Luis Chitarroni
Como homenaje a los doscientos años del nacimiento de
Dickens, tres libros se publicaron en Inglaterra en el último mes. Enriquecen
el panorama sin aportar un factor dramático a esta emergencia decimal. El
primero, en el sentido más fiel y genérico, es de características casi
teratológicas y derrota la cifra divina anunciada: las menos de mil quinientas
páginas divididas en tres volúmenes que le consagró John Foster, amigo de
Dickens y biógrafo precoz, referencia obligatoria de las bibliotecas que
vendrían. De hecho, se puede sostener una línea regular y continua de
biografías y monografías que presentan un Dickens disponible en el curso de dos
siglos, de G.K. Chesterton, Una Pope-Hennessy, J.B.Priestley y algún Sitwell, a
Edgar Johnson, Peter Ackroyd y Claire Tomalin.
Tanto va el cántaro a la fuente, que el concepto de biografía cambió más o menos –o tanto o tan poco– como el concepto mismo, Foucault nos asista, de “autor”. El otro libro es un Becoming Dickens –tan de moda ahora–, de Ronald Douglas Fainhurst, en el que podrán observarse los matices imprevisibles que ahondan el misterio entre “ser” y “llegar a ser”, operación cleptómana que el futuro habilita ya a considerar tautológica. El tercero, de la mencionada Claire Tomalin, reinstala de nuevo el término anterior de biografía con un temblor adicional: no es “la” sino “una” biografía, especie de parpadeo que debilita la pantalla de la época con el veneno de un desvelo servil. En escritora tan delicada, nuestras núbiles previsiones deben ceder ante las que ella misma tomó.
Tanto va el cántaro a la fuente, que el concepto de biografía cambió más o menos –o tanto o tan poco– como el concepto mismo, Foucault nos asista, de “autor”. El otro libro es un Becoming Dickens –tan de moda ahora–, de Ronald Douglas Fainhurst, en el que podrán observarse los matices imprevisibles que ahondan el misterio entre “ser” y “llegar a ser”, operación cleptómana que el futuro habilita ya a considerar tautológica. El tercero, de la mencionada Claire Tomalin, reinstala de nuevo el término anterior de biografía con un temblor adicional: no es “la” sino “una” biografía, especie de parpadeo que debilita la pantalla de la época con el veneno de un desvelo servil. En escritora tan delicada, nuestras núbiles previsiones deben ceder ante las que ella misma tomó.
Un arrebato sensible reprochará seguro al victoriano vetusto
su inclemencia viril y la falta de matices de sus personajes femeninos.
Invariabilidad de la soberanía e invariabilidad de la musa. Reducción calculada
para una prolongada escena de celos. En el pasado inalterable, Dickens sigue
sufriendo la humillación de ver a su padre en la cárcel de deudores de
Marshalsea, trabajando como taquígrafo, emprendiendo Pickwick , dejando
inconcluso Edwin Drood y muriendo en lecho ajeno. Con esmero, los nuevos biógrafos
deben encontrar la manera de volver a contárnoslo. A Dickens mismo esa rutina
de la imaginación nunca lo tocó. Le concernía en cambio suministrar provisiones
y reverencias a Pickwick, Weller y los demás integrantes del Club, nutrir el
pasado de Martin Chuzzlewit, despojar de enemigos al señor Micawber, repetir en
los rasgos de Uriah Heep los modales y el servilismo de algún empleado
entrevisto en los tribunales. Como se solía admitir y admirar, la imaginación
de Dickens parecía no tener límites. Legiones de personajes individualizados
avanzan en distintas direcciones en la república turbulenta que crean sus
quince novelas. “Después de Dios y de Shakespeare, la mayor inspiración
dedicada a los hombres que se pueda observar”, escribió, a lo Víctor Hugo, un
victoriano hiperbólico. Había que esperar al Kilgore Trout de Kurt Vonnegut
para que la abolición de la esclavitud de los personajes permitiera que un
delicioso Artful Dodger nos arrulle hoy con la voz crispada y nerviosa de Steve
Marriot o Johnny Lydon. El pop contencioso de los sesenta es también
dickensiano. Y el punk. Constancia de la perduración –perdurabilidad– de un
acento de los bajos fondos –el cockney – con legítima dignidad popular.
