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Foto: Manuel Sacristán |
Especial para Gramscimanía |
En conversación con Marc Saint-Upéry [1], Joan Martínez
Alier ha recordado que a su regreso a Barcelona en 1975 observó que entre los
economistas universitarios había un sector muy hostil a la ecología. Para los
economistas neoclásicos, algunos de ellos muy competentes en la materia, la
ecología era algo que simplemente no existía. Sobre los marxistas, añade el
autor de Los huacchilleros del Perú, en medio “del gran desierto que fue
la Universidad española durante el franquismo estaba Manuel Sacristán, un
hombre extraordinario”.
Años antes, durante su estancia en Perú con Verena
Stolcke, JMA conoció en 1971-1972 al antropólogo usamericano de Amherst Brooke
Thomas, un estudioso de las calorías que circulan entre los diferentes pisos
ecológicos.
Martínez Alier, que había realizado cursos en economía de la alimentación, se interesó por el tema. Así accedió a la economía ecológica, de este modo pudo convertirse en uno de los pocos economistas, con sus propias palabras, “capaces de contar calorías y proteínas, porque hay muchos economistas que se dedican a lo metafísico y no hablan de ese tipo de cosas”.
Martínez Alier, que había realizado cursos en economía de la alimentación, se interesó por el tema. Así accedió a la economía ecológica, de este modo pudo convertirse en uno de los pocos economistas, con sus propias palabras, “capaces de contar calorías y proteínas, porque hay muchos economistas que se dedican a lo metafísico y no hablan de ese tipo de cosas”.
Durante esos años, Manuel Sacristán no impartía clases de
Metodología de las Ciencias Sociales ni de Fundamentos de Filosofía en la
Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona. Había sido expulsado de
la Universidad en 1965. La razón, no ocultada por el entonces rector fascista
de la UB, el competente farmacólogo Francisco García Valdecasas, es conocida:
su militancia en el PSUC-PCE, su compromiso en primera línea de combate con la
resistencia antifranquista y comunista. Durante la larga década que estuvo
expulsado, el traductor de El Capital se ganó la vida, y ayudó a su
familia, con traducciones y colaboraciones editoriales. Es imposible concebir
el gran prestigio y la enorme productividad de Ediciones Grijalbo durante ese
período (y también de la Editorial Ariel, por supuesto) sin citar su nombre y
sus numerosas y diversas (e incluso increíbles) aportaciones. Treinta mil
páginas traducidas –no exagero, Albert Domingo Curto las ha contado- del griego
clásico, inglés, francés, italiano, catalán y alemán lo dicen todo.
En 1972, mientras iba saliendo de una fuerte depresión
clínica en la que seguramente los recientes avatares históricos del movimiento
comunista internacional no fueron ajenos, Sacristán propuso, precisamente a
Ediciones Grijalbo, la publicación de tres nuevas colecciones. “Naturaleza y
sociedad”, “Hipótesis” y CIC, “Cuadernos de Iniciación Científica” (o
“cuadernos de iniciación comunista” si se prefiere), eran sus nombres. Sólo la
segunda llegó a realizarse. Fue una colección inolvidable con la que nos
formamos muchos jóvenes de aquellos años. Ciencia, matemáticas, filosofía,
historia, marxismo, política, biografía, clásicos, de todo había en aquella
viña documentada y enrojecida.
El proyecto, que no llegó a concretarse, de “Naturaleza y
sociedad” constaba de 200 volúmenes distribuidos del modo siguiente: 20
volúmenes de Ciencias Formales, 60 de Ciencias de la Naturaleza, 80 de Ciencias
de la Sociedad, 30 de Crítica e Interpretación (10 de filosofía y 20 de
historia) y 10 de Sociofísica. En el apartado III de “proposiciones varias” señalaba
Sacristán la novedad de este término: “El concepto de sociofísica es propio del
director de la colección. No se ha utilizado nunca. Significa los temas en que
la intervención de la sociedad (principalmente de la sociedad industrial
capitalista) interfiere con la naturaleza (urbanismo, contaminación, etc)”.
Sacristán quería dedicar diez ensayos a este ámbito, igual cantidad que al
apartado de filosofía. Pensó esta colección como “de divulgación alta” para un
público que podía estar representado por bachilleres del último curso, el
antiguo 6º de Bachillerato, y estudiantes de primeros cursos de Facultades o
Escuelas universitarias. Eran otros tiempos, no se extrañen por este vértice.
