorancia. Los intelectos superiores, combinados con amplios
conocimientos, tendrán pocas dificultades para deshacer la red de mentiras
tejida por los poderosos. Entonces, me costaba comprender que los intelectos
superiores también podían ser comprados y seducidos por las tentaciones del
poder, el dinero y varias formas de tribalismo, especialmente si su cultura no
había sido preparada para resistir esas zalamerías.
Necesité unos pocos años de familiaridad con el mundo
occidental para superar mi ingenuidad sobre la relación entre tolerancia e
intelecto. Mis encuentros con clásicos occidentales y los medios occidentales
confirmaron lentamente mi preocupación de que la tendencia al conformismo es
más profunda en las sociedades occidentales que en las sociedades islámicas.
Mi creciente familiaridad con los escritos de los
orientalistas occidentales y, después, de los principales pensadores europeos
de Occidente –Montesquieu, Kant, Hegel, los Mill, Marx, Weber– invirtieron el
paradigma que había adquirido en mi juventud. Los prejuicios de las sociedades
occidentales tenían su fuente arriba –en los mejores intelectos occidentales–,
no en el prejuicio popular. Eran apoyados por el razonamiento, por doctas
narrativas históricas, por esfuerzos monumentales en la construcción de mitos.
Por cierto, los principales pensadores alimentaban y apoyaban los prejuicios
del populacho.
Todavía puedo recordar mi desilusión cuando compré los once
compendiosos volúmenes de Will y Ariel Durant Historia de la Civilización, sólo
para descubrir que habían dedicado sólo uno de sus once volúmenes a
civilizaciones no europeas. Significativamente, ese volumen portaba el título:
Nuestro patrimonio oriental. En la Historia de los Durant, los orientales hacen
una breve temprana aparición en la escena de la historia, en la infancia de la
civilización humana, pero después de lanzar a Occidente a su brillante
trayectoria civilizadora, abandonan amablemente la escena de la historia
mundial. No se trataba de una rareza, supe más tarde. Casi era la norma,
incluso en el caso de escritores modernos.
Otro libro que leí algunos años más tarde, Civilización de
Kenneth Clark, a pesar de su título, trata exclusivamente del arte, la
arquitectura, la filosofía y las ciencias en Europa Occidental. Clark logra
hablar de cosas semejantes sin hacer apenas una mención de cómo podrían
relacionarse con India, China, el Mundo Islámico, África y las Américas.
A pesar de mi familiaridad con los prejuicios eurocéntricos
en el pensamiento occidental, todavía no puede eliminar mi desilusión ante
nuevos ejemplos de racismo entre los mejores y más brillantes escritores de
Europa Occidental. Immanuel Kant divide a los seres humanos en cuatro ‘razas,’
diferenciadas las unas de las otras por diferencias en la “disposición
natural.” “Los negros de África,” escribe, “carecen por naturaleza de
sentimientos más allá de lo trivial.” En su apoyo, recurre al desafío de David
Hume de mostrar a un solo ‘negro’ con talentos. Al oír hablar de un carpintero
‘negro’ que recriminaba a los blancos por quejarse cuando sus mujeres abusaban
de sus libertades, Immanuel Kant señaló que podría haber una cierta verdad en
dicha observación. Luego, con resentimiento, agregó: “… en breve ese sujeto era
bastante negro de la cabeza a los pies, una prueba evidente de que lo que dijo
era estúpido”. Para Kant la jerarquía de las razas es obvia. “La humanidad”
afirma “está en su máxima perfección en la raza de los blancos. Los indios
amarillos están muy por debajo de ellos y en el punto más bajo está una parte
de los pueblos americanos.”
Pocos entre los pensadores más eminentes de Europa,
especialmente durante los siglos XVIII y XIX, pudieron escapar a los cantos de
sirena del eurocentrismo. Algunos pensadores occidentales, incluso hoy en día,
no pueden enfrentar esta vergüenza. El filósofo y psicoanalista francés, Octave
Mannoni, afirma audazmente: “la civilización europea y sus mejores
representantes, no son… responsables por el racismo colonial; es la obra de
pequeños funcionarios, comerciantes, y colonos que han trabajado mucho sin
tener mucho éxito”. [4] ¡Absolved a las elites: culpad al lumpenproletariado!
