
“La guerra no consiste en ganar batallas, o en la acción de
luchar, sino que es un lapso de tiempo durante el cual la voluntad de entrar en
combate es suficientemente conocida.”: Thomas Hobbes, “Leviatán”
Por unos instantes, Gran Bretaña se olvidó de las Malvinas y
apuntó su radar hacia otro objetivo. Londres encendió ayer todas las alarmas al
advertir que el mundo enfrenta una “nueva Guerra Fría” por la escalada nuclear
iraní.
Eso fue lo que dijo su canciller, William Hague, cuando sostuvo que “la amenaza de una nueva Guerra Fría en
Medio Oriente” se desataría si Teherán logra obtener un arma atómica y
aumentar la tensión nuclear en la región. “Sería
un desastre para el mundo”, estimó el hombre que, por un momento, dejó de
lado la disputa de Londres con Buenos Aires.
La Guerra Fría fue el enfrentamiento que dividió al planeta
desde la Segunda Guerra Mundial hasta la caída del Muro de Berlín. De un lado,
el bloque capitalista, liderado por Washington. Del otro, el comunista,
dirigido por Moscú. Fue guerra fría porque hubo paz caliente: pugna política,
ideológica, económica, social, tecnológica, militar, informativa y hasta
deportiva, pero que nunca devino en un choque directo entre las superpotencias.
El miedo a la Destrucción Mutua Asegurada (MAD, según sus siglas en inglés, que
curiosamente se traduce como “loco”) fue el freno a una acción que podría
terminar con el mundo.
En Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm recuerda la
irracionalidad vivida por esos años: “La
profecía apocalíptica no llegó a cumplirse, pero durante cuarenta años fue una
posibilidad cotidiana. Había que vivir con ello”.
Ahora es distinto. Estados Unidos y la Unión Soviética nunca
apretaron el botón porque sabían que representaba el fin para todos. En cambio,
Israel e Irán juegan al gato y al ratón sin medir las consecuencias. A ese
dato, se suma que Gran Bretaña habla de guerra, precisamente, cuando militariza
el Atlántico Sur.
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