El siete de febrero de 1812, Charles John Huffam Dickens
nacía en Portsmouth, donde su padre trabajaba en una dependencia naval, el
menor de una familia de ocho. Dos de sus hermanos morirán de niños. En 1817, la
familia se trasladará a Chatham; en 1822, a Londres, la ciudad atrapada en su
propio laberinto de humo y niebla que –salvo excepciones– tejerá el entramado
indiscernible de un himno de exaltación.
La bóveda de la
ficción
La complejísima estructura de las novelas de Dickens, como
dan muestras Nuestro amigo común y Casa desolada , no es hoy uno de los aspectos
valorados de Dickens, pero a lo largo de los años ese empeño encontró críticos
como Sylvère Monod, quien sustentó la tesis de la superioridad de David
Copperfield , novela en que la habilidad suprema de incorporar personajes no
perturba el diseño general. O, como Q. Leavis, quien pudo establecer la serie
de paralelismos entre Copperfield y Guerra y paz . El genio más accesible de
Dickens, su simpatía popular, se rastrea en los títulos que con facilidad han
accedido a las colecciones infantiles. Como Oliver Twist , “el hijo de la
parroquia”, tal vez una de las novelas que más adaptaciones... no encuentro el
verbo... ¿padeció? A mí me tocó la que protagonizaron Mark Lester y Jack Wild
(la pareja que protagonizaría luego Melody ), súbito acceso de Dickens a la
comedia musical. Y, por otra parte, destino común: el Quijote recibía por esos
años lo suyo también en El hombre de la Mancha . Aunque Polanski perpetró hace
poco su versión de Twist, el Fagin más memorable fue sin duda el de Alec
Guinness. La imputación de antisemitismo que recibió el autor por este
personaje fue paliada de alguna manera por la creación de Aaron Riah en Nuestro
amigo común ; la amputación que restablece los atributos de sabiduría y
honestidad que Fagin supo perder en aras de adaptarse a un estereotipo. Hay un
Eugene Wrayburn, el héroe esquivo de la misma novela, que encarnó David
MacCallum, el Ilya Kuriakyn de El Agente de Cipol . Produce un raro vértigo
dickensiano, el que atribuimos a la realidad traspapelada por la ficción, la
que obligaba a Wilde a admitir que el hecho más importante de su vida era la
muerte de Lucien de Rubenpré, el personaje de Balzac. Es lo que el crítico
Humphrey House advirtió como una sucesión de alucinaciones, de relevos
insustituibles, cuando el personaje aislado entra en contacto con la multitud,
y la multitud también pierde el anonimato. En Dickens es posible hallar, en los
pliegues a veces descartados o descartables, personajes increíbles, que a otros
escritores le llevaría años componer. Mr. Venus, por ejemplo, el taxidermista
que ayuda a Silas Wegg a reconstruir eso que hoy daríamos en llamar “su
autoestima”.
Don Quijote cockney
A una señora que le comentaba qué difícil se le hacía leer
novelas después de haber leído “a los rusos”, T. S. Eliot le recordó que “los
rusos” –Tolstoi, Dostoievski– leían con gran admiración a Dickens, y que ella,
por lo tanto, podía imitarlos. Eliot fue siempre un gran dickensiano, al punto
que el primer título de La tierra baldía era He do the Police in different
voices (él hace la policía en diferentes voces), comentario atribuido a uno de
los personajes de Nuestro amigo común , que según un dickensiano más frugal,
Kingsley Amis, comporta en inglés (al igual que en castellano) un error
gramatical. Lo cierto es que ya no me atrevo a decir a los lectores que Dickens
es “muy entretenido” (como no me atrevo a hacerlo con Don Quijote , aunque
Dickens y Cervantes me parecen los escritores que más alegría producen en
lectores bien dispuestos).
