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Foto: Chantal Mouffe |
Chantal Mouffe (Charleroi, Bélgica, 1943) es profesora de
teoría política en la Universidad de Westminster. Obras emblemáticas como
Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia
(1985) –que escribió junto con Ernesto Laclau–, El retorno de lo político
(1993), La paradoja democrática (2000) o En torno a lo político (2005), la han
convertido en un referente imprescindible de la filosofía política
contemporánea.
En contraste con el paradigma liberal-democrático dominante,
Mouffe propone una reformulación del proyecto socialista a través de un modelo
de democracia radical y plural. Este nuevo imaginario político no gira
alrededor del consenso racional, sino en torno a un pluralismo agonístico que
se caracteriza por reconocer que la política nunca podrá prescindir del
antagonismo, ya que todo “nosotros” implica la existencia de un “ellos”.
Mouffe defiende que la tarea democrática no debe consistir
en excluir o negar un conflicto que es inerradicable, sino en lograr su
“domesticación”. En consecuencia, plantea transformar el antagonismo en
agonismo , es decir, procurar una relación “nosotros/ellos” en la que los
oponentes ya no se traten como “enemigos”, sino que se perciban y reconozcan a
sí mismos como “adversarios” que comparten un espacio simbólico común.
Parte importante de su
modelo de democracia y confrontación agonística es el papel que otorga a la
dimensión afectiva. Usted señala que “la principal tarea de la política
democrática no es eliminar las pasiones ni relegarlas a la esfera privada para
hacer posible el consenso racional, sino movilizar dichas pasiones de modo que
promuevan formas democráticas” 1. Apelar hoy en día a dicha movilización me
parece muy sugerente o llamativo, porque desde hace tiempo, quizá desde los
terribles excesos del fascismo y del nazismo por todos conocidos, la teoría
política ha estigmatizado o menospreciado el papel que ocupan las pasiones en
la política.
Estoy de acuerdo. Básicamente está ligado a lo que pasó con
el nazismo. Por ejemplo, si uno piensa en la obra de Jürgen Habermas, que es
uno de los principales representantes del modelo deliberativo de la democracia
que yo critico, está claro que pretende pensar la política de un modo que
impida el regreso de movimientos de masas del tipo del fascismo. Por eso
insiste en que la política tiene que pensarse en términos racionales. Habermas
piensa que las pasiones únicamente pueden ser movilizadas como lo hicieron Hitler
y el nazismo, por eso dice que hay que evitar la posibilidad de que desempeñen
un papel importante en política. Pero yo creo que ahí hay un error fundamental,
porque si bien es cierto que las pasiones pueden ser movilizadas de una manera
muy preocupante y peligrosa para la democracia, tampoco se pueden eliminar.
Dejar el terreno de las pasiones abierto solo a la derecha
populista o a la extrema derecha es terriblemente peligroso. Estoy convencida
de que hay una relación muy clara entre ese modelo racionalista aceptado por
los partidos democráticos tradicionales –que no deja lugar para una
movilización de las pasiones hacia objetivos democráticos–, y el éxito del
populismo de derecha. Las pasiones no son eliminables de la política, están
ahí. Forman parte del make-up de los individuos. Elias Canetti lo subraya de
manera muy interesante en su libro Masa y poder, donde muestra que los seres
humanos estamos atraídos por dos fuerzas opuestas: por un lado la afirmación de
la individualidad, y por otro una pulsión a formar parte de una masa. Lo que
quiero denotar con el término “pasiones” son todas las fuerzas afectivas que
están en juego en la creación de identidades colectivas. No estoy de acuerdo en
llamar a eso afectos o sentimientos. No se trata de una pasión individual, son
pasiones colectivas. Hoy en día está creciendo mucho la investigación sobre el
papel de las emociones…
Pensadoras
contemporáneas como Judith Butler o Marta C. Nussbaum han profundizado en
tiempos recientes sobre el papel del duelo, la vulnerabilidad, la compasión o
la empatía en política. ¿Es tiempo de reconsiderar moral y políticamente las
emociones?
Sí, pero no quiero ir por ese camino. No digo que no pueda
ser interesante, pero no es lo que tengo en mente. Por eso yo les llamo pasiones,
porque es una fuerza colectiva, aquello que lleva a la gente a ser parte de un
“nosotros”. Hace algunos años tuve esa discusión con Richard Rorty, quien me
dijo que lo que yo llamaba pasiones en realidad eran sentimientos. Le contesté
que no, porque en verdad existe una diferencia teórica importante.
