Especial para Gramscimanía |

Kenneth Knight, Todo lo que siempre quiso saber acerca de la
teoría especial de la relatividad y no se atrevió a preguntar, Editorial
Montesinos-Biblioteca Buridán, Mataró (Barcelona), 2011, traducción de Josep
Sarret Grau.
La relatividad engloba dos teorías científicas: la especial,
la que Einstein formuló en 1905 (no fue, como es sabido, el gran científico y
filósofo alemán el único que había trabajado la idea), y la general, que el
autor de “Por qué socialismo” publicó diez años después. Kenneth Knight [KK] se
aproxima a la segunda en los apéndices 2 y 4 (¡el libro contiene catorce
anexos!) pero su ensayo se centra y concentra en la primera, en la teoría
especial de la relatividad, la que se aplica a cuerpos que se mueven con
velocidad uniforme y en línea recta, dividiendo su exposición en dos partes: la
primera se ocupa de explicar cómo surgió la idea de la relatividad especial; la
segunda describe “las cosas extrañas que
se derivaron de ese descubrimiento” (p. 15).
Aconsejando la lectura de esta nueva divulgación de la tan
citada y no siempre comprendida teoría einsteiniana, déjenme comenzar por la
cara crítica de esta aproximación.
Es posible que el lector (y sobre todo las lectoras) tengan
más de una vacilación al emprender y adentrarse en la lectura de este “Todo lo
que siempre quiso saber…”. Así, en la página 19, KK ha incluido una ilustración
en la que puede verse un astrónomo aficionado mirando por un telescopio con el
siguiente pie: “¿Hacia dónde vamos a
apuntar el telescopio esta noche? ¿Hacia la gran nebulosa de Orión o hacia el
apartamento de la rubia que vive al otro lado de la calle?” (p. 19). Como
han leído. ¡Y KK, el editor o el ilustrador no son ningunos jovenzuelos!
No es la única metedura de pata; hay más, algunas más, no
todas del mismo calibre. En la página 20, puede verse otra ilustración con el
siguiente pie, pueril donde los haya: “El
papa (sic) creía que todos los objetos del universo daban vueltas alrededor de
la Tierra”. No es tampoco KK analítica y epistemológicamente fino en todo
momento, circunstancia y formulación. “Las
observaciones celestiales de Galileo le llevaron a la conclusión de
que la Tierra no se encontraba en el centro del universo” afirma; sostiene
también que F =m.a es “la ley” de Newton (p. 57). La fuerte –y nada ocultada-
masculinidad del autor (y/o de su ilustrador) queda también patente en el pie
de la ilustración de la página 30, cuando habla de la velocidad de las ondas
sonoras: “Por favor, azafata, ¿puede atendernos?” o cuando da cuenta de la
obtención del Nobel por Einstein –“que entonces iba acompañado de una
asignación de 32.000 dólares” (p. 137) y añade: “Albert se llevó la gloria,
pero el dinero del premio se lo quedó su ex mujer Mileva Maric” (La viñeta y
pie de la ilustración de la página 158 son aún peores).
La imprudencia filosófica de KK, por decirlo muy suavemente,
también es patente cuando se atreve a afirmar que “hay casos en los que ya tenemos todos los conocimientos sobre algo que
podemos tener, y a los que hemos aplicado nuestros mejores cerebros durante
largos períodos de tiempo y sin embargo seguimos estando igual de
desconcertados que al principio” (p. 66), poniendo como ejemplo de ello, de
estar igual de desconcertados que al principio, ¡la conjetura de Goldbach! (a
la que dedica el anexo 3, uno de los menos brillantes del libro).
La aproximación al lanzamiento de las bombas de Hiroshima y
Nagasaki (p. 109) bebe de la misma cosmovisión, eso sí sin olvidarse de una
rectificación no siempre recordada: “La
posesión de la bomba por parte de Estados Unidos y su demostrada
determinación de utilizarla hicieron que los soviéticos renunciaran a su
planeada invasión del Japón, una acción que Estados Unidos, antes de hacer
ninguna prueba con la nueva arma, les había incitado a llevar a cabo, y
que ahora estaba decidido a impedir” (p. 116). Todo, desde luego, sin
apenas tensión moral, sin mover un músculo. Chato cientificismo en estado
plano.
