![]() |
Foto: Daniel Palma Alvarado |

Se habla de lanzas, de cogoteros, bandidos, estafadores, salteadores
de caminos, bandoleros, pero no por ello la reducción del periodo evita
proyectar -¿qué otra intención podría tener la revisión sino irrumpir en el
presente?– al enfatizar de qué modo, la imposición de la burguesía que derivó
en una explosión social e instauración de la desigualdad, en las primeras
décadas del siglo XX, consiguieron implantar el capitalismo en Chile
“comprendiéndose –agrega Palma en su prólogo– a la violencia social y las
transgresiones como el resultado no deseado de un sistema que en sí es portador
del germen de la delincuencia”.
Y más adelante se cuestiona: “¿Estamos ante un fenómeno meramente coyuntural o existe acaso una suerte de cultura del robo chilensis?” Cierto o no, en Chile el robo no sólo se halla entre los marginales desempleados, sino que se practica a toda escala y los últimos años, así como crece la demanda por una mayor seguridad civil, ciudadanos de bien, pagando al tres al cuatro, son estafados, robados, usufructuados en sus pocos pesos o escuálidos ahorros, por esa otra rama que el sociólogo estadounidense, Edwin H. Sutherland, a fines de los años 40’ describió tan bien como white collar crime, algo así como ladrones de “cuello blanco” o “de corbata”, diríamos nosotros.
Y más adelante se cuestiona: “¿Estamos ante un fenómeno meramente coyuntural o existe acaso una suerte de cultura del robo chilensis?” Cierto o no, en Chile el robo no sólo se halla entre los marginales desempleados, sino que se practica a toda escala y los últimos años, así como crece la demanda por una mayor seguridad civil, ciudadanos de bien, pagando al tres al cuatro, son estafados, robados, usufructuados en sus pocos pesos o escuálidos ahorros, por esa otra rama que el sociólogo estadounidense, Edwin H. Sutherland, a fines de los años 40’ describió tan bien como white collar crime, algo así como ladrones de “cuello blanco” o “de corbata”, diríamos nosotros.
A continuación entregamos algunos pasajes del Capítulo 2 de
la Primera Parte, “Alarma en los campos: el bandidaje rural”. Una lectura de
verano, altamente recomendada, en tiempos donde todo tiene un precio y el que
no corre vuela.
El Valle Central: cuna de los bandidos clásicos
En el marco de la crisis económica de la década de 1870, los
robos se multiplicaron en todo el Valle Central. A las partidas de bandidos que
desde el período colonial nunca habían dejado de existir (como los tristemente
célebres ‘pelacaras’ de los Cerrillos de Teno), se fueron sumando muchos peones
agobiados por el hambre que se apoderaban de animales, principalmente bueyes,
que luego faenaban para el consumo inmediato. En
los expedientes criminales y el gran número de solicitudes
de indulto que se conservan y documentan la experiencia de la crisis,
sobresalen los condenados por abigeato (por lo común, hurtos de uno o dos
animales), que en sus súplicas dan cuenta del efecto devastador de esta
coyuntura en las economías campesinas. En 1878, la miseria debida a “la mucha
escasez que hubo en estas provincias en la época en que se verificó el hurto,
octubre del año pasado”, fue invocada por el tribunal de Concepción como
atenuante para un hombre que se había apropiado un buey y una ternera en Lebu.
En el contexto de la ruina y del hambre, el robo ocasional
se convirtió en una opción para muchos labradores.
Parte importante de los llamados ‘bandidos’ eran jóvenes e
inexpertos gañanes que ejecutaban sus golpes de mano bajo la modalidad del
convite, sin mayores preparativos ni conocimiento entre los involucrados.
