
La víspera del entierro de André du Bouchet, el 20 de abril,
María, su hija, me llamó por teléfono para preguntarme si diría algunas
palabras en esa ocasión; le respondí que no estaba seguro de tener el valor
suficiente. Luego, esa misma tarde, después de pensar que si nadie hablaba
–como temía que no iba a haber una verdadera ceremonia– sería aún más doloroso,
escribí, rápidamente, esto:
«En la última carta
que recibí de André du Bouchet, fechada el 31 de marzo, estas palabras: ‘He
llegado a Truinas con una maravillosa tempestad de nieve…’
Me acordé entonces de estos versos de Hölderlin en
‘Mnemosyne’:
Y la nieve como
muguetes de mayo significando
Nobleza de alma, dondequiera
Que esté, brilla con el verde
De las praderas en las faldas de los Alpes,
Allí donde se toma la alta senda, hablando
De esa cruz plantada al borde del camino
En memoria de los muertos,
Un viajero con Otro. ¿Pero de qué se trata?
Nobleza de alma, dondequiera
Que esté, brilla con el verde
De las praderas en las faldas de los Alpes,
Allí donde se toma la alta senda, hablando
De esa cruz plantada al borde del camino
En memoria de los muertos,
Un viajero con Otro. ¿Pero de qué se trata?
‘Nobleza de alma’:
palabras que se han vuelto casi impronunciables: sin embargo, esto es lo que
todos hemos admirado, amado, en André du Bouchet; como su fogosidad preservada
hasta los últimos días a pesar de lo que tuvo que sufrir; y esa valentía,
también conservada hasta el final, y que siempre le envidié.
De este modo, cada vez que regresábamos de Truinas,
Anne-Marie y yo, nos sentíamos vigorizados, fortalecidos. Y, si era aún de día,
había a la derecha del camino de retorno, pasado Dieulefit, el estrecho río que
brillaba delante de nosotros como una luz que nos hubiera precedido, conducido,
después de hendir en algunos lugares la roca igualmente brillante. Son esas
cosas las que nos han mantenido próximos durante más de cincuenta años, son
esas cosas las que él alcanzó con las palabras como pocos otros poetas pudieron
hacerlo, lanzando una flecha con el arco en su más viva tensión.
Palabras incandescentes.
No oírlas más, quiero decir oralmente, pronunciadas por él,
va a darnos mucha nostalgia, a todos.
‘Llevado a Truinas
este 20 de abril como en una maravillosa tempestad de nieve’: ‘la nieve como
muguetes de mayo’ – no van a tardar – ‘significando nobleza de alma,
dondequiera que esté’…».
Ahora bien, saliendo de Grignan hacia las nueve de la mañana,
cuando el coche rodaba en dirección a Dieulefit en el valle del Lez, cada vez
más estrecho a medida que se avanza, le hice observar a Anne-Marie que las
nubes por delante de las cuales íbamos podrían perfectamente anunciar nieve. En
efecto, ésta ha empezado a caer justo después de Dieulefit, pesada y húmeda, al
mismo tiempo que la niebla se espesaba al punto de inquietarnos vagamente por
el fin del trayecto. Al llegar a Truinas, todo el paisaje estaba espolvoreado
de blanco, el aire frío, los caminos fangosos; de manera que esa frase sobre la
que había previsto abrir y cerrar mis palabras, esa «tempestad de nieve» que no
era aún en mi espíritu sino una metáfora, iba a tener que modificarla, pues la
nieve que el propio André había calificado de «maravillosa» y que había
acompañado su partida forzosa de Truinas a finales de marzo acababa de caer de
nuevo – pero para su último regreso…
Cuando llegamos al pequeño cementerio, en el fondo del
valle, al lado de una capilla a la que nunca habíamos descendido en el pasado,
una pala mecánica estaba aún cavando la fosa en la tierra embarrada. Había allí
algunas personas, desconocidos, también amigos, pero no todavía miembros de la
familia, de modo que pensamos protegernos del frío y de la difusa nieve que
seguía cayendo en la capilla que, por haber sido secularizada, parecía aún más
tristemente fría. Finalmente, divisamos a Anne, luego a Marie, luego a Paule y
a Gilles. Parecía que nada, absolutamente nada hubiera sido previsto,
organizado; sin hablar ni siquiera de un ceremonial, de un ritual que ninguno
de nosotros, sin duda, esperaba; pero ni siquiera un esbozo de orden: una
especie de desconcierto extraño, algo también salvaje que tal vez, a fin de
cuentas, parecía apropiado. Anne-Marie ofreció su brazo a Jacques Dupin, que
estuvo a punto de resbalar por el terreno inclinado. El ataúd estaba colocado
sobre unos andamios de tubos metálicos en un pequeño recinto en pendiente en el
que creo que no había aún apenas sino una o dos tumbas. Se apoderó de mí
entonces una impresión de extrañeza que no cesó de crecer a medida que el
tiempo pasaba: a causa de ese frío inesperado, de ese pequeño valle
espolvoreado de nieve que yo empezaba a descubrir más allá del muro bajo del
cementerio, y más aún de esa especie de desorden y de desconcierto, de ese
largo silencio – hasta el punto de que me di cuenta, más tarde, de que ni por
un solo segundo pensé que había en el ataúd un cuerpo muerto, y el de un viejo
amigo, ni por un solo segundo – y no creo que haya sido sólo una defensa inconsciente
contra un exceso de emoción…
Se había olvidado, o
deliberadamente rechazado, todo ritual, y era lo contrario incluso de un
ceremonial, por muy pobre y discreto que fuera: el silencio, el frío húmedo, la
nieve que ahora había dejado de caer o se transformaba en lluvia, y esa especie
de espera entre quienes se mantenían allí de pie, ligeramente alelados, casi
como perdidos.
