
El individuo, héroe
de la vida cotidiana
En 1982, Marshall Berman publicó un hermoso libro sobre la
experiencia de la modernidad, Todo lo sólido se desvanece en el aire. Para él,
la modernidad, mucho más que un período histórico o que una cultura, es ante
todo una experiencia particular, una aventura indisociablemente histórica y
existencial en la cual los individuos se sienten capaces de cambiar el mundo
que está a punto de cambiarlos.
Los individuos son inseparables de la voluntad de transformar el universo. Es ésta una inspiración que Berman subraya tomando como título de su libro una frase de Marx y Engels del Manifiesto Comunista. Ser moderno significa estar en medio de una multitud de experiencias, temporalidades y espacios diferentes, de promesas y peligros constantes. La modernidad es el autodesarrollo de las potencialidades humanas; una experiencia vital, única, que permite sentirse cómodo en medio del torbellino de la existencia (Berman, 1982). (1)
Los individuos son inseparables de la voluntad de transformar el universo. Es ésta una inspiración que Berman subraya tomando como título de su libro una frase de Marx y Engels del Manifiesto Comunista. Ser moderno significa estar en medio de una multitud de experiencias, temporalidades y espacios diferentes, de promesas y peligros constantes. La modernidad es el autodesarrollo de las potencialidades humanas; una experiencia vital, única, que permite sentirse cómodo en medio del torbellino de la existencia (Berman, 1982). (1)
Esta lectura no ha sido del gusto de todos. En nombre de una
concepción más ortodoxa del marxismo, el crítico Perry Anderson (2) le ha hecho
una serie de observaciones críticas. Los individuos no son anteriores a la
sociedad, ha sostenido este autor, son individuos sociales y, en ese sentido,
su carácter social no es posterior a su individualidad. La potencialidad humana
no es, por tanto, ilimitada, sino que se encuentra enmarcada por el estado de
evolución de las fuerzas productivas. La revolución no puede ser asociada a un
torbellino de experiencias personales, ella es un movimiento colectivo que se
instaura solamente en la dimensión política. Por último, apoyándose en los
trabajos de otro crítico marxista, Anderson recuerda que la vanguardia
modernista es inseparable de una contradicción histórica precisa, datada, ya
sobrepasada, y que es, por lo tanto, un error interpretarla como un rasgo
transhistórico propio de la experiencia moderna. La última palabra, entonces,
está dicha: es ilusorio hacer de la experiencia de los individuos el objeto
principal del análisis social.
La respuesta de Berman (1984) es, probablemente, una de las
más conmovedoras réplicas imaginables. No contraargumenta. Propone, solamente,
mirar alrededor. Es por medio de los rostros múltiples de la modernidad que
defiende su causa, y, especialmente, a partir de una sensibilidad intelectual
particular. Evoca canciones y vehículos, pero, por sobre todo, la vida de las
personas. La de un estudiante, Larry, recientemente graduado, quien viene a
verlo para hablar de una disertación y de su vida. Después de una infancia
terrible, abandonado por un padre alcohólico, gana una beca para hacer estudios
en la Universidad. Al momento de la entrevista, trabaja como chofer de taxi en
la noche sin dejar de soñar con grandes visiones épicas que comparte con
filósofos idealistas alemanes. Berman le sugiere estudiar su ciudad natal,
donde se produce acero. Larry le cuenta, entonces, que su pueblo está
desapareciendo, que los hombres vagan perdidos, pero que, sobre todo, odia su
pueblo y que ese odio le ha ayudado a construirse y a saber quién es. También
la historia de una joven de 17 años, Lena, proveniente de una familia
portorriqueña, y cuyo universo mental se ha abierto, según cuenta, cuando
ingresó a la Universidad en contacto con la poesía, el feminismo, la política,
y, por cierto, los romances y la sexualidad. Un descubrimiento que la aleja de
su familia, y que, aunque tal vez no lo sepa, hace de ella una heroína anónima
de la modernidad. Una de muchas.