Bastaba un buen dato que era socializado entre los pares en chinganas, carreras
de caballos, en los suburbios de las ciudades, donde se hacían las
‘invitaciones’ a saltear o robar animales. Entre parientes, de a dos o en pequeñas
cuadrillas los convocados se reunían en caminos rurales o cerros y se
dispersaban tras los atracos. Su radio de acción era limitado. En 1878, en
Yumbel se presentó un caso típico:
“Amador Montero confesó que en la tarde del 21 de abril en
casa de Juan Pacheco se concertó con Leonardo Montero para robar a don Pedro
Juan Villagrán y que cerca de la estación del Cabrero deberían juntarse con
Sinforeano Montero y José Manuel Sepúlveda (alias el Chico) y que bajo las
órdenes de éste fueron a la casa de Villagrán, forzaron la puerta de la casa y
entraron a ésta. … después se fueron a un monte, en donde se distribuyeron de
lo robado”. Acto seguido, los hombres no se volvieron a ver.
Estos robos eran por lo común de menor cuantía, con magros
botines cuyos réditos se gastaban en remoler o a lo más permitían satisfacer
necesidades urgentes.
Pero de todos modos, preocupaba su multiplicación y también
el número de
Peones que traspasaban el límite –el del ‘hurto famélico’– y
se habituaban a subsistir de los bienes ajenos. Durante la coyuntura de los 70,
el explosivo aumento de los delitos y de los bandidos diseminados por los
campos derivó en pánico entre los grandes propietarios.
Nadie estaba seguro, al punto de que Benjamín Vicuña
Mackenna propuso en 1875 la inversión de diez mil pesos en armas para repartir
entre los hacendados. El debate parlamentario fijó una estrategia de contención
consistente en aplicar con mayor dureza los castigos y dotar a los jueces de
poderes más discrecionales. Esto se rubricó mediante la promulgación de la
denominada ‘ley contra el vandalaje’ el 3 de agosto de 1876, la que fue
aprobada en ambas cámaras “bajo las influencias del miedo”. El preámbulo es
revelador de las urgencias y sensaciones del momento al indicar que “el estado de
inseguridad en los campos y aun en las poblaciones es tal, que nadie se siente
tranquilo en su hogar ni aun tomando todas las precauciones posibles”. Esta ley
se utilizó para imponer en forma masiva la pena de muerte y la de azotes en
delitos asociados al bandolerismo. Dejó a los jueces en completa libertad para
obrar según su criterio, al extremo de que el artículo 2º subrayaba
explícitamente que en procesos por delitos como el homicidio, el hurto y el
robo, quedaban sin efecto “todas las leyes relativas a la apreciación que los
jueces deben hacer de la prueba en causas criminales”.
En el fondo, el incremento del bandolerismo y del miedo
pusieron en tela de juicio los nuevos mecanismos punitivos que buscaba
implantar el Código Penal desde 1875, apelándose, igual que antaño, a la idea
del castigo físico contra los infractores y a sus efectos persuasivos sobre los
demás. El año 1878 en Concepción, por ejemplo, se argumentó para condenar a dos
acusados de abigeato: “Los reos han sido aprehendidos con tres bueyes que
pertenecen a distintos dueños; como esta clase de delitos se está repitiendo
con tanta frecuencia conviene reprimirlos con más severidad aplicándose la pena
de azotes que tiene la ventaja de ser ejemplar”. Por cierto, las solicitudes de
indulto de estos años, particularmente de reos condenados entre 1876 y 1878,
están colmadas de peticiones dirigidas al Consejo de Estado para que se
suprimiera o rebajara la pena de azotes que a partir de entonces recayó
invariablemente sobre los ladrones.