Finalmente, a falta de una liturgia que tal vez yo, tan
anticuado, hubiera preferido (pero que en el fondo, me doy cuenta, hubiera
estado fuera de lugar allí, donde lo que fue «verdadero» fue precisamente ese
desorden, esa confusión que he mencionado), se pronunciaron unas palabras, casi
al azar y –en profundidad— no del todo al azar; como esas flores aquí y allá
adivinadas bajo la nieve. Dominique Grandmont se aproximó a la fosa y leyó «el
abril», un poema de André de 1983, y era muy bello, porque trataba de una
«encrucijada azul» y de flores, que se oponían, finalmente, a la tumba fangosa,
palabras florecientes, salvajes: como lo fue luego, salvaje y más calurosa, más
desgarradora que todo, este envío de Jacques Dupin: «¡André, hermano!» (y yo
seguía sin pensar que se había convertido en un muerto, sólo miraba el paisaje
como nunca lo había visto – y más tarde me diría también que unas palabras como
aquellas no habría podido decirlas jamás así, y que esto no me honraba).
Después leí mis pocas líneas: «la nieve, como muguetes de mayo, significando
nobleza de alma», consciente de que con ellas me acercaba en cualquier caso a algo
irrefutable que nos había unido desde el principio. Al final, alguien a quien
no conocía avanzó con un libro en la mano y se puso a leer a su vez – había
dejado completamente de nevar; y la elección de esa lectura intensificó aún más
mi sorpresa y mi emoción, puesto que enseguida reconocí las últimas páginas de
Obermann, especialmente esas líneas que comienzan con «si las flores no fueran
sino bellas» y que habían sido para mí en los años sesenta una verdadera
iluminación, tanto fue así que había hecho de ellas el punto de partida de un
capítulo de Paisajes con figuras ausentes.
Escuchaba, y las palabras leídas penetraban en mí de forma
tan profunda como el paisaje de ese abril invernal en torno de nosotros:
… ¡Cuántos desventurados habrán dicho, un siglo tras otro, que las flores nos han sido concedidas para cubrir nuestras cadenas, para engañarnos al comienzo, y contribuir incluso a retenernos hasta el final! Hacen algo más, pero tal vez en vano: parecen indicar lo que ninguna cabeza humana profundizará.
Si las flores sólo fueran bellas bajo nuestros ojos, seguirían seduciéndonos; pero a veces ese perfume produce, como una feliz condición de la existencia, como una llamada súbita, un regreso a la vida más íntima. Sea que haya buscado esas emanaciones invisibles, sea sobre todo que se ofrezcan, que sorprendan, las recibo como una expresión fuerte, pero precaria, de un pensamiento cuyo secreto encierra y oculta el mundo material.
Escuchaba, más conmovido aún:
…pero bastaría un junquillo o un jazmín para hacerme decir que, tal y como somos, podríamos residir en un mundo mejor.
¿Qué deseo? Esperar, luego dejar de esperar, es ser o dejar de ser: esto es el hombre, sin duda. Pero, ¿cómo puede ocurrir que después de los cantos de una voz emocionada, después de los perfumes de las flores, y los suspiros de la imaginación, y los impulsos del pensamiento, haya que morir?
Luego, oía que «una
mujer llena de gracia amante» se aproximaba, «sin otro velo» que una cortina,
retrocedía, regresaba, «sonriendo con su voluptuosa resolución» -- como otra
especie, aún infinitamente más preciosa, de flor; tras lo cual, bruscamente:
«Pero enseguida habrá que envejecer».