El anterior fue, probablemente, uno de los primeros escritos
en los que Sacristán hizo referencia explícita a temáticas ecológicas. Si, como
él hiciera con la obra de Marx, buscamos atisbos ecológicos en sus textos más
esenciales, podemos citar también este paso de uno de sus grandes artículos,
“La universidad y la división del trabajo”, basado en conferencias de finales
de los sesenta y principios de los setenta: “[…] Pero la causa más básica está
en la energía productiva liberada por la gran industria incluso en medio de las
catástrofes (sin olvidar ya hoy la degradación del medio natural) que produce
su organización en forma capitalista”. No está en soledad de a uno.
Desde entonces, la profundización de Sacristán en este
ámbito [2] es constante, contra corriente, documentada, crítica (son las marcas
conocidas de la casa), y ciertamente singular en el marxismo no sólo español
sino europeo de aquellos años setenta. Su tesis esencial, la posición que
mantendría Sacristán hasta el final de su corta vida, puede ser expuesta en los
siguientes términos: el socialismo no entregado, es decir, el socialismo que
aspira y lucha por el surgimiento de una nueva sociedad donde podamos vivir sin
el permiso de los descreadores de la Tierra, la aspiración básica de ciudadanos
y ciudadanas ejemplares como Marcelino Camacho, Tomasa Cuevas, Miguel Núñez o
Gregorio López Raimundo, el socialismo, decía, iría al desastre si no asimilaba
la motivación ecológico-revolucionaria. El capitalismo tendía inexorablemente a
la acumulación insaciable y a la concentración sin límite, y no podía dar luz,
aunque así lo deseara, a una organización de la vida social que fuera justa,
respetuosa y admisible.
Sacristán insistía ya entonces, a quien quisiera oírle, que
existía razonamiento ecologista de calidad científica, que no todo, ni mucho
menos, era ecologismo ingenuo “que contrapone producción a necesidad o que
quiere que se recicle todo sin pensar a costa de cuántos megavatios”. Existía
ecologismo bien razonado desde hacía años, con buena categorización
económico-social, y hasta, en algunos casos, con aceptación excesiva de los
datos de partida que promovía la propia cultura del despilfarro y del
consumismo insaciable. Al autor de Pacifismo, ecologismo y política
alternativa le gustaba citar este paso de Ciencia y supervivencia de
Barry Commoner, muy del gusto también de su discípulo Jorge Riechmann, otro
brechtiano imprescindible. “Como biólogo”, señalaba Commoner, “he llegado a
esta conclusión: hemos alcanzado un punto crítico en la ocupación humana de
este planeta. El medio ambiente es un sistema complejo, delicadamente
equilibrado, y este conjunto íntegro recibe el impacto de todas las agresiones
infligidas separadamente por los agentes contaminadores. Jamás, en la historia
de la Tierra, se ha sometido su tenue superficie sustentadora de vida a unos
agentes tan activos, variados y asombrosos. Creo que los efectos acumulativos
de esos contaminadores, sus acciones interdependientes y su amplificación,
pueden ser fatales para la compleja trama de la biosfera. Y como el hombre es,
en definitiva, una parte dependiente de ese sistema, pienso que la
contaminación persistente del orbe -si no se impone una supervisión rigurosa-
destruirá la adaptabilidad de este planeta para la vida humana”. El texto,
déjenme que lo recuerde con la boca abierta fruto de mi máxima admiración, es
de 1966.
Sacristán recordaba que se solía afirmar que la tradición
marxista no había conocido los problemas apuntados por la ecología política o,
acaso, que los había conocido muy insuficientemente. Sin embargo, en su
opinión, muchos años antes de los análisis de John Bellamy Foster, en la obra
de los clásicos, particularmente en la de Marx y, en menor medida, en la de
Engels, existían elementos interesantes al respecto. Esos atisbos habían sido
tenidos en cuenta de manera muy diversa durante los años de existencia y
evolución de la tradición marxista. No se podía hablar de pensamiento
ecologista de Marx, propiamente, señaló en 1983, pero existía en su obra unas
pocas ideas que hoy se llamarían de “política ecológica”. Escasas, pero de
interés. Algunas bien conocidas, las que se refieren a las condiciones de vida
de las clases trabajadoras; otras, mucho menos, las que se referían a lo que
Marx llamaba la depredación del trabajador y el terreno en la economía
capitalista.