Los castigos físicos, sin embargo, no pudieron liquidar el
bandolerismo que, tras el paréntesis de la guerra del Pacífico, continuó
desarrollándose espontáneamente en la versión del convite. En Viña del Mar en
1887, una cuadrilla de seis hombres asaltó la casa de José Tapia, ofreciéndonos
un modelo de este primario sistema de despojo:
Manuel Donoso expuso que se juntó con Juan Bustamante y
Vicente Guerra en el juego de bagatela de Francisco Cabezas, en donde les
invitó Bustamante para ir a saltear una casa, agregándoles que más arriba
esperaban otros amigos…; que durante toda ésta [noche] durmieron en el bosque y
ahí permanecieron ocultos también todo el día siguiente; que al oscurecer se
encaminaron a la casa de Tapia con el fin de dar el golpe y, entrando todos “de
empellón”, se procedió a amarrar a un hombre y a una mujer a quienes se pegó
algunos palos con los tizones de la cocina a fin de que dijeran dónde tenían la
plata, empezando cada cual a robar lo que encontró…; que después de esto
emprendieron la fuga y se hizo en el cerro el reparto de lo robado. Por otra
parte, salteadores de tiempo completo sembraban el terror en los caminos, que
de acuerdo con diversos testimonios resultaban muy peligrosos para los
viajeros.
Malhechores, fugitivos de la ley y desertores del ejército
se refugiaban en los cerros de la costa o se movían constantemente en las zonas
rurales cometiendo toda clase de tropelías. El salteo se volvió una opción de
vida para muchos de ellos.
Un prototipo fue Bárbaro o Alvarito Muñoz, soltero de 26
años al momento de ser procesado, oriundo de San Javier, prófugo de la
justicia, acusado de trece delitos consumados en poco más de un año (1881-1882)
y que incluían varios hurtos de yeguas ensilladas y caballos, salteos nocturnos
a transeúntes y cargar armas prohibidas, todo esto en la región del Maule en
torno a Talca, San Javier, Loncomilla y Linares. Usualmente, Alvarito se hacía
acompañar de algún cómplice y mientras amenazaba a la víctima con revólver, su
socio la despojaba de ropas, dinero y caballo. En algunos de los salteos, como
el que afectó a la casa de Juan Arellano, Muñoz integró una “partida no menor
de ocho bandidos”.
No es extraño encontrar en esta misma época expedientes que
procesaban a bandas completas, como el de una que operó en los alrededores de
Santiago entre 1885 y 1888 a la que se atribuyeron nada menos que 44 crímenes,
entre los cuales figuraban robos con homicidio, lesiones, hurtos de animales y
fugas desde diferentes cárceles con sustracción de armamento. Estas gavillas
tenían una organización más estable y era frecuente que sus integrantes se
conocieran en prisión o durante una evasión. En las declaraciones de testigos y
víctimas de esta clase de bandidos se hacía especial hincapié en la violencia
con que sufrían el despojo de sus pertenencias, tal como expusieron dos hombres
que “fueron asaltados por tres individuos desconocidos…, quienes después de
herirlos y maltratarlos a garrotazos, les quitaron los caballos ensillados y
demás objetos…”, en las afueras de Chillán. En uno de los asaltos protagonizado
por Alvarito Muñoz, habrían disparado más de 25 balazos y en el salteo a una
casa en Chimbarongo en 1887, uno de los condenados portaba “tres revólveres,
uno envainado grande a la cintura y otros dos más chicos en los bolsillos y
también un puñal corvo…”. La brutalidad de los atracadores en este último caso
cobró dos víctimas fatales. Cuchillos, sables, palos, garrotes, huascas y, en
forma creciente, armas de fuego (choco, revólver) formaban parte de los
implementos de los salteadores rurales quienes, llegado el momento, los
utilizaron sin vacilación. De este modo, las partidas más numerosas y
formalizadas se distinguieron del bandido ocasional por el uso de la fuerza, en
lo que se constituyó en un tópico que la prensa proyectó al conjunto de la
delincuencia rural.