Como si lo más misterioso y lo más necesario de toda vida se
tocara al pasar, casi perezosamente… hasta las últimas páginas del libro, las
últimas también que se leyeron aquella mañana, ante la fosa aún vacía:
Si llego a la vejez, si, un día, aún lleno de pensamientos, pero renunciando a hablarles a los hombres, tengo junto a mí a un amigo que reciba mis adioses a la tierra, que coloque mi silla sobre la hierba corta, y que haya unas tranquilas margaritas delante de mí, bajo el sol, bajo el cielo inmenso, para que al dejar la vida que pasa encuentre algo de la ilusión infinita.
Estas frases habían sido escritas, como en voz baja, hace
dos siglos; acababan de ser leídas, también en voz baja, con una voz incluso un
poco temblorosa, con qué exactitud de intuición, en esa mañana de abril; y era
como si llenaran todo el espacio hasta fundirse con la niebla que escondía el
horizonte.
Después de esto, y tras volver a coger el coche, como nos
extraviamos un momento en la carretera de Félines en vez de llegar directamente
a la casa en donde se esperaba a los amigos –algunos de ellos iban a pie y los
saludamos al pasar--, esas grandes praderas en pendiente, esas rocas en los
barrancos como bloques detenidos desde hacía siglos en su desmoronamiento, dos
caballos también, inmóviles en una parte hundida de la estrecha carretera, esos
árboles de las terrazas en flor, todo eso bajo una ligera capa de nieve que
apenas lo disimulaba, todo eso, ¿cómo decirlo?, más bello, es decir, más real
en su extrañeza, en su salvajismo, más intenso de lo que lo había visto nunca;
todo eso a la vez salvaje y «en bella ordenación» como los robles en otro poema
de Hölderlin del que me acordaba, una «presencia» tan fuerte, tan indudable y
perfectamente incomprensible como tal vez no la había sentido en toda mi vida,
«maravillosa», sí, realmente, como la tempestad de nieve en la última carta de
André.
Uno o dos días más tarde, de regreso a casa y volviendo a
pensar en esa mañana, en la exclamación de Senancour: «¡Junquillo! ¡Violeta!
¡Nardo! No tenéis sino instantes…», he aventurado esto: el junquillo nunca dirá
«junquillo», y sin duda por eso nos parece al mismo tiempo tan bello e
inasequible. Las flores no tienen mirada, ni lágrimas, ni voz. Como los copos
de nieve, aquella mañana, como las rocas, como el barro.
Parecía que Petit-crû, el perro, mirara; comprendiera un
poco, comenzara a comprender: pasaba, en parte, de nuestro lado. La historia
del Paraíso no era tal vez una fábula vana: la mirada, la palabra habían debido
de nacer cuando dejamos de estar por entero en el interior del mundo y
armonizados con él como parecen estarlo las plantas y las piedras. «Sus ojos se
han abierto»: y a la invención de las fuentes sucedió la de las lágrimas,
infinitamente diferentes las unas de las otras.
Al pensar esto, nos he vuelto a ver ahí, en la «bella
ordenación» de ese lugar extraordinariamente real y secretamente
resplandeciente, esas figuras que se habían reunido no sin dificultades,
primero la joven extranjera que descendía a pie la carretera de Truinas, Gilles
y su hija caminando por otra, aquella en la que habíamos visto los dos
caballos, esos seres que se deslizaban en el barro del pequeño cementerio en
cuesta, que tenían frío, cuya voz, si se aventuraba a elevarse, temblaba un
poco por momentos; tristes, seguro, pero sin ser de los que lo ostentan
demasiado; sobre todo, tal y como los volvía a ver, nos volvía a ver,
extrañamente torpes, perdidos, como si la «bella ordenación» que había podido
ser durante mucho tiempo no solamente la de los árboles y los barrancos, sino
la de nuestra vida y la de nuestra muerte, se hubiera deshecho, dejándonos allí
desamparados ante la tumba, en el fondo de ese pequeño valle, casi como pobres
que enterraran a uno de los suyos, víctima de alguna guerra innoble,
rápidamente, al margen de los combates… Igual de desamparados.
Figuras negras preparadas para deshacerse también como los
copos, pero mucho más miserables que ellos.