El biologismo de quinta fila del autor, su “naturalismo”,
cinetificismo y soberbia, son patéticos e infames ciertamente sin límites
conocidos. Un ejemplo: “En nuestra arrogancia nos creemos capaces de reescribir
las leyes de la naturaleza [que él parece conocer a la perfección], y lo
hacemos por nuestra cuenta y riesgo”. La supervivencia del más apto ya no es la
norma, añade quejoso, “y lo puede causar la degradación genética de nuestra
especie. A la naturaleza le importa un rábano lo que los hombres podamos
considerar ético. Y la preocupación moral de los débiles no entra en sus
cálculos” (p. 171).
El capítulo final: “¿Estamos solos?” está lleno de estos
ejemplos. Otra ilustración más para abonar la justificada subida de adrenalina
del lector: “¿Es la erradicación del
hambre y la enfermedad en los países en vías de desarrollo una buena idea si lo
único que se consigue con ello es un aumento aún mayor de la población y la consiguiente
ampliación de la miseria de todos? ¿No será nuestra compasión por los enfermos
y los hambrientos un error trágico que puede llevarnos al suicidio como
especie?” (p. 170). No sé si KK es un neofascista pero no parece estar muy
alejado de este ámbito. Por no hablar con detalle de sus “reflexiones” sobre la
industria nuclear, ciegas hasta la insensatez irracionalista y con notables
dosis de desinformación.
En síntesis: KK sirvió en un submarino de la British durante
la II Guerra Mundial, dirigió una central eléctrica en la Sudáfrica del
apartheid y en 1966 se trasladó a Estados Unidos para trabajar en una de las
principales compañías eléctricas del país, ocupándose del diseño de centrales
nucleares. Todo ello imprime carácter y no cualquier carácter. Eso sí, curiosa
y destacadamente Kenneth Knight nos da una informada aproximación –con muy poca
pulsión poliética- sobre el accidente nuclear de Palomares en el capítulo 11.
¿Se infiere de todo ello que el libro que comentamos no
merezca una lectura atenta, completada o no con los numerosos anexos que lo
acompañan? No, no es el caso. Sería una mala, una pésima e injustificada
inferencia.
KK es un excelente divulgador que probablemente conozca muy
bien la teoría de la relatividad y la física que está en sus alrededores. Lo
prueba en numerosas ocasiones. Por ejemplo, en el capítulo dos, “Todo sobre las
ondas”, no siempre de fácil explicación, o en el cuarto, el que dedica a “Las
ondas electromagnéticas”. Hay más ejemplos. Vale la pena destacar el capítulo séptimo,
“La relatividad especial de la luz” (complementado por el apéndice 10, uno de
los mejores en mi opinión), central para la comprensión de la segunda parte -la
esencial- del ensayo.
“Todo lo que siempre…” tiene dos subtítulos: “¡De cómo una
extraña intuición sobre la velocidad de la luz llevó al descubrimiento de que
la masa puede convertirse en energía!” y “Una explicación de la relatividad
especial para aquellos a quienes les gustaría saber más sobre el tema y piensan
que es demasiado complicado”. El primero tal vez sea fruto –es altamente
probable- de una estrategia publicitaria; el segundo, en cambio, recoge bien
una finalidad perseguida por el autor y con éxito indudable.
Por otra parte, “Todo lo que siempre quiso saber…” contiene
más de una y más de diez formulaciones y desarrollos matemáticos. El lector/a
no debería retirarse: es matemática elemental, bien desarrollada, al alcance de
nuestra preparación básica. KK aconseja en la presentación del volumen que “si
el lector encuentra que los párrafos en los que aparecen fórmulas matemáticas
son difíciles, pueden saltárselos tranquilamente” (p. 12). No hay que seguirle
en este punto. Con un poco de esfuerzo, sin dificultades insuperables, las
ganancias son notables. Los capítulos XIII –“Poniendo al día las leyes de
Newton” y XIV –“Mostrando que E=mc2”- son dos ejemplos de ello.