La prosperidad salitrera no sirvió para contener el
bandidaje, que continuó siendo una preocupación nacional, desarrollándose en
las mismas inmediaciones de las principales ciudades del país ante la
manifiesta ausencia de policías rurales. El periodista Juan Rafael Allende dio
cuenta de esta realidad en 1887, al acusar recibo de “un buen número de cartas
escritas por agricultores de las vecindades de Santiago, en las que con negros
colores me pintan la desesperante situación a que los tiene reducidos la falta
de policía rural” y se preguntaba, “¿cómo estarán esos campos sin rurales y sin
celadores? Con solo pensarlo se me ponen los pelos de punta”. Los subdelegados
informaban casi cotidianamente al Intendente de Santiago de los salteos
ocurridos en sus distritos, refiriendo la “continua alarma en que viven sus
moradores” y el hecho de que los bandidos “recorren sin temor los campos y
premeditan y ejecutan sus asaltos a mano armada, fugándose en seguida sin que haya
quienes puedan perseguirlos en los primeros momentos, que son los más oportunos
para su aprehensión”. En los años 90, más de lo mismo, como leemos en los
testimonios de afligidos vecinos de Renca y Talagante, que se quejaban “del
bandalaje que asola nuestras subdelegaciones rurales” y temían por sus vidas y
propiedades.
Hacia fines del siglo XIX, el panorama en las áreas rurales
era desalentador. Quien fuera el juez letrado de Caupolicán desde 1892, dejó un
testimonio de su experiencia: Los asaltos a mano armada en los campos y en los
villorrios, con su obligado cortejo de homicidios, violaciones y saqueos; los
asesinatos pacientemente preparados y ejecutados por malhechores llevados ex
profeso; los robos y hurtos de animales verificados a diario, y los delitos, en
fin, de toda especie se sucedían, a pesar de todo, con frecuencia abrumadora,
produciendo como resultado inmediato una vida azarosa y de constantes
sobresaltos en la población rural y el mantenimiento de la cárcel de la ciudad
de Rengo constantemente repleta de criminales. El problema radicaba, según este
celoso funcionario judicial, en la falta de prevención y la desidia del poder
ejecutivo en esta materia. Las partidas de salteadores en los campos provocaban
mucha inquietud, como podemos apreciar también en la Lira Popular, que narra
regularmente violentos atracos que afectaban a haciendas, despachos y viviendas
de inquilinos localizadas en el Valle Central, en torno a lugares como
Rinconada, Olmué, Quilpué, Buin, Rancagua, Rengo, Pelequén, Teno, Curicó,
Panguilemu, Linares, Cauquenes, Chillán y Concepción. Rosa Araneda grafica esta
preocupación, al exclamar en un verso a propósito de un robo con muertos y
heridos en Olmué: “El bandalaje hoy en día, / esta no es ponderación, / se
halla en nuestra nación / sin Dios ni Santa María”.
La Lira Popular esbozó la misma imagen de descontrol, de un
bandolerismo sin Dios ni ley, que encontramos en múltiples documentos, diarios
y revistas como el boletín de los agricultores, donde se planteó en 1898 que la
inseguridad de los campos y la continua amenaza de un salteo generaba el
absentismo de los propietarios rurales de sus fundos. Así entonces, la segunda
mitad del siglo XIX aparece signada por el accionar de los bandidos rurales, que principalmente recurrieron
al abigeato, al salteo de los transeúntes y al robo en las casas, sin importar
a menudo si sus moradores estuvieran o no.
Entre los bandoleros más insignes de este período hay que
destacar a Francisco Rojas –el mítico Pancho Falcato– y a Ciriaco Contreras.
