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Charles Dickens por Franklin |
Para bien o para mal, las últimas voluntades de los
escritores suelen ser desatendidas. “Pido a mis amigos que eviten que yo sea el
protagonista de cualquier tipo de monumento o placa conmemorativa en ningún
lugar”, fue la de Charles Dickens.
Pero nunca una última voluntad es suficiente. Quizás porque
sus amigos ya no viven —y sí, en cambio, los que se reclaman no sólo como sus
fervientes admiradores y, para colmo, paisanos— el ayuntamiento de Portsmouth,
en el condado de Hampshire (sur de Inglaterra), donde nació el escritor,
proyecta inaugurar desde hace un tiempo una estatua en su honor el 7 de febrero
de 2012, cuando se cumplirán 200 años de su nacimiento.
Sería insólito que el proyecto se hubiera detenido
respetando el deseo póstumo del autor de David Copperfield. Son más importantes
los afanes turísticos que una simple petición hecha al borde la muerte, pero
francamente tampoco creo que le haga ningún daño al difunto y tampoco a su
obra. Es más: en tiempos en los que el imperio (más mediático que literario) de
Harry Potter no parece dejar lugar a nadie, es justo que por lo menos en su
ciudad natal los niños sepan que la orfandad, los parientes malévolos, los
maestros y directores de escuela miserables, las aventuras con grandes amigos,
los seres protectores, los primeros amores y otras esperanzas fueron la materia
prima de un gran escritor que nació allí mucho antes del cine, internet y las
redes sociales.
Se trata de un literato en el más cabal sentido de la
palabra: un inventor de mundos interiores, pero también un retratista profundo
de la ciudad (Londres) y su tiempo (la era victoriana). Ello a pesar de que,
como escribe Harold Bloom, “nadie espera de Dickens que tenga los alcances
cosmológicos de Cervantes, Shakespeare, Dante y Chaucer. Pero está justo debajo
de ellos, tan henchido de vida como ellos…”
Decir Dickens es hablar de la universalidad y modernidad
literarias a gran escala. El primer autor de best sellers, dirán algunos, pero
lo importante es que detrás de los cien mil ejemplares que era capaz de vender
semanalmente, en pleno siglo XIX, con alguna de sus novelas por entregas, está
no una estrategia de ventas, sino la pura emoción que ofrece a sus lectores con
personajes tan entrañables como Oliver Twist o la pequeña Nell, de Almacén de
antigüedades.
Increíblemente —según lo refiere su mujer, Nadezhda
Krupskaya en sus memorias—, Lenin rechazaba a Dickens. Cuenta ella misma que en
una ocasión el jefe de los bolcheviques fue a ver una representación teatral de
El grillo del hogar (un cuento fantástico que tiene como tema la vida en un
hogar humilde; y efectivamente hay un grillo que juega un papel medular en la
historia). La indignación de Lenin (frente a la paz y el amor conyugal ¡en una
familia humilde!) no se hizo esperar: abandonó la sala molesto por lo que él
calificó como mero “sentimentalismo burgués”.
Quién sabe qué esperaba el revolucionario ruso de esta obra,
pero es un hecho que no fue lector (o un buen lector) del mejor Dickens, el
mismo que parece narrar lo mismo que Karl Marx describió analíticamente en el
capítulo XXIV de El capital: la expropiación que despoja de la tierra a los
trabajadores, así como de sus medios de trabajo; es decir, los fundamentos
mismos del modo de producción capitalista y su forma de propiedad privada que
condenó en sus orígenes a la miseria y aun a la esclavitud a millones de
personas.
Si la buena literatura es siempre un refugio, debemos
considerar la obra de Dickens como el gran hogar en el que muchas personas, en
tiempos muy duros donde los trabajadores eran menos que las máquinas y el
desamparo y la explotación el pan de cada día, encontraron consuelo. Vieron
algo o todas sus vidas reflejadas en esas historias de niños que huyen de la
miseria, el abuso y la crueldad de una sociedad que sólo era mejor para una
minoría.
Dickens sabía de eso. Su infancia fue como la de esos niños
que antes que ir a la escuela van a una fábrica a entregar su vida por unos
cuantos chelines a la semana. Vio cómo por deudas encarcelaron a su padre y
compartió con su numerosa familia todas las desdichas que eso les trajo. A los
doce, ya tenía un puesto en una fábrica donde su labor consistía en pegar las
etiquetas de los botes de grasa para zapatos que ahí se producían. Su horario
era infernal: diez o más horas repitiendo la misma, embrutecedora, operación.
Me gusta cómo lo relata Jesús Marchamalo (Escritores de la
literatura universal, Siruela, 2009):
“Sus hijas, ya mayores, contaron cómo una vez, jugando a encadenar palabras —la precedente acababa en war—, Dickens vaciló, se mordió un labio, y dijo, como una retahíla, Warren’s Blacking Strand, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Era la dirección de la fábrica de betún.