Una luminaria destacada de Gran Bretaña del siglo XIX, James
Mill, filósofo e historiador, escribió una masiva historia en cinco volúmenes
de India, al parecer con el solo propósito de demostrar cuán deficientes son
los indios en el gobierno, las ciencias, la filosofía, la tecnología y las
artes. En breve, los indios eran bárbaros y bastante incapaces de dirigir sus
propios asuntos, excepto bajo la ilustrada tutela británica. Su hijo, John
Stuart Mill, señaló: “la mayor parte del mundo no tiene, para ser exactos,
historia, porque el despotismo de la costumbre es total. Así es en todo
Oriente”. [5]
Cuán diferente fue el enfoque de otro científico e
historiador, Al-Biruni, un afgano del siglo XI, quien –a diferencia de James
Mill– viajó por India durante trece años, aprendió sánscrito, tradujo obras en
sánscrito sobre matemáticas, estudió de primera mano la sociedad india e invitó
a eruditos indios a Ghazmo, en preparación para su tratado en dos volúmenes
sobre la civilización india. Su intención declarada en sus investigaciones
sobre India fue suministrar a su audiencia musulmana descripciones auténticas
de su geografía, religiones, ciencias, cultura, artes y costumbres, y, al
hacerlo, elevar la calidad de su discurso sobre los pueblos indios. Concluyó su
tratado con la siguiente observación: “Pensamos que lo que hemos relatado en
este libro bastará a cualquiera que quiera conversar con los hindúes, y
discutir con ellos problemas de religión, ciencia, o literatura, sobre la base
de su propia civilización”. [6]
Modernidad: ¿hasta
qué punto occidental?
En el siglo XVIII, cuando un pequeño grupo de pensadores
europeos exponía enérgicamente los argumentos a favor de la supremacía de la
razón en los asuntos humanos, sabían – y a menudo gustaban de reconocer – que
seguían las huellas de Confucio que los había precedido por dos milenios.
Hacia fines del siglo, sin embargo, Europa más fuerte y segura
de sí misma había olvidado su deuda hacia los chinos o a cualquier fuente fuera
de Europa. Insistentemente, se comenzó a afirmar que la razón, la ciencia y la
democracia eran una exclusividad europea. Era una afirmación extraña por parte
de pensadores que sostenían que el conocimiento debería basarse en la
observación y la razón, debería ser objetivo.
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Mapa de Piri Reis,Turquia 1513 El problema es que La Patagonia, las Maldivas y que el Amazonas nacia en los Andes, es que no se habian descubierto aun en esa época |
Hay que reconocer que es difícil imaginar cómo alguna
sociedad, incluyendo la más primitiva podría haberse adaptado a su ecología sin
seguir –por lo menos intuitivamente– el método científico. En asuntos
prácticos, el conocimiento no apoyado por la experiencia hubiera resultado
fatal para sociedades que estaban expuestas con más frecuencia que la nuestra a
emergencias de vida o muerte. Además, los científicos árabes no sólo
practicaban el método científico en sus estudios sobre óptica, química y
astronomía, sino a comienzos del siglo XI, Ibn al-Haytham, conocido en
Occidente como Alhacén, había presentado una clara formulación teórica del
método científico. Roger Bacon, el supuesto fundador del método científico
había leído partes de la obra principal de al-Haytham, Kitab al-Manazir, en una
traducción latina, y la había resumido en su propio libro Perspectiva.
Si se equipara la democracia con el recuento de cabezas,
incluso EE.UU. –el bastión autodeclarado de la democracia– contaba
considerablemente menos de la mitad de las cabezas hasta 1920, cuando las
mujeres consiguieron el derecho de voto. Los negros no fueron contados hasta
1965. En conjunto, el recuento de cabezas ha llegado a Europa después de siglos
de progreso económico; no constituyó el fundamento de su progreso. El
absolutismo monárquico fue más fuerte en casi toda la temprana Europa moderna
de lo que fue en el Mundo Islámico, cuyos gobernantes tenían sólo un control
limitado sobre la legislación y, además, enfrentaban la oposición
institucionalizada de la clase de los eruditos legales. [7] Las tribus nómadas
en África y Asia tenían sus consejos de ancianos, eran dirigidas por una
meritocracia, y, aunque su igualitarismo a menudo excluía a las mujeres,
generalmente iba más lejos que en las sociedad estratificadas de Europa. Los
indios tenían autogobierno local en sus panchayats. Los pastunes tenían su parlamento
en la loya jirga. Los tempranos árabes podían rehusar el baya –un juramento de
lealtad– de un nuevo gobernante inaceptable.
Si la democracia es definida por su sustancia, por la
tolerancia –el respeto para las diferencias de religión, color, etnia y
fisonomía– la mayoría de los pensadores de la Ilustración limitaban su
aplicación sólo a miembros de la raza blanca. La tolerancia no ha sido una
virtud europea particularmente visible. En tiempos modernos, pero especialmente
desde la Edad de la Ilustración, la intolerancia cristiana fue reemplazada por
una intolerancia racial que se tradujo rápidamente en proyectos de genocidio o
de apoyo a la esclavitud en las Américas, África y Oceanía.
Los otomanos, con su sistema de millets –que otorgan una
considerable autonomía a sus comunidades religiosas no musulmanas– ofrecía
protecciones mucho mayores a todos los sectores de sus súbditos. Al imponer un
conjunto de leyes respecto a los asuntos de la familia –a menudo de inspiración
cristiana– los modernos Estados occidentales no pueden igualar la tolerancia
del Mundo Islámico que permitía que sus comunidades no musulmanas ordenaran sus
asuntos familiares según sus propias leyes religiosas. Condenado universalmente
por escritores occidentales, el impuesto aplicado por los Estados musulmanes a
su población no musulmana fue considerado a menudo por ésta como un privilegio
ya que la eximía del servicio militar. Cuando las potencias occidentales
obligaron a los otomanos a otorgar ‘igualdad’ a su población cristiana, ésta se
manifestó contra esa medida en varias ciudades otomanas.