Claro que a mí también me parece importante la cuestión
sentimental. Por ejemplo, Rorty, como crítica a Habermas, mencionó algo con lo
que estoy absolutamente de acuerdo. Consideraba que libros como La cabaña del
tío Tom –al crear formas de identificación y simpatía– habían desempeñado un
papel mucho más importante en la lucha contra el racismo y la esclavitud en
EE.UU. que todos los tratados filosóficos sobre la igualdad de las razas. Estoy
de acuerdo con Rorty en ese punto de crear empatía, pero creo que tanto él como
Nussbaum tienen una visión demasiado individualista. Lo que quiero es ligar
siempre la pasión con el conflicto, un elemento que me parece que no está
presente en esos autores.
En el prólogo de su
libro Desconstrucción y pragmatismo critica los modelos democráticos de Rorty y
Habermas porque “ninguno de los dos es capaz de comprender el papel crucial del
conflicto y la central función integradora que desempeña para una democracia
pluralista”. 2
Mi punto de partida tiene que ver con el concepto de
pluralismo. Una cuestión muy importante a considerar, por su gran impacto sobre
las discusiones actuales, es que todo el mundo habla del pluralismo, pero en
realidad hay dos maneras de entenderlo. Una es la forma liberal, que se
encuentra en Rawls, Habermas o en Arendt, quienes reconocen que existen una
multiplicidad de valores y perspectivas. Arendt, por ejemplo, retomando el
pensamiento ampliado de Kant, insiste mucho en que la política tiene que ver
con esa pluralidad y con la posibilidad de ponerse en los zapatos de los demás.
El objetivo, para ella, sería ocupar todas esas perspectivas, tender a la
creación de una armonía. Pero junto a esta concepción del pluralismo hay otra,
la defendida por Max Weber –y también por Nietzsche–, que es el politeísmo de
los valores. Ellos defienden que el pluralismo necesariamente implica conflicto
porque es imposible que todos esos valores puedan algún día –aun en un mundo
ideal– ser reconciliados, porque hay valores que se definen necesariamente en
contra de otros. Así es como considero que hay que entender el pluralismo: un
pluralismo que va ligado al reconocimiento de un conflicto inerradicable. Una
vez aceptado este concepto, la cuestión es saber cómo puede existir la
democracia pluralista, cómo va a funcionar, y es ahí donde viene mi propuesta.
¿Pero a qué clase de
conflicto se refiere? ¿Se trata de construir una cultura del disenso?
Para mí los conflictos realmente importantes son los que
llamo antagónicos, es decir, cuando realmente no hay posibilidad de una
reconciliación racional. Para la visión pluralista liberal no hay conflictos
antagónicos, porque todos pueden encontrar una solución, mientras que en la
visión weberiana que yo sigo hay conflictos por fuerza antagónicos. Entonces,
¿qué hacer con ellos? Mi propuesta es ver cómo se puede transformar el
antagonismo en agonismo. El objetivo fundamental de la democracia es crear las
instituciones que permitan que, cuando el conflicto emerja, adopte una forma agonística
y no antagónica.
Como parte de esta
confrontación agonística, usted plantea “el adversario” como una categoría
crucial para la política democrática. Esto es, que debe existir cierto
reconocimiento o vínculo común entre las partes en conflicto, de tal modo que
no se trate al “otro” como enemigo a erradicar. En este sentido, ¿qué clase de
virtudes o disposiciones individuales serían fundamentales en su modelo
adversarial? ¿Cómo piensa o se imagina el sujeto agonístico?
Un requisito fundamental para el desarrollo de una
democracia agonística sería el abandono de la idea de que hay una verdad y de
que nosotros la poseemos. Creo que en la izquierda –y aquí hago una
autocrítica– hemos tendido demasiado a pensar que nosotros teníamos la verdad y
que los demás estaban equivocados. Esa actitud es incompatible con la
concepción agonística, que consiste precisamente en reconocer que hay puntos de
vista enfrentados, diversas “verdades” que siempre estarán en conflicto. Tener
como objetivo imponer tu verdad es muy problemático, y justamente lo que hay
que reconocer es la legitimidad de los oponentes.