Más interesante que un estudio detallado de esas ideas era
preguntarse por qué en la tradición no habían tenido prácticamente ningún
cultivo, muy poco, con excepción de algunos autores como Kautsky y Podolinsky.
La causa, en su opinión, era la presencia en el pensamiento de Marx de un esquema
filosófico, que sin ser toda su filosofía era un muy importante en ella, “que
tiene cierta tendencia no sólo al fatalismo sino además a concebir el dinamismo
histórico como algo necesitado, fundamentalmente, del mal”. Como había dicho
Marx en alguna ocasión, la historia avanzaba por el lado malo, por su peor
lado. Eso había ocasionado que en la tradición se aceptara alegremente, casi
como obvio, el constante empeoramiento, la constante depredación tanto de la
fuerza de trabajo como de la misma naturaleza. En su conferencia de 1983 sobre
la “Tradición marxista y los nuevos problemas”, Sacristán volvió nuevamente
sobre las relaciones entre la tradición y el movimiento ecologista. Señaló que
se había hecho usual “ver en los clásicos del marxismo a unos autores
ignorantes de esta problemática”. Se solía pensar que Marx era un autor que no
había sabido nada de estas cuestiones y que, de hecho, lo que había apuntado
era más bien contraproducente. Sin embargo, esta opinión, que parecía ser la
creencia “de gente muy inteligente y culta” como Joan Martínez Alier, hombre
muy competente, añadía Sacristán, pero que parecía estar convencido de esa
tesis que, en su opinión, era un error, un inmenso error.
Tesis afines pueden rastrearse en la que fue su última
conferencia, aún inédita, “Introducción a los nuevos movimientos sociales“, una
intervención de julio de 1985 en Gijón, un mes antes de su fallecimiento. Hay
aquí también diversos consideraciones de interés sobre el ecologismo,
considerado como uno de los nuevos movimientos alternativos. El ecologismo no
era una ciencia, no era la ecología. El ecologismo era una política, una forma
de concebir las relaciones entre el hombre y su entorno vivo o inerte, entre
nuestra especie y las demás especies y el mundo. Los movimientos ecologistas,
admitía entonces Sacristán, tendían desgraciadamente con frecuencia a la
pseudociencia, a consideraciones “presentadas como ciencia pero carentes de
base e incluso de argumentación”. Cuando ecólogos críticos con el movimiento
como Margalef o Laurent Samuel señalaban que el ecologismo practicaba la
pseudociencia esgrimían buenas razones para defender su crítica. Algunos grupos
ecologistas la practicaron, la practican ahora incluso. Esas tendencias
anticientíficas eran fruto de una reacción mal orientada, pero explicable
sostenía Sacristán, debida “a los desastres de la tecnociencia oficial”. Si era
verdad que dar consejos ridículos acerca del cáncer o de la diabetes era un
crimen, “porque puede dañar a unos cuantos miles de personas”, fabricar
armamento nuclear, aviones de combate, “es muchísimo más grave, porque puede
dañar a muchísima más gente”. Esta mala reacción que puede servir para explicar
la presencia de pseudociencia en ambientes ecologistas no era, desde luego, una
justificación; si los movimientos ecologistas querían sobrevivir, tener
influencia y eficacia política tenían que superar esa irracionalidad
anticientífica inicial.
La principal conversión que los condicionamientos ecológicos
proponían al pensamiento revolucionario, señaló el traductor de Adorno y
Marcuse en unas jornadas de Ecología y Política celebradas en Murcia en 1979,
consistía en abandonar la espeta del Juicio Final, el utopismo, la escatología,
deshacerse del milenarismo de la tradición, creer ingenuamente que la
revolución social era la plenitud de los tiempos, un evento a partir del cual
quedarían anuladas todas las tensones entre las personas y entre éstas y la
Naturaleza, obrando entonces sin obstáculo las buenas y objetivas leyes del
Ser, deformadas hasta entonces por las pecaminosas sociedades de clase, por la
injusta sociedad capitalista.