Victorianos
inminentes
Por el año en que la Reina Victoria se casó con el Príncipe
Alberto –1840–, Dickens había escrito un romance desaforado en el que ella
elegía a Charles el bienamado como marido. Esas y otras bromas se gastaban en
Knebworth, el lugar de residencia de Edward Bulwer, Lord Lytton, autor de Los
últimos días de Pompeya , gran amigo de Dickens. El acompañamiento de sus
colegas no le da a nuestro autor homenajeado un séquito despreciable: Thackeray
y Wilkie Collins han envejecido tan bien como Dickens. No así su contemporáneo
estricto, Robert Browning, cuyos doscientos años merecerán también en el Reino
Unido homenajes y biografías. Pero la oscuridad de Browning no garantiza un
buen pasaje. O sí, mejor que cualquier otro: la oscuridad como antídoto de la
popularidad efímera, fugaz. La complejidad argumental de Dickens, superior a la
de sus pares, tiene una característica que la hace de nuevo moderna. Nadie
necesita una “clave” para entrar en las novelas. El método de composición de
Dickens cautivó a sus exégetas, pero también a lo que se dio en llamar con
justicia “el lector común”. El hecho de que la elaboración secundaria diera
estatura a un simple mortal, cuya única distinción había sido hasta entonces
haberse cruzado con Dickens, permitía que la cola de candidatos a la inmortalidad
literaria aumentara cada día a la salida de las lecturas del autor de Grandes
ilusiones . Y que las damas se desmayaran ante el paso de Dickens, como solía
ocurrir. Lector y actor de dicción y temperamento avasallantes, Dickens
obligaba también a exagerar esos anhelos. Gran parte de los personajes que
descienden de conocidos, como el bondadoso Micawber, cuyo modelo fue el padre
de Dickens, descansan en un limbo de complacencia; otros, los que proceden de
hombres de letras, como Walter Savage Landor o Leigh Hunt, son comidilla de
eruditos y estetas chismosos, alientan a lo sumo un artículo largo en una
revista especializada. A pesar de todo, Dickens no es todavía exclusivamente
bibliográfico.Prestemos atención al método. La alquimia de Dickens tiene menos que
ver con la venganza (como es el caso de Joyce) que con la simetría, por lo que
es necesario volver a Humphrey House y su teoría de la creación de los mundos
ficcionales. Para la ampliación y la ambientación son necesarios detalles
recopilados de la realidad diurna. El expediente es esa bolsa de arpillera, ese
zapato al borde del camino, esa herradura colgada de una pared para tener la
suerte de herrumbrarse. Los habitantes no tardarán en llegar. Combinan
facciones y atributos. En Julio Verne uno puede ver los trazos del esbozo o del
ejercicio definitivo –la nariz aguileña, el ceño adusto, el mentón
voluntarioso—con una facilidad que mucho le debe al hábito y al papel de
calcar; en Dickens, cada uno de los personajes ha sido imaginado entero, como
si el autor, en el momento de crearlos, hubiera pensado también en el tálamo
óptico y la vesícula. El Ícaro de Queneau desaparece en las primeras páginas de
la novela. El elenco de Dickens está rígidamente encadenado a la página. “Mis
personajes son galeotes”, dijo Vladimir Nabokov; los de Dickens, virtuosos
asalariados. Están, sin embargo, dentro de la radiación imperativa del mundo de
Dickens. Quien toca este libro, toca a un hombre, exigió Whitman. Quien toca un
libro de Dickens, toca un mundo: su indecisión primera, su hipotético origen,
su neurosis de destino; la voluntad rapsódica de corrosión, el comején o la
carcoma erótica de su laboriosidad, de su industria, de su desidia.
Hay en Dickens, no en todo Dickens, sino en el que entona
con más vehemencia su responsabilidad civil de súbdito de la monarquía,
resonancias de Carlyle y de Gibbon. En Historia de dos ciudades , sobre todo
(el comienzo de los contrastes, a su vez, cortejaría a la musa de un escritor,
autor distinto, Karl Marx). La locura, a veces, tiene un método y una
regularidad británicas, presbiterianas. Como John Perceval, hijo de un primer
ministro inglés asesinado, que dio a conocer sus memorias de gentleman , Silas
Wegg, el personaje de Nuestro amigo común quiere dedicarse a leer los no sé cuántos
capítulos y las ochocientas notas al pie de Decadencia y caída del Imperio
Romano , de Edward Gibbon, con total cordura. El desciframiento laborioso de
una gran diatriba contra la fe, que es a la vez una de las novelas más
apasionantes escrita sin ese propósito, procura una ataraxia inesperada. En
este penúltimo atisbo de realidad, Londres misma se ha desvanecido. Nadie vive
del todo entre la niebla y el río. Nadie muere del todo. Como la madre de Uriah
Heep, que era “la muerta imagen de su hijo, sólo que más baja”.