Uno de los problemas de hoy en día –y que desarrollo en mis
trabajos– es que la política se juega en un nivel moral. Ya no se piensa en
términos de izquierda o derecha, sino de bueno y de malo; “nosotros somos los
buenos”, “los otros son los malos”. Si se piensa en esos términos, está claro
que no hay posibilidad para una lucha agonística, porque si los malos son
enemigos, no puedes tener un diálogo aunque sea agonístico con ellos, no puedes
reconocer su legitimidad. La posición agonística –y esto es tal vez lo más
complicado– implica reconocer la contingencia de tus creencias, pero sin
embargo tener la voluntad de luchar para defenderlas. La política democrática
implica aceptar la legitimidad de los otros, y al mismo tiempo estar dispuesto
a luchar para transformar las relaciones de poder y crear otra hegemonía.
La gente opina que para tener fuerza y luchar hay que estar
absolutamente convencido de que se tiene la verdad, y que abandonar eso conduce
a la apatía. No me parece un punto de vista acertado, pero ahí radica la
posición difícil de crear: tener al mismo tiempo un sentimiento de relatividad
y de contingencia de tus creencias, y no obstante querer luchar por ellas. En
cierto modo, cuando Kant habla del entusiasmo se refiere a un fenómeno
semejante; una especie de entusiasmo para la lucha, pero que no esté basado
sobre la convicción de que uno tiene la verdad. Esta es la cualidad fundamental.
Desde hace algunos
años, más de la mitad de la población mundial ya vive en centros urbanos. Toco
el tema porque la ciudad siempre ha estado relacionada justamente con el
conflicto, la convivencia entre extraños y la pluralidad de perspectivas. ¿Qué
papel tiene el espacio público en su postura agonista? ¿Cree que es nostálgico
preocuparse por las calles, las plazas o el ágora en la época de Internet?
No debería ser nostálgico; ahí entramos en el terreno de
Internet, que también es muy interesante discutir. La manera como se evalúa la
cuestión depende mucho de la visión que se tiene sobre qué es un espacio
público. Para Habermas, por ejemplo, el espacio público es aquel que permite la
deliberación que va a llevar a la solución. Idealmente, espera que a través de
esa deliberación se va a crear el consenso. Para mí, el espacio público no es
donde uno va a tratar de llegar al consenso, sino donde va a darse la
posibilidad de expresión del conflicto, del disenso.
Desde ese punto de vista, Internet, en realidad, es un
terreno neutro; pensar que por sí mismo crea ese espacio agonístico me parece
un error. Lo puede crear, pero se debe tener una visión desde detrás, desde una
posición no inscrita en la misma tecnología. Hoy en día, desgraciadamente, Internet
no desempeña una función muy positiva en la creación del espacio agonístico. La
gente tiende a leer solo los blogs de aquellas personas con quienes está de
acuerdo, o a encerrarse en una serie de pequeñas comunidades con las que se
identifica. No es un lugar donde se acude a leer opiniones no coincidentes con
las propias. Este hecho lo encuentro realmente preocupante. Internet
evidentemente puede ser utilizado como técnica para crear un espacio
agonístico, pero para eso hay que tener una visión política clara de qué es lo
que se pretende hacer.
Para regresar a su pregunta sobre lo que ocurre en el
espacio de la ciudad, lo plantearía en términos similares; pensar que no
necesitamos más espacios públicos porque tenemos Internet es un error, porque
Internet no los reemplaza. Aun en el caso de que se desarrollara de forma más
agonística, es muy importante mantener, crear y desarrollar los espacios
públicos –públicos y físicos–, porque el contacto directo entre las personas es
fundamental. Me preocupa que, con el auge de Internet, la gente ni siquiera se
ponga frente a frente con otras personas. Hay una especie de encerramiento
personal, de falta de contacto físico con los otros, de falta de contacto con
las ideas distintas.
Este énfasis en tener la disposición y la posibilidad de
confrontarnos con aquellos que no piensan como “nosotros” me parece muy
sugerente. Pero dentro de su modelo de democracia agonística, ¿cómo deliberar o
discutir con aquellos que de entrada no quieren participar en ese espacio
simbólico común que plantea el juego democrático? Pienso en la extrema derecha,
el fundamentalismo religioso, el terrorismo, el narcotráfico…
No estoy defendiendo un pluralismo sin fronteras, ni que
todas las demandas puedan formar parte de ese espacio agonístico. Insisto mucho
en que entre los adversarios se necesita –y esa es la diferencia entre enemigo
y adversario– lo que llamo un consenso conflictual, es decir, una base de
consenso. Si no hay ningún terreno simbólico común, entonces no hay posibilidad
de entrar en ningún tipo de diálogo agonístico en el discurso.