No, no se trataba de eso. Había que girar 180 grados la
concepción entonces usual sobre el desarrollo de las fuerzas productivas, que
él llamo desde entonces fuerzas productivo-destructivas, y su choque con unas
relaciones de producción que encorsetaban su despliegue. El socialismo no
consistía en el despliegue sin obstáculos de un tren de alta velocidad sino en
el uso plausible y sin colapso de los frenos de emergencia.
Singularmente, la política de la ciencia debía cambiar. No
se trataba de agitar a diestra y siniestra, días impares y fiestas de guardar,
más ciencia, más más madera, más ciencia, más madera, sino de agitar y argüir
una nueva y sosegada política de la ciencia que tuviese el equilibrio
homeostático de la especie como principio esencial. El primer principio
orientador de una política de la ciencia para esa otra sociedad, para esa
comunidad o federación de comunidades, debería ser una rectificación de los
modos dialécticos clásicos de pensar, hegelianos, sólo por negación, para
pensar de un modo que incluyera una dialecticidad distinta con elementos de
positividad, una dialecticidad que tuviera como primera virtud práctica la de
Aristóteles, el principio del mesotes, de la cordura, dimanante del hecho
de que las contraposiciones en las que ya entonces se estaba no las veía como
resolubles al modo hegeliano sino al modo como se apunta en el libro primero de El
Capital, mediante la creación del marco en el cual podían dirimirse sin
catástrofe.
Una política socialista respecto de las fuerzas
productivo-destructivas contemporáneas tenía que ser bastante compleja y
proceder con lo que él llamaba “moderación dialéctica”, empujando y frenando
selectivamente, con los valores socialistas presentes en todo momento, de modo
que pudiera calcular con precisión los eventuales “costes socialistas” de cada
desarrollo. Esa política tenía que estar alejada de líneas simplistas
aparentemente radicales, “como la simpleza progresista del desarrollo sin freno
y la simpleza romántica del puro y simple bloqueo”. La primera línea no ofrecía
ninguna seguridad socialista y sí, en cambio, muy alta probabilidad de
suicidio; la segunda, era para empezar, impracticable.
La ciencia en el sentido contemporáneo era un conocimiento
socializado con proyección técnica más o menos inmediata. De esta última
circunstancia se derivaba su peligrosidad intrínseca como conocimiento
sumamente eficaz: la excelencia de la física como conocimiento era la base del
armamento nuclear y químico. La reacción romántica a esta circunstancia
consistente “en intentar deshacer el camino andado y, en la práctica política,
bloquear la investigación” le parecía a Sacristán no sólo inviable sino además
indeseable. Desde el punto de vista político-moral, la ciencia era ambigua, por
así decirlo, si no quería usar la palabra “neutral” lamentablemente satanizada
en los ambientes de izquierda. Los productos científicos eran ambiguos y
conllevaban por sí mismos un riesgo probablemente proporcional a su calidad
epistemológica.
Sus propuestas concretas para una política de la ciencia de
orientación socialista señalaban cinco nudos básicos. Un ejemplo de sus
propuestas: hacer una política de la ciencia que admitiera la preeminencia de
la educación sobre la investigación durante un cierto largo período, principio
orientado a evitar las malas reacciones por ineducación de la humanidad a las
consecuencias inevitables de reducción del consumo. Un corolario de este primer
principio: la acentuación de la función educativa de la enseñanza superior.
Esta medida, su primer corolario, redundaban inmediatamente en un descenso del
consumo a través de una disminución de la productividad, por lo menos,
señalaba, en una primera fase, “porque esto significa menos producción de
profesionales y más producción de “hombres cultos”, que decía Ortega”.
Por lo demás, Sacristán fue muy crítico respecto a algunas
aproximaciones al tema entonces bastante influyentes. Así, comentando el libro
de Hans Magnus Enzensberger, Para una crítica de la ecología política (Barcelona,
Anagrama en 1974), un ensayo escrito, en su opinión, “con grandes bandazos que
acaso estén determinados por la tradición de mezclar la crítica ideológica con
la consideración de la cosa misma, acaso por precipitación en la composición, y
acaso por pudores de revolucionario verbal”, anotando un paso del ensayo -“La
izquierda ha considerado ante todo su deber enfrentar el problema desde una
perspectiva crítico-ideológica. Su actuación es fundamentalmente clarificadora,
tratando de poner de manifiesto las innumerables mixtificaciones que comporta
el pensamiento ecológico y promoviendo su solució” (p.22), comentaba Sacristán:
“Sin que eso sea falso, la falta de sentido autocrítico lo estropea: la
izquierda ha empezado por ignorar todo eso y seguir averiguando el sexo de los
ángeles grupusculares durante años, mientras los obreros y el pueblo de Erandio
chocaban con la policía por la contaminación de su atmósfera”.