Le dijeron qué calles no valían. Las reglas, en ese aspecto, eran estrictas.”
II
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Charles Dickens por Luis M. Morales |
Cuando Dickens se ponía navideño, fantástico o puramente
sentimental no sólo no le gustaba a Lenin (como recordamos en la entrega anterior),
sino a algunos escritores de la talla de Virginia Woolf. A cambio, contó
siempre con la dilección de Chesterton, quien lo llamó “el último gran poeta”.
Sin embargo, a la distancia, más allá de la recepción
crítica de su obra, prevalece por sobre todo, de modo incontrovertible, la
profunda huella que ha dejado en muchas generaciones de lectores y la gran
influencia que ha tenido en otros autores, por no hablar de su impacto en
ámbitos tan populares como el cine.
Ahora bien, no es extraño que quien admiraba su penetrante
mirada social se sintiera algo frustrado al descubrir —como han apuntado
algunos críticos— que Dickens no reparara en los grandes movimientos obreros de
la época, el cartismo, para no ir lejos, origen de la lucha sindical de los trabajadores
ingleses frente a las implacables condiciones que les eran impuestas.
Pero las cosas siempre toman su lugar, y es claro que por
mucho que sus personajes sufrieran la inclemencia social, Dickens no consiguió
(no era su intención) un retrato riguroso como el que la historia económica ha
hecho de ese periodo, pero sí uno de sus trazos más humanos e inolvidables. Así
que quien quiera un acercamiento estadístico o analítico de esa etapa, hará
bien en adentrarse en obras como La situación de la clase obrera en Inglaterra,
de Federico Engels; pero quien desee conocer cómo la vida consigue sobreponerse
al abandono, el hacinamiento, a las epidemias, al desprecio, a la maldad, al
hambre y la explotación, acérquese al universo dickensiano. Ahí es posible contar
con algo de suerte si se mantienen los sueños; ahí la voluntad enseña todo su
vigor.
A colación de Oliver Twist, el crítico V.S. Pritchet
encontró un Dickens que a través de su obra persistía en la idea de que “la
creencia en la justicia, el conocimiento de la retribución y la compasión son
evidentes en la naturaleza humana, y de que una buena dosis de terror y una
larga y enmarañada trama de mala suerte y malignidad los traerán a la
superficie”.
Se trata de tener todas las lecciones vitales a la mano. Por
eso algunas de sus novelas vienen a ser pilares de eso que los especialistas
conocen como la bildungsroman o novela de formación. El buen David Copperfield
u Oliver Twist aprenden (y enseñan), como el propio Dickens, más de la calle
que de la escuela, más de lo duro que de lo terso, pero terminan por hacer
cumplir la observación de Pritchet: aun en un ambiente de criminales y por muy
grandes que sean las perversidades que se enfrentan, siempre aflorará aquello
que nos hace ser humanos.
Desde luego, hay un optimismo inmanente en todas estas
historias con final feliz, pero no hay que olvidar que independientemente de su
desenlace —que podría ser otro, claro—, lo que las hace imprescindibles es su
ambición de felicidad: no alcanzarla, sino pretenderla tenazmente, incluso en
las circunstancias que nos ponen a la defensiva.
Un opositor genial de este esquema feliz es J. D. Sallinger,
quien se dio el lujo de abrir su maravilloso El guardián entre el centeno de
manera que no cupiera la menor duda sobre el nuevo clima existencial que se
vivía a mediados del siglo XX:
“Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada. Para esas cosas son muy especiales, sobre todo mi padre. Son buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos no hay quien les gane. Además, no crean que voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó durante las Navidades pasadas…”
Pero justamente por esa injusta referencia, uno no puede
leer (especialmente) El guardián entre el centeno, sin pensar en Dickens.
Porque viéndolo bien, quién es Holden Caulfield sino un personaje más en busca
de sí mismo y, por risueño que parezca, de un hogar. Sus aventuras y
desventuras no son a lo Copperfield, pero son. Y si vemos hacia Grandes
esperanzas, quizás la mejor novela de Dickens, veremos que hay más de un punto
de contacto desde la perspectiva de la bildungsroman. En todo caso, podemos
sentir lo que dice Harold Bloom de Grandes esperanzas, “que nos hace volver a
ser tal y como éramos antes de perder la inocencia, aunque ello nos avergüence
y resulte doloroso. La novela apela a nuestra necesidad infantil de amor y de
sentirnos nobles y buenos de un modo que es casi irresistible. Por qué debemos
leerla es evidente: para volver a casa, para curar nuestro dolor”.
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Título original: “Inmenso Dickens”
I. http://impreso.milenio.com/node/9107141 II. http://impreso.milenio.com/node/9111084 |