Más miserables, salvo
que, a falta de las antiguas palabras de una liturgia cualquiera, hubiéramos
ido a buscar, para aventurarlas allí en el aire, contra la muerte, además del
más simple de los gritos del corazón («¡André, hermano!»), unas palabras apenas
menos desarraigadas que nosotros – precisamente esas que han nacido del primer
exilio, que no se hubieran formado nunca y no hubieran sido necesarias sin él,
para intentar apegarnos, al menos durante el tiempo de pronunciarlas o de
oírlas, al mundo, al mundo «maravilloso» de las cosas sin mirada y sin voz, al
mundo de las flores y de los copos sobre las flores abiertas o que empiezan a
abrirse.
Y ahora regresa a mi espíritu otro momento de esa mañana del
21 de abril, cuando casi todos nos encontramos en la casa de Truinas. Anne de
Staël, muy tranquila, con su gran fuerza interior inalterada por la tristeza,
se acercó a mí para hablarme unos instantes. Me contó que, pocos días antes de
la muerte de André, le propuso leerle unas páginas –que le habían parecido a
ella particularmente complejas—escritas a propósito de su poesía, pero él había
declinado el ofrecimiento; sí acepto, en revancha, con gratitud, que le leyera
unos poemas de Emily Dickinson, que ella, según me confió, admiraba desde
siempre; añadiendo, de esa manera tan directa que no puede sino amarse en ella,
estas palabras, o unas muy parecidas: «Como si, ante la muerte, no resistiera
sino lo que se entiende por sí solo…»
Para mí, pensé más tarde, fue como si, en esa mañana tan
extrañamente plena, otros hilos hubieran venido a añadirse a toda una trama de
correspondencias que, desde hacía mucho tiempo, adivinaba entre André y yo, a
pesar de nuestras diferencias. Uno era ese pensamiento de lo «simple» (sigue
sin ser la palabra, Dickinson no es «simple», ni Hölderlin, ni Hopkins, ni el
propio André) que sería lo único que se podría oponer a la muerte, pensamiento
que no había dejado de ocuparme desde hacía años. El otro hilo era la mención
de Emily Dickinson en ese momento de duelo, debido a lo que yo había escrito
veinticinco años atrás, después de la muerte de Gustave Roud, y que no podía
dejar de regresar ahora a mi espíritu:
«La tarde de las exequias, sobre la mesa de trabajo atestada de libros probablemente no leídos y de correspondencia dejada en su mayoría sin contestar, me impresionó la presencia de algunos objetos en los que parecía resumirse una vida. Primero, la fotografía de uno de los amigos campesinos de Roud, tocado con una gorra de piel, un leñador de invierno, y, delante de esa foto, una tarjeta postal que representaba, creo, una cabeza de Apolo arcaica; luego, el pequeño volumen de Emily Dickinson del que la señorita S. me dijo que se sabía de memoria dos poemas que no había dejado de releer a lo largo de los últimos meses en su lengua original; cito aquí la versión que ella me ha proporcionado:
Si al regreso de los
petirrojos
Ya no estuviera viva,
Al rojo encorbatado dale
La migaja conmemorativa.
Ya no estuviera viva,
Al rojo encorbatado dale
La migaja conmemorativa.
Si nada más dormirme
No pudiera decir gracias,
Sabrías que lo intento
Con mi labio de granito...»
No pudiera decir gracias,
Sabrías que lo intento
Con mi labio de granito...»
Ahora bien, lo he dicho con frecuencia, el encuentro que
mantuve, cuando era adolescente, con la obra y la persona de Roud fue decisivo
para fortalecerme en una concepción de la poesía en la que el trabajo de
escribir y el modo de vida, la manera de comportarse en la vida, debían estar
indisolublemente unidos. No creo que André du Bouchet haya apreciado mucho los
libros de Roud, ni siquiera sus traducciones de Hölderlin. Pero, por la
discreción y la dignidad, estaban próximos, «a la misma altura»; y aún más, en
la raíz de sus obras, por ciertas concordancias profundas de las que la
aparición de la figura, tan pura, de Emily Dickinson en la inminencia de su
muerte, era un signo conmovedor.
Éramos relativamente numerosos en la casa, y estábamos
próximos unos de otros como pocas veces antes: el propio André lo menos muerto
posible, si se puede hablar así. Y esos ecos inauditos, en los dos sentidos de
la palabra, circulaban allí en el aire, como si estuviéramos presos en la red
de una «música callada» -- en expresión de San Juan de la Cruz --, como si nos
mantuviéramos juntos, habitando juntos una casa distinta de aquella, de piedras
trenzadas de plantas, que nos protegía.
Una red, sí, era exactamente eso, y de ello me iría
asegurando cada vez más a medida que volvía a pensar en esta larga y casi
siempre tácita amistad.