Berman concluye evocando el barrio de su infancia, al sur
del Bronx, al cual regresa todos los años. La última vez –relata a Anderson– ha
sido testigo de una discusión en el bus entre una “enorme mujer negra” y su
hija de alrededor de 15 años, vestida con un espléndido y muy ajustado pantalón
rosado. La madre está manifiestamente enojada. La discusión se encrespa. La
madre reprocha a la hija la compra del pantalón. La hija le dice que lo compró
con su dinero. La madre le advierte que con “ese culo” no terminará sus
estudios porque tendrá un niño antes. La hija toma a su madre con un gesto de ternura
y le dice: “No te preocupes, mamá. Nosotras somos modernas, sabemos cómo
cuidarnos”. “¿Modernas?”, le dice furiosa la madre, “cuidadito no más con
traerme un hijo moderno”. Berman desciende del bus, encantado y feliz. Las
razones son muy simples: la vida es, ciertamente, dura en el Bronx, pero la
gente no se resigna. Digan lo que digan Anderson y los otros, la modernidad no
es un momento estético y cultural propio de una vanguardia superada, sino que
sigue siendo una experiencia viva en las calles.
Pocas cosas definen mejor la sociología del individuo que
esta adhesión al “heroísmo de la vida moderna” de la que ya hablaba Baudelaire.
Por supuesto, y como se verá, no todos los sociólogos comparten el entusiasmo
de Berman, pero todos exploran a los individuos en medio de contextos sociales
que acentúan fuertemente su individualización. Y todos –sobre todo Berman pero
ya antes Georg Simmel– se interesan no solo por los grandes acontecimientos del
mundo, sino también por lo que se observa en las calles y en la vida de
nuestros contemporáneos. De nada sirve leer los grandes procesos sociales si se
es incapaz de comprender la vida de las personas: la forma en que viven, luchan
y afrontan el mundo. Más que una simple perspectiva de análisis, que supone
teorías y métodos particulares, la sociología del individuo es una
sensibilidad. Intelectual y existencial.
La construcción de
una sociología del individuo
El hecho de que la sociología tome al individuo como objeto,
incluso como objeto central, ha suscitado y suscita resistencia todavía, como
acabamos de evocarlo. Algunos estiman que se trata de la autodestrucción de la
disciplina. Pero esta apreciación se basa casi siempre en un malentendido. El
individuo del que se trata en la sociología del individuo no está fuera de lo
social. Muy por el contrario. La modernidad ha engendrado “la formación de una
singularidad societal, un proceso de singularización en marcha a nivel de las
estructuras económicas, de la organización política o del derecho, en el plano
de las relaciones con los otros o con la historia, en las aspiraciones
personales o en las coerciones urbanas” (Martuccelli, 2006: 429). El individuo
existe solamente porque toda la sociedad –en sus instituciones, en sus normas…–
le pide que exista. Si el margen de juego –más o menos grande– que se otorga al
individuo se legitima en la historia de la filosofía occidental (en nombre del
principio de autonomía), éste reposa sobre condiciones objetivas, económicas y
societales. Tomemos un solo ejemplo, la más aguda (aunque desigual) conexión
entre individuos a causa de su mayor o menor movilidad, incluso por razones
tecnológicas. En este proceso, como “cada hombre posee tantos yos sociales como
individuos que lo reconocen y se hacen una imagen de él”, (3) un individuo
moderno tiene más “yos” sociales y, en consecuencia, dispone objetivamente de
una mayor amplitud para definirse.