El consenso conflictual lo entiendo como un acuerdo sobre
los principios ético-políticos que son los que caracterizan la democracia
pluralista –libertad e igualdad para todos–, pero como un desacuerdo sobre en
qué consisten su interpretación y su terreno de aplicación. Mucha gente puede
estar de acuerdo en la igualdad y la libertad para todos, pero cada uno va a
entender de manera completamente distinta qué tipo de libertad, qué tipo de
igualdad y también ese “todos”, porque el “todos” siempre es limitado, con
fronteras. Está claro que hay personas que se sitúan definitivamente fuera del
espacio agonístico, porque no aceptan los principios ético-políticos: los
terroristas, los fundamentalistas –como el pequeño grupo que quiere establecer
una república islámica en Inglaterra– o algunos grupos neonazis. Esos son
enemigos, no son adversarios. Cuando digo enemigos quiero decir que no vamos a
reconocer su derecho a defender su posición en el interior del marco
democrático. Simplemente no, no hay lugar. A diferencia de los que no ponen en
cuestión la base misma del pluralismo democrático, los enemigos no pueden ser
reconocidos en nombre del pluralismo.
Escuchándola me ha
venido a la mente una frase célebre de Manuel Vázquez Montalbán, un escritor
catalán que fue todo un referente de la izquierda…
Lo conozco, el escritor de novelas policíacas…
Exactamente. La frase
es “contra Franco vivíamos mejor”. Vázquez Montalbán la escribió ya en plena
transición democrática pensando en que parte de los males de la izquierda
española era que no había superado esa situación de vivir contra el franquismo.
En este sentido, ¿cuál consideraría que es actualmente el enemigo y el
adversario de la izquierda en Europa?
Siguiendo el razonamiento que he planteado hasta ahora, el
enemigo no será un enemigo de la izquierda, sino del sistema pluralista
democrático. Es decir, los enemigos de la izquierda tendrían que ser también
los enemigos de la derecha; los grupos terroristas, por ejemplo, son enemigos
tanto del PSOE como del PP. En un régimen democrático, los partidos deben
tratarse como adversarios, no como enemigos. La misma aceptación de la
elecciones es una muestra de que tú aceptas que tus oponentes defiendan su
punto de vista. El sistema democrático funciona sobre la base de reconocer al
otro como adversario.
En realidad, hay tres formas de concebir la manera de
relacionarse con el conflicto; hasta ahora hemos hablado de dos, que son el
antagonismo y el agonismo, pero también está la concepción liberal, que
simplemente entiende la política como un juego entre competidores, como un
terreno neutral en el que no se acepta o reconoce que todo orden es un orden
hegemónico que está estructurado por relaciones de poder. Para la concepción
liberal, la política simplemente es una competición entre elites –un término de
Schumpeter–, que consiste en tratar de ver quién ocupa los lugares del poder.
Ése es el modelo de la democracia que se ha vuelto dominante después de la
Segunda Guerra Mundial; llegas, ganas las elecciones y ocupas, y después viene
otro….
En general, la gente piensa que la democracia implica la
posibilidad de alternance , un partido gobierna y después gobierna el otro, y
otro. Para mí una verdadera democracia implica la posibilidad de alternatif,
cuando optar por un partido puede cambiar las cosas. Ésa es la diferencia entre
alternancia y alternativa. El problema de la izquierda es que ha llegado a
aceptar e interiorizar esa concepción liberal de la política, y por eso
finalmente no hay diferencia fundamental entre los proyectos de centro-derecha
y de centro-izquierda. Me acuerdo de que durante la campaña presidencial de
Francia en 2002 bromeaba con mis estudiantes sobre el hecho de que la
diferencia entre el programa de Lionel Jospin –que había declarado que no
defendía el proyecto socialista– y Jacques Chirac era la misma que entre
Coca-Cola y Pepsi-Cola. A mí, como a todo el mundo, me produjo un shock ver
aparecer en televisión la cara de Le Pen como el segundo candidato más votado.