«Tenemos las mismas razones.» A pesar de las lagunas
crecientes de mi memoria, oigo aún a André du Bouchet decirme estas palabras,
tal cuales, durante nuestro primer encuentro, que se produjo en la abadía de
Royaumont con ocasión de alguna festividad cultural de la que lo he olvidado
todo – fuimos presentados por André Berne-Joffroy, como éste me lo recordó
recientemente: en 1948, quizá; como quiera que sea, hace muchísimo tiempo…
Cuatro palabras
breves, perentorias, en las que vuelvo a verlo hoy por completo, breves y
bruscas, puesto que no podían fundarse sino en una intuición inmediata; cuatro
palabras de las que yo mismo hubiera sido incapaz, por culpa de ese espíritu de
duda y de prudencia del que nunca me he desprendido. Cuatro palabras cuya
precisión debo reconocer con asombro a partir de ahora.
(Pero las consecuencias de esas «razones» en nuestros libros
han sido tan diferentes, hasta el punto de parecerme a veces difícilmente
compatibles, y de preguntarme más de una vez cómo André podía avenirse con mis
libros, y cómo yo podía alimentar por los suyos tanta admiración. Como si, a
fin de cuentas, de un mismo mantillo pudieran nacer plantas de especies muy
diferentes. De un mismo mantillo, es decir: de las «mismas razones».)
Un ejemplo sería nuestra común admiración por Hölderlin.
En Paisajes con figuras ausentes, que data de 1970, esta
nota añadida a algunas páginas de reflexiones sobre este poeta:
«Una de las más
admirables [imágenes de Hölderlin], entre otras, se encuentra en el esbozo de
un himno a Colón:
pues
por poca cosa
estaba desafinada, como por la nieve,
la campana que
se toca
para la cena.
pues
por poca cosa
estaba desafinada, como por la nieve,
la campana que
se toca
para la cena.
Es difícil captar la relación de estos versos con el himno
en sí mismo; pero suspendida aquí como lo está, la imagen hace pensar en un
haiku; y algunos me comprenderán si digo que encuentro en estas pocas palabras
la apertura infinita que me hace vivir.»
No sería una casualidad que este fragmento, cuyo enigma me
había contentado perezosamente con mostrar y cuyo resplandor, que imantaba mi
pensamiento hacia él, no había hecho más que subrayar, fuera a ser retomado,
años más tarde, por André du Bouchet como título y punto de partida de una
meditación con la que se adentra en regiones que yo no hubiera sido nunca capaz
de abordar. Pero, concediéndole tanto el uno como el otro el mismo lugar
privilegiado a esa obra en nuestra aventura poética, traduciendo ambos de ella
algunas páginas, cada uno a su manera, está claro que habíamos elegido
frecuentar los mismos parajes del espíritu. Así pues, tampoco debe sorprender
que, para despedirme de él, me viniera inmediatamente al pensamiento un
fragmento de «Mnemosyne». No sólo a causa de la nieve, de los muguetes de mayo
y de la «nobleza de alma», sino también a causa de la evocación de los dos
viajeros que pasan ese puerto de montaña señalado por una cruz «en recuerdo de
los muertos»: por ese tema del pasaje que me ha acompañado toda mi vida, y por
la multiplicidad de ecos que suscitaba en mí; empezando por la obertura del
Lenz de Büchner:
El 20 de enero, Lenz caminaba por la montaña. Cimas y altas laderas bajo la nieve, descendiendo las cañadas, grava gris, laderas verdes, rocas y abetos.
Hacía un frío húmedo; el agua chorreaba de las rocas y saltaba al camino…
Luego, surgiendo
detrás de estas líneas –o esas laderas, o esas paredes--, la admirable
Entrevista en la montaña de Celan –traducida, justamente, a partir de 1970, por
André du Bouchet y John E. Jackson:
Nosotros los judíos,
llegados aquí, como Lenz, a través de la montaña…
Y, más lejos aún en el pasado, un recuerdo menos
inmediatamente convincente pero en cualquier caso aún vivo para mí: ese «Viaje
al Harz en invierno» que casi había reconciliado a Rilke con la poesía de
Goethe…
Desde ahí, no había que dar sino unos pocos pasos dentro de
uno mismo hasta el Viaje de invierno, hasta Schubert: un día había descubierto
con un poco de asombro que André lo admiraba tanto como yo, como lo había
amado, de manera, diría, más íntima aún, de nuevo, Gustave Roud; a quien yo
había podido comparar, hacia el final de su vida, con otro «viajero de
invierno» --y nunca había visto las ventanas bajas de su habitación campesina
sin que se grabaran en ella, para mi espíritu, las flores de escarcha que evoca
uno de los más bellos lieder del ciclo.