Ni que decir tiene que Sacristán, que nunca fue, desde su
compromiso político marxista-comunista, ni incluso antes, un filósofo al uso,
no se conformó con la reflexión teórica ni con la mera agitación
propagandística. Organizó, luchó y combatió en organizaciones tan esenciales
como el CANC, el Comité Antinuclear de Catalunya, junto a Paco Fernández Buey,
Víctor Ríos, Toni Domènech o Joan Pallisé; intervino en el interior de
Comisiones Obreras y era frecuente verle en manifestaciones obreras y
ciudadanas en Barcelona repartiendo papeles y documentos, además de impartir
numerosas y concurridas conferencias sobre la temática, sobre el ecologismo,
sobre el antimilitarismo, contra la energía nuclear y, déjenme que no olvide
este paisaje, contra la estafa aléfica que significó nuestra permanencia en la
OTAN, una falsaria y estudiada generación de consenso ciudadano que permitió
nuestra permanencia en una alianza militar criminal como el tratado del
Atlántico Norte, dirigido durante años, déjenme que recuerde su nombre, por el
“socialista” Javier Solana.
En el marco de nuestra edición española de Lukács, escribía
Sacristán en la edición de las Aportaciones a la historia de la estética,
“este volumen debe dar testimonio de esta excepcional y llamativa
característica del pensador húngaro”. Con independencia de lo que cada lector
–marxista o no- estuviera dispuesto a recibir de la obra de Lukács, añadía,
“nadie puede negarle esa peculiar capacidad de fundir la viva y ágil
irrequietud del pensamiento, la constante receptividad para con novedades y
profundidades recién vistas, con una persistencia de verdadero clásico en
cuanto a una media docena de criterios histórico-filosóficos y estéticos
básicos, a los cuales es fiel nuestro autor a través de las vicisitudes de una
agitada vida de pensador, escritor y político”.
Algo similar puede decirse de su vida y de su hacer.
Sacristán no fue, propiamente, sin más matices, un pensador ecologista ni
siquiera un ecosocialista hoy al uso, o un dirigente político sensible,
preocupado por un desarrollo sostenible de la economía. No, Sacristán, fue un
ecocomunista, alguien que no idealizó, desde luego, la arista ecologista a los
países del socialismo (ir)real, como sí haría –o jugara a hacer- el que fuera
su amigo y compañero en este ámbito, Wolfgang Harich, de cuyos análisis Sacristán
bebió críticamente, alguien, Sacristán, para quien el socialismo no consistía
en hacer lo mismo que el capitalismo aunque mejor, más eficazmente, y con un
poquito más de humanidad, sino, esencialmente, construir algo nuevo, una nueva
cultura, una nueva forma de relacionarnos con la Naturaleza y entre nosotros a
través de nuevos procedimientos democráticos participativos, evitando que la
Tierra se convirtiera en un estercolero. En el editorial del número 1 de mientras
tanto, él mismo señaló la urgencia de la tarea que habría que proponerse “para
que tras esta noche oscura de la crisis de una civilización despuntara una
humanidad más justa en una Tierra habitable, en vez de un inmenso rebaño de
atontados ruidosos en un estercolero químico, farmacéutico y radiactivo”.
A muchos de nosotros, ese programa nos siguen pareciendo una
aspiración necesaria, urgente, razonable y sin duda justa. Gracias.
Notas
[1] Véase SinPermiso, nº 7, 2010.
[2] Los textos de Sacristán que he usado en esta
comunicación provienen fundamentalmente de los escritos recogidos en Pacifismo,
ecologismo y política alternativa (Barcelona, Icaria-Público, 2010), de
conferencias incluidas en M. Sacristán, Seis conferencias (Barcelona,
El Viejo Topo, 2005) y de otros textos inéditos, transcritos por mí, o que
están ubicados entre la documentación depositada en Reserva de la Biblioteca
Central de la UB, fondo Sacristán.