Ambos se convirtieron con los años en personajes legendarios e íconos del
bandidaje chileno. A diferencia de la semblanza feroz y bárbara que solían
pintar los medios de comunicación cuando daban cuenta de cuatreros y asaltantes
‘comunes’, Falcato y Contreras simbolizaron al bandido amable que ridiculizaba
a sus perseguidores y salía airoso, que era capaz de burlar la maquinaria
represiva y judicial sin perder su buen humor. Tal como los presenta la
tradición literaria y poética, no eran de esos sanguinarios criminales que
abusaban de los más débiles, sino ladrones astutos y valerosos, cuyos actos
dirigidos contra los bienes de los grandes propietarios les valieron el apoyo y
la simpatía de parte de los más pobres. No cabe duda que los nombres de Falcato
y Contreras permanecieron en la conciencia histórica del pueblo chileno hasta
bien entrado el siglo XX. Las hazañas de estos bandidos fueron ampliamente
difundidas y ensalzadas en la época. A Falcato en vida se le hizo un reportaje
en el diario El Ferrocarril (1877) y luego fue retratado en el libro Astucias
de Pancho Falcato, el más famoso de los bandidos de América, escrito por
Francisco Ulloa en 1884. El autor lo había conocido personalmente cuando se
desempeñaba como subdirector de la Penitenciaría de Santiago. En la prensa y
las poesías populares se llegó a emplear la palabra ‘falcato’ para designar
genéricamente a los ladrones. Contreras, en tanto, con motivo de su captura y
muerte hacia 1891, fue objeto de una serie de versos de poetas como Rolak e
Hipólito Casas-Cordero. Más tarde, Rafael Maluenda publicó en El Mercurio
algunos artículos que tituló Aventuras de Ciriaco Contreras. En 1924, el
comisario Ventura
Maturana calificó a estos dos hombres como “salteadores de
oficio a la alta escuela, que la tradición popular recuerda en sus hechos
culminantes”, develando que en los anales de la policía pasaron a representar
el arquetipo del bravío salteador, admirado incluso por agentes y guardianes.
Estrictamente hablando, Falcato no fue el típico bandido
rural. Sus andanzas se desarrollaron ante todo en Santiago y los alrededores e
incluyen también incursiones en Valparaíso y La Serena. No era de los que se
escondían en los cerros y desde allí dirigían a alguna gavilla, sino más bien
operaba en y desde la ciudad, apelando a los disfraces y la astucia para
engañar a sus víctimas. Un autor lo considera “la personalidad preponderante
del hampa santiaguina por más de 23 años”. Desde 1837, había sufrido diversas
condenas por robo de animales, lesiones, heridas y salteo, a lo que se sumaban
al menos tres espectaculares fugas desde la prisión ambulante y la cárcel.
Aunque pasó la mitad de su vida tras los barrotes, Falcato
no se lamentaba. De hecho, en una entrevista habría expresado: “…mi vida es muy
linda. ¡Qué importan esas vidas que cuentan de extranjeros! Ninguna vale lo que
la mía. Toda mi vida es una serie no interrumpida de emociones, una agitación
continua, un batallar incesante, un ir y venir interminable, un flujo y reflujo
inacabable y eterno”.
En 1875 lo encontramos solicitando el indulto de una condena
a cuatro años de Penitenciaría por el hurto de once vacunos desde el fundo San
Javier en San Bernardo. Falcato era acusado de sustraer los animales del
potrero, habiendo echado abajo un pedazo de pirca. Habría actuado de noche
junto a un cómplice y con el rostro cubierto, llevando luego el ganado a la
chacra de Cerro Negro, donde fue puesto “a talaje” para poder ser
comercializado. En su petición, Falcato negaba el delito e involucraba a un
agente secreto de la policía que recogía los animales robados. El procurador
utilizó el argumento de la regeneración del reo para lograr el perdón:
“No creo que V.E. por solo el nombre de un hombre que ha
pasado largos años en el crimen y ha expiado este con el desprecio, con las
cárceles, con las duras horas y remordimientos del delincuente que llegó a ser
el tipo de lo malo, el terror en boca de la fama pública… no creo, repito, que
V.E. solo por ser Rojas el Falcato terror de los campos del sur, héroe de leyenda,
no oiga ni escuche ahora la voz de un hombre a quien el crimen en sus severas
reacciones hizo honrado…”.
Añadía que, si bien tarde, Falcato era otro hombre que
valoraba el hogar, la familia y el trabajo. Pese a esto, no fue indultado.