Malos sincopados
Una de las conclusiones axiomáticas de Hitchcock, “cuanto
mejor sea el malo, mejor la obra”, se cumple a regañadientes en Dickens, entre
cuyos villanos Fagin está intercalado en un mazo de candidatos intermedios,
entre Scrooge y Sikes. En realidad, el mejor malo de Dickens es menos malvado
que ambivalente, y dio curso, sí, a personajes de esa índole en los libros de
Tolkien y Rowling, una muestra asombrosa de confianza en la madurez de los
lectores jóvenes. Uriah Heep es el escurridizo “malo” de David Copperfield ,
con una coartada perfecta, la novela –que exaltaron entre otros Freud y Kafka–,
es una biografía muy estilizada del propio Dickens, como Pendennis lo es de
Thackeray. Los malos de la vida, al revés de los villanos de los filmes, se
aparecen muchas veces a lo largo de ésta; las escenas, por lo tanto, adoptan la
contundencia de una antología del mal o una displicencia de álbum antiguo. La
frecuencia les confiere a las personas una atenuación significativa, como si la
vibración voraz del mal accediera a las tentaciones complementarias de la
realidad; un extraño sigilo, como si el progreso de un destino se adecuara a un
territorio general compartido, donde el designio final se mantuviera oculto,
ajeno a nuestra mirada y a nuestro juicio. A nuestra infatuación, sobre todo.
La religión de Dickens, en este caso, parece a la vez ufana e insuficiente. Si
bien escribió para sus hijos una vida de Jesucristo, el tema se soslaya con
bastante asiduidad, dando lugar a ese materialismo del que sacara provecho Karl
Marx. Son las relaciones de los individuos –y hasta de las masas, en algún
caso– con la justicia o con el poder, no con lo altísimo, no con lo
inescrutable, las que se imponen. Habrá que esperar que la densa niebla victoriana
alcance otro estatuto, y que un escocés se bata a duelo con el presbiterianismo
de sus padres, para obtener un mal conspicuo e inextinguible, el que aparece en
Dr. Jeckyll y Mr. Hyde , de Robert Louis Stevenson. Sin embargo, en los tiempos
de su tiempo, dos malos entraron en descarada competencia. Uno era el personaje
de ficción de La dama de blanco , el barón Fosco, de Wilkie Collins, gran amigo
y hasta colaborador de Dickens; el otro, el propio Edward Bulwer-Lytton, a
quien su propia ex mujer describió como el personaje más perverso que hubiera
pisado la tierra.
Estética del mal
El mal se dedica a practicar a solas –a celebrar a oscuras–
una equilibrada reverencia. Tiene maquillaje. No importa si sus facciones se
adecuan a la fealdad prevista del mal. En términos de competencia y credulidad,
nos basta con que esté presente. Magia y cirugía. Si desapareciera, si dejara
vacante el disfraz, si disimulara sus intenciones, pediría para saltar del
escenario el eco de una blasfemia. Cae la noche. Los acontecimientos se
precipitan. El mal como un apagón, una negrura prolongada se extiende a lo
largo del siglo veinte. Del diablo de El maestro y Margarita , de Bulgakov, al
Voldemort de Harry Potter , pasando por los tiranos políticos que suministra (y
subitula) una historia de noticieros en minúscula. “El mal como un vasto
cristal azogado”, podríamos parodiar. Pero parodiar perpetúa solo la dificultad
ya advertida. Porque no tiene sentido predicar –o por lo menos no lo tiene
acá–, tampoco podemos ofrecer Dickens sin precauciones. La política un poco
aviesa de condensación con fines didácticos, culpable de que yo leyera David
Copperfield (pero también Moby Dick ) en versiones escuetas y expurgadas, no
continúa ni se sustituyó por otra. Pero las traducciones españolas mejoraron
mucho. Es improbable que se pueda hacer el recorrido completo, de Barnaby Rudge
a Edwin Drood (la novela que Dickens dejó incompleta) en castellano, pero sí a
partir de mañana saborear el encanto del nacimiento de Copperfield, asistir a
la venta de su cordón umbilical, conocer a Pegotty y al señor Micawber, a
Steerforth y a Uriah Heep. Iniciar una vida de relaciones sin Facebook, sin
detracciones ni calumnias, con un siglo entero de matices y escrúpulos provisto
a pulso por el mejor artesano ( miglior fabbro ) de la ficción.
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