El rechazo de la intermediación sacerdotal, que comenzó en
el Siglo XV, es comúnmente considerado como el primer golpe por la modernidad:
supuestamente, liberó a los europeos para que leyeran la Biblia en lengua
vernácula y trataran directamente con su Dios. El Islam lo había logrado de
modo más radical, a comienzos del siglo VII; y quién va a asegurar que los
europeos no conocían ese precedente islámico, o que no hubo una inspiración
islámica tras el movimiento protestante. [8] Curiosamente, sin embargo, la
ruptura con Roma también liberó al cristianismo para ser nacionalizado, para
ser apropiado por los nuevos Estados emergentes en Europa Occidental, que
procedieron a establecer una iglesia y una doctrina nacional, que luego
sancionaron guerras religiosas, la persecución y, nada menos que la
colonización y la esclavitud de no europeos. En otras palabras, la libertad de
conciencia en el temprano Occidente moderno estaba generalmente más circunscrita
que en el Mundo Islámico, donde no existía una Iglesia para imponer el dogma
religioso, y donde los musulmanes tenían libertad para vivir sus vidas según
sus tradiciones legales preferidas.
La inspiración para la idea central de la economía ortodoxa
–su vigorosa oposición a las intervenciones estatales– provino primordialmente
de los chinos. En sus días, Francois Quesnay, el más destacado de los pioneros
franceses de esa política –los fisiócratas– fue conocido como el “Confucio
europeo”. La consigna que resumía la economía política fisiócrata, laissez
faire, era una traducción directa de la frase china wu wei. [9] Adam Smith, el
supuesto fundador anglosajón de la economía clásica, era un discípulo de
Quesnay. Pocos economistas ortodoxos saben que el lenguaje que hablan –aunque
no su objetivo– fue inventado por los antiguos chinos.
Ya que las máquinas definieron la modernidad –que comenzó
para cantidades crecientes de europeos en el siglo XVIII– puede que valga la
pena recordar que muchas de las máquinas que llevaron a los europeos a la
modernidad –molinos de agua, molinos de viento, el compás, la vela latina, el
astrolabio, la esfera armilar, los mecanismos interiores del reloj, las
sembradoras, segadoras y trilladoras mecanizadas, arados de hierro, prensa de
impresión, bombas, remos, cañones y fusiles, y muchas otras– tuvieron su origen
fuera de Europa Occidental, en China o en el Mundo Islámico. [10] Si se
originaron en Grecia, fueron refinados y mejorados durante muchos siglos en el
Mundo Islámico antes de ser pasados a Europa Occidental.
Uno de los archipropugnadores del imperialismo occidental,
Rudyard Kipling, con su profundamente arraigado pensamiento regionalista, no
fue capaz de imaginar que Oriente y Occidente pudieran encontrarse. Es una lástima,
no le había llegado la noticia de que se habían estado encontrando –y que
Occidente era el que recibía la mayor parte de los beneficios de esos
encuentros– desde los tiempos antiguos.
M. Shahid
Alam es profesor de economía en Northeastern University. Este texto forma parte
de su próximo libro: Israeli Exceptionalism: The Destabilizing Logic of Zionism
(Macmillan, November 2009). Para contactos: alqalam02760@yahoo.com.
Referencias
1. (Trad: Rafael Cansinos Assens. En: Johann Wolfgang
Goethe, Obras completas, tomo II, ed. Aguilar)
2. E. C. Eze, Race and the Enlightenment: A Reader
(Blackwell, 1997); M. Shahid Alam, “Articulating Group Differences: A Variety
of Autocentrisms”, Science and Society (Summer 2003): 206-18.
3. Para estudiar esta literatura vea: Andre Gunder Frank,
“East and West,” en: Arno Tausch and Peter Herrmann, eds., The West, Europe and
the Muslim World ( Novinka, 2006).
4. Octave Mannoni, Prospero and Caliban: Psychology of
Colonization (University of Michigan Press, 1990): 24.
5. John Stuart Mill, Liberty (NuVision, 1859): 60.
6. Alberuni, Alberuni’s India, translated by Edward C.
Sachau, and abridge and edited by Ainslie T. Embree (The Norton Library, 1971):
246.
7. Noah Feldman, The Fall and Rise of the Islamic State
(Princeton University Press, 2008): 27-35.
8. Charles Lindholm, The Islamic Middle East: An Historical
Anthropology (Blackwell, 1996): 13.
9. Hobson, The Eastern Origins: 195-6.
10. Hobson, The Eastern Origins: ch. 9
![]() |
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
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