Pero, en realidad, no me extrañó, porque era una justificación de todo lo que
yo había dicho en un plano teórico; cuando los partidos democráticos no ofrecen
una posibilidad real de escoger, y no tratan de movilizar a través de proyectos
realmente distintos, son los partidos populistas de derecha los que ganan.
En efecto, la
democracia pluralista exige la presencia de partidos e instituciones a través
de las cuales puedan manifestarse las discrepancias e intereses en conflicto,
pero ¿cómo se puede ser receptivo a la multiplicidad de voces, valores y
concepciones del bien que confluyen cotidianamente en una ciudad multicultural
como Barcelona, en la que alrededor del 15% de la población es inmigrante y
conviven más de 110 nacionalidades?
No puedo contestar esa pregunta. Habría que conocer
exactamente el estatuto de esos inmigrantes, y esto depende mucho de cada país.
Mi posición con respecto al multiculturalismo, en un plano abstracto o general,
es que debería haber más reconocimiento de las diferencias y costumbres de tipo
cultural. No hay que imponer una homogenización, la diversidad aquí no
solamente es legítima, sino positiva. Lo que no acepto es la posición de
quienes declaran que implementar realmente el multiculturalismo implicaría
adoptar unas formas de pluralismo legal. El caso de Canadá es particularmente interesante
desde ese punto de vista; algunos señalan que cada comunidad debería tener
derecho a un sistema judicial propio, es decir, que no haya una constitución o
sistema jurídico que valga para todo el mundo. Ahí ya no estoy de acuerdo. Para
que funcione la democracia es necesario respetar la adhesión a los principios
ético-políticos. Nuestro orden democrático pluralista no es compatible con la
existencia de principios de legitimidad en conflicto, porque en realidad lo que
está en juego con respecto de esa multiplicidad de sistemas legales es el
principio de legitimidad. No creo que en una asociación política quepan
principios de legitimidad situados en posiciones enfrentadas, porque eso
llevaría a la destrucción, a la disolución de la asociación política. También
aquí veo límites al pluralismo. Hacen falta unos principios de legitimidad, los
que se definen en la Constitución, que sean aceptados por todo el mundo.
Pasando a cuestiones
de la actual coyuntura política, me gustaría preguntarle si cree que el colapso
financiero de 2008 y el intervencionismo estatal que lo secundó son claros
indicios que confirman que el modelo neoliberal está en crisis. ¿Es tiempo de
hablar ya de un orden posneoliberal?
Desgraciadamente no lo creo. A pesar de lo que se hubiera
podido esperar, las cosas ya han vuelto prácticamente a la situación anterior a
la crisis. Hubo una oportunidad que no se aprovechó y es realmente una lástima,
porque con la crisis financiera, el Estado –que había sido demonizado durante
toda la época neoliberal– súbitamente apareció como el salvador. El Estado
podía actuar de dos maneras. Una era exactamente como lo hizo: intervenir para
salvar los bancos, sin ni siquiera imponer nuevas reglas de regulación muy
importantes. La otra era intervenir de manera mucho más radical, por ejemplo,
utilizando esa oportunidad para desarrollar medidas más redistributivas, algo
así como las medidas de Roosevelt con el New Deal.
Había una oportunidad, pero para eso hubiera sido necesario
que en los países, hablo en el caso europeo, hubiera existido una izquierda
realmente en condiciones de aprovecharla. Lo terrible es que, hoy en día,
después de la crisis financiera, son los partidos de derecha y centro derecha
los que de algún modo han sacado provecho. Después de las elecciones de Gran
Bretaña el único país importante en el que se mantiene un gobierno socialista
es la España de Zapatero.
La crisis no ha favorecido a la izquierda, como hubiera sido
lo normal tratándose de una crisis del modelo liberal. Aquí hay dos cuestiones
a tener en cuenta. En primer lugar, que los partidos de izquierda están en
crisis prácticamente en todas partes, y la segunda –y tal vez la más
importante– que hubiera sido muy difícil para esos partidos socialistas
aprovechar la situación porque, en gran parte, también fueron corresponsables
de la crisis al haber implementado el modelo neoliberal. Tony Blair, por
ejemplo, privatizó cosas que Margaret Thatcher nunca se hubiera atrevido a
privatizar. La izquierda estaba en una posición muy difícil para criticar o
denunciar el modelo neoliberal; en realidad, ellos eran parte del problema.