Poco después, un reportero que lo visitó en la cárcel en el
verano de 1877 describió a Falcato como un hombre atlético de unos sesenta
años, “con su sombrero en la mano, saludando políticamente al visitante”. En
esa ocasión, denunció que su primera estadía en la prisión de los carros
ambulantes había sido “como una marca de fuego grabada indeleblemente sobre mi
frente”, en vista de la cual los jueces lo condenaban por cuanto crimen se le
imputaba. Y dijo: “Yo no tengo en Chile más enemigo que la justicia. Fuera de
ella, todo el mundo me quiere. ¡Ah! Ya no sé dónde poder vivir para que se me
deje trabajar en paz ¡con mi mujer y mi hija!”. De acuerdo al estudio pionero
de Elvira Dantel, Falcato finalmente murió en prisión hacia 1879, cumpliendo
condena.
El caso de Ciriaco Contreras reúne más atributos del
bandolero social, según el perfil trazado por Eric Hobsbawm sobre el “ladrón
noble” en el clásico libro Bandidos. De partida, su conversión a esta vida ruda
se debió a una prisión injusta por un delito que no había cometido. Contreras
nació en la década de 1840 en la hacienda Huaquén a orillas del río Mataquito y
su figura se asocia principalmente al robo de ganado en perjuicio de los ricos
terratenientes. Liderando una banda que operó entre 1860 y 1885, su radio de
acción comprendió la zona de Colchagua, Curicó y Talca, donde se transformó en
terror de los hacendados. La leyenda afirma que también realizó correrías en
Argentina y resalta su cercanía con los campesinos, basada en su “buena facha”
y dadivosidad. En contraste con otros bandidos, la tradición popular valoró el
hecho de que Ciriaco no derramara sangre, calificándolo como el “ladrón más
afamado” que jamás pudo ser atrapado por la policía.
Estos rasgos fueron puestos de relieve en los versos que se
compusieron tras su muerte y que insistían en la necesidad de dar a conocer sus
aventuras para ejemplo de los demás. “Murió Ciriaco Contreras / en el sur dicen
los mauchos / porque fue de aquellos gauchos / ladrón de clase primera / bajaba
como una fiera / a los pueblos a saltear / el rico particular / con él pasaba
afligido / la historia de este bandido / muy necesaria es narrar”. Ciriaco fue
exhibido como un gozador de la vida, respetado, querido y acogido por el pueblo
rural que lloró su partida.
Otro igual en su
carrera
En la faz no se ha encontrado
Porque a éste lo ha amparado
Saturno de su alta esfera.
Él se tiraba la pera
Con cazuelas de gallinas
Buenos carneros de lina
Comía de lo mejor;
A traer ganado mayor
También iba a la Argentina.
La vida de aquel valiente
Yo la publico en la prensa
Porque creo no es ofensa
Lo que hablo del eminente
Desde el Sur hasta el Oriente
Este toro recorrió
Niñas y viejas gozó
De aquel más lindo y volaco
La vida de don Ciriaco
Al fin aquí terminó.
En la faz no se ha encontrado
Porque a éste lo ha amparado
Saturno de su alta esfera.
Él se tiraba la pera
Con cazuelas de gallinas
Buenos carneros de lina
Comía de lo mejor;
A traer ganado mayor
También iba a la Argentina.
La vida de aquel valiente
Yo la publico en la prensa
Porque creo no es ofensa
Lo que hablo del eminente
Desde el Sur hasta el Oriente
Este toro recorrió
Niñas y viejas gozó
De aquel más lindo y volaco
La vida de don Ciriaco
Al fin aquí terminó.
Los casos de Falcato y de Ciriaco, si bien se salen del
molde del bandido cruel e inhumano que prevalece en los medios sensacionalistas
o que hallamos en muchos de los expedientes judiciales, dan buena cuenta de la
latencia y ubicuidad del fenómeno del robo en las áreas suburbanas y rurales
del siglo XIX. Asimismo, son ilustrativos de una serie de otras problemáticas,
como las deficiencias policiales, la relación del transgresor con la justicia y
las representaciones sobre aquel, que forman parte de la trama del robo.
![]() |
Título original: “Ladrones. Historia social y cultura del robo en Chile, 1870–1920.” http://www.carcaj.cl/2012/02/ladrones-historia-social-y-cultura-del-robo-en-chile-1870–1920/ |