Con la modernidad, las sociedades occidentales otorgan un
lugar más amplio al individuo. Es una comprobación establecida desde fines del
siglo XIX: Durkheim lo reconocía afirmando que el individuo se había convertido
en la religión de la modernidad, y ello a pesar de adoptar un punto de vista
metodológico que privilegiaba el holismo. En Francia, probablemente más que en
otras partes, la mayoría de los sociólogos ha preferido, para describir el
mundo, poner el acento casi exclusivamente en las clases sociales, en la
primacía de los grupos, en una sociedad atravesada por las luchas de clases,
por la dominación. Hubo que esperar hasta fines de los años 60 para que los
sociólogos, en forma progresiva, se plantearan el tema del individuo. Todo
aconteció como si hubiera un efecto de hysteresis, de retraso entre los
sociólogos, acostumbrados a dejar poco espacio a los actores; como si la
socialización interna en el medio profesional exigiera un tiempo de adaptación.
Los sociólogos redescubrieron que son colegas suyos los que utilizaron la
noción de self entregada enseguida a la psicología.(4) Releyeron y releen sobre
todo a Simmel, quien, desde comienzos del siglo XX, proponía una teoría
sociológica del individualismo.
El primer capítulo de este libro recordará esa historia, la
de una sociología obligada a volcarse hacia el individuo. Para muchos
sociólogos ya no resultó posible proponer una visión a-histórica, desfasada del
mundo contemporáneo, en consecuencia, elaboraron teorías del individuo y del
proceso de individualización, variables según los países. Ése será el objeto
del segundo capítulo, que comenzará, sin que para nadie sea una sorpresa, por los
Estados Unidos, donde ya Alexis de Tocqueville notó la fuerza de aquel
movimiento paradójico, social e individual, al mismo tiempo.
En el tercer capítulo, nos centraremos en la sociología
francesa para describir las cuatro teorías principales del individuo: la de un
individuo socializado por disposiciones y hábitos; la de un individuo orientado
por instituciones y normas sociales que se le imponen; la del individuo
reconocido por sus relaciones y, por último, la de un individuo construido por
una serie de pruebas. Se insistirá en que una sociología del individuo no
descansa necesariamente sobre una concepción del individuo aislado, o de un
átomo, ni en una visión reductora de un individuo solamente racional. La
mayoría de las teorías reconocen un entorno social que autoriza u obliga a los
agentes sociales a convertirse en individuos, actores de su existencia.
Ahora bien, si es cierto que la sociedad se transforma, no
solamente deben cambiar las teorías sociológicas, sino también el oficio. La
respuesta de Berman ya indicaba la dirección: interesarse en la vida corriente
de los individuos, en sus experiencias y pruebas, en el sentido que los
individuos dan a sus conductas. Si la sociología quiere dar cuenta de este
proceso debe, sin duda, subrayar lo que los anglosajones llaman un “giro
biográfico” (Rustin, 2006; Chamberlayne, Bornat y Wengraf, 2000) y debe por
ello poner a la entrevista en el primero y no en el último lugar en la
metodología.
El cuarto capítulo entrega indicaciones sobre la manera de
hacer una sociología del individuo, sobre las metodologías que permiten su
análisis dentro de su singularidad sin disociarlo de su entorno y sus
interdependencias.
Notas
(1) Nota de los autores a la traducción. Tratándose de un
libro de introducción a las sociologías del individuo hemos optado por dar como
año de publicación en el cuerpo del texto la primera edición, y entre corchetes
la edición citada en la versión francesa. En la bibliografía general al final
del volumen hemos añadido, en caso de existir, la referencia a una edición
castellana.
(2) Para esta crítica y la contrarréplica de Anderson a la
respuesta de Berman, cfr. Anderson (1992, capítulo 2 y post scriptum).
(3) William James, Principios de psicología (1890), citado
por Queiroz y Ziolkovski (1994: 17).
(4) Especialmente Charles Cooley, con su noción de
“Looking–glass self” (1902).
Este texto corresponde a “Introducción” del libro, de Danilo
Martuccelli y François de Singly: Las sociologías del individuo, de reciente
aparición en LOM Ediciones, 2012.
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http://www.carcaj.cl/2012/03/las-sociologias-del-individuo/ |
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Foto: François de Singly & Danilo Martuccelli |