La izquierda
latinoamericana es otro espectro, otro contexto. Pero parece evidente que, en
muchos sentidos, se han enfrentado con mayor firmeza al neoliberalismo. Pienso
en el llamado eje bolivariano, o incluso en versiones más moderadas de la
izquierda como Lula o el peronismo de Cristina Kirchner, que por cierto es
admiradora confesa de su obra...
A mí me llama mucho la atención, y me preocupa, la manera
como la izquierda europea en general y periódicos como El País o Libération
presentan la situación latinoamericana. He llegado a la conclusión de que tiene
mucho que ver con el problema del eurocentrismo. Los teóricos liberales, como
Habermas, piensan que el modelo liberal democrático, tal como está
implementado, es el modelo más racional, más moral y que tendría que ser
universalizado. Creen que en Occidente tenemos un privilegio respecto a la
manera de concebir la democracia.
La izquierda europea también tiende a considerar que tiene
esa especie de privilegio en la manera de concebir la lucha de la izquierda en
un país democrático. Es muy interesante, por ejemplo, que Chile sea el único
país latinoamericano que en general ha sido bien visto por la izquierda europea.
¿Por qué?, porque evidentemente Bachelet es la que más se parece a la
socialdemocracia europea, forma parte de la “buena izquierda” porque actúa
“como nosotros”. De ahí que a Chávez no se le considere de izquierda, sino
populista, porque es distinto de su modelo.
En La paradoja democrática 3 trato de demostrar que la
democracia occidental es una articulación entre dos tradiciones bien distintas,
una liberal y otra democrática, y que esas dos tradiciones siempre están
luchando por la hegemonía en el interior mismo del sistema democrático. Hoy en
día la manera como se entiende la democracia en los países europeos, aun por la
izquierda, está marcada definitivamente por la ideología liberal dominante, y
la tradición democrática está cada vez menos presente. En América Latina hay
una articulación distinta; ahí el elemento democrático llegó a ser dominante
porque sufrieron de manera terrible los excesos del neoliberalismo. Debido a
esta diferencia, para los europeos eso no es democracia, sino populismo, porque
enfatiza el elemento democrático respecto al elemento liberal.
Parece que la forma de pensar la Unión Europea sigue basada
en cierto esencialismo heredado de la comunidad e identidad nacional –de ahí la
bandera, el himno…– , y uno piensa si en lugar de insistir en ese “nosotros”
monolítico, no habría que partir de una identidad europea o imaginarla
reconociendo lo mestizo, lo híbrido, pensar ya un “nosotros” plural…
Se puede concebir Europa de manera plural, pero de todas
maneras soy partidaria y defiendo lo que llamo un mundo multipolar,
multicéntrico, en el que haya una pluralidad de bloques regionales. En este
sentido, estoy en desacuerdo absoluto con lo que mencionan Hardt y Negri en su
último libro, Commonwealth, cuando dicen que hay que acabar con la familia, el
Estado y la nación.
Me parece muy positivo lo que está pasando en Latinoamérica,
donde, a pesar de las diferencias existentes entre los países, existe la
aspiración de crear una identidad latinoamericana por parte de instituciones
como el Unasur o el Banco del Sur. También es importante que China empiece a
ser un poder que contrarreste a los EE.UU., y que haya esas unidades globales.
En este sentido, la Unión Europea podría desempeñar un papel decisivo, pero no
tiene por qué hacerlo sobre la base de negar las diferencias entre los
distintos países europeos.
¿Eso sería un intento
de trasladar el modelo agonístico al campo europeo y de las relaciones
internacionales?
Justo ahora estoy empezando a trabajar o a preguntarme sobre
lo que sería una Europa considerada de manera agonística. Creo en la
importancia de una Europa política, pero –y aquí de nuevo estoy en desacuerdo
con Habermas– que no implique abandonar las identidades nacionales, ni suponga
tener únicamente una identidad europea, que cree un demos europeo. Es
fundamental reconocer la diversidad de los países europeos –porque hay muchas
cosas en común, pero otras diferentes– y veo la diversidad como una cuestión positiva.
Hay teóricos políticos que, trabajando sobre el campo europeo, han propuesto
una idea que me parece muy interesante: pensar la democracia europea como una demoicracy –demoi como demos en el
plural–. Una democracia que reconozca la multiplicidad de los demoi. Esta me parece en verdad la
dirección interesante en que encaminar nuestras reflexiones.