Ecos menos múltiples que obstinados, oídos en las
profundidades del corazón, hasta esas páginas escritas tan generosamente para
mí por André y en las que al final aparecen juntos, precisamente, Schubert y Goethe:
«Lo que cantan los espíritus por encima de las aguas». Poema de la cascada,
«rayo puro» de luz cayendo de la pared abrupta para convertirse en velo de
espuma irisada y murmullos en las profundidades, hasta el espejo liso del lago
en el que se reflejan las constelaciones:
¡Alma de los humanos,
Tan parecida al agua!
¡Destino de los humanos,
Tan parecido al viento!
Tan parecida al agua!
¡Destino de los humanos,
Tan parecido al viento!
¿Por qué, por qué
aquella mañana, al llegar a Truinas, tuve inmediatamente la sensación de ver la
realidad del mundo como «en relieve», como sumergiéndonos, casi hasta cortarnos
el aliento? Puedo imaginar de entrada que la circunstancia, dolorosa, había
agudizado mi sensibilidad; y que, además, la sorpresa de la nieve que había
transformado tan deprisa el paisaje también había contribuido a aguzar mi
mirada. (Hay que añadir que siempre había sentido que Truinas era a la vez muy
bello y muy «verdadero» -- muy bello por ser muy verdadero--, comprendida la
gran casa baja que se había convertido en el corazón del lugar.)
Ese espolvoreamiento
de nieve sobre todas las cosas: ese encuentro, el primero o el último, al
comienzo o al final de la estación –una sorpresa--, de las praderas y de la
nieve, de los follajes y de la nieve; el descubrimiento de todas las cosas en
torno a nosotros como remozadas por esa especie de plumaje sin peso, esa
sorpresa – como si un pájaro muy grande, en efecto, hubiera rozado el suelo un
instante, ese toque ligero, fresco, casi inmaterial – virginal, creo que se
puede, que se debe decirlo así («Le vierge, le vivace et le bel aujourd'hui»
[«El virgen, el vivaz y el bello hoy»]). Las rocas, los barrancos, las
praderas, los setos, los bosquecillos de árboles, las raras granjas de piedra,
indudables como nunca, al mismo tiempo que, ¿cómo decirlo?, aligeradas…
Presencia, peso, densidad imposibles de poner en duda, de
ese trozo del mundo; y, por otra parte, el acontecimiento mismo del
enterramiento sentido, él también, extrañamente, como más «verdadero»,
verdadero como esas piedras y ese barro, por la ausencia total de ceremonial y
lo que he dicho que incluso parecía desorden, desconcierto, una especie de
torpeza ante la muerte.
Salvaje.
Lo salvaje: lo que
está totalmente al fondo, lo carente de disimulo, el cimiento recobrado, el
suelo sobre el que no se vacila –eso mismo que está siempre tan presente en los
libros de André du Bouchet--, en el lugar mismo en que, una noche, varios años
atrás, equivocando el camino y cayendo de un terraza cultivada a otra, me había
roto un hueso del talón: lo contrario del sueño; y allí encima, la nieve
ligera, como las plumas abandonadas por una migración tardía.
El encuentro, casi
imposible de decir, de la nieve sobre las flores de los manzanos que comenzaban
a abrirse; toques de rosa en todo ese blanco.
El frío, el barro, las rocas derrumbadas, el vergel en flor;
pero también esos dos caballos del color de la más bella madera, inmóviles; y
las personas que caminaban allí, y ese sentimiento ingenuo de que eran todos
amigos, o habrían debido serlo, a causa de una imantación común que les
orientaba hacia la fosa, y hacia la casa.
Y ese otro
sentimiento, en mí al menos, aún más extraño, de que no había vacío, ni
ausencia, de que sólo el ataúd estaba vacío, de algún modo. Voy a atreverme a
decir incluso que no había exactamente tristeza, en mí al menos; una emoción a
la vez muy tranquila y muy intensa, pero no desgarramiento ni rebelión. (Estoy
obligado a decir, como siempre he intentado hacerlo, lo que sentí: nada más.)
Todo estaba más vivo aquella mañana: la sensación de la
realidad del mundo, de la maravillosa realidad del mundo en un momento de
reencuentro de los contrarios; y el sentimiento del calor humano, de una, sí,
lo repito, de una «nobleza de alma» que resplandecía dentro y fuera, bajo el
cielo de nieve como bajo el tejado de la casa.
Pero la maravilla extrema, la que era capaz de suscitar, de
forma paradójica si no escandalosa, una especie de alegría sorda, tímida y sin
embargo poderosa, habían sido con toda seguridad las palabras, también ellas
otra especie de flores y de copos, que se habían elevado, habían florecido,
habían flotado unos instantes a media altura entre la tierra y el cielo, cosas
inmateriales pero no del todo, imposibles de producir si no hubieran estado
primero las flores, las rocas, las nubes que ellas evocaban, pero emanadas de
un lugar muy distinto de la tierra o del cielo, nacidas de nosotros, emanadas
del corazón, pues no podían ser dichas sino por nosotros y no nos hablaban sino
a nosotros –y eran ellas, sí, decididamente, las que habían vencido, aquella
mañana, el tiempo que duró aquella mañana, al vacío; pero con qué ligereza, que
ausencia de pretensión, sin el mínimo acento de triunfo –quisiera saber y poder
decir cómo--, tan sencillamente, tan milagrosamente como un arroyo se abre un
camino entre las hierbas y las piedras (y ese arroyo, en efecto, corría
fielmente, más abajo).
Un humo luminoso.
O el perfume que sube
de lo más profundo del corazón, cuando ha dejado de cerrarse al mundo.
Una malla de palabras que reunía, que envolvía como un
abrigo, pero que no encerraba, no aprisionaba, al contrario; puesto que todas
las palabras escogidas entonces decían un pasaje, eran ellas mismas pasaje, un
paso tras otro – y entonces la montaña dejaba de parecer un muro, se había
vuelto simplemente lo que lleva la nieve a su cima, la noche que florece al
amanecer en su cumbre lejana.
(Aquí, aún, un pasaje
de «Mnemosyne», que precede inmediatamente al citado por mí:
¿Y lo que se ama? Un
destello de sol
En el suelo es lo que ven nuestros ojos, y el polvo desecado,
Y los sombríos bosques de la patria…
En el suelo es lo que ven nuestros ojos, y el polvo desecado,
Y los sombríos bosques de la patria…
Y finalmente, justo después del mismo pasaje:
¿Qué es, entonces?
Aquiles bajo la higuera, mi Aquiles
Está muerto…)
Está muerto…)
Es así como puede ocurrir que se entretejan lo visible y lo
invisible, las cosas de la naturaleza, los animales, los seres humanos, vivos y
muertos, y sus palabras, antiguas o nuevas, así como la tristeza y una especie
de alegría. Entonces, después de rozar en lo más íntimo de uno mismo, por muy
frágil que se pueda ser, por muy débil que uno pueda volverse, algo que se
parece tanto a lo más íntimo del misterio del ser, ¿cómo olvidarlo, cómo
callarlo?
HOJAS REUNIDAS
He aquí, después de darles forma, pero torpemente – tan
torpemente que en otro tiempo no las hubiera divulgado tal cual – esas páginas
comenzadas inmediatamente después del 21 de abril de 2001 y arrastradas durante
tres años como un peso, el peso de un esbozo poco satisfactorio, de una promesa
no mantenida. Publicadas, a pesar de todo, a causa del movimiento de amistad
que significan antes que nada; y a causa de lo que querrían decir o volver a
decir, antes de que definitivamente no pueda ya hacerlo.
¡Si al menos hubiera dedicado días a retomarlas, a
retocarlas, a cambiarlas, a enriquecerlas! Pero no, esos días los pasaba casi
siempre manteniéndome alejado de ellas para evitarme las pruebas de mis
debilidades; y de ningún modo distraído por otras tareas que me hubieran
disculpado.
Es justo que pudiera anotar, de vez en cuando, hasta qué
punto me sentía «deshecho»; no «desgarrado», sino «deshecho».
También confuso, como
nunca, ante lo que me parecía siempre indispensable delimitar.
Confuso, deshecho,
hastiado a veces, pero con un último resto de obstinación.
Otro día regresaba a
mi espíritu ese verso de un soneto escrito por Góngora en su vejez:
¿Caduco el paso?
Ilústrese el juïcio
que yo había traducido
así:
Caduc le pas? Que
l’esprit s’éclaircisse…
Nada más natural que el hecho de que este verso me
persiguiera. ¿Pero si el mismo espíritu, pensaba, se volviera «caduco»? Nada
podía hacerse contra esto. Y era una razón de más para no seguir aplazando la
terminación de ese texto si aquella mañana de Truinas había sido
verdaderamente, como yo lo creía, uno de los raros momentos de esos años «en la
hondonada» en los volví a sentirme «centrado». Tras lo cual, de nuevo, me di
pronto por vencido.
Vivía ese momento en que las «palabras aladas», o que se ha
soñado aladas desde siempre, caen en tierra en un lamentable desorden; un poco
como esas palomas torcaces, en los Pirineos, capturadas en masa en una red –
algo que vi apenas adolescente en el País Vasco, en 1938, y que estoy seguro de
que nos habían llevado a admirar como un «bello espectáculo»; y me da miedo
haberlo considerado entonces, en efecto, como tal.
Y mientras pensaba
ahora en esto, el desorden de mis pensamientos, me preguntaba si habría habido,
entre esas palomas torcaces, algunas que, dominando el esparavel de madera
lanzado hacia ellas, hubieran pasado indemnes el puerto de montaña. Lo mismo
que yo habría podido soñar para esas «palabras extremas».
(Parole estreme, dichas por Clorinda moribunda a Tancredo,
en las octavas de Tasso traducidas en una música tan admirable por Monteverdi.)
Aún más tarde – era esta vez el 3 de noviembre de 2003 –
había vuelto a recibir una especie de señal: había visto desde un camino entre
el lugar que llaman Gleizes y el Rocher des Aures esos pocos álamos que
resplandecen o, mejor, se iluminan como cirios de llamas amarillas, casi
incluso doradas, sobre un fondo de pastos de un verde sombrío y denso – en
particular ante una cuesta bastante empinada donde pacen unas vacas que se
dirían pintadas en una tabla vertical, como en los Libros de horas. Esas especies
de lámparas encendidas en pleno día, apenas temblorosas, levantadas en esas
cañadas, esos fondos de pequeños valles tranquilos; y su luz verdaderamente
dorada, su luz de atardecer, devuelta al fin a mis ojos cansados, para que se
abrieran al menos en el instante de pasar a sus pies.
Signos que son ayudas, y que se vuelven cada vez más raros.
Y finalmente, como último recurso, casi durante tres años
día tras día después de aquella mañana en Truinas, esa resolución de
contentarse – pero contentarse es decir demasiado – con el trabajo hecho.
Porque lo que he intentado retener ahí se ha vuelto algo
cada vez más lejano.
Algo que acabará por parecerse a una lengua extranjera que
habríamos creído durante mucho tiempo comprender y que incluso nos hubiéramos
atrevido a hablar, y que se nos volvería poco a poco ininteligible.
O a un medicamento que hubiera sido siempre eficaz y que
ahora ya no hiciera efecto, y al que no se le lograra encontrar sustituto.
O sería como una mano que se retira, un rostro que se
aparta.
El sol de la vida que retrocede un paso, y luego muchos
pasos.
Me pregunto si un pájaro puede aún pasar por este cielo.
Philippe Jaccottet (Moudon, Suiza, 1925). Estudió
Letras en Lausana, si bien pronto se trasladó a París, donde trabajó para la
editorial Mermod, durante varios años. Finalmente se instaló, al casarse en
1953 con la pintora Anne-Marie Haesler, en una pequeña población, Grignan, de
la comarca de Drôme, en la Provenza, para vivir toda la vida allí dedicado a la
literatura y a la traducción. En ese mismo año, Jaccottet publicó su primer
libro de poesía. Y ha seguido escribiendo —ensayos, críticas, prosas, poemas—
hasta la actualidad. Hoy se le considera uno de los más grandes poetas vivos de
lengua francesa. Se han traducido al castellano varios de sus libros: su
ensayo Rilke por sí mismo; una bella y extraña narración en primera persona,
con un trasfondo existencial y ontológica, La oscuridad; y varios libros de poesía, como Cantos
de abajo, A la luz del invierno, Pensamientos bajo las nubes, El ignorante, A
través de un vergel, Cuaderno de verdor, Y, sin embargo y Aires, además del
ensayo El paseo bajo los árboles. La mayoría de estas versiones se deben al
poeta y traductor Rafael-José Díaz.
Rafael-José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971)
es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna. Dirigió
entre 1993 y 1994 la revista Paradiso. Ha publicado seis libros de poesía: El canto
en el umbral, Llamada en la primera nieve, Los párpados cautivos, con el que
obtuvo el premio Tomás Morales de poesía 2002, Moradas del insomne, Antes del
eclipse y Detrás de tu nombre. También ha publicado un primer libro de relatos,
Algunas de mis tumbas. Por otra parte, ha traducido la obra de Gustave Roud,
Philippe Jaccottet (muy especialmente), Jacques Ancet, Hermann Broch, Arthur
Schopenhauer y Ramón Xirau, entre otros. Es responsable del blog Travesías
(rafaeljosediaz.blogspot.com).
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